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Fjällbacka, 1943
– Britta, tranquilízate… ¿Qué ha pasado? ¿Se ha emborrachado otra vez? -Estaban sentadas en la cama y Elsy trataba de calmar a su amiga acariciándole la espalda. Britta asintió. Intentó decir algo, pero sólo logró emitir un sollozo. Elsy la abrazó y siguió acariciándola.
– Vamos, vamos, pronto podrás irte de casa. Entrar a servir en algún sitio. Y librarte de ese calvario.
– No pienso… No pienso volver nunca más -gimoteó Britta con la cara hundida en el pecho de Elsy.
Elsy notó que las lágrimas le humedecían la camisa, pero no le importaba.
– ¿Ha vuelto a pegarle a tu madre?
Britta asintió.
– Sí, le pegó en la cara. Y ya no he visto más, salí corriendo de allí. ¡Ay, si yo fuera chico! Entonces le habría dado una buena tunda.
– Anda ya, con lo guapa que eres, habría sido una lástima que hubieras sido chico -repuso Elsy meciéndola entre risas. Conocía a su amiga lo suficiente como para saber que los halagos solían ponerla de buen humor.
– Ummm… -replicó Britta, algo más calmada-. Pero me dan pena mis hermanos pequeños.
– No hay mucho que puedas hacer por ellos -observó Elsy, recreando en su mente la figura de los tres hermanos menores de Britta. Se le hizo un nudo en la garganta al pensar llena de ira en la situación en que Tor, el padre de su amiga, había puesto a su familia. Era célebre en Fjällbacka por lo mal que le sentaba la bebida y nadie ignoraba que, varias veces por semana, se empleaba con Rut, su mujer, un ser medroso que intentaba ocultar los moratones con el pañuelo si tenía que salir por el pueblo antes de que se le hubiesen borrado de la cara. Los niños también recibían alguna que otra paliza de vez en cuando, pero por lo general eran los dos hermanos pequeños de Britta los que se llevaban todos los golpes. Britta y su hermana solían salir mejor paradas.
– Ojalá se muriera. Ojalá tropezara borracho y cayera y se ahogara -susurró Britta.
Elsy la abrazó aún más fuerte.
– Chist, no debes hablar así, Britta. Ni siquiera pensar así. Todo se arreglará, con la mediación de la Divina Providencia. Se arreglará de algún modo. Sin que tú tengas que pecar deseando su muerte.
– ¿Dios? -preguntó Britta con amargura-. A nuestra casa no ha sabido llegar, creo yo. Aun así mi madre se pasa los domingos rezándole. No será porque le haya servido de mucho. Y, claro, para ti es fácil hablar de Dios. Tus padres son tan buenos… Y no tienes hermanos con los que compartir las estrecheces ni de los que ocuparte. -La voz de Britta destilaba una amargura abismal.
Elsy la soltó. En tono amable, pero con un eco de recriminación en el timbre, le dijo:
– Sí, claro, sólo que nosotros tampoco lo tenemos tan fácil. Mi madre está siempre tan preocupada por mi padre, que adelgaza día tras día. Desde que torpedearon el Öckerö, cree que cada salida de mi padre será la última. A veces la sorprendo mirando al mar fijamente, como si tratase de conjurarlo para que le devuelva a mi padre.
– Bueno, pero a mí no me parece comparable -protestó Britta con un sollozo lastimero.
– Ya, claro, no es comparable, sólo quería decir que… Bah, olvídalo. -Elsy sabía que sería infructuoso continuar con aquella conversación. Conocía a Britta desde la más tierna infancia y la apreciaba por los aspectos buenos que tan bien conocía. Pero resultaba innegable que, en ocasiones, se comportaba con un egoísmo enorme y que tenía serias dificultades para ver otros problemas aparte de los propios.
Oyeron pasos en la escalera y Britta se puso de pie de un salto y empezó a enjugarse las lágrimas a toda prisa.
– Tienes visita -dijo Hilma en tono frío. A su espalda, en la escalera, aparecieron Frans y Erik.
– ¡Hola!
Elsy advirtió que a su madre no le agradaba la visita, pero la mujer los dejó solos, no sin antes haber añadido:
– Elsy, no olvides que, dentro de muy poco, tienes que llevar la ropa ya lavada a casa de los Österman. Así que no más de diez minutos. Y ya sabes que tu padre llegará en cualquier momento.
Dicho esto, se marchó escaleras abajo y, a falta de otro lugar mejor, Frans y Erik se sentaron en el suelo de la habitación de Elsy.
– No parece que le guste demasiado que vengamos a verte -observó Frans.
– Mi madre opina que la gente de distinta clase no debe mezclarse -explicó Elsy-. Se supone que vosotros sois gente fina, aunque no sé de dónde se lo ha sacado -bromeó entre risas, a lo que Frans respondió sacándole la lengua. Entre tanto, Erik observaba a Britta.
– ¿Qué te pasa, Britta? -preguntó con voz queda-. Tienes pinta de haber estado llorando…
– Nada de lo que tengas que preocuparte -le espetó Britta con un gesto altanero.
– Bah, seguro que son cosas de chicas -rio Frans.
Britta lo miró con adoración y con una amplia sonrisa, aunque aún tenía los ojos enrojecidos.
– ¿Por qué tienes que ser siempre tan provocador, Frans? -le espetó Elsy cruzando las manos sobre las rodillas-. Que sepas que hay gente que lo pasa mal. Todo el mundo no lo tiene tan fácil como tú. La guerra es muy dura para muchas familias. Deberíais pensar en ello de vez en cuando.
– ¿Deberíamos? ¿Cómo he entrado yo a formar parte de este asunto? -preguntó Erik a su vez, un tanto herido-. Todos sabemos que Frans es un idiota y un ignorante, pero acusarme a mí de no conocer el sufrimiento de la gente… -Erik miraba a Elsy ofendido, pero dio un respingo y soltó un grito cuando Frans le dio un puñetazo en el hombro.
– ¿Un idiota y un ignorante? ¿Es eso lo que me has llamado? Yo creo más bien que los idiotas son los que dicen cosas como «conocer el sufrimiento de la gente». Suenas como si tuvieras ochenta años. Por lo menos. No creo que sea muy saludable para ti leer todos esos libros. Algo se te ha escacharrado ahí arriba. -Frans ilustró lo que decía dándose un golpecito con el dedo en la sien.
– Bah, no le hagas caso -le aconsejó Elsy con voz cansina. A veces se sentía tan harta de las riñas constantes de los chicos… Eran increíblemente infantiles.
Un ruido en la planta baja le iluminó la cara.
– ¡Ha llegado mi padre! -Sonrió encantada a los tres amigos y se levantó para bajar a saludarlo. Pero algo en el tono de voz de sus padres la paralizó enseguida. Había ocurrido algo. Las voces subían y bajaban de volumen claramente alteradas y del tono jubiloso que solía acompañar la llegada de su padre no había ni rastro. Entonces oyó unos pasos pesados que se acercaban a la escalera y empezaban a subir. En cuanto vio la cara de su padre, supo que algo iba mal. Estaba pálido y se pasaba la mano por el pelo de ese modo tan particular que indicaba una preocupación sincera.
– ¿Papá? -dijo Elsy vacilante, con el corazón latiéndole acelerado en el pecho. ¿Qué habría sucedido? La muchacha buscó su mirada, pero observó que su padre se fijaba en Erik. Abrió la boca varias veces con la intención de decir algo, pero volvía a cerrarla, como si las palabras no quisieran salir. Hasta que, al final, logró articular:
– Erik, deberías irte a casa. Tus padres… deberías estar con ellos.
– ¿Qué ha pasado? ¿Por qué…? -Erik se llevó la mano a la boca, al caer en la cuenta de qué tipo de malas noticias podía traerle el padre de Elsy-. ¿Axel? ¿Está…? -Fue incapaz de concluir la frase, tragaba saliva sin cesar para aliviar el nudo que tenía en la garganta. Las ideas se precipitaban en su cabeza y, de repente, se imaginó el cuerpo sin vida de Axel. ¿Cómo podría mirar a sus padres a la cara? ¿Cómo podría…?
– No está muerto -afirmó Elof subrayando sus palabras con un gesto tranquilizador, al comprender cuáles eran las sospechas del muchacho-. No, no está muerto -repitió-, Pero lo han cogido los alemanes.
La cara de Erik expresaba un desconcierto absoluto mientras se esforzaba por procesar la información. El alivio y la alegría ante la certeza de que Axel no estaba muerto no tardaron en dar paso a la preocupación y la consternación al saber que su hermano estaba en manos del enemigo.
– Vamos, te acompaño a casa -se ofreció Elof. Todo su cuerpo parecía aplastado bajo el peso de la tarea que lo aguardaba: contar a los padres de Axel que, en esta ocasión, su hijo no había vuelto del viaje.
Paula iba encantada en el asiento trasero. La riña de Patrik y Martin, que iban delante, le infundía cierta seguridad y creaba un ambiente agradable. Justo en aquel momento, Martin se estaba extendiendo en su explicación de que el modo de conducir de Patrik no se contaba entre las cosas que él añoraba. Sin embargo, era obvio que los dos colegas se apreciaban mutuamente, y ella misma ya había empezado a sentir respeto por Patrik.
En general, Tanumshede había resultado un acierto por ahora. No sabía a qué se debía, pero desde que se mudaron allí, tenía la sensación de hallarse en casa. Llevaba tantos años en Estocolmo que había olvidado la sensación de vivir en un pueblecito. Quizá fuese porque, en más de un sentido, Tanumshede le recordaba al pueblo chileno en el que vivió los primeros años de su vida, antes de que huyeran rumbo a Suecia. No se le ocurría ninguna otra explicación de por qué se había adaptado tan a la perfección al ritmo y al ambiente de Tanumshede. No había en Estocolmo nada que ella añorase. Quizá se debiera a que, durante sus años como policía en la capital, había presenciado lo peor de lo peor, lo cual marcaba su visión de la ciudad. Pero en realidad, nunca encajó allí. Ni de niña, ni de adulta. A su madre y a ella les asignaron un pequeño apartamento a las afueras de Estocolmo. Ambas pertenecían a una de las primeras oleadas de inmigrantes, y Paula era la única alumna de la clase que no era de origen sueco. Y tuvo que pagar por ello. Cada día, cada minuto, tuvo que pagar por el hecho de haber nacido en otro país. De nada sirvió que, en tan sólo un año, hubiese aprendido a hablar sueco perfectamente, sin rastro de acento. El castaño oscuro de sus ojos y el pelo negro la delataban.
Sin embargo, en contra de lo que tantos creían, nunca sufrió el menor amago de racismo cuando entró en la policía. A aquellas alturas, los suecos estaban más que acostumbrados a ver gente de otros países, y a ella ya apenas la consideraban una inmigrante. En parte, por el tiempo que llevaba viviendo en Suecia, y en parte porque, al ser latinoamericana, no resultaba tan extraña como los refugiados que llegaban de países árabes o del continente africano. De lo más absurdo, solía pensar ella. Que la salida a su condición de inmigrante hubiese sido el que la considerasen menos rara que a los inmigrantes actuales.
Por esa razón, los hombres como Frans Ringholm le parecían aterradores. No veían los matices, ni las variaciones, simplemente observaban la superficie un segundo, antes de aplicarle los prejuicios de milenios. Era la misma falta de criterio que las había obligado a ella y a su madre a huir. Alguien había decidido que sólo había un camino correcto, sólo uno. Un poder absoluto decidía que todo lo demás no eran sino variaciones erróneas. Siempre habían existido personas como Frans Ringholm. Gente que se creía en posesión de la inteligencia, la fuerza o el poder para decidir cuál era la norma.
– ¿Qué número dijiste? -Martin se volvió hacia Paula, sacándola de sus cavilaciones. La policía leyó el papel que sostenía en la mano.
– Número siete.
– Ahí está -anunció Martin señalándole la casa a Patrik, que giró para aparcar. Estaba en la zona de Kullen, un complejo de apartamentos justo por encima del polideportivo de Fjällbacka.
El letrero habitual que todo el mundo tenía en la puerta era aquí mucho más personal: tallado en madera, con el nombre de Viola Ellmander escrito con letra rebuscada, enmarcado en una guirnalda de flores pintadas a mano. Y la mujer que les abrió la puerta encajaba con el letrero. Viola era rellenita, pero estaba bien proporcionada y tenía una cara que irradiaba amabilidad. Al ver el romántico traje estampado que llevaba, Paula se imaginó cómo le quedaría un sombrero de paja coronando la cabellera gris, que la mujer llevaba recogida en un moño.
– Adelante -los invitó Viola haciéndose a un lado para que entraran. Paula miró a su alrededor apreciando la decoración del vestíbulo. Era un hogar muy distinto del suyo, pero le gustaba. Jamás había estado en Provenza, pero se imaginaba que sería así. Muebles rústicos, combinados con telas y cuadros con motivos florales. Estiró el cuello para ver el interior de la sala de estar y comprobó que tenía el mismo estilo.
– He preparado café -declaró Viola precediéndolos por el pasillo en dirección a la sala de estar. En la mesa había unas tazas con flores rosa claro y una bandeja con galletas.
– Vaya, gracias -dijo Patrik sentándose en el sofá. Una vez hechas las presentaciones, Viola sirvió el café de una hermosa cafetera y guardó silencio como esperando a que continuasen.
– ¿Cómo consigue que sus geranios estén tan bonitos? -se oyó Paula preguntar antes de dar un sorbito de café. Patrik y Martin la miraron perplejos-. Es que a mí, si no se me pudren, se me secan -explicó. Las cejas de Martin y Patrik se enarcaron aún más.
Viola se irguió ufana.
– Bueno, en realidad no es tan difícil. Tienes que procurar que la tierra esté bien seca antes de volver a regar, y bajo ningún concepto debes regarlos con mucha agua. Y además, Lasse Anrell me contó un truco increíblemente bueno; puedes abonarlos con un poco de orina de vez en cuando, eso hace maravillas cuando se te resisten.
– ¿Lasse Anrell? -repitió Martin-. ¿El comentarista deportivo del Aftonbladet? ¡Y de Canal 4! ¿Qué tiene que ver él con los geranios?
Viola puso cara de no tener intención de molestarse en contestar a una pregunta tan absurda. Por lo que a ella se refería, Lasse era ante todo un experto en geranios y que, además, fuese periodista deportivo era un dato que para ella quedaba en la periferia de su conciencia.
Patrik carraspeó.
– Por lo que hemos sabido, Erik Frankel y usted se veían con regularidad -dudó un instante, y prosiguió-: Sí, lo siento, lo siento de veras.
– Gracias -dijo Viola bajando la vista hacia la taza-. Sí, solíamos vernos. Erik se quedaba unos días a veces, un par de veces al mes, más o menos.
– ¿Cómo se conocieron? -preguntó Paula. Resultaba un tanto difícil imaginar cómo habrían coincidido aquellas dos personas, teniendo en cuenta lo distintos que eran sus hogares.
Viola sonrió. Paula advirtió que se le formaban dos hoyuelos encantadores.
– Erik pronunció una conferencia en la biblioteca, hace unos años. ¿Cuántos hace? ¿Cuatro? Trataba sobre la región de Bohuslän en la Segunda Guerra Mundial, y yo no quería perdérmela. Después de la conferencia, empezamos a hablar y… bueno, una cosa llevó a la otra -contó sonriendo al recordar el encuentro.
– ¿Nunca se veían en su casa? -quiso saber Martin alargando el brazo en busca de una galleta.
– No, Erik pensaba que era mejor vernos aquí. El comparte… compartía la casa con su hermano y, aunque Axel se ausentaba mucho, pues… En fin, que prefería venir aquí.
– ¿Mencionó alguna vez si había sufrido algún tipo de amenazas? -preguntó Patrik.
Viola negó con vehemencia.
– No, jamás. No puedo ni imaginarme… Quiero decir, ¿por qué iba nadie a querer amenazar a Erik, un profesor de Historia jubilado? La sola idea es absurda.
– Sin embargo, el hecho es que recibió amenazas o, en fin, al menos de forma indirecta. A causa de su interés por la Segunda Guerra Mundial y el nazismo. A ciertas organizaciones no les hace gracia que se pinte una imagen de la Historia con la que no están de acuerdo.
– Erik no pintaba ninguna imagen, como dice tan a la ligera -protestó Viola y, de repente, le brilló un destello de ira en los ojos-. Era un historiador veraz, meticuloso con los datos y riguroso con la verdad tal como era, no como él o como cualquier otro desearía que hubiera sido. Erik no pintaba. Componía rompecabezas. Despacio, muy despacio, pieza a pieza, iba sacando a la luz cuál era el aspecto de la verdad. Una pieza con un cielo azul aquí, otra con un campo verde allá, hasta que al final podía mostrarle al mundo el resultado. No porque sintiera que había concluido el trabajo -aclaró, de nuevo con el brillo amable de antes en los ojos-. El trabajo de un historiador no termina nunca. Siempre hay más datos, algo más de realidad que averiguar.
– ¿Por qué ese interés desmesurado por la Segunda Guerra Mundial? -intervino Paula.
– ¿Por qué algo despierta nuestro interés? ¿Por qué este interés mío por los geranios? -Viola hizo un gesto de resignación, aunque con una mirada reflexiva-. Claro que, en el caso de Erik, no hay que ser Einstein para saber por qué. Las experiencias de su hermano durante la guerra lo marcaron más que ninguna otra circunstancia, diría yo. El nunca hablaba de eso conmigo, aunque algo captaba yo entre líneas. Una sola vez me habló de lo que le sucedió a su hermano, por cierto, la única vez que vi a Erik beber de más. Fue la última vez que nos vimos. -Se le quebró la voz y tuvo que guardar silencio y serenarse durante unos minutos, antes de proseguir:
»Vino a verme sin avisar, algo totalmente insólito, y, además, estaba claramente bebido. Lo cual era más insólito si cabe, o al menos yo no lo había visto nunca así. Cuando entró, se fue derecho al mueble bar y se sirvió un buen vaso de whisky. Luego se sentó en el sofá y empezó a contármelo todo sin dejar de beber. Yo no comprendía mucho de lo que me decía, era un tanto incoherente y parecía más bien la verborrea de un borracho. Pero hablaba de Axel, eso sí me quedó claro. Hablaba de lo que había vivido cuando estuvo preso. Y cómo había afectado todo ello a su familia.
– ¿Y fue la última noche que lo vio, dice? ¿Cómo es eso? ¿Por qué no se vieron más durante el verano? ¿Cómo es que no se interesó por saber dónde estaba?
El rostro de Viola se distorsionó con una mueca en su intento por contener el llanto. Con la voz empañada, contó al fin:
– Porque Erik se despidió de mí. Hacia medianoche se marchó de aquí, o bueno, es un decir, más bien se fue haciendo eses. Y lo último que me dijo fue que aquella era nuestra despedida. Me dio las gracias por el tiempo que habíamos pasado juntos y me besó en la mejilla. Luego se marchó. Y yo pensé que no eran más que tonterías fruto de la borrachera. Al día siguiente, me comporté como una verdadera tonta, me lo pasé sentada mirando el teléfono, esperando que me llamara y me diera una explicación o me pidiera perdón o… Cualquier cosa… Pero no me llamó. Y yo y mi absurdo orgullo, claro, yo me negué a llamarlo. De haberlo hecho, no sólo habría dado mi brazo a torcer, sino que él no habría estado así… -El llanto salió a borbotones y Viola no fue capaz de concluir la frase.
Pero Paula sabía perfectamente lo que quería decir. Posó la mano sobre la de Viola y le dijo con dulzura:
– Usted no podía hacer nada. ¿Cómo iba a saberlo?
Viola asintió a disgusto y se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano.
– ¿Sabe qué día estuvo aquí? -preguntó Patrik esperanzado.
– Puedo mirar la agenda -respondió Viola poniéndose de pie, con alivio manifiesto ante aquel respiro-. Hago anotaciones a diario, así que no me será difícil dar con la fecha. -Salió de la habitación y se ausentó un rato.
– Fue el 15 de junio -declaró de nuevo en la sala de estar-. Lo recuerdo porque esa tarde había estado en el dentista, así que estoy completamente segura.
– Bien, gracias -dijo Patrik antes de levantarse.
Tras despedirse de Viola y ya en la calle, todos tenían en mente la misma idea. ¿Qué sucedió el 15 de junio? ¿Qué hizo que Erik, en contra de su modo de ser, bebiese de más y, por si fuera poco, pusiera un brusco final a su relación con Viola? ¿Qué pudo haber ocurrido?
– ¡Es obvio que no tiene el menor control sobre ella!
– Pero Dan, de verdad que creo que estás siendo injusto. ¿Cómo puedes estar tan seguro de que tú no habrías caído en su artimaña? -Con los brazos cruzados y apoyada en la encimera de la cocina, Anna miraba a Dan con expresión airada.
– ¡Qué va! ¡Yo no me habría dejado engañar! -Presa de la mayor frustración, Dan no dejaba de pasarse la mano por el pelo, que tenía completamente despeinado.
– No, claro… Tú, que sopesaste muy en serio la posibilidad de que alguien hubiese entrado en casa por la noche para comerse todo el chocolate que había en la despensa. Si yo no hubiera encontrado el papel debajo del almohadón de Lina, tú aún estarías buscando a una panda de ladrones con los bigotes manchados de chocolate… -Anna ahogó una risita y olvidó la rabia por un instante. Dan la miró: él tampoco pudo evitar un amago de sonrisa.
– Pero admitirás que fue muy convincente cuando aseguraba su inocencia, ¿verdad?
– Desde luego. Esa niña ganará un Oscar cuando sea mayor. Pues imagínate que Belinda puede ser igual de convincente, como mínimo. Y, de ser así, no resulta tan extraño que Pernilla la creyera. No creo que puedas estar del todo seguro de que tú no hubieses caído en el engaño.
– No, supongo que tienes razón -admitió Dan enfurruñado-, Pero debería haber llamado a la madre de la amiga para cerciorarse. Yo al menos lo hubiera hecho.
– Sí, claro, seguro que sí. Y a partir de ahora Pernilla también lo hará.
– ¿Qué estáis diciendo de mamá? -se oyó preguntar a Belinda, que bajaba las escaleras aún en camisón y con un peinado que recordaba a un troll de goma. Se había negado a salir de la cama desde que la recogieron en casa de Erica y Patrik el sábado por la mañana, tan resacosa como abatida. En cualquier caso, daba la impresión de que la mayor parte del arrepentimiento había dado paso a una dosis mayor de la ira que últimamente parecía ser su más fiel seguidor.
– No estamos diciendo nada de tu madre -contestó Dan con tono cansino y plenamente consciente de que se estaba fraguando un conflicto insoslayable.
– ¿Entonces eres tú la que está hablando pestes de mi madre otra vez? -le espetó Belinda a Anna, que dirigió a Dan una mirada de resignación. Luego se volvió a Belinda y le dijo con voz serena:
– Yo nunca he hablado mal de tu madre. Y lo sabes. Y, además, a mí no me hables en ese tono.
– Yo hablo en el tono que me da la puta gana -vociferó Belinda-. Esta es mi casa, no la tuya. Así que ya puedes llevarte a tus mocosos y largarte de aquí.
Dan dio un paso al frente con la mirada sombría.
– ¡No le hables así a Anna! Ella también vive aquí. Exactamente igual que Adrián y Emma. Y si no te gusta, pues… -En cuanto comenzó la frase se dio cuenta de que era lo peor que podía decir en aquellos momentos.
– ¡Pues no, no me gusta! ¡Así que hago la maleta y me voy a casa de mamá! ¡Y allí me pienso quedar! ¡Hasta que esa y sus enanos se larguen de aquí! -Belinda dio media vuelta y echó a correr escaleras arriba. Tanto Dan como Anna se sobresaltaron al oír el portazo.
– Puede que tenga razón, Dan -observó Anna con un hilo de voz-. Puede que nos hayamos precipitado un poco. Quiero decir que no ha tenido mucho tiempo para acostumbrarse desde que hemos venido a invadir su vida.
– Pero joder, tiene diecisiete años y actúa como si tuviera cinco.
– Tienes que comprender a Belinda. No ha debido de ser muy fácil para ella. Cuando Pernilla y tú os separasteis, ella estaba en una edad difícil y…
– Ya, muchas gracias, no necesito que me eches en cara todo el rollo para que me dé cargo de conciencia. Ya sé que la separación fue culpa mía, y no hace falta que me lo recrimines.
Dan pasó por delante de Anna con gesto brusco y salió a la calle. Por segunda vez en pocos minutos, se oyó un portazo tal en la casa que temblaron los cristales de las ventanas. Anna permaneció inmóvil unos segundos ante la encimera. Luego se vino abajo y rompió a llorar.