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Borlänge, 1945
Jamás regresó. La besó al despedirse, le dijo que pronto volvería y se marchó. Y ella se quedó esperando. Al principio, con la más absoluta certeza; luego, con un punto de incertidumbre que, con el tiempo, se convirtió en un pánico creciente. Porque no regresó jamás. Rompió la promesa que le hizo. Los engañó a ella y al niño. Con lo segura que estaba… Ni siquiera se le pasó por la cabeza dudar de su promesa, sino que dio por hecho que él la quería tanto como ella lo quería a él. Qué muchacha más ingenua, qué necia. ¿Cuántas jóvenes no habían sufrido ese mismo engaño a lo largo de la historia?
Cuando ya no podía seguir ocultándolo, tuvo que presentarse ante su madre y, con la cabeza gacha, pues no era capaz de mirar a Hilma a la cara, se lo contó todo. Que se había dejado engañar, que creyó en sus promesas y que ahora llevaba al hijo de ambos en sus entrañas. Su madre no dijo nada al principio. Un silencio muerto y frío inundó la cocina, donde se encontraban, y entonces, precisamente, se desató el terror en el corazón de Elsy. Porque en algún lugar recóndito de su ser había abrigado la esperanza de que su madre la acogiese en su seno, que la hubiese abrazado, que la hubiese mecido dulcemente y le hubiese dicho: «Hija querida, no pasa nada, ya nos las arreglaremos». La madre que fue Hilma antes de la muerte de Elof lo habría hecho. Habría tenido fuerzas para querer a Elsy en medio de la deshonra. Pero su madre no era la misma sin su padre. Una parte de ella murió con él, y la parte superviviente no tenía la fortaleza suficiente.
Así que, sin mediar palabra, le hizo a Elsy la maleta con lo imprescindible. Y plantó a su hija de dieciséis años embarazada en el tren de Borlänge, con una carta manuscrita para su hermana, que vivía allí en una granja. Ni siquiera fue capaz de ir a despedirla a la estación, sino que le dijo adiós brevemente en el porche, antes de darle la espalda y volver a la cocina. La versión que circularía por el pueblo era que Elsy había entrado interna en una escuela de hogar.
Habían pasado cinco meses desde entonces. Y no fueron meses fáciles, pese a que la barriga y toda ella crecían por semanas, tuvo que trabajar tan duro como cualquier otra persona en la granja. De la mañana a la noche se esforzaba por cumplir cuantas tareas le exigían, en tanto que la espalda le dolía cada vez más, a causa de la carga que ya empezaba a dar pataditas en su vientre. Una parte de ella quería odiar al niño. Pero no podía. Formaba parte de ella, parte de Hans, y ni siquiera a él era capaz de odiarlo del todo. ¿Cómo podría, entonces, odiar algo que los unía a los dos? Pero ya estaba todo arreglado. Le quitarían el niño en cuanto naciera y lo darían en adopción. No había otra salida, decía Edith, la hermana de Hilma. Su marido, Antón, se había encargado de los aspectos prácticos, sin dejar de protestar entre murmullos por la vergüenza que suponía que su mujer tuviese una sobrina que se acostaba con el primer hombre que se cruzaba en su camino. Elsy no tenía fuerzas para protestar. Encajaba los estacazos sin objeciones y sin poder dar explicación alguna. Porque resultaba difícil argumentar contra el hecho de que Hans no regresó. Pese a habérselo prometido.
Los dolores empezaron un día de buena mañana. En un primer momento, creyó que se trataba de las habituales molestias de espalda, que la despertaban antes de tiempo. Pero el dolor sordo fue aumentando, yendo y viniendo, cada vez más intenso. Dos horas estuvo retorciéndose en la cama, cuando al fin comprendió lo que ocurría y bajó como pudo de la cama. Con las manos en los riñones, se acercó de puntillas al dormitorio de Edith y Antón y despertó a su tía discretamente. Enseguida desplegaron una actividad febril. Le ordenaron que volviera a la cama y mandaron a la mayor de las hijas en busca de la comadrona. Hirvieron agua, sacaron toallas limpias y, tumbada en la cama, Elsy sintió que el pavor se adueñaba de ella.
Diez horas más tarde, el dolor era insoportable. Hacía ya muchas horas que había llegado la comadrona, que la examinó con rudeza. Se comportaba con ella de manera brusca y desagradable, dejando bien claro lo que opinaba de las jóvenes solteras que se quedaban embarazadas. Elsy se sentía como en territorio enemigo. Nadie tuvo una palabra amable o una sonrisa para ella mientras estuvo en la cama creyéndose morir. Porque era tal el dolor que así lo creía. Cada vez que la acometía una nueva oleada, se agarraba al cabecero de la cama y apretaba los dientes para cerrarle el paso a los gritos. Era como si alguien estuviese cortándola por la mitad. Al principio había algo de reposo entre las oleadas, unos minutos en los que podía respirar y recobrar fuerzas. Pero ya había llegado el momento en que los dolores se producían tan seguidos que no tenía la menor posibilidad de recuperarse. Una sola idea acudía a su cabeza con insistencia: «Voy a morir».
Entre la bruma de tanto padecimiento comprendió que debió de decirlo en voz alta, pues la comadrona la miró con encono y le espetó:
– Nada de lamentaciones. Tú misma te has puesto en esta situación, así que a sufrirla sin quejarte. Ya sabes, muchacha.
Elsy no tenía fuerzas para protestar. Se aferró al larguero tan fuerte que los nudillos se le pusieron blancos cuando una nueva oleada de dolor le atravesó el abdomen abriéndose paso hacia las piernas. Jamás pensó que tal dolor existiera. Se alojaba en todas partes. Penetraba en cada fibra, en cada célula de su cuerpo. Y ya empezaba a vencerla el cansancio. Llevaba tanto tiempo luchando contra ese dolor que una parte de ella sólo pensaba en rendirse, en abandonarse en la cama y dejar que tanto sufrimiento se apoderase de ella e hiciese con ella lo que gustase. Pero sabía que no iba a permitírselo. Era el hijo de Hans y de ella el que debía salir, y pensaba parirlo, aunque fuese lo último que hiciera.
Pronto empezó a mezclarse con el dolor conocido, uno de otra índole. Un dolor que presionaba, y la comadrona asintió satisfecha dirigiéndose a su tía:
– Pronto habrá terminado -confirmó empujando el vientre de Elsy-, Ahora debes empujar todo lo que puedas, cuando yo te avise, y el niño no tardará en salir.
Elsy no respondió, pero asimiló lo que acababa de oír y aguardó. La sensación de que tenía que empujar iba creciendo; tomó aire.
– Eso es, ahora empuja con todas tus fuerzas. -Las palabras de la comadrona resonaron como lo que eran, como una orden, y Elsy pegó la barbilla al pecho y empujó. No parecía que ocurriese nada, pero la comadrona asintió brevemente, de modo que debió de hacerlo bien.
– Ahora, espera hasta que vuelvan la contracción y el dolor -le dijo con acritud. Elsy obedeció. Sintió que la presión iba aumentando otra vez y, cuando no podía más, oyó de nuevo la orden de empujar. En esta ocasión sintió que algo se soltaba, era difícil de describir, pero era como si algo cediese en su interior.
– Ya ha salido la cabeza. Con una contracción más…
Elsy cerró los ojos un instante, pero lo único que veía era a Hans. No tenía fuerzas para llorar por él en aquellos momentos, de modo que volvió a abrirlos.
– ¡Ahora! -gritó la comadrona con la cabeza entre las piernas de Elsy, que, con las fuerzas que le quedaban, con la barbilla apretada contra el pecho y las piernas flexionadas empujó una vez más.
Algo húmedo y resbaladizo se deslizó de su vientre y Elsy cayó exhausta sobre las sábanas empapadas de sudor. La primera sensación fue de alivio. Alivio ante el fin de tantas horas de sufrimiento. Jamás había sentido un cansancio como aquel, cada parte de su cuerpo estaba agotada por completo, no era capaz de moverse ni un milímetro. Hasta que oyó el grito. Un llanto chillón e irritado que la impulsó a apoyarse en los codos para buscar su origen.
Sollozó al verlo. Era… perfecto. Pringoso y lleno de sangre, y enojado de que lo hubieran sacado a aquel ambiente frío, pero perfecto. Elsy volvió a descansar la cabeza en el almohadón, pues cayó en la cuenta de que aquella sería la primera y la última vez que lo vería. La comadrona cortó el cordón umbilical y lavó al niño a conciencia con una manopla. Luego le puso una camisita bordada que Edith había sacado del armario. Nadie se fijaba en Elsy, pero ella no podía apartar la vista de cuanto hacían con el niño. Sentía que el corazón iba a estallarle de amor, y observaba cada detalle del cuerpo del pequeño con ojos hambrientos. Y sólo cuando Edith hizo amago de cogerlo para llevárselo de la habitación, le salieron las palabras de la boca:
– ¡Quiero cogerlo un poco!
– No es aconsejable, dadas las circunstancias -repuso la comadrona irritada al tiempo que le hacía a Edith una seña para que saliese. Pero la tía dudaba.
– Por favor, dejad que lo coja un momento. Sólo un minuto. Luego podrás llevártelo. -Pronunció aquellas palabras con voz implorante y Edith fue incapaz de negarse. Se acercó y puso al pequeño en brazos de Elsy, y la joven madre lo abrazó con mimo y lo miró a los ojos.
– Hola, mi niño querido -le susurró meciéndolo despacio en su regazo.
– Le vas a manchar de sangre la camisita -le espetó la comadrona indignada.
– Tengo más -replicó Edith mirándola de tal modo que la mujer optó por callarse.
Elsy no se hartaba de mirarlo. Lo sentía caliente y pesado en los brazos, y, llena de fascinación, observaba los deditos y aquellas uñas mínimas y perfectas.
– Es un niño muy hermoso -declaró Edith poniéndose a su lado.
– Es como su padre -aseguró Elsy sonriendo al ver que el pequeño se aferraba con firmeza al dedo índice.
– Tienes que dejarlo ya, es hora de que coma -ordenó la comadrona arrancándoselo de los brazos. Su primer impulso fue oponerse, recuperar al niño para no volver a soltarlo nunca más. Pero pasó el instante y la comadrona empezó a cambiarlo con desparpajo, le quitó la camisita manchada de sangre y le puso otra limpia. Luego se lo dio a Edith, quien, tras una fugaz ojeada a Elsy, se lo llevó de allí.
En ese preciso momento, Elsy sintió que algo se le rompía por dentro. En algún lugar recóndito de su corazón, algo se hizo añicos cuando vio a su hijo por última vez. Sabía que sería incapaz de volver a sobrevivir a un dolor semejante. Y decidió que jamás le abriría el corazón a nadie. Jamás, nunca jamás. Se hizo aquella promesa con los ojos anegados en lágrimas, mientras la comadrona se ocupaba de la placenta.
– ¡Martin!
– ¡Paula!
Los gritos resonaron exactamente al mismo tiempo. Era obvio que cada uno buscaba al otro para algún asunto importante. Ambos se quedaron en el pasillo, mirándose fijamente con las mejillas encendidas. Martin fue el primero en reaccionar.
– Ven a mi despacho -le dijo-, Kjell Ringholm acaba de irse y tengo algo que contarte.
– Vale, yo también tengo algo que contar -repuso Paula siguiendo a Martin a su despacho.
El policía cerró la puerta una vez que Paula hubo entrado y se acomodó en la silla. Ella se sentó enfrente, pero estaba tan impaciente que le costaba mantenerse quieta.
– Para empezar, Frans Ringholm se ha confesado autor del asesinato de Britta Johansson y, además, da a entender que fue el autor de la muerte de Erik Frankel y… -aquí dudó un instante-…y del hombre cuyo cadáver hallamos en la tumba.
– ¿Cómo? ¿Se lo confesó al hijo antes de morir? -preguntó Paula desconcertada. Martin sacó entonces la funda de plástico con la carta.
– Se lo confesó después, más bien. Kjell recibió hoy esta carta por correo. Léela y dime cuál es tu primera impresión.
Paula cogió la carta y se concentró en su lectura. Una vez hubo terminado, la volvió a meter en la funda y comentó meditabunda, con el ceño fruncido:
– Bueno, no cabe duda de que dice expresamente que mató a Britta. Pero a Erik y a Hans Olavsen… En fin, lo que dice es que es culpable de sus muertes, pero resulta un tanto extraño en este contexto, sobre todo cuando la confesión es tan clara con respecto a Britta. Así que no sé yo… No estoy segura de que quiera decir que, literalmente, mató a los otros dos también… Y, además… -se inclinó para presentarle su hallazgo, pero Martin la detuvo:
– ¡Espera! Tengo más -la interrumpió alzando la mano. Paula cerró la boca, algo ofendida.
– Kjell ha estado indagando sobre el tal… Hans Olavsen. Ha intentado averiguar dónde se metió y, en general, cualquier cosa sobre él.
– ¿Sí? -lo acució Paula impaciente.
– Se puso en contacto con un catedrático noruego, una autoridad en la ocupación alemana de Noruega. Como el hombre tiene tanta información sobre la resistencia noruega, Kjell creía que podría ayudarle a localizar a Hans Olavsen.
– Sí… -repitió Paula, que ya empezaba a irritarse de verdad al ver que Martin no iba al grano.
– Al principio no encontró nada…
Paula exhaló un suspiro elocuente.
– …hasta que Kjell le mandó por fax un artículo con la fotografía de Hans Olavsen, el joven de la «resistencia noruega» -añadió Martin dibujando en el aire las comillas.
– ¿Y? -preguntó Paula con tal interés que, por un momento, olvidó su propio hallazgo.
– Pues resulta que el tipo no era de la resistencia. Era hijo de un agente de las SS llamado Reinhardt Wolf. Olavsen era el nombre de soltera de su madre, y él lo adoptó cuando huyó a Suecia. Su madre, que era noruega, se casó con un alemán, y cuando los alemanes ocuparon el país, Wolf, que sabía noruego gracias a su mujer, obtuvo un puesto importante en las SS de Noruega. Hacia el final de la guerra, el padre fue apresado y encarcelado en Alemania. De la madre no se sabe nada, pero el hijo, Hans, huyó de Noruega en 1944 y jamás se le ha vuelto a ver. Y nosotros sabemos por qué. Huyó a Suecia, se hizo pasar por rebelde y, de algún modo, acabó en una tumba del cementerio de Fjällbacka.
– Increíble. Pero ¿en qué modo influye todo eso en la investigación? -quiso saber Paula.
– Todavía no lo sé. Pero tengo el presentimiento de que es importante -confirmó Martin pensativo. Luego sonrió-. Bien, pues ya sabes cuál es mi gran novedad. Y tú, ¿qué querías decirme?
Paula respiró hondo y le hizo enseguida partícipe de su descubrimiento. Martin miraba a la colega lleno de asombro.
– Bueno, eso le imprime sin duda un giro al caso -aseguró levantándose de la silla-. Tenemos que proceder a un registro inmediato. Ve sacando el coche mientras yo llamo para solicitar la orden.
Paula no tuvo que oírlo dos veces. Se levantó de un salto, con la sangre bombeándole los oídos. Ahora sí estaban cerca. Lo presentía. Estaban muy cerca.
Erica no había dicho una sola palabra desde que se sentaron en el coche. Iba mirando por la ventanilla, con los diarios en el regazo y las palabras y el dolor de su madre resonando en la cabeza. Patrik no la molestó, consciente de que ya hablaría con él del asunto cuando estuviese preparada. El no conocía tantos detalles como Erica, pues no había leído los diarios, pero mientras ella los leía, Kristina le había hablado del hijo al que Elsy tuvo que renunciar.
En un primer momento, sintió cierta rabia contra su madre. ¿Cómo había sido capaz de ocultarle a Erica algo así? Y a Anna, claro. Poco a poco, sin embargo, empezó a considerarlo desde su punto de vista. Le había prometido a Elsy no contarlo. Le había hecho una promesa a una amiga, y la había cumplido. Claro que, según dijo, había pensado contarle a Erica y a Anna que tenían un hermano, pero temía las consecuencias de tal revelación. De modo que, cuando le entraba la duda, terminaba por convencerse de que lo mejor era seguir callando. Por un lado, Patrik se rebelaba en parte contra esa resolución, pero creyó a pies juntillas a Kristina cuando esta le aseguró que había intentado hacer lo que consideraba que era lo mejor.
En cualquier caso, ya se había desvelado el secreto, y, por la expresión de Kristina, supo que se sentía aliviada por haberlo dado a conocer. Ahora la cuestión era qué actitud adoptaría su mujer ante la noticia. Aunque, en realidad, ya lo sabía. Conocía a Erica lo suficiente como para tener la certeza de que miraría debajo de las piedras en busca de aquel hermano. Volvió la cabeza y observó su perfil mientras ella miraba abstraída por la ventana. De repente, tomó conciencia de hasta qué punto la quería. Resultaba tan fácil olvidarlo… Resultaba tan fácil que la vida y el día a día rodasen sin parar, el trabajo y las tareas domésticas y… los días, pasando uno tras otro. Pero había momentos como aquel, en los que sentía con una fuerza aterradora hasta qué punto estaban unidos. Y cómo adoraba despertar a su lado cada mañana.
Cuando llegaron a casa, Erica se fue derecha a su despacho. Aún sin haber pronunciado ni una sola palabra y con la misma expresión ausente en la cara. Patrik trajinó un poco por la casa y acostó a Maja para que durmiera la siesta, antes de atreverse a molestarla.
– ¿Puedo pasar? -preguntó llamando a la puerta discretamente. Erica se volvió y asintió, aún algo pálida, pero menos absorta.
– ¿Cómo te encuentras? -se preocupó Patrik sentándose en el sillón.
– Si quieres que te sea sincera, no lo sé a ciencia cierta -admitió con un suspiro-. Aturdida.
– ¿Estás enfadada con mi madre? Quiero decir, por haber guardado el secreto.
Erica reflexionó un instante, al cabo del cual negó despacio.
– No, la verdad es que no. Mi madre se lo hizo prometer, y comprendo que tuviese miedo de hacer más mal que bien contándolo.
– ¿Se lo dirás a Anna? -quiso saber Patrik.
– Sí, por supuesto. Ella también tiene derecho a saberlo. Pero antes, tengo que digerirlo yo.
– Y ya te has puesto a buscar, ¿verdad? -adivinó Patrik sonriendo y señalando el ordenador encendido con el navegador abierto.
– Naturalmente -afirmó Erica, también sonriendo-. Ya he empezado a ver qué vías existen para rastrear las adopciones. No creo que resulte tan difícil dar con él.
– ¿No te da un poco de pánico? -se inquietó Patrik-, No tienes ni la más remota idea de cómo es ni de qué vida lleva.
– Muchísimo -asintió Erica-, Pero no saber es peor aún. Y, después de todo, es un hermano que tengo por ahí. Y, bueno, yo siempre quise tener un hermano… -terminó con media sonrisa.
– Tu madre debió de pensar en él durante toda su vida. ¿Cambia eso la imagen que tienes de ella?
– Por supuesto que la cambia -repuso Erica-. No es que ahora me parezca que hizo bien siendo tan fría con Anna y conmigo. Pero… -se detuvo para buscar la mejor manera de expresarlo-, pero entiendo que no se atreviese a abrirle el corazón a nadie. Es decir, si pensamos que la abandona el padre de su primer hijo, bueno, porque eso es lo que ella creía que había sucedido. Y luego la obligan a dar al niño en adopción. ¡Y sólo tenía dieciséis años! No quiero ni imaginar lo doloroso que debió de ser para ella todo aquello. Y, además, justo después de perder a su padre y, en la práctica, también a su madre, según parece. No, no puedo culparla. Por más que quisiera, no puedo culparla.
– Si hubiera sabido que Hans no la abandonó… -observó Patrik meneando la cabeza.
– Sí, eso es casi lo más cruel de toda esta historia. Que él jamás salió de Fjällbacka. No la dejó, sino que lo mataron. -A Erica se le quebró la voz-, ¿Por qué? ¿Por qué lo asesinaron?
– ¿Quieres que llame a Martin, por si han averiguado algo más? -propuso Patrik. No era sólo por Erica por lo que quería llamar, pues él mismo se sentía sobrecogido por el destino del joven noruego, y dicho interés no se había enfriado precisamente ahora que sabía que era padre del medio hermano de Erica.
– Pues sí, ¿podrías llamarlo? -respondió Erica impaciente.
– Vale, lo llamo ahora mismo -dijo Patrik poniéndose de pie.
Un cuarto de hora después, volvió a subir al despacho de Erica, que vio enseguida que traía novedades.
– Han encontrado un posible móvil para el asesinato de Hans Olavsen -explicó.
Erica apenas podía mantenerse quieta en la silla.
– ¿Y?
Patrik dudó un instante, antes de contarle lo que le había revelado Martin.
– Hans Olavsen no era de la resistencia. Era hijo de un alto mando de las SS que trabajó para los alemanes durante la ocupación en Noruega.
Reinaba el silencio en la habitación. Erica lo miró atónita y, para variar, se quedó sin palabras. Patrik prosiguió:
– Y Kjell Ringholm ha pasado hoy por la comisaría. Esta mañana recibió una carta de Frans en la que confiesa que mató a Britta y, además, escribe que es responsable de las muertes de Erik y de Hans. Aunque Martin se anduvo por las ramas ahí. Le pregunté si interpretaba que Frans se hubiese reconocido culpable de los asesinatos de Erik y Hans, pero no estaba dispuesto a jurarlo.
– ¿Y entonces? ¿Qué quiere decir que «es responsable»? ¿Qué implica eso? -preguntó Erica, una vez recuperada el habla-, Y lo de que Hans no estaba en la resistencia… ¿lo sabría mi madre? ¿Cómo…? -Calló meneando la cabeza.
– ¿Tú qué crees, después de haber leído los diarios? ¿Crees que lo sabía? -quiso saber Patrik sentándose.
Erica reflexionó un segundo, pero luego negó con un gesto.
– No -replicó con firmeza-. No creo que mi madre lo supiera. En absoluto, seguro que no.
– La cuestión es si Frans llegó a averiguarlo -dijo Patrik pensando en voz alta-. Pero ¿por qué no escribe claramente que los mató, si fue eso lo que quiso decir? ¿Por qué dice que es responsable?
– ¿Te ha dicho Martin cómo van a proceder a partir de ahora?
– No, sólo que Paula había encontrado una posible pista y que iban a salir a comprobarla, y que me llamaría si averiguaba más. Sonaba bastante animado, la verdad -añadió Patrik con una punzada en el estómago. Hallarse fuera del centro de los acontecimientos le producía una sensación extraña y poco llevadera.
– Te oigo los pensamientos -observó Erica con guasa.
– Sí, la verdad es que mentiría si dijera que no me habría gustado estar ahora en la comisaría -reconoció Patrik-. Pero tampoco quisiera que la situación fuera distinta, como creo que sabes.
– Sí, lo sé -asintió Erica-, Y te comprendo. No tiene nada de extraño.
En ese momento, procedente de la habitación de Maja se oyó un alarido, como una confirmación de lo que acababan de decir. Patrik se puso de pie.
– Lo que te decía, se acabó el recreo.
– Venga, vuelve a la mina -rio Erica-. Pero tráeme a la pequeña negrera que le dé un beso.
– Eso haré -aseguró Patrik. Cuando salía oyó que Erica contenía la respiración.
– Sé quién es mi hermano -declaró. Se echó a reír sin dejar de llorar y repitió-: Patrik, sé quién es mi hermano.
Martin recibió la noticia de que tenían la orden de registro cuando iban en el coche. Habían decidido probar suerte y confiar en que la obtendrían, así que ya habían salido. Ninguno de los dos habló por el camino; sumidos en honda reflexión, intentaban atar cabos, distinguir la imagen que ya empezaba a perfilarse.
Nadie respondió cuando llamaron.
– Parece que no hay nadie en casa -constató Paula.
– Y ¿cómo entramos? -preguntó Martin observando pensativo la robusta puerta, que parecía difícil de forzar.
Paula sonrió, extendió el brazo y tanteó las vigas que sobresalían por encima de la puerta.
– Con la llave -dijo mostrándole su hallazgo.
– ¿Qué haría yo sin ti? -repuso Martin con total sinceridad.
– Probablemente, fracturarte un brazo intentando entrar forzando la puerta -replicó mientras abría.
Entraron en la casa. Reinaba un silencio aterrador, hermético y agobiante, y se quitaron las cazadoras en el vestíbulo.
– ¿Nos dividimos? -propuso Paula.
– Yo me encargo de la primera planta y tú de la planta baja.
– ¿Qué buscamos? -De repente Paula parecía indecisa. Estaba convencida de que iban sobre la pista correcta, pero ahora que se encontraban allí, no se sentía tan segura de que fuesen a dar con nada que lo demostrase.
– No lo sé -Martin parecía víctima de la misma inseguridad-. Pero miraremos con suma atención a ver qué encontramos.
– Vale -Paula asintió y empezó a subir la escalera hacia la primera planta.
Una hora más tarde, bajó de nuevo.
– Nada, por ahora. ¿Quieres que siga buscando arriba, o cambiamos un rato? O quizá tú has encontrado algo de interés…
– No, todavía no -respondió Martin meneando la cabeza-. Creo que es buena idea que cambiemos, pero… -señaló pensativo hacia una puerta que había en el vestíbulo-. Podríamos mirar antes en el sótano. Ahí no hemos estado.
– Buena idea -convino Paula abriendo la puerta que conducía al sótano. La escalera estaba negra como boca de lobo, pero encontró un interruptor que había en el vestíbulo, justo en la pared de la escalera, y encendió la luz. Bajó antes que Martin y se detuvo unos segundos al pie de la escalera mientras aguardaba a que la vista se habituase a aquella luz mortecina.
– Qué canguelo da este sitio -reconoció Martin, que iba detrás de ella. Paseó la vista por las paredes y lo que vio lo dejó boquiabierto.
– Chist -siseó Paula llevándose un dedo a los labios. Frunció el entrecejo-, ¿Has oído algo?
– No… -contestó Martin aguzando el oído-. No, no he oído nada.
– Me ha parecido oír que cerraban la puerta de un coche. ¿Seguro que no lo has oído?
– Bueno, seguro que han sido figuraciones tuyas… -Se interrumpió de pronto al oír el sonido inconfundible de unos pasos en el piso de arriba.
– Con que figuraciones, ¿eh? Será mejor que subamos -insistió Paula poniendo el pie en el primer peldaño. Pero en ese mismo momento, la puerta del sótano se cerró de golpe y ambos oyeron cómo la cerraban con llave.
– ¡Qué coño…! -Paula subió los escalones de dos en dos pero en ese momento también se apagó la luz. Se quedaron inmóviles en la oscuridad.
– ¡Joder, qué mierda! -rugió Paula. Martin la oyó aporrear la puerta-. ¡Déjenos salir! ¿Me oye? ¡Somos la policía! ¡Abra la puerta y déjenos salir!
Pero cuando Paula calló para recobrar el aliento y volver al ataque, oyó claramente la portezuela de un coche al cerrarse y el chirrido al arrancar y alejarse.
– Mierda -reiteró Paula mientras bajaba a tientas por la escalera.
– Tendremos que llamar y pedir ayuda -dijo Martin echando mano de su teléfono, cuando cayó en la cuenta de que se lo había dejado en la cazadora, que estaba en la entrada.
– Tendrás que llamar tú, el mío está en el bolsillo de la cazadora, en el pasillo -dijo Martin. No oyó más que silencio, ninguna respuesta de Paula, y sintió que empezaba a preocuparse.
– No me digas que tú también…
– Pues sí -asintió Paula con voz apagada-. El mío también está en el bolsillo de la cazadora…
– Joder! -Martin subió a tientas la escalera para intentar abrir de un empellón.
– ¡Ay, coño! -gritó. Lo único que consiguió fue un hombro dolorido. Así que bajó malherido adonde estaba Paula.
– Imposible derribarla.
– ¿Y qué hacemos ahora? -dijo Paula con amargura. De pronto, empezó a jadear nerviosamente-. Johanna!
– ¿Quién es Johanna? -preguntó Martin desconcertado.
Paula se quedó callada unos segundos, antes de decir:
– Mi pareja. Vamos a tener un niño dentro de dos semanas, pero nunca se sabe… Y le había prometido que siempre estaría localizable por teléfono.
– Seguro que todo está bien. -La tranquilizó Martin intentando digerir aquella información tan personal que acababa de darle su colega-. Las primerizas suelen dar a luz después de haber salido de cuentas.
– Sí, esperemos -repuso Paula-, De lo contrario, pedirá mi cabeza en una bandeja. Suerte que siempre puede localizar a mi madre. En el peor de los casos.
– Venga, no pienses en eso. -La consoló Martin-, No creo que tengamos que estar aquí tanto tiempo y si aún faltan dos semanas, seguro que puedes estar tranquila.
– Pero… nadie sabe que estamos aquí -observó Paula sentándose en el último peldaño-.Y, mientras nosotros estamos aquí, el asesino se larga.
– Míralo por el lado positivo: al menos ahora no cabe la menor duda de que teníamos razón -añadió Martin en un intento por animarla. Paula no se dignó responder siquiera.
En el piso de arriba empezó a sonar el timbre estresante de su móvil.
Mellberg dudaba al otro lado de la puerta. Todo había ido tan bien en la clase del viernes. Pero no había visto a Rita desde entonces, a pesar de haber dado varios paseos por su ruta habitual.
Y la echaba de menos. Le sorprendía sentirse así, pero ya no podía cerrar los ojos al hecho de que la echaba mucho, mucho de menos. Y se diría que Emst iba por el mismo camino, porque había estado tironeando ansioso en dirección a su casa.
Y Mellberg no opuso excesiva resistencia a dicho afán. Pero ahora, de repente, se sentía inseguro. Por un lado, no sabía si estaría en casa, y por otro, se sentía súbita e insólitamente tímido y temeroso de parecer un entrometido. Pero se sacudió esa extraña sensación y pulsó el botón del portero automático. Nadie respondió y acababa apenas de darse la vuelta para marcharse cuando se oyó un carraspeo y una voz jadeante resonó en el interfono.
– ¿Hola? -dijo acercándose de nuevo a la puerta-. Soy Bertil Mellberg.
En un primer momento, no hubo respuesta; luego, una voz apenas audible que decía: «Sube». Y después un lamento. Mellberg frunció el entrecejo. Qué raro. Y tirando de Emst, subió las dos plantas hasta el piso de Rita. La puerta estaba entreabierta y Mellberg entró extrañado.
– ¿Hola? -saludó indeciso y, al principio, nadie le respondió. Luego oyó un grito cerca y, cuando miró al lugar de donde procedía, descubrió la presencia de una persona tumbada en el suelo.
– Tengo… contracciones… -gimió Johanna, que se había encogido hasta convertirse en una bola diminuta, mientras jadeaba para sobreponerse a una contracción.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Mellberg notando que la frente se le perlaba de sudor-, ¿Dónde está Rita? ¡La llamo ahora mismo! Y Paula, tenemos que encontrar a Paula y llamar a una ambulancia… -balbució mirando a su alrededor en busca del teléfono más cercano.
– Lo he intentado… no la localizo… -gimió Johanna, pero no podía continuar hasta que hubiese pasado la contracción. Con mucho esfuerzo, se apoyó en la manivela del armario que tenía a su lado y se puso de pie agarrándose la barriga mientras miraba a Bertil con salvaje indignación.
– ¿Crees que no he intentado llamarlas a las dos? ¡Pero nadie contesta! ¿Es tan difícil…? Joder, hostias… -El rosario de imprecaciones se vio interrumpido por una nueva contracción, y Johanna volvió a caer de rodillas y empezó a respirar de manera acelerada.
– Llévame… al hospital… -rogó señalando agotada las llaves que estaban en la mesita de la entrada. Mellberg las miraba como si, en cualquier momento, fuesen a transformarse en una serpiente venenosa presta a atacar, pero luego, como a cámara lenta, vio que su mano se movía hacia las llaves. Sin saber de dónde procedía aquella capacidad de iniciativa, llevó a Johanna más o menos arrastrándola hasta el coche que estaba en el aparcamiento y la metió como pudo en el asiento trasero. A Emst tuvo que dejarlo en el piso. Y, pisando a fondo el acelerador, puso rumbo al hospital de la zona norte de la región de Älvsborg. Se sentía cada vez más próximo a sufrir un ataque de pánico, a medida que los jadeos de Johanna sonaban más entrecortados, y la gran cantidad de kilómetros que separaban Vänersborg de Trollhättan se le antojó infinita. Pero llegó por fin a la entrada del hospital y de nuevo tuvo que arrastrar a Johanna, que, con los ojos desencajados de terror, fue con él hasta la ventanilla.
– Va a dar a luz -comunicó Mellberg a la enfermera que había al otro lado del cristal. La mujer miró a Johanna y puso cara de pensar que aquella información era, cuando menos, superflua.
– Venid conmigo -les ordenó indicándoles una habitación contigua.
– Yo creo que… debo irme… -farfulló Mellberg nervioso cuando la enfermera le dijo a Johanna que se quitara los pantalones. Pero ella lo agarró del brazo justo cuando estaba a punto de escabullirse por la puerta y le susurró en voz baja, obligada por el dolor:
– Tú… no vas a ninguna parte… No pienso… hacerlo sola…
– Pero… -comenzó a protestar Mellberg, aunque enseguida comprendió que no sería capaz de dejarla allí. De modo que, con un suspiro, se sentó en una silla e intentó mirar a otro lado mientras las enfermeras procedían a examinar a Johanna a conciencia.
– Siete centímetros de dilatación -informó la matrona mirando a Mellberg, como suponiendo que el dato le interesaría.
Mellberg asintió, aunque preguntándose qué implicaciones tendría aquello. ¿Sería positivo? ¿Negativo? ¿Cuántos centímetros hacían falta? Y, con creciente horror, comprendió que antes de que aquel episodio hubiese concluido, terminaría sabiendo no sólo la respuesta a esas preguntas, sino a muchas, muchas más.
Sacó el móvil del bolsillo y volvió a marcar el número de Paula, donde sólo respondió el contestador. Otro tanto ocurrió con el de Rita. Pero ¿qué clase de personas eran? ¿Cómo tenían el teléfono apagado cuando sabían que Johanna podía dar a luz en cualquier momento? Mellberg se guardó el teléfono en el bolsillo y volvió a plantearse si no debería largarse al primer descuido.
Dos horas después, aún seguía allí. Los habían metido en una sala de dilatación, donde Johanna lo tenía firmemente cogido de la mano. Mellberg no podía por menos de compadecerla. Acababan de explicarle que aquellos siete centímetros debían llegar a diez, sólo que para los tres últimos las contracciones habían decidido tomárselo con calma. Johanna se enchufaba continuamente a la máscara de óxido nitroso, tanto que a Mellberg le entraron ganas de probarla.
– No puedo más… -reconoció Johanna con la mirada turbia por el gas hilarante. El pelo, empapado de sudor, se le había pegado a la frente, y Mellberg se la secó con una toalla.
– Gracias… -le dijo mirándolo de tal modo que Mellberg olvidó toda idea de huida. No podía evitar sentir cierta fascinación por cuanto estaba sucediendo ante su vista. Claro que él sabía que lo de traer niños al mundo era un proceso doloroso, pero jamás tuvo conciencia del esfuerzo hercúleo que exigía y, por primera vez en su vida, sintió un profundo respeto por el sexo femenino. El jamás habría superado aquello, de eso estaba convencido.
– Inténtalo… Llama otra vez… -le rogó Johanna antes de volver a aspirar óxido nitroso: el artilugio que tenía fijado a la barriga indicaba que estaba a punto de sufrir otra contracción de las buenas.
Mellberg le soltó la mano y empezó a marcar los números a los que ya había tratado de llamar infinidad de veces en las últimas horas. Seguían sin contestar y meneó abatido la cabeza.
– ¿Dónde coño…? -comenzó Johanna antes de que empezara otra contracción, de modo que las palabras se transformaron en un lamento.
– ¿Seguro que no quieres que te pongan la… pecoral esa o como se llame lo que te han ofrecido? -preguntó Mellberg preocupado mientras volvía a secarle el sudor de la frente.
– No… ya me queda muy poco… puede detenerse… Y se llama epidural… -Johanna encorvó la espalda con una nueva oleada de quejidos. La matrona volvió a entrar para comprobar el grado de dilatación de Johanna, tal como venía haciendo regularmente desde que llegaron.
– Ya ha dilatado por completo -declaró la matrona satisfecha-, ¿Me has oído, Johanna? Buen trabajo. Diez centímetros. Pronto no tendrás más que empujar. Lo has hecho estupendamente. El bebé no tardará en nacer.
Mellberg le cogió la mano a Johanna y la apretó con fuerza. Le latía en el pecho un sentimiento extraño, que podría describirse como orgullo. Orgullo por las alabanzas a Johanna, por el trabajo que habían hecho juntos y porque pronto nacería el hijo de ella y de Paula.
– ¿Cuánto tardará el alumbramiento en sí? -le preguntó a la matrona, que le respondió con amabilidad. Nadie había preguntado cuál era su relación con Johanna, de modo que suponía que pensaban que era el padre del niño, si bien un padre demasiado mayor. Y él los dejó con esa creencia.
– Bueno, depende, pero yo diría que este niño estará en el mundo dentro de media hora, como máximo -aseguró dirigiendo una sonrisa alentadora a Johanna, que en ese momento descansaba unos segundos entre dos contracciones. Aunque enseguida se le distorsionó la cara y volvió a tensársele el cuerpo.
– Los dolores son distintos -confirmó apretando las mandíbulas y echando mano nuevamente del óxido nitroso.
– Son las últimas contracciones -informó la matrona-. La próxima vez que te duela así, te ayudaré y, cuando yo te diga que empujes, subes las rodillas y pegas la barbilla al pecho y a empujar con todas tus fuerzas.
Johanna asintió exhausta, agarrándose de nuevo de la mano de Mellberg, que le correspondió con un apretón. Ambos miraban expectantes a la matrona, a la espera de nuevas instrucciones.
Al cabo de unos segundos, Johanna empezó a jadear y miró a la matrona con expresión interrogante.
– Espera, espera, espera… aguanta… hasta que sea lo bastante fuerte… y empuja ¡AHORA!
Johanna obedeció, pegó la barbilla al pecho, subió las rodillas y empujó con la cara roja por el esfuerzo, hasta que el dolor cedió.
– ¡Bien! Muy bien hecho. Una contracción magnífica. Espera a la próxima y verás como terminamos en un minuto.
La matrona tenía razón. Dos contracciones más tarde se deslizó hacia el exterior un bebé que colocaron enseguida en la barriga de Johanna. Mellberg estaba fascinado y con los ojos como platos. Claro que él conocía la teoría, pero verlo en vivo… Ver que salía un niño, que movía los brazos y los pies y que protestaba llorando y moviendo la cabeza en torno al pecho de Johanna.
– Ayuda al pequeño a encontrar el pecho, eso es lo que está buscando -le indicó la matrona en tono amable, ayudándole ella también hasta que el bebé encontró el pezón y empezó a chupar.
– Enhorabuena -los felicitó la matrona a ambos. Mellberg se sintió radiante de alegría. Jamás había vivido nada semejante. Joder, jamás había vivido nada semejante.
Poco después, el niño había terminado de mamar, ya lo habían lavado y lo habían envuelto en una sabanita. Johanna estaba sentada en la cama, con un cojín en la espalda, y miraba a su hijo con adoración. Luego se dirigió a Mellberg y le dijo con voz queda:
– Gracias. Sola no lo habría conseguido.
Mellberg sólo fue capaz de asentir. Tenía algo en la garganta que le impedía hablar y no paraba de tragar saliva para que desapareciese el nudo.
– ¿Quieres cogerlo? -preguntó Johanna.
Mellberg no podía más que asentir. Algo nervioso, extendió los brazos mientras Johanna colocaba al niño en su regazo, procurando que la cabeza estuviese bien apoyada. Era una sensación extraña la de tener en brazos aquel cuerpecillo cálido y nuevo. Contempló la carita y sintió que aquel nudo raro le seguía creciendo en la garganta. Y cuando miró al pequeño a los ojos lo supo enseguida: a partir de aquel instante, quedaba preso de un enamoramiento irremediable y profundo.