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I PARTE

When the bulls run through the street

De pronto un gran gentío apareció en la calle, muy apretados, y sin cesar de correr calle arriba en dirección a la plaza de toros. Detrás iba otro grupo de hombres, que aún corrían más, y después los rezagados que más que correr parecían volar. Entre ellos y los toros, que les seguían pisándoles los talones, había un pequeño espacio vacío. Los toros iban galopando, subiendo y bajando la cabeza.

Ernest Hemingway

Fiesta, Cap. XV

De la luna bien poco queda. Lentamente, sin ruido, tímidas luces van seccionando la negrura de la noche hasta rasgar por completo el velo que oculta el alba.

No hace frío, como ocurre en muchas mañanas norteñas, pero desde que dieron las 6, estropajosos nubarrones, negros como toros de lidia, merodean por el cielo. Sin embargo, contienen su aliento. El chubasco, contemplando Pamplona desde el cielo, permanece quieto; dominando el gris, sobresaliendo el negro.

Zascandileando de acá para allá, que para algo es domingo, camina el tiempo hacia su destino: las 6 y cuarto; las 6 y media. Las campanas de San Cernin -joya del gótico y orgullo de los pamploneses- entonan el tercer cuarto cuando el ambiente se tiñe de luto riguroso y los oscuros depredadores se desperezan triturando casi por completo la blanca luz.

Por un instante, el aire se llena nuevamente de reliquias de noche. No obstante, la vivaz melodía de una diana confirma que aquello es un artificio porque, en realidad, es de día. La Banda Municipal de Pamplona -conocida cariñosamente como La Pamplonesa- lleva el ronzal de esa cabalgadura de acordes. Todos saben que no se dejará amedrentar por una colección juguetona de nublados, y por ello los jóvenes siguen sus pasos, pidiendo que repitan el ¡Quinto, levanta!

Mientras en el cielo porfían sol y nubes, los pamploneses levantan sus ojos expectantes. Los toros de Miura, protagonistas involuntarios de la mañana, que se hallan recluidos en el corralillo de Santo Domingo, no disputan ni importunan: aguardan en duermevela, rozando con sus lomos las antiguas murallas de Pamplona.

Las viejas campanas repican otra vez, son las 7 y cuarto. Toda la ciudad está despierta. La Pamplonesa recita un cántico; el aguacero lo aprovecha para adueñarse de la plaza. Llueve; los pamploneses ya saben a qué atenerse. Y, sin embargo, poco importa: con sol o lluvia el calendario va a parir un brillante día de encierro. Nerviosa como una primeriza, y ataviada con sus mejores galas, Pamplona espera el alumbramiento.

Los mozos rezagados, ajenos a las circunstancias, aceleran el paso para situarse entre la plaza del Ayuntamiento y la zona hábil de la Cuesta de Santo Domingo: después de las 7 y media, no se permite a nadie entrar en el recorrido.

Llovizna en gris bemol cuando empieza la cuenta atrás. Como si el aguacero hubiera prendido una invisible mecha, en tropel los balcones de la calle Estafeta se tocan con los colores de la fiesta: rojo por la sangre del Santo moreno; blanco como signo de paz.

Desde ventanas y balconadas, entre el sueño y el embeleso, niños y grandes siguen con atención académica el trabajo de los barrenderos que, retirando despojos de lata y cristal, pulen las losas. La lluvia facilita su trabajo, nadie puede hacerlo más agradable.

Algunos ojean el periódico, morosos de paciencia. Los agoreros confirman que la edición matinal del Diario de Navarra anuncia -con ese eufemismo propio de los meteorólogos- intervalos nubosos.

Las gentes congregadas en el recorrido miran en silencio cómo el cielo destila pizcas de agua templada. Por lo general, la concurrencia toma el infortunio con resignación; algunos, los bullangueros, reciben la lluvia con alegría: poco les importa mojarse por fuera si ya están empapados por dentro. Sin embargo, mirando cómo la amanecida termina en nubarrada, Miguel Reta -veterano pastor navarro- mueve la cabeza con disgusto. A sus treinta y siete años, tiene la experiencia de un anciano sabio, y ésta le dice que esa lluvia no es buen presagio. Sus dos aficiones -el encierro y su ganadería de pedigrí navarro- le permiten conocer de primera mano a aquellos animales y prever que este repentino cambio de tiempo agravará un momento de por sí complicado.

Mientras las hurañas fachadas se zurcen con el alegre colorido de los paraguas, Miguel, erguido en la puerta del corralillo, se lamenta:

– Sí. Este aguacero complicará el encierro. Hay muchos mozos, algunos sobrios, otros macerados en vino, los astados llevarán la divisa verde y grana de Miura… Y además está el suplente.

La luz de julio combate con fiereza, el plomo se intensifica y el chirimiri arrecia.

«Quizás sea verdad», trata de convencerse. «Es posible, como sostienen los entendidos, que la legendaria divisa Miura haya perdido bravura.» Pero en el fondo de su ser, no lo cree. Los críticos taurinos hablan y hablan, pero él conoce el recorrido como la palma de su nudosa mano. Las estadísticas dicen que los miuras respetan el encierro. Por ello hoy ese hierro tomará el recorrido. Sin embargo, siguen siendo toros. «¡Y qué toros!», piensa el pastor, mientras les lanza miradas entre severas y cariñosas. «¿Qué más da una ganadería que otra?» Se trata de una lucha desequilibrada: un toro de 600 kilos, nervioso, arrancado de su ambiente, que corre como alma que lleva el diablo, frente a un mozo de 80, que no es capaz de ganarle en velocidad y carece de defensa.

– Sí -afirma-. Diga lo que diga el Diario de Navarra, hoy habrá trabajo.

Contempla a los astados, que se mueven inquietos, mirando, con recelo a todo el que se acerca. Son unos ejemplares magníficos. Quizás para la lidia sean mejores los pequeños. Pero Miguel piensa en el encierro del 12 de julio, donde corren cinco miuras, que lo son de casta y apariencia: tres de ellos pintan negro azabache; el cuarto es un sardo muy claro; el quinto, castaño bragado. Altos y bien armados, de largo cuello y ancho morro, con frente avacada y cuerpo estirado, permiten a duras penas que la lluvia y la amanecida besen sus enormes cuerpos.

Tras una de sus frecuentes peleas, muy propias de los de Zahariche, el veterinario se ha visto obligado a rechazar al sexto por incapaz: el número 34 -un bonito ejemplar ensabanado y capirote- fue corneado de gravedad por uno de sus hermanos, el 25, un azabache de 602 kilos que deseaba afianzar su posición jerárquica. El ganadero no tiene animales de reserva, por eso le sustituye un toro de otro hierro: un carriquiri casi auténtico de nombre Lentejillo. El animal, colorado encendido y muy brillante, se distingue perfectamente del resto: es terciado, barrigudo, más bien cuellicorto, y cuenta con unos bellos ojos de perdiz. Solo en su armadura -amplia, peligrosa, veleta- y en su cara avacada se intuye un origen común. Su presencia ha levantado gran expectación, porque es la primera vez en siglos que un toro de encaste navarro trota por las entrecalles pamplonesas, y nadie imagina cuál será su reacción.

Los toros navarros, que con gusto pintara Goya, pequeños pero listos y bravos como pocos, antaño extendían su fama por toda la Península y más allá. Sin embargo, ante el mejor trapío de los sureños, perdieron el mercado. Pero a base de comer merengues grandes, alguien recordó lo auténtico: aquellos mosquitos de Santacara, Guendulain o Lizaso, mirones y pegajosos como pocos; aquellos Zalduendo, Carriquiri, Lecumberri o Pérez-Laborda ante cuya presencia los toreros sudaban.

Lentejillo, el suplente, no es aún de pura casta. Tiene mucho de miura, y por ello supera los 500 kilos, pero Miguel Reta, que lo ha criado personalmente, sabe que desborda bravura. Eso le enorgullece y le angustia. Aún pervive en su memoria el recuerdo de aquel encierro en la villa de Ampuero en el que los animales de su ganadería mataron a dos mozos. Levanta la vista y echa un nuevo rezo al Santo navarro.

Faltan diez minutos para las ocho. La Pamplonesa ya se ha retirado. La sustituye el sol, enardeciendo sentimientos y avivando sudores de lucha. Como por ensalmo, cesa la lluvia. Quizás haya sido el empuje de los rayos; tal vez San Fermín se puso serio. Se pliegan los paraguas, aparece por fin el calor de la mañana festiva. Es 12 de julio y se bautiza un nuevo encierro.

Tras pescar al último borracho, los pacientes policías locales dejan completamente expedito el recorrido.

Los corredores del encierro, hermanados en suspiros y silencios, calientan y estiran los músculos rígidos por el frío y el temor. Muchos de ellos, que se conocen desde hace años, corren por parejas, disfrutando del consuelo de la proximidad ajena; sin embargo, en el ínterin no conversan (¿Qué podrían decir?): los tragos se toman siempre en silencio. Otros corredores son forasteros y bisoños, hombres de blanco y rojo que sudan miedo pegados a un periódico enrollado. Estos, que no saben qué hacer con su alma, intercambian gestos por doquier. Flota en el aire una energía extraña, evanescente, casi eléctrica. Los que rozan sus hombros quizás no vuelvan a verse, pero el contacto lo torna todo cercano, como si las lacerías del encierro engancharan sin remedio. Los que ahora se sonríen no cruzarán postales, no compartirán alegrías ni consumirán penas juntos, pero minutos antes de las ocho todos forman un racimo compacto. Es un hatillo grande, aderezado de brotes de miedo, de ramas de temor, de pavor profundo, mayor cuanto más saboreado. Hay mucha gente en Pamplona y es domingo, pero lo que produce recelo es el toro: bravo, fiero, violento.

Nervioso, Jokin enrolla compulsivamente el periódico. Quedan pocos minutos, pero las ocho parecen tan lejanas como la muerte. Desea sin piedad que le aborde ya el momento, que se le trague el toro bravo, que le arrolle la mañana, pero, simultáneamente, le tienta secuestrar el tiempo para que lo que tiene que ser no sea. Como todos, Jokin mastica en silencio el miedo, paladea con angustia la espera. Finalmente, tratando de matar la tregua, desenrolla el diario y lo ojea. A su lado, Juan sonríe: su compañero lo está viendo al revés, pero no se ha dado cuenta. Faltan seis minutos. Saltos y más saltos a lo bantú, intentando templar los músculos y contener los temores. Hasta los ateos se santiguan: por si acaso.

Rayando el momento mágico, sobre el ruido de fondo se eleva una voz. Es la crónica de Javier Solano para Televisión Española que llega procedente de aparatos varios. En Pamplona se conoce al veterano periodista como la voz del encierro porque las cámaras evitan sacar su enjuto rostro y su cuidada barba y conservan sólo su voz: una dicción profunda, curtida, tostada a fuego de haya. Es un gran reportero, historiador y enamorado del encierro, que lo ha mamado como corredor, por lo que sus juicios se juzgan casi siempre como certeros. En este momento explica el efecto de la lluvia en el enlosado.

Mientras las cámaras enfocan los balcones de Estafeta, llenos de caras sonrientes y charlas animadas que matan la espera, la densa voz hiberna momentáneamente. Cinco minutos antes de las ocho, los micrófonos captan a lo lejos el primer ruego: «A San Fermín pedimos, por ser nuestro patrón, nos guíe en el encierro, dándonos su bendición.»

– ¿Qué ser patrón? -pregunta a su guía una dama de ojos rasgados, pequeña y tímida, impecablemente vestida de pamplónica.

El responsable británico fija en ella su mirada: «Viniendo de Kioto», piensa, «es más que probable que sea taoísta, de forma que el concepto de santo le será totalmente ajeno.» Así pues, corta por las bravas:

– A las nueve, en el hotel Maisonave, hay tertulia taurina en lengua inglesa. Pregunte allí. Javier Solano, de Televisión Española, le contestará.

Al oír el melodioso ruego, Lentejillo, el mosquito navarro, se vuelve desafiante. Es el más ágil y, en sus 525 kilos, el más esbelto. Se mantiene en pie, olfateando el aire con la testuz alta.

«Una estampa bella como pocas. Un cincueño en estado puro», piensa Miguel.

En efecto, es un toro bien puesto, veleto, elegante, y colorado encendido. Hasta sus astas están teñidas de miel. Miguel, que lo ha estado contemplando ensimismado, se estremece al ver cómo el animal levanta la cabeza en su dirección y mantiene la mirada. Tiene un aire tan extraño que el pastor se convence de que piensa.

«Mal día. Malo. Llovizna, domingo, miuras y mi animal», juzga mientras se despide del resto.

Normalmente son diez los pastores que siguen el encierro, ocupándose cada uno de un tramo específico. Aunque todos completan el recorrido, se van alternando para poder mantener la formidable velocidad de los astados. Miguel, que salta habitualmente en la curva de Mercaderes con Estafeta, enfila hacia su destino abriéndose paso entre la masa compacta que llena las calles de miedo y silencios. Las pocas conversaciones que se oyen cesan respetuosamente cuando los mozos suplican de nuevo al Santo que con su capotillo les proteja de las malas astas. Quedan tres minutos para la suelta. El pastor aprovecha para acelerar su zancada.

Viendo a los congregados, el Santo sonríe complacido. Han venido de todas partes; hay hasta alguna mujer. Al fondo se oculta un chaval. Como está prohibido correr antes de alcanzar los dieciocho años, lleva todo el invierno sin afeitarse, intentando disfrazar su infancia.

«Es verdad que mi pañuelo anuda a gentes del mundo entero», exclamará el Santo satisfecho. «Aun así, deberían rezar más. Unos minutos al año es bien poco.»

Por aquí y por allá, Miguel va saludando con gestos a los corredores veteranos con los que se topa. Mientras recorre con la vista la masa desconocida, un mozo le llama la atención. Apoyado en la pared de piedra, cenicienta por humos y tiempos, descansa un corredor novato. Su cuerpo grita exceso de equipaje; su barba rubia, entreverada de canas, muestra sin lugar a dudas que ha consumido al menos media vida. Está claro que aquel hombre no va en busca de bonitas carreras; a lo sumo, un cóctel de excitantes experiencias que le hagan rememorar su juventud. Sin embargo, a Miguel no le pasa inadvertida su actitud.

El hombre se atusa compulsivamente la abundante barba y se frota con ahínco el glúteo derecho. Todos juzgan que son los nervios, y aunque, en efecto, los hay, ninguno de los congregados puede intuir lo que ocurre. El mozo ha sentido un fuerte pinchazo. Luego se ha mareado un poco y ha tenido que apoyarse en el muro. Cuando faltan dos minutos para las 8, inopinadamente se alza. Como si despertara de un falso sueño y no supiera dónde se halla, mira a derecha e izquierda. Está completamente desesperado, grita, se le muda el color, comienza a transpirar profusamente con una sudoración fría; el corazón, no sabe por qué, cabalga sin orden de batalla; le cuesta respirar; el labio superior se mueve involuntariamente en un temblor histérico. Empujado por la angustia, sin pensarlo mucho, sale huyendo en dirección al coso. Consigue sortear una valla, pero cuando llega a la siguiente barrera de contención la autoridad le detiene: no se abrirá hasta que suene el cohete.

– ¡Por favor, tengo que salir! ¡Tengo que salir de aquí! ¡Estoy enfermo!

– No te preocupes, Hemingway -le tranquiliza un miembro de la Policía Foral, acostumbrada a esta suerte de pánico repentino-. Falta un minuto para las 8. Te dará tiempo a llegar. Son pocos metros.

– ¡No lo entiende! ¡Tengo que salir!

– Otro ataque de pánico. Espero que no la arme como el de ayer -comenta el joven agente a su compañero-. Y tienes razón, ¡cuánto se asemeja al norteamericano! ¡Es más, parece el clon de la escultura de la plaza!

– Esperemos que no dé la nota, pero lo sabremos de inmediato. Lo normal es que acelere como alma que lleva el diablo. ¡Dejará a los animales atrás!

– ¡Quita, quita! -sentencia un tercero más experimentado-. Ya sabes cómo corren estos bichos: como el dinero en las fiestas, ¡a velocidad de vértigo!

Mientras el uniformado trío se enzarza en el análisis de la galopante inflación de los precios durante la Fiesta, el hombre de la barba blanca suplica, apoyado en el vallado, que le permitan pasar. Sin embargo, nadie le hace caso. De repente, una imagen se abre paso en su mente. Busca en sus bolsillos una y otra vez, pero no encuentra su móvil.

En la Cuesta de Santo Domingo, los mozos entonan el tercer canto.

San Fermín, situado en su hornacina de piedra, y rodeado de la pareja de velas y de los pañuelos de las peñas pamplonesas, cierra los ojos. Tres veces le han sido pedidos capotillo y bendición. Da el placet el Santo, silba el cohete, se abre el corral.

Seis toros y ocho cabestros se abren paso, dispuestos a correr los 848 metros que les separan de la arena. Rápida y compacta, asustada por el ruido y el cohete, se arranca la manada en estampida; primero los cabestros, luego los de Zahariche, finalmente el mosquito navarro.

Suena el segundo cohete. Su estruendo confirma que las calles pamplonesas se llenan de olor a toro bravo. El joven Hemingway echa a correr atropelladamente. Jokin y Juan sujetan fuertemente su periódico. Acaban de perder el miedo: ha llegado la hora de la verdad.

Por sus cortas manos, al enfrentarse a la pronunciada pendiente, los bureles ascienden velozmente la Cuesta de Santo Domingo. Es una estampa magnífica, única, inenarrable. La vida en bruto cruzando la historia enlosada; la fuerza condensada en jirones de pelo oscuro y pitones astifinos.

Los mozos contemplan la escena metros después, periódico en mano. Aunque en manada las astas de los toros no son peligrosas, la fuerza y velocidad punta de los animales hacen que el primer tramo sea un erial.

Lentejillo sale el último, casi descolgado, sin preocuparse por la carrera de la manada. Es extraño; ante el miedo, los animales gregarios tienden a unirse al grupo. Quizás este Carriquiri tenga otras querencias. Por si acaso, a corta distancia le sigue la larga vara de uno de los pastores. El toro navarro va frenándose. Parece no tener prisa. Contempla a diestro y siniestro el panorama blanco y rojo. Se le descubre una mirada lenta, tan racional que asusta. Dos de sus hermanos, ambos negros, han corrido con rapidez y, sin hacer caso de los colores y movimientos que tientan sus sentidos, ya han llegado a la plaza del Ayuntamiento.

Jadeando, los toros comienzan el recorrido por la pequeña calle Mercaderes, que desemboca en Estafeta. La entrada en esta rúa obliga a un amplio giro de 90 grados, y además el suelo está mojado. Los astados no se lo esperan. Caen sin remedio, chocando con el vallado del lado izquierdo. No han logrado levantarse cuando el resto de la miurada, seguida por los cabestros, se les echa encima. El golpe es brutal. Emplean más de un minuto en deshacer el lío de pezuñas que allí se ha formado. Dos toros y un manso salen del montón cojeando levemente.

Lentejillo, cerrando el cortejo, casi paseando, gira el pronunciado arco sin perder las manos, y con sólo un pequeño resbalón adelanta al resto de la manada. Va el primero; solo, al paso, sin prisas, concentrado en su derecha. Un ignorante se abraza a su lomo y es abucheado desde los balcones. El toro gira dos veces sobre sí mismo, fijando los ojos en aquel estúpido, pero los varazos de Miguel -que ahora ejerce de juez inapelable- le hacen seguir. El mozo también recibe; esta vez de los demás corredores, que castigan su falta de consideración: distraer a los animales pone en peligro la vida de muchos de ellos.

Sus derrotes ya apuntan pero, comenzando Estafeta, Lentejillo aún no ha protagonizado ningún incidente. Las carreras son pocas y cortas, pues es ingente la masa que trata de acercarse, pero algunos consiguen lucirse y disfrutar.

«Quizás me haya equivocado con él», rectifica el pastor, mientras ve distanciarse la manada. «¡Dios lo quiera! Es más noble de lo que esperaba.»

Jokin y Juan están alerta. Ambos suelen incorporarse tras la curva de Mercaderes. Llevan muchos años de encierro, y la edad no perdona hasta ese punto: la carrera es demasiado rápida. Ven pasar primero a los que sólo desean entrar en la plaza sin pagar. Luego llega la masa: un arco iris de colores con el sol de frente, dominando el blanco, sobresaliendo el rojo. Ellos siguen esperando su momento.

Los mozos que no claudican en la curva corren en busca de un buen hueco; quizás sólo huyen. Jokin y Juan presencian el giro y el consiguiente golpe de los astados y siguen esperando. Cuando lo tienen encima, ven una gran mancha colorada: es Lentejillo, corto, veleto, bravo. Está muy cerca. Se le siente respirar. Levanta la testuz, saca la lengua. Los hombres sienten cómo el corazón cabalga en su garganta. Ambos echan a correr con él, por el medio de la calle. Por los laterales van los lentos y también los cansados. Todo pasa muy rápido, y sin embargo, ellos lo saborean a cámara lenta. No es nada misterioso: sólo un cóctel de adrenalina y miedo, de sudor y toro. Aguantan al astado unos pocos metros, en medio de Estafeta, solos los dos, cada uno a lo suyo, como si el mundo se hubiera detenido.

Lentejillo alcanza a Jokin. Con un suave toque, le acaricia primero la espalda; luego le empuja con la pala sacándole del recorrido. La canción del Santo flota sobre la calle adoquinada. En otro tiempo, la gente se habría santiguado. Ahora dicen que es el destino. San Fermín sonríe benigno: «Mucho trabajo y mal agradecido.»

– ¡Habéis visto! -comentan en un balcón próximo-. ¡Vaya suerte que ha tenido!

– ¿Y aquel chavalillo de allí? ¡Pero si no levanta un palmo del suelo!

– No digas cosas, hombre. Lo menos tiene diecisiete años.

– Pues hasta los dieciocho no se permite correr -insiste el primero.

– Pero vamos a ver, Fermincho, ¿a qué años empezamos a correr nosotros? ¡Tendríamos quince!

– De acuerdo, te lo concedo. Pero por aquel entonces éramos más mozos; no sé, más responsables. ¡Y no bebíamos si íbamos al recorrido! -protesta con aspavientos muy propios de su carácter.

– ¡No digas cosas! -replica el más liberal-. ¡Cómo se nota que sólo recuerdas lo que quieres!

– ¡Qué bonito el suplente! ¡Qué bonito! ¡Mirad con que altivez patea Estafeta! -interrumpe un tercero.

En efecto, el mosquito navarro continúa su particular peregrinación; y en solitario, abandona el largo y estrecho tramo de Estafeta para pisar el asfalto de Telefónica. Son apenas cien metros el peaje que se ha de pagar para estrenar el callejón, que desciende en forma de embudo hacia la plaza de Toros.

Cegado por los rayos del sol que se reflejan en el aire húmedo provocando una claridad espectral, el astado vuelve a pararse en la boca de aquel estrecho tramo. Nuevamente vigila su diestra, como buscando algo.

Las miradas se concentran en el morlaco, que se queda allí quieto, cruzado en el callejón, observando de frente el vallado derecho. Todos aguantan la respiración. Aquél es el tramo más peligroso del encierro, donde más hombres han perdido la vida: el callejón y la plaza, la plaza y el callejón.

Cuando Lentejillo emprende la arrancada definitiva, un cretino lo cita por detrás.

– ¡Dios mío! ¡Se ha vuelto! -la gente contiene el aliento-. ¡Será imbécil! -Con voz tonante, media España increpa al estúpido mozo que incumple las reglas.

Comentando el amago, al principio nadie presta atención a un mozo que, envuelto en aquella luz fantasmal, sale del coso, desandando el camino para dirigirse al callejón. Va pues hacia el toro, en dirección contraria al encierro. Se trata de un hombre corpulento, bastante alto, algo pasado de peso y edad para esas hazañas. Su abundante cabello y su poblada barba, entre rubia y canosa, se hallan tan perfectamente cuidados como su indumentaria. Contrasta con ellas su actitud: anda pausadamente, pero no consigue caminar en línea recta si no se apoya en las paredes del túnel; lleva los brazos extendidos y tiene una extraña sonrisa.

El ojo de la cámara, sensible al movimiento, enfoca el final del callejón. Cuando aparece en pantalla, toda España -no en vano el encierro tiene una cuota de audiencia cercana al 90%- y medio mundo lanzan una exclamación unánime:

– ¡Es la viva imagen de Hemingway!

Quizás la nariz más aguileña, puede que con menos atractivo; ciertamente, no demasiado atlético, pero aquel hombre parece la reencarnación del autor de Fiesta. La pantalla capta su imagen, entre la inmensidad de rostros. Si sabe que le enfocan, no lo demuestra. No presta atención a la gente ni a la carrera ni al toro, que acaba de verlo avanzando por el callejón.

Con la viva retórica de muecas y gritos que le caracteriza, la gente pregunta qué hace aquel loco.

– ¡Está bebido! -argumentan unos, preocupados de que su fiesta sea culpada de lo que no debe.

– ¡Está rematadamente loco! -apuntan otros-. ¡Como su doble, que se suicidó cuando lo tenía todo!

Tomás, policía municipal, se encuentra, como todos los años, en el espacio intermedio existente entre los dos vallados del callejón de entrada a la plaza. Pese a que los espectadores tienen vedado ese emplazamiento, el lugar está muy concurrido. Cámaras, prensa, médicos, algún que otro invitado… se apiñan para ver llegar la manada. Aun así, siempre habrá un sitio para un corredor en apuros.

Esa mañana, Tomás ha traspasado varias veces la primera valla y paseado por el recorrido cercano para confiscar a varios corredores extranjeros cámaras, mochilas y otros objetos inconvenientes para el buen orden del encierro. Cuando mira a su derecha, y ve al fantasma de Hemingway desandando el callejón, percibe un peligro mayor y se dispone a intervenir. Por un hueco entre dos tablones, saca medio cuerpo, mientras con gestos ostentosos conmina al hombre a que vuelva a la plaza. Pero, a diferencia de sus paseos anteriores, esta vez Lentejillo está demasiado cerca. En cuanto ve que una mancha azul en movimiento emerge entre las tablas, el toro se arranca. No hay escapatoria. El pitón derecho del animal atraviesa el brazo del municipal sacándole del vallado. Desde el suelo, el sorprendido policía serpentea hacia la empalizada y, ayudado por un fotógrafo, se aleja del toro, que permanece allí, atravesado en el dintel del callejón, al acecho.

El mozo que ha salido de la plaza va a su encuentro, ajeno a lo que le rodea. Lleva la vestimenta tradicional, limpia e impecablemente planchada. No lleva pañuelillo rojo, sino una bufanda atada con doble vuelta y una faja roja a la cintura. Por ella le engancha el toro la primera vez, mientras el aire se llena de gritos. No le ha sido difícil tomar la presa. Lo ha hecho en un santiamén. El bulto está quieto, envuelto en su vaina blanca y roja.

– ¡San Fermín! -chilla un fotógrafo. La incredulidad se adueña de todos, mientras el mozo vuela por los aires sin que el toro le suelte.

El resto de la manada, que viene disgregada, va girando en Telefónica y entran de uno en uno en la plaza. Esta vez no se forma montón alguno. Lentejillo no les hace caso cuando pasan a su lado. Él sigue ocupado en el callejón. Los intentos de los mozos no consiguen apartarle de su trofeo. Tampoco la vara del pastor, que jugándose la vida se acerca peligrosamente al animal.

El pitón toca carne, y cuando casi ha salido, vuelve a penetrar, esta vez cruzando el abdomen del corredor anónimo. Su ropaje blanco comienza a teñirse de rojo sangre. Lentejillo no ceja; a empujones arrastra su triunfo hasta el albero. El hombre que ha sido cogido casi no se mueve. Una de las cámaras muestra cómo al mozo se le humedecen los ojos.

Miguel sigue insistiendo, primero con la vara, luego con las manos. Tras mucho esfuerzo, finalmente consigue que el burel suelte su golosina. Sube el toro su bien armada cabeza y enfila su mirada hacia el pastor. Los ojos de perdiz se clavan en su cuerpo. Durante un instante el mundo se para. Ojos contra ojos. Espera contra ruegos. Los dobladores no respiran. Sólo los pacientes cabestros de escoba consiguen que Lentejillo olvide el combate, llevándole sin complicaciones hasta el portón abierto. Finalmente, el número 51 atraviesa el colorido coso a galope. Las capas no tienen que hacer nada. El animal va directo a los chiqueros.

Como en chiqueros, la mitad de la plaza, ajena a la desgracia, jalea, esperando la suelta de vaquillas. La otra mitad mira sin creer lo que ha visto. Boca arriba, el mozo de mala fortuna se convulsiona con los brazos extendidos. Respira con dificultad. En el coso hay sangre, mucha y muy roja. Brilla en la arena, en su pantalón blanco y en su bufanda de doble vuelta.

Jugando con la muerte

Los toros de Navarra son una raza peculiar, pequeños y usualmente de color rojizo… Rápidos, fieros y con velocidad punta.

Ernest Hemingway,

Muerte en la tarde, Cap. XII

Y todos se volvieron para contemplar el espectáculo de sangre, capturados por aquellas emociones penetrantes. Las gentes de bien no querrían reconocerlo, pero aquella escena cruenta y morbosa les atraía como un imán, impidiéndoles apartar la mirada. Por unos instantes imperó el silencio. Tras el fogonazo, afloraron los sentimientos, variados como los colores. Barruntos de penas trémulas, melodías funestas, fulminantes lamentos, simples vacíos, réplicas al Santo moreno; todo valía para triturar la irrealidad del contexto. La emoción contenida terminó por desbordarse y comenzaron a menudear suspiros y lamentos. Finalmente, la plaza se llenó de historias; los flashes despertaron.

Miguel se ha quedado mudo. De rodillas, vencido ante el mozo corneado, no ve los miles de gestos, convertidos para él en una simple estampa. Tampoco oye los sonidos que se suceden. Una y otra vez evoca la escena. En realidad, en cuanto se ha dado cuenta del poco efecto que los golpes de su larga vara causan en el animal, ha abandonado la estrategia original, pasando a agarrar al toro por el rabo. De sobra sabía que al menor descuido el colorado le cogería sin remedio. Pero sentía que ésa era su responsabilidad. Por supuesto no sobre el papel, pero eso ¿qué importa? Al final son la nobleza y la casta, y no la ley, las que obligan. Tiró del rabo de Lentejillo con todas sus fuerzas, pero el astado se había encelado con su Hemingway particular. No pudo hacer otra cosa que dar libertad a sus lágrimas cuando nadie le miraba.

Ahora, presionando la herida, nota la tibia humedad y baja la mirada. Su palma, que rezuma olor a toro, está completamente impregnada por aquella sangre roja y espesa que, como testigo mudo, va cayendo en la arena. De su boca brotan espontáneas palabras de aliento, mientras se le abren las carnes contemplando aquella pena. El mozo no dice nada, aunque sus azules ojos permanecen abiertos. Una figura blanca se acerca y grita al pastor un mensaje hueco que no oye. Sin embargo, por inercia obedece, y mecánicamente ayuda a trasladar el inflado cuerpo hasta la enfermería de la plaza. Fuera, en las calles, se adivina el rumor que corre como la pólvora: «Hay un cogido; y parece cogida seria».

El mozo que, enamorado de la locura, ha tirado su vida por la borda contempla ahora el mundo desde otro plano. Tiene delante el cielo; debajo, la arena. Sabe con una certeza densa que a su lado espera la muerte. No siente dolor, sólo una paz curiosamente penosa. Mientras se adueña de su cuerpo un frío intenso y se le llena el olfato de olores nuevos, nota que envejece súbitamente, palpa en cada suspiro el tiempo que le transforma en un guiñapo. Sin embargo, no está aturdido. Ciegos presentimientos le muestran un destino aciago sin remedio, la cordura le abandona. Entonces le brotan las lágrimas. Pero ni llorar le dejan. Le cogen de brazos y piernas. El frío se acelera y le lleva hasta el mismo infierno.

Dos segundos: lo que tarda en prenderse la mecha de uno de esos cilindros blancos de muerte envasada. Ana lo ha probado todo para dejar la costumbre. Durante cuatro meses, seis días y dos largas horas ha sido suficiente. Pero siguiendo los pormenores del encierro desde la enfermería de la plaza, añora hasta la náusea su cóctel de nicotina y alquitrán. Intuyendo lo que se avecina, cuando ve a Lentejillo girarse en el callejón roba un cigarrillo al paquete que reposa sobra la mesa y lo enciende ávidamente. Ni siquiera se molesta en sacar de la boca el chicle de nicotina recién estrenado. Una cortina de humo grisáceo avanza desde el fondo de la habitación. Nadie protesta. Con ojos atentos, escrutadores, se siguen los prolegómenos del espectáculo de sangre.

Cuando el asta color miel penetra en el cuerpo del mozo con la facilidad de un cuchillo en mantequilla blanda, los diez facultativos que junto a Ana mascan la tensión ante el aparato se ponen en pie al mismo tiempo. Pegados a la pantalla, escrutan ávidamente las imágenes. Los toros, que no atienden a razones de humanidad ni educación, empitonan donde quieren o pueden, provocando habitualmente destrozos en tejidos y órganos vitales. Es fácil ver por dónde penetra el pitón, pero no lo que hace dentro. Las imágenes ofrecen pistas fiables, y por ello, todos sin excepción miran con ahínco aquel sangriento evento. Pasada la primera dentellada, se ponen en movimiento.

El jefe de la enfermería de la plaza, siguiendo la tradición, está en el patio de caballos, subido a una empinada escalera. Ángel Hidalgo es un traumatólogo competente que se enorgullece de ocupar ese puesto. No es por la renta, más bien parca, sino por el honor y el prestigio del cargo. Aunque la ubicación es magnífica, no le ofrece vistas del último tramo de la carrera y no ha podido observar la cogida, aunque ha notado el alboroto. Cuando ve a Lentejillo arrastrar su presa hasta el albero, se percata de los motivos del griterío y baja en estampía. Cuando llega, se topa con Miguel y una cuadrilla de mozos de peña que traen al herido. Les hace detenerse y observa al herido con atención. Con los toros toda precaución es poca: un puntazo minúsculo puede delatar importantes lesiones internas. Sin embargo, no es el caso:

– ¡Jesús, menudo boquete tiene este pobre hombre en el abdomen! ¡Rápido!-exclama. Mientras corren, Ángel se quita el pañuelo del cuello, y aplicándolo a la herida, la comprime intentando taponarla.

Una vez dentro, su personal atiende al herido. Ofrecen al cirujano unas gasas. Éste las emplea para prensar la lesión. Sin embargo, no logra cohibir la hemorragia, de modo que introduce su mano derecha por la herida para intentar clampar al tacto la gran vía que está desangrando al hombre.

Los mozos se retiran a la fuerza. Miguel, junto a un miembro de la Policía Foral y un médico de SOS Navarra, permanece en la entrada de la enfermería. Allí brillan dos velas y los colores de los pañuelos de las peñas, diseminados alrededor de una pequeña talla del Santo moreno. Los tres hombres cruzan las miradas, pero no dicen nada. Finalmente, Miguel se rinde y abandona la plaza.

La muerte no suele adjuntar libro de instrucciones. Cuando sienten cerca su apestoso aliento, las gentes quisieran disponer de un protocolo de actuación, algo que les indicara en cada momento cómo comportarse, qué decir, qué sentir. Sin embargo, nada de eso existe. Algunos creen que deben llorar y lo intentan, aunque con distinto éxito. Otros adoptan gestos graves, escrutando en su interior con el ánimo de encontrar una pena más honda, un sentimiento más denso. Muchos llegan a la dulce convicción de que aquello no está pasando. En realidad, nadie debería culparse. La mente casi nunca ofrece tabla a los náufragos que se topan inopinadamente con esta dama de negro. Los médicos y los periodistas son, sin embargo, la excepción. Estos profesionales saben exactamente qué hacer, qué decir y qué pensar. Los sentimientos, si existen, vendrán luego, muy tarde, como las agujas de un reloj con la cuerda rota.

El quirófano está preparado enseguida.

– ¡Monitorizadlo! ¡Mirad si tiene pulso carotídeo! ¡Ana, Héctor, vías de grueso calibre en ambos brazos! ¡Abocath del 14! ¡Moncho, coge el ambú y empieza a ventilar, oxígeno al 100%! Quiero una tensión: ¡ya!

Las órdenes se suceden y se cumplen con primorosa armonía. Como siempre, sólo hay una voz de mando, porque con dos patrones las naves encallan y zozobran, aunque casi no haría falta que alguien emitiese los mensajes, porque el equipo conoce de sobra el protocolo y se halla perfectamente coordinado.

– ¡No hay pulso! ¡Está en asistolia! -confiesa desalentado Fermín.

– ¡Daniel, inicia masaje cardiaco! ¡Rosa, adrenalina! ¡Expansores a chorro! ¡Hay que transfundirle!

– ¿Hago pruebas cruzadas? -pregunta el hematólogo.

– ¡No hay tiempo! ¡Sangre 0!

Tras unos minutos, Ángel ordena:

– Parad el masaje un momento.

– Continúa sin ritmo -le informan.

Moncho comienza a sudar.

– OK ¡Atropina hasta 3 miligramos!

Las instrucciones continúan. Cortos mensajes, seguidos de acciones precisas. Al no iniciado, aquello se le antojaría un completo caos, sin embargo, no es así; impera un protocolo seguido al milímetro.

– Voy a intentar intubarle.

Las maniobras cesan; luego, empiezan de nuevo. Los minutos se suceden sin que el enfermo responda. Alguien pronuncia lo que ninguno desea oír.

– Nada. Sigue sin ritmo.

– ¿Cuánto tiempo llevamos? -pregunta Ángel, que es quien debe tomar la decisión final.

– Quince minutos. En ningún momento ha habido signos de recuperación.

– De acuerdo, paramos la reanimación cardiopulmonar. No se puede hacer más. Anota los datos de la muerte: fallece a las 8 horas y 26 minutos del día 12 de julio. Un nuevo dato para la historia. ¿Qué hemos puesto?

– Cuatro ampollas de adrenalina y tres de atropina. Se han pasado cinco litros de expansores y cristaloides y dos de sangre.

– Bien, anotémoslo en el informe. El forense necesitará el dato. ¡Qué pena!-exclama mientras cubre con una sábana el rostro del hombre corneado-. Es todavía joven este Hemingway para llevar sudario.

La muerte es siempre incómoda compañera, incluso para quien está familiarizado con ella. Si el que se va es joven, la cosa empeora. Y si lo hace por algo tan caprichoso como correr delante de una manada de toros bravos, entonces uno termina lamentándose. Todos los allí presentes son capaces de captar la soberbia esencia de ese juego con la muerte que acontece siete días al año cuando se rompe el alba. Pero ante un nuevo cadáver, vuelven a preguntarse si aquel macabro e irracional juego merece la pena. Son sólo tres minutos frente al resto de tu vida. Jugarte la piel y miles de kilómetros de sentimientos a cambio de soltarte la coleta y ducharte con adrenalina a granel durante 848 metros. Sin embargo, ¿qué sería de Pamplona sin esos ratos? ¿En qué quedarían julio, agosto y hasta enero sin la esperanza de que el espíritu de San Fermín volviera a emigrar a su lecho de Santo Domingo?

Compartiendo aquel silencio, Ana extrae otro cigarro del mismo paquete al que robó el primero. En la puerta de entrada de la enfermería, mirando la plaza de frente, lo enciende sin ningún remordimiento, dejándose acariciar por el característico beso.

– ¡El maldito encierro! -suspira. Es taurina desde niña, pero ante un muerto brotan a borbotones los sentimientos-. ¿Es que no perciben el riesgo al que se enfrentan? Un bicho de 600 kilos no es moco de pavo, y este pobre hombre era obeso y, seguro, estaba bebido. ¡Mira que hay gente estúpida!

Poco a poco, otros miembros del equipo hacen ruedo junto a Ana. Perciben de lejos un rumor de pasos. Siempre ocurre así. Nadie sabe exactamente el sistema por el que se difunde el rumor, pero es más rápido que la pólvora. Sin embargo, no se inmutan. En pocos segundos, el sonido se incrementa: cámaras y micrófonos, libretas y prisas; gentes que barruntan noticias frescas. El policía foral que llegó junto al cogido sale para impedir que la prensa acceda al lugar. Junto a la marabunta, se personan dos efectivos del Cuerpo Nacional de Policía que a duras penas se abren paso. Al ver a la enfermera, desocupada y fumando ávidamente un cigarrillo, se detienen intuyendo lo peor:

– ¿Cómo está el cogido? -preguntan apresurados-. ¿Ha…? -Ana afirma con la cabeza:

– No hemos podido hacer nada -se disculpa, ebria de pena.

Dentro, se suceden hipótesis sobre aquel extraño comportamiento.

– No olía a alcohol -con un chicle en la boca, la voz de Moncho suena desdibujada-: parece más bien intoxicado. El forense dictaminará.

– Desde luego se parecía mucho a Hemingway, el escritor. Gordo, con aspecto de vividor, barba blanca bien cuidada, un rólex en la muñeca izquierda… Me he fijado en las uñas; le han hecho recientemente la manicura…

– Demasiado alcohol, demasiada fama, demasiadas mujeres… Al final, todo eso acaba en lágrimas. Lágrimas a lo Hemingway.

– ¿Sabemos quién era?

– Lo pondrán sus documentos. Cuando venga la policía, nos enteraremos.

Justo cuando el cirujano jefe menciona al laudable Cuerpo, los dos agentes entran en la enfermería.

– ¡Ya estamos aquí, señores! ¿De qué quieren enterarse? -dice el primero, de nombre Galbis.

– ¡Qué rapidez! -ironiza Héctor, observando a un joven rubio y jovial, de pelo cortado a cepillo y nublados ojos grises-. ¡Se rumorea que la caballería llega siempre a vaquero muerto!

– Esta vez así ha sido -sentencia serio el agente-, pero no por culpa nuestra, sino de este furioso toro navarro. ¡Vaya burel más bravo! ¿Está comprobada la muerte?

– ¡Comprobadísima! ¡Pase si quiere y lo verá con sus propios ojos!

– Me temo que ahora tendré que hacerlo, pero antes telefonearé al Juzgado. Hoy es el juez Uranga quien está de guardia. Es muy meticuloso, y quizás quiera personarse.

El teléfono suena insistentemente, pero, al otro lado, nadie responde. Para ganar tiempo, el agente deja puesta la opción de re-llamada automática y entra en el quirófano acompañado del cirujano jefe.

Tras comprobar la documentación, el agente Galbis levanta la sábana que cubre el cuerpo e insiste en su parecido con Hemingway. No es de extrañar: en Pamplona todo el mundo conoce al escritor norteamericano. A lo largo de los años, durante las fiestas en honor al obispo San Fermín, por la capital navarra han pasado ilustres ciudadanos de aquel país. En las paredes de restaurantes, museos y hoteles lucen palmito Charlton Heston, Orson Wells, Ava Gardner, Deborah Kehr o Arthur Miller, pero sólo Ernest Hemingway tiene paseo y escultura. Sólo a Hemingway se le considera de la tierra. Obviamente, el de Chicago también tiene algún bar, que donde su recuerdo esté presente el vino tinto no puede faltar.

Como homenaje local, su rostro -salido de las manos del escultor Luis Sanguino- preside la entrada a la plaza de toros. Ahora el norteamericano no puede correr el encierro, pero desde esa atalaya cada año observa atento la escena. Izado a un lado del Callejón, se halla en lugar sobresaliente para sentir, para vivir una y otra vez el esperado momento.

Ana, vestida aún con su pijama quirúrgico, apurando el cigarrillo, continúa apoyada en la pared de la enfermería, mirando cómo los mozos juegan con las avispadas vaquillas. A la nueva reportera del canal local de televisión no se le escapa el detalle y, al ver sus trazas, se acerca a ella con el micrófono extendido. Naturalmente le acompaña su sombra, con una cámara al hombro. La anestesista se limita a explicar que, en su momento, un parte oficial le facilitará los datos que solicita. Pero la joven no ceja.

– Lo sé, lo sé. Lo retransmitiremos en cuanto salga. Sólo le hago una sencilla pregunta: ¿cómo se encuentra el herido? Si está usted aquí es que no es una cornada de muerte -aventuró.

– Ya le digo que no soy quién para ofrecer a la prensa un parte médico.

– ¡Por favor! ¡Es mi primer trabajo! ¡Necesito una crónica! ¡Sólo tiene que decir un monosílabo! ¡Por favor! El mozo ¿está muy grave? ¿Se encuentra bien?

Ana lo pensó durante unos segundos. Luego, en clave metafísica, contestó:

– Sí, ahora está bien. -Y sin más declaraciones volvió al interior de la enfermería. En breve, comenzarían a llegar los heridos por las aviesas vaquillas.

Le dieron paso en cuanto lo pidió; pasaban 35 minutos de las 8. La simpática reportera, contratada para relatar minuciosamente a los navarros los entresijos de la Fiesta, en directo aseveró, mientras peinaba inconscientemente los flecos de su faja color grana, que el hombre corneado en el callejón se encontraba estable dentro de la gravedad. Después, añadió de su cosecha que la persona en cuestión era extranjera, y que, casi con total seguridad, podía afirmar que disponía de pasaporte norteamericano, si bien otras fuentes, totalmente fidedignas -remarcó con aire profesional-, creían que era ciudadano australiano. La presentadora en cuestión carecía de información, pero había leído que, en ocasiones, un periodista novel puede lograr el éxito de los afamados con sólo ofrecer una primicia, y ésta era una interesante apuesta. Así fue cómo, dejándose llevar por su intuición, la joven optó por lo más verosímil: «¿Qué español en su sano juicio hubiera cometido tamaña estupidez? Si no es de la tierra», se dijo, empleando la aplastante lógica kantiana, «es extranjero. Por probabilidad, pertenecerá a las castas más abundantes: yanquis, canadienses o australianos. Pero el corredor rebosaba kilos, y el sobrepeso es compañero inseparable de la nacionalidad norteamericana. Por otro lado se parecía mucho al escritor Hemingway. Es posible que el hombre estuviera intentando seguir los pasos del escritor… En fin, como dice el refrán: blanco y migado, sopas de leche: es un ciudadano yanqui. Además, está moreno. No rojo cangrejo, no: moreno. Eso significa que tiene dinero fresco. Así que puede ser californiano -ésa es mi primera opción-. Aunque hay muchos mozos morenos que vienen de Australia… De acuerdo, norteamericano o, en su defecto, australiano.» Y así fue como toda Navarra, y por ende el mundo entero, comentó durante quince minutos el rumor, hablilla de buena tinta, de que un nuevo norteamericano había sido cogido en el encierro.

A las nueve menos cuarto de la mañana, el responsable del programa en persona se vio obligado a rectificar. La rubia natural, hermosamente curvilínea, que había sido contratada tras la primera entrevista sin que el director del magazine mirara sus referencias, resultó definitivamente idiota, amén de estrecha y feminista.

«Pese a lo dicho inicialmente», informó a la audiencia el conductor del magazine, impolutamente vestido de blanco y rojo, «el hombre que ha sido empitonado en el encierro de esta mañana no parece pertenecer al cerca de medio millón de extranjeros que incrementan la población pamplonesa en nuestras fiestas. En realidad, esta persona, un varón de cuarenta y cinco años, que responde a las siglas A. M. N., es natural de Cuenca, aunque reside desde hace años en la ciudad de Valladolid, donde ejerce como profesor universitario. Estamos pendientes del parte médico. En el momento en que la comparecencia de los doctores se lleve a cabo, conectaremos con la enfermería de la plaza.» Mientras ofrecía los escasos datos biográficos de que disponía, el presentador recibió una nota de otra de sus ayudantes. Lejos de ofrecérsela con el disimulo esperado, sonrió nada discretamente a la cámara, haciendo volar su rubia y lisa melena. «Queridos espectadores», afirmó el comentarista, «acabamos de recibir malas noticias. Tengo en mi mano», dijo, tratando de parecer afectado por la noticia, «el último parte médico sobre el estado de salud del varón que, como les venimos informando, ha sido empitonado entre el callejón y la arena. Tras la atención prestada, estando ya en estado crítico, el hombre ha fallecido.

»Los magníficos cirujanos de la plaza -como nuestros visitantes recordarán por el reportaje que sobre estos grandes profesionales emitió ayer nuestro Canal- nada han podido hacer por salvar su vida.

»Se trata de don Alejandro Mocciaro catedrático de Derecho Penal en la universidad de Valladolid. Es posible que a algunos de ustedes les resulte familiar el apellido. En efecto, la sociedad gastronómica Napardi ha entregado este año su galardón: el gallico de oro, a título postumo, a don Niccola Mocciaro, padre del hombre cogido en el encierro. Don Niccola, eminencia del Derecho Penal español, frecuentaba nuestra ciudad y amaba nuestra Fiesta. A su muerte, acaecida hace escasos meses, figuraba como el socio más antiguo de la citada Sociedad Napardi.

»Sí». El comentarista interrumpió de improviso su disertación para llevarse el dedo índice a su oído. Le hablaban por el auricular. «Bien», continuó. «Perdonen la interrupción, pero me comunican que uno de nuestros compañeros tiene junto a sí a Miguel Reta. Como todos sabrán, es uno de los pastores más experimentados del encierro de Pamplona, conocido ampliamente, además, por sus habilidades como recortador. Sin embargo, en esta ocasión es noticia por algo que quizás muchos de ustedes ignoren: Miguel Reta es propietario de la ganadería Alba Reta Guembe, a la que pertenece el toro número 51, de nombre Lentejillo, el suplente que ha sustituido al sexto de la ganadería de Antonio y Eduardo Miura. Me estoy refiriendo, naturalmente, al animal que ha empitonado de muerte a Alejandro Mocciaro.»

Miguel Reta nunca hubiera deseado verse por televisión. Cuando un pastor o un mayoral aparecen en pantalla es porque algo ha salido mal. Se hallaba cabizbajo, cariacontecido. Su rostro había perdido su natural atractivo. Hasta parecía que sus largas y pobladas patillas de torero le quedaran grandes. Desde que su animal empitonara al mozo, no podía arrancarse ese pensamiento del alma. «¡Aquel hombre, desde luego, estaba loco!», pensaba, «pero yo debiera haber sido capaz de detener a Lentejillo. No hubiera podido impedir el primer puntazo, totalmente inopinado, pero quizás sí el segundo. Es posible que si hubiera sido más hábil…»

El pastor de Estella esperaba, junto a la comentarista del canal local, la dichosa conexión cuando el miedo, aderezado con la impotencia y la rabia -los mismos que le inundaron al ver en directo aquellos puntazos-, afloró nuevamente. Anuncios de espárragos, pimientos del piquillo y vino navarro se sucedían en el monitor que tenían delante. La periodista -que esperaba turno para entrar en directo- se dio media vuelta para que le retocasen el maquillaje, dejándole solo por un momento.

Miguel cerró los ojos, recordando sin querer. ¡Cuántas veces había admirado el rebarbo de Lentejillo! ¡Cuántas su noble estampa y su inteligencia!

Las lágrimas se agolpaban en una larga fila, pidiendo paso. Ni pudo ni quiso contenerlas. Dejando atrás las cámaras, se marchó en silencio en dirección a la plaza. Su trabajo no había acabado: tenía que prepararse para el apartado. En el camino, un brazo -el de Antonio Miura- pasó sobre sus hombros. El ganadero de Sevilla había visto la cogida y el ensañamiento del toro desde el callejón. Intuyó cómo se sentía el pastor, y tratando de darle ánimos, le apretó fuertemente sin decir nada. Tras tan providencial encuentro, el ánimo de Miguel se recuperó levemente. Antonio Miura sabía lo que pasaba el navarro, pues su ganadería había provocado bastantes muertes. Olía su rabia, palpaba su impotencia, pero a ambos el afán por proteger la Fiesta les hacía seguir, pese a roer el dolor guardado en el alma: un dolor que siempre aletearía en permanente marejada de sentimientos.

Una llamada detuvo su marcha. Ambos se volvieron. De la caseta de Televisión Española emergió un rumor cercano. En el acto lo reconocieron: era la voz del encierro que se encaminaba a su tertulia taurina. Resultaban innecesarias las palabras, sólo dos sentidos abrazos. Palmadas sinceras de pésame.

Los tres ciñeron hacia la plaza, como si el viento hinchase sus velas sin remedio, obligándoles a retornar a su puerto natural. Un trío de goletas, virando al viento, que sólo sabrán fondear en una ensenada de arena blanca y toro negro. Juntos pasaron ante la estatua de Hemingway que, aunque siente, también calla. Cuando ha visto llegar a Lentejillo, un escalofrío ha recorrido su cuerpo de bronce.

Sangre en el encierro

Dos hombres pasaron por la calle. El camarero les preguntó algo a gritos. Los dos hombres tenían un aspecto grave y serio. Uno de ellos movió la cabeza con gesto pesimista.

– ¡Muerto! -fue lo único que dijo…

El camarero volvió junto a mi mesa.

– ¿Lo ha oído? Muerto. Atravesado por un cuerno.

Todo un pasatiempo mañanero.

Es muy flamenco.

Ernest Hemingway,

Fiesta, Cap. XVII

Y del aparato negro emergió un sonido lacerante que se enseñoreó de nuevo de la habitación. La secretaria del Juzgado respiró hondo, tratando de mostrar un aplomo del que carecía. En su hastío, sospechaba que aquel armatoste estaba allí con el único propósito de hacer que por fin claudicara y pidiera la jubilación. Sólo tuvo que poner los pies en aquella oficina, rayando las 7, para que el complot se iniciara y el teléfono empezara con sus monsergas. Ni siquiera había podido ver la retransmisión del encierro. Pasadas las 8 y media, aquel rítmico retumbo había acabado con su paciencia. Su ánimo, de por sí menudo, se había desmoronado como una torre de naipes. Cansada, casi harta, decidió dejarlo sonar unos minutos. Mientras tanto, iría en busca de un café. El aparato dejó de sonar unos instantes, y volvió a la carga, pero en aquella oficina ya no había nadie.

Al otro lado de la línea, el agente Galbis, llamando desde la enfermería de la plaza, se extrañó de no recibir respuesta. Era imposible que no hubiera nadie. «Quizás», se dijo, intentando justificar aquella ausencia, «he llamado en un momento especialmente agitado.» No sería de extrañar. La densidad de asuntos que los juzgados tratan en un día cualquiera de las fiestas en honor al obispo San Fermín es aterradora. En los escasos metros cuadrados que circundan el despacho del juez de Guardia, se aglomeran docenas y docenas de caras de todos los colores, razas y nacionalidades, con una única, pero sutil, coincidencia: el pertenecer a la familia criminal.

El juez Uranga retornaba de la cafetería con un pastelillo de crema en la mano cuando se topó con la secretaria, que iba en sentido puesto. Con cara de pocos amigos, la mujer le explicó que el teléfono no paraba de sonar, que estaba harta y que iba a tomarse un café tranquilamente. Él no opuso resistencia. ¿Qué podía decir? Su secretaria, que era un manojo de nervios encerrados en 40 kilos, era incapaz de soportar la tensión de los juzgados de Guardia. Él, por el contrario, era extremadamente pacífico… y padecía sobrepeso. A algunos, como su secretaria, el estrés les impedía probar bocado, de modo que cada vez se les veía más flacos y demacrados. El juez Uranga, por el contrario, amagaba la agitación exterior manteniendo el estómago permanentemente ocupado. Cada guardia en día festivo engordaba un par de kilos. Luego, al retornar el sosiego, los perdía, aunque no enseguida ni totalmente. Salvo por el rotundo flotador de la cintura, el cuerpo del juez no era grueso, y su cara pecosa y su fina barba le conferían un aspecto juvenil, casi desenfadado. Los delincuentes solían confundir en la primera entrevista su jovialidad con blandura. Pronto se retractaban: era un hombre de férrea disciplina, y conocía perfectamente su campo de trabajo: la ley. Uranga tenía cincuenta y un años y desde hacía diecisiete ejercía en Pamplona. Amén de ganar peso, con los años había ido creciendo en experiencia, subiendo en el escalafón y granjeándose la estima de todos. Contestó personalmente, cosa que otros muchos colegas nunca hubieran hecho. El agente Galbis se alegró de hablar directamente con el juez.

– Señoría, al habla el agente Galbis. Le llamo desde la enfermería de la plaza de toros.

– Buenos días -respondió-. Supongo que no estará en el ruedo para correr delante de las vaquillas.

– No precisamente, señor juez. Estoy aquí porque en los quirófanos se halla el cadáver del hombre que ha sido empitonado en el encierro. ¿Señor juez…? ¿Señor?

Repitió el mensaje hasta cerciorarse de que el juez había captado su contenido. Pronto se percató de que, aunque no respondiera, su interlocutor sí que le oía. Se había quedado momentáneamente mudo por la sorpresa.

Cuando el juez Uranga llegó a su despacho, sabía fehacientemente que no le aguardaba una jornada sencilla. Esperaba robos, atracos, ataques a la propiedad pública… Entraba dentro de lo posible que llegaran partes de lesiones y alguna denuncia por intento de violación, pero entre sus perspectivas no estaba una muerte violenta en el encierro. Aunque la Fiesta resultaba tremendamente peligrosa, las muertes en el encierro, gracias a Dios, y a las insistentes peticiones de amparo procedentes de su ministro San Fermín, resultaban totalmente excepcionales.

– ¿Un muerto por asta de toro? ¡Qué horror! ¿Cómo ha sido? ¿Dónde? A nosotros los asuntos acumulados nos han impedido ver la retransmisión: llevamos despachando temas sin parar desde las 7. ¿Ha habido otros heridos?

– Uno de los toros, el suplente, le ha empitonado en el callejón y le ha arrastrado hasta la arena. Los médicos de la plaza no han podido hacer nada para salvarle. El mismo toro ha herido a un agente de la Policía Municipal que intentó auxiliar al que luego ha fallecido. Creo que no ha habido más incidentes que destacar.

– Es una pena que estas cosas se repitan, siempre la misma cadencia, siempre en el callejón…

– Pero esta vez ha sido diferente. No ha sido el toro el que ha aprovechado un error del corredor, es como si éste hubiera ido en busca del asta. En fin, no sé explicarlo bien… Espero que pueda ver la retransmisión de las imágenes y ellas hablen por sí mismas. Y en vista de estos hechos, le formulo la pregunta de rigor: ¿va usted a personarse? ¿Quiere que le esperemos?

– ¿Cómo? ¿Ir a la plaza? ¡No! Es imposible, no se imagina el estado de los Juzgados. ¡Hasta mi secretaria, que lleva poco más de una hora en su puesto, ya se ha derrumbado! Delego en ustedes el levantamiento del cadáver. Tomen algunas fotos, hablen con la gente… En fin, no le voy a explicar cómo hacer su trabajo. Cuando concluyan, preparen el traslado del cuerpo al Instituto de Medicina Legal. Nos encargaremos de avisar al forense.

»Otra cosa, agente Galbis -una luz de alerta se había encendido en la mente del magistrado-, ¿sabemos ya la nacionalidad del occiso? ¡Espero que no sea norteamericano!

– No, señoría. Según sus documentos, el fallecido es español. De todos modos, tenemos que comprobarlo cotejando sus huellas con la base de datos.

– De acuerdo. Cuando corroboren la identidad del fallecido, por favor, llámenme.

– Así lo haremos, señoría. ¡Ale, y a tener buena guardia! -le deseó el policía con sarcasmo.

– ¿Buena guardia? ¿Me está usted queriendo decir que tiene alguna hada madrina de sobra? -interpeló el juez-. Me vendría bien un ejemplar de esa especie, le pediría que transformase a los delincuentes en calabazas.

– No, señoría, de ese tipo de señoras no tengo. Lo más que puedo ofrecerle es a mi adorada suegra, que es una meiga declarada: ¡A mí me hizo un mal de ojo nada más verme, y desde entonces me entran diarreas cuando llevo la contraria a mi mujer!

– ¡Es sorprendente que alguien mantenga el buen humor! -agradeció el juez entre risas ahogadas-. Espero su llamada con la identificación.

– ¡Se lo ha tomado a risa! -dijo en voz alta el agente Galbis, pegado al teléfono aunque acaba de colgar-. ¡Un día le envío a mi suegra por correo certificado para que la vea!

La sesión fotográfica consume varios minutos. Los agentes hacen diversas tomas, intentando cubrir todos los ángulos. Un miembro de SOS Navarra se adelanta con el fin de preparar el traslado del cuerpo hasta la morgue. Tras la batería de flashes y el archivo de las pruebas, todos los extraños abandonan el lugar.

Practicar la autopsia en casos de muerte violenta o sospechosa es una de las competencias de un médico forense. En muchas ocasiones, quizás en la mayoría, es cuestión de puro trámite, aunque no por ello la acción en sí misma sea más laxa ni requiera de menor tiempo de ejecución. En realidad, los ciudadanos de a pie se sorprenderían de los porcentajes de muertes que acaecen fuera de los recintos hospitalarios y en circunstancias que ni tan siquiera el propio difunto hubiera imaginado como causa factible de su muerte.

A Ramiro Gómez le ha tocado la guardia del 12 de julio. Es una guardia localizada a través de un busca de larga distancia, por ello, cuando éste suena a las 9 menos 10 de la mañana, está en su domicilio y aún duerme. La noche anterior había empezado en el restaurante Europa, donde los hermanos Idoate habían preparado una magnífica cena a base de pochas, ajoarriero con bogavante y torrijas con puré de manzana. A la cena, regada con un vino de la tierra, le siguieron los fuegos artificiales, una vueltecita por las barracas y por el Casino… La fiesta acabó, ciertamente, pero ¿quién sabe cuándo?

Pese a que ha descansado muy poco, a Ramiro no le ha hecho falta más que el primer toque de su busca. Aunque suele dormir profundamente, el saber que su localizador está encendido le mantiene en una permanente tensión. Sus gestos, iluminados por la amarillenta luz de la lámpara de la mesilla de noche, no mostraron sorpresa cuando, ya por teléfono, recibió la noticia. Por una de esas intuiciones inexplicables, sabía que pasaría algo extraño. No esperaba una cogida, sino un accidente fuera de lo común, sin embargo no se sorprendió. Sus percepciones no solían ser muy precisas.

Ramiro prometió al juez Uranga que iría de inmediato, pero se entretuvo recabando datos de los cirujanos de la plaza, mirando una y otra vez las imágenes que emitía el canal de televisión y dejándose abrazar largamente por el calor de la ducha. Cuando estuvo preparado para marcharse, eran ya cerca de las 9 y cuarto.

Tras posar los labios en su frente, depositando allí un cariñoso beso, Ramiro susurró suavemente al oído de su esposa:

– ¡Chiqui! ¿Estás despierta?

– ¡Estoy segura de que no! -respondió ella, mientras se ponía en pie. El hombre es un ser rutinario por naturaleza. Si su esposo no le hubiera frenado, habría ido directa, automáticamente, a encender el interruptor de la cafetera.

– ¡No te levantes! ¡Hoy es domingo! -argumentó Ramiro, mientras cubría nuevamente a su esposa. Las sábanas eran de hilo fino teñido en color rosa pálido. En ellas su suegra se había dedicado a plantar cursilísimas letras góticas. Naturalmente las iniciales bordadas correspondían a su esposa. Una vez se armó de valor y preguntó a su querida madre política el porqué de aquella curiosa costumbre. La respuesta fue contundente: «Ah, hijo, no te creas que es por ti, que eres buen chico. Pero mira, para empezar las mujeres somos más longevas; sin ir más lejos, yo me he casado tres veces. Además hay algunos caballeros que, a partir de cierta edad, y habitualmente tras cruzarse por el camino una veinteañera, se empeñan en incumplir las sagradas promesas que hicieron ante el altar. Así pues, ante la alta posibilidad de tener que deshacer las iniciales del cónyuge y volverlas a bordar con otras distintas, más vale poner sólo unas. En este caso, las de tu mujer, que es mi hija. En el caso de mi hijo Ramón, he bordado las de él, obviamente: hoy el comportamiento de algunas mujeres deja mucho que desear. ¡Más vale prevenir que bordar!»

– ¿Qué hora es? -preguntó Chiqui, sacando a su marido del ensimismamiento en el que le habían sumido aquellas sábanas rosa pálido-. ¡Tengo la sensación de que me acabo de dormir!

– Es pronto, como las 9 y cuarto. Pero, como te dije, estoy de guardia. Una buena guardia: me llaman del Juzgado. He de practicar una autopsia: al parecer, ha habido un cogido en el encierro.

– ¡Vaya por Dios! -exclamó Chiqui medio dormida-. Esos turistas deberían saber que esta Fiesta es verdaderamente peligrosa -concluyó, dando por sentado que el cogido era un corredor extranjero.

– Sí, claro. Muy peligrosa. Te llamo cuando acabe. ¡Sigue durmiendo!

– De acuerdo… ¡Espera! ¿Has dicho que son las 9 y cuarto? Entonces es probable que hayas acabado a la hora del almuerzo. ¡Te haré una buena paella para cuando vuelvas! -ofreció.

– ¡Ni se te ocurra, ya comimos bastante ayer! Haz algo suave: verdura a la plancha, fruta. En fin, lo que quieras, pero ligero y en pequeña cantidad.

Ella no le respondió. En un santiamén había vuelto a sumergirse en su sueño. Oyendo su respiración, él abandonó su domicilio.

Ramiro Gómez adoraba a su mujer casi tanto como ella le quería a él, pero nada más alejarse del dormitorio, que ambos compartían desde hace doce años, se concentró plenamente en la escueta información que el juez le había facilitado por teléfono, la que él mismo había recabado del personal de la plaza y las imágenes que había podido ver en televisión. El origen del fallecimiento parecía claro. El hombre en cuestión había sufrido una cornada en el abdomen con doble trayectoria: una comprometiendo el lóbulo hepático izquierdo -herida mortal por necesidad-, y otra ascendente que, con bastante probabilidad, había causado una dilaceración de la aorta abdominal o de algún otro gran vaso. Sin embargo, por lo que había logrado captar en la retransmisión de la cogida, el forense no veía demasiado claras las circunstancias de la muerte. Si tuviera con quién, apostaría que el mozo había consumido estupefacientes a granel. En fin, en cuanto llegara a la morgue haría un primer análisis.

El médico miró su reloj. Se le había hecho tarde. Dudó unos momentos, pero finalmente desechó la idea del taxi. Tardaría más en venir a buscarle que él en llegar andando…

Ramiro había nacido en Gijón, pero su esposa Leyre, a la que todos conocían como Chiqui por su pequeña estatura y su cara aniñada, era pamplonesa. No era una pamplonesa cualquiera, no: pertenecía a ese corto y selecto clan que tiene a bien denominarse de Pamplona de toda la vida. Esa afiliación que comienza por natura en los individuos con antepasados de probada raigambre navarra, ocupantes de sobresalientes puestos en la Comunidad, continúa de por vida: un nacido en la Pamplona de toda la vida siente, vive, comulga, se conmueve con todo un conjunto de costumbres y usos, tradiciones y leyendas, mitos y realidades. Más o menos racionales, más o menos románticas, ancestrales o con pocas décadas de antigüedad, eso no siempre importa si los pertenecientes al envidiado club las han identificado netamente como suyas. Ramiro no podía identificar todos los rasgos de tal naturaleza que caracterizaban a su esposa, aunque sabía a ciencia cierta que Chiqui poseía uno de ellos, uno notable: él se había resistido todo lo que había podido, pero en cada traslado de domicilio se iba alejando más de su lugar de trabajo al tiempo que se aproximaba más al centro de la capital navarra. Sí, vivir en el meollo de la Pamplona de toda la vida era para su esposa verdaderamente importante. De momento habían abandonado la cómoda avenida de Pío XII, desde la que Ramiro empleaba cinco minutos en llegar a su despacho, y vivían en una casa alquilada en el paseo de Sarasate, donde, en periodo de Fiestas, era rigurosamente imposible dormir, y desde la que tardaba más de media hora.

Como hacía cuando pensaba, el forense marchaba a buen ritmo. El sol calentaba con fuerza, no quedaba rastro del aguacero matutino. Una masa compacta, teñida de blanco y rojo, impregnaba las calles cuando se dirigía al Instituto Anatómico Forense. Eran mozos y mozas de todas las edades que retornaban al hogar tras el encierro. Algunos llevaban toda la noche de francachela, y anhelaban una buena ducha y unas sábanas limpias. Otros muchos, que no tenían la suerte de residir en Pamplona o de disponer de hospedaje, tendrían que conformarse con un saco de dormir en algún jardín. Los que corrían el encierro por vocación habían dormido en casa y se habían acostado temprano. Para ellos, empezaba de nuevo el día: naturalmente, tratándose de Pamplona, comenzaban comiendo.

La mayoría de la prensa, suponiendo que la víctima del encierro estaría en los servicios de emergencia, había tomado la puerta principal y los aledaños del Hospital de Navarra. No obstante, algunos periodistas habían sido más listos que sus compañeros y hacían guardia en el pabellón F, donde estaba la morgue.

Cuando entró en los jardines para dirigirse a su lugar de trabajo, Ramiro vio desde lejos el tumulto. No obstante, nadie le abordó. Ir vestido de pamplónica le hacía pasar desapercibido.

Respiró hondo antes de entrar en el Instituto Anatómico Forense. Por rasgo de especie, el ser humano tiene una capacidad casi infinita de adaptación a las circunstancias, favorables o adversas, que le depara el destino. El forense lo había experimentado en su propia persona. Tras firmar decenas de autopsias, creía haberse acostumbrado a casi todo. Había visto cadáveres carbonizados, mujeres con rostros machacados con bates de béisbol, violaciones con monstruoso ensañamiento, mutilaciones, hasta un niño recién nacido ahogado por una abuela que había puesto demasiadas esperanzas en la rubia melena de su hija… Sin embargo, una vez más, como siempre, volvió a sentir ese escalofrío. No le importaba ver un nuevo cadáver. Tampoco le impresionaría pesar el corazón, retirar el cerebro o separar alguna sección de la piel. Podría hacer todo aquello con los ojos cerrados. No se trataba de eso. Lo que a Ramiro le llamaba la atención cada vez que se veía obligado a analizar un cuerpo muerto era la grandísima diferencia existente entre una persona que alienta y el rastro que deja cuando el alma le abandona. «¡Tanto somos y, al mismo tiempo, tan poco! La máquina más perfecta jamás creada y, probablemente, una de las más débiles. Todos distintos; todos con igual destino.» Algún día él sería el cadáver: un accidente de coche, quizás un cáncer por el tabaco, que no consigue dejar; con suerte, anciano y en su cama. Prefirió no pensar mucho en ello. Había que continuar viviendo. Acaso dentro de unas horas, concluida esta autopsia, se viera subiendo en la noria con su hija, tocada su mirada de ilusión; quizás se olvidara de todo comiendo paella con su esposa. Sonrió al pensar en ello: estaba seguro de que Chiqui, en su obsesión -muy navarra- porque en su presencia nadie pasara hambre, no pondría verdura, sino un buen plato de paella y un excelente postre. Sí, la vida había de seguir. Para ello hacía falta separarse de aquella visión tan lúgubre, alejarse del sombrío destino de la vida. Necesitaba, así, humanizarse. Hablar de toros y fútbol mientras observaba la herida abierta; comentar el encierro al tiempo que abría el blancuzco cráneo del joven. Respiró hondo, entró con paso decidido y cambió su traje blanco y rojo por un pijama quirúrgico, bata y delantal. Vestido de esta guisa, Ramiro entró en la sala de autopsias. Su ayudante habitual ya le esperaba.

– ¡Hola, jefe! ¡Ya ve cómo se nos ha estropeado el día! -saludó el joven, mirando al forense, como siempre impecablemente engominado y oliendo fuertemente a colonia.

– ¡Kepa! ¡Vaya cambio! ¿Qué ha pasado con tus rastas?

– ¡Renovarse o morir, jefe!

– Pues ya metido en materia, deberías haber optado por el rojo. Al fin y al cabo, estamos en sanfermines -afirmó el forense, mientras observaba con estupor los cabellos de su joven ayudante: mitad fucsia, mitad blanco.

– No crea que no lo he pensado, pero a mi chica no le gusta el rojo. Dice que es un color muy violento; y como vamos iguales…

– Un color violento…

– Sí, eso dice ella.

– Por lo que veo, el siglo XXI no ha cambiado nada.

– ¿A qué se refiere, jefe?

– Siguen mandando las mujeres.

– Eso sí es verdad -aceptó el joven.

– Bien, empecemos. Voy a lavarme; pásame unos guantes, por favor -pidió el forense, cruzando la sala y mirando de reojo hacia la zona central.

En la mesa de acero inoxidable, construida ex profeso en forma de L, todo estaba preparado. En el lado más largo, que sobrepasaba los dos metros, se hallaba ya el cadáver. Para facilitar la labor del médico forense, el metal estaba dotado de una ligera inclinación y una conexión directa con un sumidero.

El cuerpo estaba situado en decúbito supino, de modo que Ramiro se encontró directamente con una faz a la que había abandonado el color y un grueso cuerpo que ya no serviría para ningún gozo. El cadáver estaba semidesnudo. La camisa y los pantalones estaban rajados: seguramente los cirujanos de la plaza se habían visto obligados a cortar la ropa. Un pie estaba cubierto con una alpargata tradicional, el otro no llevaba nada.

En el lado más corto de la camilla se acumulaba el material necesario para la autopsia, perfectamente clasificado.

– ¿Hora del deceso?

– Según el parte que firma el cirujano de la plaza, la muerte tuvo lugar a las 8 horas y 26 minutos de hoy. Le han puesto adrenalina, atropina, sangre… En fin, lo de siempre. Lo único nuevo es que tengamos que hacer con tanta premura la autopsia. Supongo que no querrán enturbiar el resto de la Fiestas. En los sanfermines, los cadáveres cuanto más lejos mejor.

– ¡No te engañes, Kepa! Eso ocurre en los sanfermines y en cualquier otro momento. Los humanos somos seres curiosos.

– No sé por dónde va, jefe. ¿Qué tenemos de curioso?

– ¡Todo! Verás, no sabemos si viviremos mañana, pero hacemos minuciosos planes para ese día. Sin embargo, lo único que sabemos con certeza (que nos vamos a morir) tratamos de olvidarlo. Por ejemplo, acostumbramos a situar los cementerios lejos de los núcleos de población. Nos decimos a nosotros mismos que es por motivos higiénicos, pero la realidad es que no queremos verlos. Al final, lo que hay es miedo. Sí, miedo a nuestra naturaleza, seres mortales. Sentimos pavor ante nuestro destino, recelo ante el territorio desconocido donde luego habitaremos. Nos producen espanto las ignotas reglas que gobernarán esa nueva sociedad donde viviremos inexorablemente pero que, de momento, nos es ajena. ¿Qué hay en el cielo, qué en el infierno? ¿Qué haremos allí, qué comeremos? ¿Quién mandará, qué haremos durante toda la eternidad…?

»Sabemos que el momento nos llegará, pero vivimos como si esa realidad no tuviera ninguna relación con nuestra rutina diaria. La muerte es para nosotros semejante a un precipicio escondido en una carretera plagada de curvas y cambios de rasante. Desconociendo el lugar exacto, y yendo a cien por hora, resulta, imposible frenar a tiempo y retrasar, así, el momento. De modo que concluimos que es preferible no pensar en ello. Ya sabes, ¡goza cuanto puedas que no sabes si será la última vez!

– ¿Ha dormido poco, jefe? Esos pensamientos tan negativos son producto de la falta de sueño. Es lo que dice mi novia, que de eso entiende: ha hecho un curso de control mental y practica el yoga cada noche.

– Si tu novia lo dice… -Y sin solución de continuidad, el filósofo volvió a su labor de forense-: ¿Asistolia?

– En efecto -respondió sin inmutarse el ayudante de sala.

– Bien. Prepara la grabadora. Mientras, yo iré retirando sus pertenencias.

– Las que traía fuera del cuerpo las tiene ahí -informó Kepa, mientras se colocaba unas lentes en los ojos. Eran de color zanahoria con motas blancas, y aunque esperaba algún comentario jocoso del forense, éste tenía ya la mente puesta en el trabajo y no se fijó.

Ambos inclinaron la espalda al unísono para contemplar los objetos personales del finado que Kepa había depositado sobre el lateral de la mesa.

– A la hora de su muerte, el hombre llevaba una cartera marca Loewe, conteniendo carné de conducir y documento de identidad. Según ambos documentos, el fallecido respondía al nombre de Alejandro Mocciaro y Niccolis, nacido en Cuenca el 26 de febrero del año 1959. Profesión: abogado. Domicilio: calle Doctrinos 14, Valladolid.

– Llevaba bastante dinero, jefe. Si no cuento mal, 2.590 euros. ¡Caray! ¡Cuatro billetes de 500! ¡Creo que nunca había visto uno de éstos! ¡Vaya color violeta que han escogido: es horrendo!

– Sí, no está muy logrado. Sin embargo, en este caso el valor y no el color es lo importante.

– En eso le doy la razón… Cuatro billetes de 100; tres de 50 y dos de 20 -siguió listando el ayudante del forense-. Ni una sola moneda, jefe. Este será de los que deja toda la calderilla de propina. No llevaba llaves de coche ni otros objetos, salvo el llavín de la habitación del hotel.

– De acuerdo, sigamos. Lee en voz alta el parte del cirujano de la plaza, por favor -pidió el forense.

Mientras su ayudante leía el informe de la enfermería de la plaza de toros, Ramiro contempló el cadáver. El cuerpo, que tenía un gran agujero en el abdomen, estaba tremendamente pálido, como correspondía a una muerte por hemorragia masiva. Por la posición, la sangre y fluidos habían quedado depositados en la espalda y la cara interna de las extremidades. El forense, ayudado por unas tijeras, retiró los restos del pantalón y del calzoncillo y los examinó.

– El bolsillo derecho del pantalón contiene una carta -sonó la voz del forense-. Parece una convocatoria. Sí, procede de un despacho pamplonés y señala algunas cuestiones acerca de un testamento. Nada más. La meto en una bolsa de plástico. En el bolsillo izquierdo, San Fermín.

– ¿Cómo? ¿Qué quiere decir con eso de que lleva a San Fermín en el bolsillo? -preguntó Kepa extrañado-. Igual es que era católico.

– ¿Y tú te llamas navarro? ¡Yo, que soy de Gijón, conozco mejor la tradición que tú! ¡Escucha y aprende, pamplónica! -dijo con socarrona ironía-: Lo que lleva es una de esas pequeñas tallas en plástico que venden por dos cuartos los avispados de los tenderetes. Las llevan muchos de los mozos que se disponen a correr el encierro en señal de respeto al Arbitro de la carrera. Y que yo sepa, siguen la tradición los católicos, los no católicos y hasta los ateos, por sí acaso. ¡Ah, San Fermín! ¡El Santo moreno! Si levantaras la cabeza, ¿qué nos dirías? -concluye el médico.

– Pues, sin duda, que los mejores los miuras -afirmó el ayudante-, taurino de sol.

Ambos se rieron ante la ocurrencia, mientras continuaban con su trabajo.

– Aunque rasgado, el pantalón ha aguantado bien las embestidas del toro. Será de una buena marca. Vamos a ver… Sí, tanto el pantalón como la ropa interior están firmados por Ermenegildo Zegna.

– Pues a ése no le conoce ni su padre -protestó el ayudante.

– Has de saber que es una marca estupenda, desmesuradamente cara.

– ¡Ah! En ese caso, será una marca de pijos que yo no conozco -se excusó Kepa.

– En la muñeca izquierda, el finado tiene un rólex de acero y oro. No lleva más adornos ni otros objetos. Vayamos al examen físico.

Tras las consabidas mediciones, el forense dictó: «El cuerpo mide 1 metro y 92 centímetros y pesa 121 kilos. En su masa corporal se ha ido acumulando bastante grasa, aunque su altura lo disimula. Su pelo rubio, ya muy blanquecino, parece natural. Era miope, y cubría sus ojos azules con sendas lentillas. Presenta varias cicatrices antiguas, probablemente de juegos infantiles, y un amplio moratón, reciente, en el glúteo derecho…»

Ramiro se detuvo y lo volvió a examinar. Satisfecho, continuó diciendo:

«Con toda probabilidad, el hematoma está relacionado con un pequeño orificio en el pantalón y en la ropa interior, ambos ligeramente ensangrentados. La perforación está producida por un objeto punzante fino, probablemente una aguja.

»El muerto está tatuado en el muslo izquierdo, a la altura de la pelvis, con una pequeña flor de lis. Por el enrojecimiento de la piel en los bordes, presupongo que es reciente. Además, parece que hay marcas debajo. Quizás tratara de borrar un dibujo anterior.»

– No esperaba este tatuaje -confesó el médico, mientras detenía la grabación-. Aunque, por la localización, será una cuestión más personal que decorativa.

– Personal… Supongo que querrá decir sexual -pinchó Kepa, quien llevaba dos en sitios parecidos.

– Sí, en efecto, eso quería decir.

– No tiene mayor importancia, son cosas que ocurren en una noche loca -explicó el joven pensando que, por la edad, el forense sería un carroza pintado a la antigua.

– ¿Una noche loca? ¡Querrás decir una en que estás colocado! En una noche de esas que dices, te pones un piercing en el ombligo o te colocas un aro en la oreja. Pero un tatuaje lleva su tiempo y, además, éste es de calidad. Pongamos que ha costado en tiempo una hora larga -calculó el médico-. Mientras ha sido realizado, este hombre ha estado en pelotas. Eso no se hace así en una noche loca.

Kepa no respondió, sabía que nunca se pondrían de acuerdo, pero señaló:

– ¿Ha visto el motivo, jefe?

– Pues claro que lo he visto: es una flor de lis. La de los mosqueteros…

– Pues es un dibujo bastante raro. Al menos no es de los que se ven…

– Este es un país libre. Supongo que cada uno se pondrá el tatuaje que quiera.

– ¿Y qué tendrá que ver en esto la libertad? Lo del tatuaje es una moda. Como dice mi chica, las modas unifican a un grupo sexual.

– Un día de éstos me vas a tener que presentar a ese pozo de sabiduría que llamas novia.

– Cuando quiera, jefe. Aunque no es su tipo, seguro que hacen buenas migas.

– Eso es indiscutible, ¡me encantará! Procedamos… Pero antes de iniciar más exámenes, deja pasar a la policía. Que vayan avanzando su trabajo.

Mientras el primer agente tomaba la huella del índice derecho al cadáver para certificar la identificación ofrecida por los documentos, el segundo recogía los objetos del finado: serían depositados en el Juzgado por si pudieran constituir evidencias importantes en el esclarecimiento de los hechos.

Los miembros del Cuerpo de Policía permanecieron poco tiempo allí. A nadie le gusta cultivar la amistad de los muertos.

Retirados los agentes, el auxiliar de autopsia fotografió el cuerpo: las heridas producidas por el asta del toro, las raspaduras y demás contusiones y, también, la pequeña incisión localizada en el glúteo. Sin entorpecer el trabajo de su ayudante, Ramiro fue examinando los orificios naturales. Enseguida surgió el tema del encierro. Ambos charlaron animosamente, sin abandonar en ningún momento la tarea que tenían entre manos. Les ocuparía bastante tiempo, el que emplearan en analizar cada lesión, fijando desde la localización anatómica, el tamaño, forma o color, hasta la trayectoria u otras características: pelos, bordes de las uñas, fibras, barro, polvo y fluidos corporales serían recabados por interés criminalístico. Allí mismo hicieron los primeros análisis con las muestras de orina, donde tóxicos y drogas de abuso se acumulaban en mayor cantidad. Los resultados eran provisionales y no podían presentarse como pruebas ante un tribunal, sin embargo ofrecían a la policía indicios inmediatos con una fiabilidad suficiente. Mientras Ramiro abordaba el análisis de las visceras, comenzando por el cerebro, su ayudante inició el estudio de la orina.

– Positivo en cocaína -informó Kepa.

– Es posible que eso explique el raro comportamiento del individuo en el encierro, aunque no lo creo -especuló el forense.

– Yo no soy especialista, pero opino lo mismo que usted. Este tío tenía money.

– Viendo las pertenencias del finado y su aspecto, supongo que no será la primera vez que prueba esa sustancia. Los análisis de sangre nos darán datos más precisos, aunque tengamos que esperar 48 horas. El estudio del cabello nos informará de si era consumidor habitual.

La música de Antonin Dvorak sonaba en la sala. La Sinfonía del Nuevo Mundo llegó a su punto culminante. Ramiro se detuvo, cerró los ojos y se movió al son de los compases, sierra eléctrica en mano. Su ayudante le miraba escéptico. A él le gustaba Estopa, pero claro, tenía veinte años menos. Cuando el bohemio cuarto movimiento concluyó, Ramiro escuchó las notas grabadas durante la operación, y luego comenzó el dictado final de su informe. Quedó satisfecho de su trabajo, se quitó el delantal y la bata, y ataviado con su pijama quirúrgico azul cielo, salió a hablar con los agentes.

Galbis aguardaba pacientemente en el vestíbulo de la sala de autopsias. No pensaba en nada, sólo estaba cansado. Quería que le dijeran que en aquel cadáver no había nada anormal; así saldría de allí contento. Sin embargo, intuyó que no iba a tener suerte.

– ¡Señor! -saludó al ver al forense.

– Venga conmigo, agente, hablaremos en mi despacho. ¿Quiere un café?

– Tanto estómago no tengo, doctor -confesó. Cuando había entrado en la sala de autopsias y había visto lo que allí había, se le habían revuelto las tripas, sobre todo por el olor. Galbis procuraba no pensar en ello. Se sobrepuso como mejor podía y contestó con voz amable-. Un café no, pero yo le puedo ofrecer una caramelo sin azúcar si le apetece.

– Pues no le digo que no, mire. Tengo la boca seca. -Mientras hablaban, ambos se dirigieron al despacho principal siguiendo un largo y blanco pasillo.

– Dígame, ¿quiere que llamemos al juzgado?

– Me temo que sí -respondió el médico forense-. Desde luego este hombre ha muerto a consecuencia de una cornada con doble trayectoria que le ha seccionado el hígado y afectado la aorta. En resumen: se ha desangrado. Sin embargo, el screening primario de orina que hemos realizado para el despistaje da positivo en cocaína. No descartaría que en el análisis de sangre se encontrara una buena concentración de esa sustancia o de alguna otra droga. Ahora pondré sobre papel el informe e iré al Juzgado. Si quiere, vaya usted adelantándose y ponga a su señoría en antecedentes.

– Muy bien, como quiera. -El agente Galbis no replicó. Estaba acostumbrado a obedecer; además tenía en alta estima a este forense: era muy preciso y muy meticuloso, amén de respetuoso con las Fuerzas de Seguridad.

– ¿Hay familiares?

– En realidad, el fallecido estaba en Pamplona con una hermana. En el hotel La Perla nos han facilitado un móvil. Estamos intentando localizarla. En cuanto llegue, le avisaré.

– Ya sabe que, como siempre, estoy a su disposición.

– Gracias, doctor, lo sabemos. Hablaré con el juez y luego veremos.

Cuando iba a salir, entró en el despacho el director administrativo del hospital. Llevaba sólo nueve meses en el cargo, y éstos eran sus primeros sanfermines. Sin embargo, ya había pisado bastantes callos, uno de ellos el de la mujer de Ramiro, que trabajaba en el servicio de nefrología.

– ¿Qué? -preguntó sin más preámbulos.

– ¿Qué de qué? -respondió ácidamente el forense.

– ¡Pues del muerto! ¿De qué va a ser? ¡La prensa me va a comer!

– Ni caso -tranquilizó el agente de policía-. Ladran, pero no muerden.

– De acuerdo, pero ¿qué les digo?

– Nada de nada. Eso es cosa de la autoridad competente.

– Muy bien, ¿y quién es esa autoridad? -preguntó de mal humor.

– Yo no -concluyó el forense mientras tomaba asiento.

– Yo tampoco -señaló el policía mostrando una amarillenta sonrisa, fruto de años de consumo abusivo de Ducados. Luego, se encaminó hacia la audiencia.

– ¡Señoría! -sonrió Galbis mirando de frente al juez de Guardia-. ¡Aquí su hada madrina!

– ¡Agente! Me trae usted buenas noticias, ¿verdad? ¡Dígame que sí, se lo suplico! ¡Llevo dieciocho expedientes y estamos estrenando la mañana!

– Lo siento, señoría. Y me gustaría, no crea, pero no puedo: en las pruebas de despistaje que el forense ha realizado, el muerto da positivo en cocaína. Él vendrá en cuanto pueda. Se ha quedado concluyendo el informe y esperando a la hermana del difunto, que está en Pamplona, a la que hemos localizado a través de su móvil. Me pide el doctor que le diga que, si bien el análisis de orina que realizan no es fiable legalmente hablando, él nunca ha tenido un falso positivo.

– El mozo cogido en el encierro -recordó el juez en voz alta- ha dado positivo en el análisis de cocaína… Bien, de acuerdo. Tendremos que hacer algunas diligencias previas entonces. Sin embargo, estando en unas fechas como los sanfermines, no sería demasiado extraño. ¿Llevaba droga encima?

– No, señoría. Estaba completamente limpio. Ni siquiera un paquete de tabaco.

– ¡Ah, pues eso sí es curioso! El hombre en cuestión, ¿aparentaba buena estampa, limpio, aseado… (de dinero, quiero decir) o parecía más bien un turista fachoso?

– Más bien lo primero. Llevaba ropa cara, mucho dinero, un rólex y un llavín del hotel La Perla… ¡Ah, y la carta de unos abogados!

– Gente de postín -razonó en voz alta el juez, sabiendo que aquello les traería más complicaciones-. Positivo en cocaína, corriendo el encierro, pero no llevaba encima nada de droga ni resto de papelinas u otros objetos.

– Exacto, señoría.

– Galbis, ¿sabe si el muerto fumaba?

– Pues no tengo ni idea, pero me entero de inmediato. Mirando el dedo índice de la mano derecha, se ve enseguida. El tabaco lo tiñe de ámbar. ¡Mire!

El juez Uranga observó el dedo que el policía le mostraba. En efecto, tenía un color diferente al resto de los dedos de la mano. Estaba amarillento y aparentaba diferente textura.

– Llamo enseguida al forense y luego vuelvo -propuso Galbis con la mano en el picaporte de la puerta.

– No se vaya. Si me deja siquiera un momento, me coge por el pasillo algún colega suyo o algún abogado del turno de oficio y seguro que me secuestran. Acabemos esto primero. Llame desde aquí, si es tan amable.

– Como quiera, señor juez.

El agente marcó el teléfono del forense.

– Fumaba, señoría. Lo decía su dedo y lo cantaban sus pulmones.

– Pues entonces debería de haber llevado un paquete de tabaco y un mechero en el bolsillo. Tras el subidón del encierro, sólo se buscan dos cosas: un botellín de agua (el miedo produce muchísima sed) y un cigarrillo.

– ¡No me diga que se cuenta entre los locos del encierro!

– Desconozco qué significa exactamente loco del encierro, pero puedo decirle que en mis años mozos hice algunas buenas carreras, inmortalizadas en sublimes fotos y una cornada de escaso pronóstico. Dejé de correr cuando me casé: fue una condición de mi esposa para darme el sí. Pero olvidemos mi pasado ilustre. Dígame, agente: ¿alguna información suplementaria?

– Me temo que sí. Hay alguna cosa más. Se lo resumo rápidamente. Comenta el forense que, tras ver la repetición en televisión, apostaría que hay bastantes drogas en ese organismo. El hombre presentaba una actitud muy extraña: parecía que deseaba abrazar al toro. Probablemente quisiera hacerlo. Yo convengo con el forense: creo que estaba atiborrado de estupefacientes. Sin embargo, no lo sabremos con certeza hasta que las muestras de sangre y orina tomadas durante la autopsia sean investigadas en el laboratorio, lo que puede tardar entre 48 y 72 horas. ¿Ha visto usted el encierro?

– ¡Aún no he podido! Pero le creo, continúe con su informe.

– De acuerdo, sigo: además de rico, el caballero era, como usted a dicho, gente de postín. Poseía un título nobiliario: era marqués para ser más exacto; un hombre culto, un profesor de universidad.

– ¡Haga el favor de guardarse alguna de sus nuevas alegrías, por favor! Un noble rico, culto, profesor… ¡Y le tiene que matar un toro durante mi guardia! ¡Claro, mañana es día 13! ¡Como para no ser supersticioso! En fin, dígame, ¿de qué era profesor el susodicho?

– ¡Ah! ¡Esto sí que le va a gustar! Era catedrático de una materia muy próxima a la suya: el Derecho Penal -explicó el agente Galbis.

– ¿Qué? ¿Catedrático de Penal? Pues ¿quién era? -preguntó extrañado el juez.-. ¿De quién se trata?

– De momento, y ateniéndonos a sus documentos, puedo decirle que su nombre completo era Alejandro Mocciaro y…

– ¡Alejandro Mocciaro! ¡Santo Dios! ¡Menudo lío!

– ¿Le conocía?

– ¿Que si le conocía? ¡Su padre es (más bien era, murió el mayo pasado) el gurú del Derecho Penal español! ¡Todos hemos estudiado con el Compendio de Mocciaro! -le respondió el juez mecánicamente, mientras su cabeza pensaba en otra cosa.

– Señoría, ¿le ocurre algo?

Se ha quedado muy callado.

– Sí, en efecto. Acaban de surgir nuevas complicaciones. Me temo, agente Galbis, que tendremos que buscar un nuevo juez para este caso.

– Señoría, no soy quién para llevarle la contraria, pero creo que haber leído un libro escrito por el padre de la víctima no le inhabilita para instruir este caso.

– Haber estudiado ese compendio no, pero sí haber cenado con el difunto.

– ¿Ha cenado con él? ¡Entonces le conocía bien!

– No, en absoluto. Me lo presentaron ayer mismo, durante la cena. Hablamos largo y tendido sobre el encierro. De hecho contó que hoy pensaba correr. En vista de su mala forma física, tratamos de quitarle la idea de la cabeza, parece que con poco éxito…

El juez Uranga guardó silencio. Luego, hablando más para sí que para el agente, afirmó:

– Pensándolo detenida y objetivamente, me veo obligado a admitir que esa sustancia casa bien con el tipo de persona que aparentaba ser Alejandro Mocciaro.

– Pues entonces las cosas no cuadran.

– Expliqúese, agente, no sé qué es lo que quiere decir.

– Que, si consumía cocaína habitualmente, no es lógico que una dosis de esa sustancia le produzca los efectos que hemos visto. Tendría que tratarse de una cantidad muy elevada… o de otra cosa.

– Sí, tiene usted razón… ¿Algo más?

– Me temo que sí, señoría. Me he tomado la libertad de llamar a Valladolid para informarme sobre el difunto. En la Central trabaja un primo mío que es inspector. No le ha hecho falta ni buscar el expediente. Lo tenía en mente.

– ¿Y qué le ha dicho su primo, Galbis?

– Pues me ha confirmado que el difunto era un tunante de tomo y lomo. Quizás el calificativo sea excesivamente suave. En realidad era mucho más que eso. Estuvo recientemente implicado en un feo asunto de estupefacientes y menores. Consiguió salir indemne, probablemente por la ayuda de un magistrado…

– ¿De un magistrado? ¡Continúe, por favor!

– Bueno, eso no viene al caso. Lo que quería decir es que, por el motivo que fuera, el asunto fue sobreseído. Sin embargo, no era el primero ni el único: el difunto tenía un grueso expediente.

– Sí, conocí ese feo asunto del que usted habla. Y también he oído hablar de un magistrado que esquía en Italia y veranea en Las Bahamas… Estos datos sólo nos aproximan el perfil de una persona próxima a la cocaína, lo que puede explicar el resultado del análisis, aunque no su extraño comportamiento. De acuerdo, ¿algo más?

– Sí, la carta de los abogados que llevaba en el bolsillo.

El policía buscó el sobre de plástico trasparente y cerrado que contenía el documento hallado en el bolsillo del fallecido. Finalmente lo encontró, y tomándolo entre sus manos, se lo mostró al juez.

– En realidad, según indica esta carta y los datos que he podido recabar de la hermana del fallecido, Clara, ambos habían venido a la lectura del testamento de su padre. ¿Quién lee testamentos durante los sanfermines? Rubrica la carta el bufete Eregui y asociados, que está registrado en Pamplona. Pero la firma ha cerrado por vacaciones hasta el 21 de julio. Están de vacaciones, y sin embargo tienen mañana citadas a algunas personas. Bien podría ocurrir que la carta fuera falsa, aunque también cabría la posibilidad de que esos abogados dejaran sus vacaciones mediando mucho dinero.

– Perdone, Galbis, que le interrumpa, pero conozco tanto los hechos como al propio titular de ese despacho, don Gonzalo Eregui, un abogado estupendo que no se perdería unos sanfermines por nada del mundo, salvo en atención a algún viejo amigo. Le puedo informar de que Alejandro y Clara Mocciaro habían quedado en ese despacho mañana porque me lo dijeron ellos mismos. Gonzalo Eregui es el albacea de su padre, Niccola Mocciaro.

– ¿Y no le parece extraño que la lectura se realice precisamente durante la Fiesta? ¡No siendo una cosa urgente, no es lógico!

– No lo es. Pero fue decisión del propio don Niccola que la lectura de su testamento fuera ese día y en Pamplona. Eso explica que sus hijos estén en esta plaza…

– Por supuesto, eso aclara los hechos, aunque hay algunas personas más implicadas en ellos. ¿Ha visto, señoría, que hay dos teléfonos anotados en esa carta?

– Sí, tiene usted razón -confirmó el juez volviendo el sobre.

– Hemos llamado al primero de esos móviles, pero no hemos obtenido respuesta. Está apagado. No obstante, en la Central han constatado que pertenece a un hombre con domicilio en Valladolid que está estos días en Pamplona y que, curiosamente, se hospeda en el hotel La Perla.

– Y que se llama Jaime Garache…

– ¡Sí! ¿Cómo lo ha sabido?

– Verá, agente, le he contado anteriormente que me presentaron al difunto ayer durante una cena…

– Sí, la cena que le va a impedir llevar el caso.

– En efecto. Recibí hace unos días la llamada de un antiguo amigo del colegio, Jaime Garache, que me dijo que tenía que venir con Lola, su mujer, a la lectura de un testamento. Querían aprovechar para vernos a mí y a mi esposa. Aunque no coincidimos a menudo, mantengo una sólida amistad con ambos: con Jaime porque nos conocemos desde chicos, con Lola porque estudiamos juntos toda la carrera. Desde entonces nos vemos menos, pero seguimos en contacto. Quedamos a cenar los cuatro ayer, pero Jaime nos llamó diciendo que las otras dos personas que habían venido a la lectura del testamento -los hijos del difundo Niccola Mocciaro- querían sumarse a la cena. A ninguno nos apetecía especialmente, pero no pudimos negarnos. Esa es la historia. Como ve, Galbis, no tiene nada de extraño. Supongo que Alejandro Mocciaro, no teniendo a mano un papel, apuntaría allí el teléfono de Jaime Garache.

– Señoría, el segundo móvil es robado.

– ¿Robado?

– Sí, así es. Habida cuenta de los antecedentes del fallecido, puede tratarse de un camello o un proxeneta. ¡Vaya usted a saber! Amén del extraño comportamiento del finado, que sí tiene cierto olor a podrido… -sentenció el policía, moviendo la mano misteriosamente-. Si quiere llamo a Poirot.

– ¡No me tome el pelo, Galbis! Aunque mirándolo bien, me temo que en este caso no nos vendría mal la ayuda de esa suegra medio meiga que tiene. En fin. Habrá que ver qué encontramos. Espero que no haya nada de importancia, pero es una muerte violenta y media consumo de estupefacientes, de modo que hay que asegurarse.

– De acuerdo, señoría. ¿A quién quiere encargar la investigación preliminar?

– Dadas las circunstancias, al mejor.

– Por supuesto. Llamaré al inspector Iturri. No le va a hacer ninguna gracia.

– ¡Así es esta profesión! ¡Ya sabía eso cuando ingresó en el Cuerpo! Por cierto, Galbis, ¿me ha dicho que el forense ha hablado ya con la familia?

– Aún no, señoría. No sé si ya habrá llegado su hermana a la morgue. Ahora mismo me entero.

– No se preocupe. Ponga primero en antecedentes al inspector, y luego vayan ambos. Conociendo al inspector Juan Iturri como le conozco, supongo que querrá hablar con todo el mundo, empezando por Ramiro. Yo, por mi parte, trataré de localizar a otro juez para que instruya este caso, aunque no será fácil. Obviamente, yo no puedo llevarlo.

– Como usted ordene, señoría. Aunque si me permite que le diga lo que pienso, tengo un mal presentimiento.

A pesar de que compartía los malos augurios, el juez no lo manifestó. Simplemente fue en busca de su cuarto pastelillo de crema. De lejos, percibió la presencia de varios reporteros que, intuyendo morbo, olfateaban como sabuesos en día de batida.

El inspector Iturri no tenía presentimiento alguno. Estaba pacíficamente en su domicilio, preparando su atuendo sanferminero para pasear por la ciudad, contento porque le encantaba la Fiesta. Pero sonó su móvil.