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La Fiesta había comenzado de verdad, e iba a durar así, día y noche, a lo largo de toda una semana. Se seguiría bebiendo, bailando, haciendo ruido. Ocurrirían cosas esos días que sólo pueden suceder durante la Fiesta. Todo adquiría un tinte de irrealidad.
Ernest Hemingway
Fiesta, Cap. X
– ¡Lola! ¡Lola! ¡Despierta!
La puerta de roble de la habitación se entreabrió mostrando a una mujer de mediana edad y aspecto desgarbado. Lola MacHor acababa de levantarse. Eso decían sus rojizos cabellos alborotados, sus ojos verdes a medio abrir y el estrecho pijama de batista que marcaba las pronunciadas formas de sus caderas.
– ¡Nos hemos dormido! -sentenció cuando fue consciente de dónde estaba y quién había llamado a su puerta-. ¿Qué hora es?
– Cerca de las diez.
– De modo que nos hemos perdido el encierro…
– En efecto, pero como ya nada se puede hacer, duchémonos con calma y vayamos a desayunar.
– De acuerdo, pasa tú primero. Yo todavía tengo que despertarme.
Jaime no replicó. Cogió un juego de toallas y se metió en el cuarto de baño.
Mientras su marido se duchaba, Lola se entretuvo contemplando las excelentes vistas que el mirador de su luminosa habitación le ofrecía.
Los visitantes que habían mullido durante décadas aquellos colchones habían conferido fama al hotel La Perla. Sin embargo, Alfonso XIII, Ernest Hemingway -cuando tuvo dinero para costeárselo-, Pablo Sarasate, Orson Well -que se marchó sin pagar- o un don Juan de Borbón, disfrazado de albañil en época de la dictadura, habían acudido a alojarse allí por su envidiable emplazamiento: desde sus balcones orientados a Estafeta, no sólo se veía el encierro en primera fila, sino que también se vivía; su proximidad al meollo de la fiesta permitía disfrutar de todo sin otro coste que el ruido y unos elevados precios.
El balcón de la habitación de Lola y Jaime desaguaba en la ancha calle Chapitela, donde la animación era notable. Parecía mentira que a esa hora de la mañana pudiera haber tanta gente deambulando por las calles, tantas ganas de fiesta, tantos olores sabrosos en el aire… Aunque el día prometía calor, todavía la temperatura era agradable y algunas chaquetas lucían en más de un hombro.
Pese a los estímulos que Pamplona ofrecía a sus sentidos, Lola miró el ambiente con desinterés. Entró de nuevo en la habitación, cerró la cancela y los visillos y, desganada, se dejó caer otra vez en la cama. La fecha y la magnífica ubicación del hotel hubieran levantado el ánimo de cualquier visitante. El pequeño saloncito, el baño completo y el coqueto dormitorio que conformaban la habitación hubieran sido la envidia de muchos forasteros. Pero en Lola aquel ambiente de vetusto sabor festivo no produjo el mismo efecto. La habitación 305, lejos de hacer las delicias de sus moradores, les había ocasionado un nuevo conato de crisis.
Cuando la puerta se abrió, el vapor de agua de la ducha lo invadió todo. Como una aparición, de la nebulosa emergió un cuerpo alto y esbelto, con el torso desnudo y una toalla blanca anudada a la cintura. Lola sonrió. Ajeno a la sonrisa burlona de su esposa, Jaime comenzó a secarse con su habitual meticulosidad, imponiendo el orden que solía establecer en todas sus rutinas. Primero el lado derecho, luego el izquierdo; comenzando por los hombros, inmediatamente después los brazos… En ningún momento se desprendió de la toalla que pendía de su cintura, aunque su esposa conocía al milímetro su anatomía. Él era así. Modales refinados hasta para eso. Un extraño recato, quizás sólo un exquisito respeto por los ojos del prójimo, mezclado con una vergüenza casi infantil otorgaban a Jaime Garache un encanto ancestral, puro, siempre sin estrenar.
Lola y Jaime habían recorrido juntos muchos kilómetros; habían toreado astados de todos los pelajes; habían aprendido a vivir de la mano, a saborear los entresijos del amor, a ablandar el egoísmo sin permitir que la ilusión envejeciera. Durante todos esos años, ambos se habían forzado a respetar los pequeños espacios del otro, aunque en el fondo de su ser pensaran que no eran sino manías. Sin ir más lejos, a Lola le encantaba contemplar el cuerpo desnudo de su marido, aunque aceptaba sin quejarse que él se vistiera con la puerta cerrada. Por el contrario, él admitía con una sonrisa su lágrima fácil, sus sentimientos contradictorios y hasta sus celos.
Todos aquellos cuidados habían merecido la pena, juntos habían tejido una pausada felicidad. No había sido fácil. A las penurias económicas de los primeros años, les habían seguido cuatro hijos. Ellos habían hecho sus delicias pero, como todos los niños, habían resultado pesados y posesivos, dispuestos a violar la intimidad marital con cualquier excusa. El exceso de trabajo y la familia política tampoco habían ayudado mucho. Mil y un azares, mil y una remoras, pero habían conseguido sortear todos los obstáculos. Habían tenido peleas y crisis, sin embargo nada había hecho bascular el edificio… hasta que llegó Clara; y con ella, un conflicto que hasta entonces no habían tenido que enfrentar. La pelota estaba en el tejado de Jaime, y Lola no podía hacer nada.
Impotente para impedir que los celos la embargaran, primero se derritió llorando, pero ése es un sentimiento demasiado difícil de domar sólo mojándolo. Agotadas las lágrimas, Lola se refugió en la fortaleza más próxima: el trabajo. Cuando éste también falló, tomó sin vacilar la senda de la desesperación. Sólo cuando estaba desmoralizada hasta el punto de perder el orgullo, habló con Jaime, que se burló de ella con una risa que a Lola le pareció sincera. La tormenta cedió de inmediato, pero momentáneamente. Quizás todo aquello viviera sólo en su imaginación. Quizás, como la experiencia tantas veces le había mostrado, no eran sino una colección de malentendidos. Quizás. Pero quizás no es sinónimo de no. Creía en Jaime. Quería creer en él, como siempre, como antes. No obstante, al mismo tiempo que confiaba en él, dejaba sueltos sus sentimientos, que se escoraban por su cuenta hacia la exageración. Y esa exageración había sembrado la duda, y una vez sembrada resulta imposible cosechar paz. Había que volver a empezar de nuevo, otra vez……
Había pensado que estos días en Pamplona les ofrecían una de esas raras ocasiones de tejer pasiones sin prisas. Podían pasar veladas y noches juntos, cenas y desayunos sin niños, sin llamadas inoportunas a la puerta, sin reloj, como antaño. Durante todo el viaje se había relamido pensando en los momentos tiernos e irresistiblemente dulces que habrían de venir. Y, en efecto, por unas horas todo volvió a ser como antes, como los períodos que ambos tenían cuidadosamente acantonados en sus memorias. El ambiente festivo, la atracción de una simple vestimenta blanca y roja, las sonrisas cómplices, las manos enlazadas y aquella coqueta habitación con vistas…
Pero los azucarados instantes se esfumaron en cuanto la luz amarillenta que nacía del techo murió.
La mujer mantenía la mirada, aunque sabía que a su marido no le gustaba. Ahora el cuerpo de Jaime estaba tapado, y sus rizos color noche habían sido encerrados en los grilletes de un fijador extrafuerte. Sin embargo, su alma se exhibía completamente desnuda y sus proporciones mostraban todo su esplendor.
Olía a colonia y a confianza; a cariño… y a un ligero enfado. «Verdaderamente le quiero», pensó. «Mucho más que hace quince años… Infinitamente más.»
– ¿Qué miras, fisgona? -oyó decir a Jaime, que se colocaba las gafas, dejando ver parcialmente aquellos ojos azul verdoso que a Lola tanto le gustaban.
– Mis posesiones -replicó ella-. Tengo que proteger mi inversión. Al fin y al cabo, es lo único valioso que tengo.
– Tu inversión se está volviendo obsoleta y perdiendo pelo, y además está cansada.
– Sí, lo siento muchísimo. Soy un desastre. Trescientas veces en la misma piedra. ¿Qué tal ha sido el resto de la noche?
– Estupenda, tú no estabas allí. Siempre te olvidas de que nuestro matrimonio pierde su validez cuando la noche se cose a tu piel y te convierte en rana.
Lola recibió el comentario con tranquilidad. Aunque Jaime tenía razones para estar disgustado, sabía que nunca hubiera pronunciado esa frase en serio.
Cuando había recibido la carta del despacho de abogados citándola junto a su marido en Pamplona como beneficiarios del testamento de don Niccola Mocciaro, olvidó mencionar su problema. El joven letrado le comunicó que les habían reservado habitaciones en un hotel céntrico. Una semana antes del viaje, de improviso, se dio cuenta de que lo más probable es que, siendo un matrimonio, hubieran elegido para ellos una habitación doble. Llamó al bufete y se lo confirmaron: la 305 tenía cama de matrimonio.
Lola no se atrevió a decir nada. Sabía con certeza que, durante la fiesta grande, en Pamplona no cabe ni un alfiler. Además le dio vergüenza que pensaran que algo iba mal entre ellos. Pero sobre todo creyó que les vendría bien emplear la misma cama por una vez. Por eso no dijo nada. Por eso guardó silencio utilizando la política de hechos consumados que tanto le gustaba.
Los tapones fueron inútiles. La valeriana no funcionó. Un ruido rítmico y bronco, estrepitoso, apabullante, desesperante, arañó minuto tras minuto, hora tras hora, la espalda de su marido hasta hacerle desesperar. Ella que, feliz, se había dormido enseguida, fue despertada con sacudidas histéricas e impelida a encontrar de inmediato solución al problema que, desde hacía años, les obligaba a verse de día y huirse de noche.
A las tres de la madrugada, el joven recepcionista del hotel vio bajar del ascensor a un caballero que, pese a tratar de domar sus nervios pidiendo permanentes disculpas, se encontraba al borde de la histeria. Un paso por detrás, una mujer llorosa. Ambos suplicando desesperadamente una habitación más. Cualquiera, donde fuera, como fuera. «Preferiblemente en otra planta», dijo él, con gran disgusto de su esposa.
El recepcionista escuchó los lamentos sin inmutarse, aunque no se creyó en absoluto las explicaciones. Quizás porque usualmente el ronquido sea patrimonio del varón, y suele ser la dama la que pierde los nervios, entendió que lo que veía no era más que una riña marital que no merecía ser atendida, de modo que les informó de que no había ninguna habitación disponible en el hotel.
Si no era posible, entonces se acomodaría en la butaca. «Como usted desee», fue la respuesta a la amenaza. A las seis de la mañana, Jaime se levantó de aquel trozo de terciopelo con patas, que no había resultado tan cómodo como había supuesto, y realizó nuevamente la solicitud. El recepcionista le prestó la misma educada e ineficiente atención.
– De acuerdo, no hay habitaciones. Lo entiendo. Llame por favor al director del hotel. Quiero hablar con él. Supongo que ya se habrá levantado.
– Lo siento, señor -respondió con dureza el recepcionista al ver que el caballero porfiaba con bastante impaciencia-, pero no puedo molestarle.
– Si prefiere lo hago yo. Tengo aquí su móvil.
– ¿Tiene el móvil de don Rafael?
– Lo tengo. Rafael Moreno y yo somos amigos desde la infancia. ¡He pasado más tiempo en este hotel que en mi casa!
– ¡Por Dios, haberlo dicho antes! -El recepcionista perdió momentáneamente el color, y atacado por un acceso de prisa, rebuscó convulsivamente en uno de los cajones hasta encontrar lo que buscaba-. Tenga. Esta es la llave de una habitación de la última planta. No está abierta al público, porque pertenece a las estancias privadas de don Rafael. Sólo la usamos en caso de emergencia. No dispone de baño integrado en la pieza, pero posee una cómoda cama y sábanas limpias…
– Por eso no se preocupe; me ducharé en la habitación de mi esposa. Gracias, no sabe qué gran favor me acaba de hacer.
Tanta felicidad esperaba encontrar en la soledad del sueño profundo que hasta desconectó el móvil. El despertador programado no pudo hacer su función. Y se habían dormido…
– Arréglate, Lola, y bajemos a desayunar. Quiero pasar cuanto antes a dar las gracias a Rafael.
– No tardo nada. Estoy pensando en que Alejandro nos va a poner verdes por no haberle visto correr.
– No te preocupes por eso. Habrá miles de fotos que inmortalicen el momento.
A las diez y cuarto de la mañana, ambos entraron en la estancia habilitada como comedor en la que Jaime, junto a Rafael Moreno y su familia, que vivían en el hotel, habían pasado tan buenos ratos.
Esbeltas sillas de madera de época rodeaban mesitas redondas cubiertas de pálidos manteles. Recogidos a ambos lados de falsas ventanas, pues se trataba de un semi-sótano, amplios cortinajes tejidos en adamascadas rayas granates y con altura de principal ocultaban las paredes. En una esquina, lucía sus sinuosas curvas un piano antiguo; en la otra, una caja acristalada de ascensor, el primero que funcionó en Pamplona allá por el año 22.
Una graciosa señorita, elegantemente vestida con uniforme negro y delantal de encaje blanco, acababa de servir una taza de café a un cliente alemán. Al ver a Jaime y Lola, sonrió mientras les indicaba con un gesto una mesa vacía a la izquierda, junto a las reliquias del antiguo elevador.
Desde las demás mesas se prodigaron tenues saludos a los recién llegados. Casi todos trataron de hacerlo en español, como mandan los cánones, pero con éxito diverso. Los holandeses del fondo, que llevaban ya muchos años viniendo puntualmente cada 6 de julio, pronunciaron un buenos días con perfecto acento. Los australianos de al lado, un hi a lo americano. Como Lola y Jaime, todos, incluyendo a las camareras, lucían en sus cuellos el moderno símbolo de la Fiesta. Tras los saludos, cada uno volvió a sus cuchicheos.
– ¡Me encanta esta ciudad! -exclamó Jaime nostálgico-. ¡Es verdaderamente extraordinaria!
– ¿Lo dices por los sanfermines?
– Sí, por supuesto. Medio mundo está pendiente de Pamplona en estos días en que mozos y toros se hacen juntos un solo arte. Pero estoy seguro de que no es lo único que logra que la ciudad aparezca junto a las endiosadas Madrid, Barcelona o Sevilla en las guías mundiales de turismo. Hay mucho más que eso; un factor oculto, misterioso, singular. Algo que, por no poder explicarse, no figura en las guías.
– Sinceramente, Jaime, no sé a qué te refieres.
– ¿Estás segura? ¡Mira a tu alrededor! Es fácil percibirlo en esta sala.
Lola giró levemente la cabeza. Flotaban en el aire olores a cera de abeja bien lustrada; sobre ellos, planeaban susurros de vieja taima de roble.
– ¡Vamos! ¡Tú has vivido aquí! ¡Has tenido que descubrirlo! Observa este entorno, ¿qué es lo que ves?
– ¿Qué es lo que veo? No sé… Es como si el reloj se hubiera parado en los años 20, quizás en los 30, puede que hasta en los 40 o en los tres a la vez… Sin embargo…
– Sin embargo, ¿qué?
– Nada, estaba pensando una tontería.
– No lo creo. Tus ronquidos son horribles, pero tus pensamientos suelen ser muy acertados.
– Iba a decir que pese al vetusto sabor de esta habitación, aquella pantalla de TFT de la esquina no desentona en absoluto. No sé, es como si en esta estancia todas las épocas convivieran juntas. Como si fueran los dominios de un lugar sin pasado ni mañana. Como si por arte de magia alguien hubiera congelado el tiempo.
– ¡Sabía que serías capaz de vislumbrar el misterio! ¡Congelar el tiempo! Así es cómo lo has llamado, ¿no? Yo no lo hubiera expresado mejor. ¡Ése es el misterio que alberga Pamplona! Madrid, Barcelona, Sevilla… Todas esas capitales orgullosas poseen cosas verdaderamente extraordinarias, dignas de envidia, pero carecen de este misterio. Cuando vivía aquí, estaba tan habituado a esta joya única y de incalculable valor que casi no la apreciaba. Pero llevo tantos años fuera que tengo ojos de extranjero, y como ellos soy capaz de cazar al vuelo la diferencia.
Lola miró a su marido sin decir nada. Había estudiado en Pamplona cinco años, y había palpado la realidad de la ciudad hasta atarse a ella con lazos de respeto y cariño, pero era bilbaína. Pamplona no dejaba de presentarse ante ella como una ciudad pequeña y tradicional. «Naturalmente», pensó, «no es un espacio provinciano de triste anatomía: su ambiente universitario permite mezclar permanentemente su antiguo carácter con sangre nueva; su vigor económico anula esa sombría emoción de las plazas que se mueren. Sin embargo, es obvio que Pamplona no se puede comparar con Bilbao. Incluso lo que Jaime califica de originalidad, yo lo tildaría sin dudar de descuido.»
– Ya sé qué es lo que estás pensando -afirmó Jaime con un gesto-. Bilbao es Bilbao, una ciudad cosmopolita y abierta, pero no posee el don con que esta pequeña ciudad ha sido agraciada. Verás, en otras plazas como Bilbao, los entornos se desencajan y transfiguran hechizados por la belleza de la modernidad y, como las gentes, se adaptan a los nuevos tiempos. Algunos edificios mueren a manos de los depredadores de hierro; otros se empolvan con los colores y materiales de moda; nacen, por fin, otros nuevos, de manera que el tiempo va poco a poco horadando los recuerdos. Pero en Pamplona las cosas no ocurren así. Esta mañana, al levantarme, lo pensaba mirando el paisaje desde mi ventana. Estamos en el siglo XXI, una época que ha abandonado voluntariamente hasta lo postmoderno. Sin embargo, en Pamplona, no se ha querido dejar nada atrás. Se ha avanzado sin soltar lastre. Por eso, paseando por sus entrecalles, se pueden saborear simultáneamente mil y una épocas.
»Fíjate en este hotel. Mira esta habitación -continuó Jaime emocionado-. Sin esforzarme mucho, puedo ver ahí mismo, sentado sobre una de estas mesas, a Ernest Hemingway soñando medio ebrio con ser torero; a don Juan de Borbón, vestido con mono azul para escapar de Franco, o a todos los toreros de renombre… ¡Cierra los ojos! Parece que en cualquier momento va a aparecer Albaicín, luciendo taleguilla y fajín, liado en su capote de paseo en honor a la Virgen del Carmen. O Luis Miguel Dominguín, susurrando al pasar historias de valentías. O el mismo Hemingway, dispuesto a tomar un café español.
– ¿Quién es Albaicín? Suena a torero.
– Lo era, en efecto, y de los buenos. Además era un artista que se salía de lo común, un hombre bastante culto. En el hotel se le recuerda porque invariablemente antes de una corrida bajaba a tocar el piano. Lo hacía de oído, sin partitura, con los ojos cerrados y la cabeza erguida. ¡Tantas veces se lo oí contar al padre de Rafael Moreno que puedo verlo ahí mismo, vestido de luces, sentado delante de aquel piano tocando alguna pieza de Mozart…!
Lola, que había perdido hacía rato interés por la conversación, escuchaba a su marido sin demasiada atención. Tenía los ojos hinchados por el sueño y el llanto. Necesitaba un café. Comenzó a mirar a un lado y a otro buscando la atención de la camarera. Fue entonces cuando lo percibió.
– ¿No notas algo raro en la gente? -especuló.
– Sí -confirmó Jaime, que también había tenido una extraña sensación.
– Coffee or tea? -preguntó la camarera, estudiante de filología inglesa, que finalmente se había dado por aludida.
– Café, gracias, con leche. Bien caliente -respondió. Dándose cuenta de su falta de cortesía, se volvió hacia su marido, y con cara de disculpa le dijo-: Templado, ¿no? -Jaime afirmó con un significativo gesto, mientras preguntaba a la camarera lo que rondaba por su cabeza.
– ¿Mal encierro?
– ¿No se han enterado? -A la joven camarera, la pregunta le desató la lengua, de por sí floja. -¡Ya me parecía a mí raro que estuvieran tan campantes pidiendo un café y hablando de tonterías!
– ¿Enterarnos? Enterarnos ¿de qué?
– De lo del encierro, ¿qué otra cosa iba a ser? ¿No lo han visto?
– Desgraciadamente se nos han pegado las sábanas -respondió Jaime algo cortante; era poco aficionado al palique fácil.
– Y eso que uno de nuestros amigos iba a correr -remachó Lola, cuyo carácter era bastante diferente-. ¡Nos va a matar cuando nos vea!
– Pues un cliente ha sido el protagonista. Un caballero rubio con barba a lo Hemingway. No sé si le habrán visto. Alto, con ojos azules, quizás un poco rellenito, con pinta de vivales…
– ¡Vaya memoria tiene usted, señorita! -exclamó Jaime.
– Sí. Soy buena fisonomista; en especial, naturalmente, con los hombres atractivos. Y con éste, ¡como para no tenerla! Figúrense que esta mañana me ofreció…
– ¡Está hablando de Alejandro! ¡Ni yo mismo le hubiera descrito mejor! -sentenció Lola.
– ¿Le conocían? -preguntó extrañada la camarera.
– ¡Pues claro! Hemos venido juntos -respondió Jaime-. Cuéntenos; ¿por qué dice que ha sido protagonista?
– En fin -respondió la camarera-. Lo de protagonista es un decir…
Un silencio incómodo dominó repentinamente el local. Todas las miradas confluyeron en aquella chiquilla vestida de uniforme negro y delantal de encaje blanco. Jaime y Lola esperaban la narración con los ojos fijos en ella, pero la muchacha no se decidía. Tras algunos segundos de reflexión, se colocó la bandeja metálica redonda bajo el brazo y espetó:
– Primero voy por el café, usted caliente y el caballero templado -dijo-. Regreso en un santiamén y se lo cuento.
– Ha debido de haber alguna cogida grave, Jaime. ¿No ves lo cariacontecida que está la gente?
– Sí. Yo también lo creo. Espero que a Alejandro no le haya pasado nada. ¿De dónde habrá sacado la estúpida idea de correr los toros con su mala forma física?
– Ya sabes cómo es. ¡Qué no daría por una foto que le permitiera exhibirse ante sus amistades! «Voy a buscar mi migaja de gloria», dijo.
– ¡Bah! ¡Tonterías! Sólo quería emular las andanzas que Gabriel Uranga y tú narrasteis ayer durante la cena.
– Sí, naturalmente. Pero nosotros teníamos veinticinco años menos y no le dábamos a la cocaína.
– ¿Tú también lo notaste? -inquirió Lola en voz baja, mirando de reojo.
– Era inevitable no hacerlo: del estado cuasi-depresivo en el que se encontraba antes de su visita a los servicios, a la euforia y la locuacidad de su vuelta. Sudoración, pupilas dilatadas… En fin, creo que te puedo decir hasta a quién se la compró.
– ¿Compró la droga allí mismo?
Habían cenado -mal y caro- en una tasca abierta ex profeso para los sanfermines, junto a la noria. Prefirieron eso a perderse los fuegos artificiales lanzados desde la muralla de la ciudad: otro de los espectáculos que Pamplona ofrecía durante sus fiestas.
– ¡Claro! ¡Y luego dicen que las mujeres sois observadoras! ¿No te fijaste en aquel tipo de la barra? Unos treinta y tantos, vaqueros, cazadora de ante… ¿No te diste cuenta de cómo nos miraba?
Lola lo recordaba perfectamente, pero en todo momento había pensado que a quien miraba tan insistentemente era a Clara, la hermana de Alejandro. No hubiera sido de extrañar que sus ojos se dirigieran a ella, habida cuenta de su indumentaria.
– ¡Pues claro que me fijé! Pero apuesto que te equivocas. A quien miraba era a Clara o, más bien, a sus transparencias.
– Pues no, te equivocas; no miraba los dos pegotes de silicona a los que te refieres.
– Vale, listillo -protestó Lola, menos enfadada por haber reducido las dotes de observación de su género que por el hecho de que su marido se hubiera fijado en el pronunciado escote de Clara-. ¿Cómo estás tan seguro de tener razón?
– ¡Elemental, querido Watson! En cuanto Alejandro se acercó a él, simulando comprar cigarrillos, el tipo dejó de mirarnos y se empleó con los de la mesa de atrás. Está claro que, si buscaba un buen rato con Clara, no hubiera cejado hasta obtener su presa.
– En eso tienes razón. ¡Hubieras sido un buen policía! De todas formas es curiosa la forma de contacto. Supongo que entre los yonquis y camellos terminan creándose lazos que les permiten comunicarse sin siquiera hablar.
– Sí, así es. Se huelen. Y en diversiones como ésta, lo que es difícil es no toparte con la droga delante de tus narices. Oferta y demanda no faltan. Además, una vez afiliado en el club, eres socio de por vida.
Los olores animaron pronto el olfato de los huéspedes. Sin embargo, tras la repleta bandeja y el delantalito blanco de la camarera, asomaba el canoso bigote navarro de Rafael Moreno.
– ¡Rafael! -Tanto Lola como Jaime se levantaron-. Debo pedirte disculpas, tuve que utilizar tu nombre para resolver un pequeño problema.
– Ya me han informado. No te preocupes, Jaime; hiciste bien.
– ¡Te lo agradezco muchísimo! ¡Al final he conseguido dormir como un lirón! ¡Tanto que nos acabamos de despertar!
El semblante del navarro, que era como un poema, no pareció cambiar con los agradecimientos. Sus larguísimos bigotes blanquecinos, habitualmente enhiestos, aparecían ahora mustios y deslucidos… Trató de decir algo, pero no pudo, de forma que cogió una silla y sin más contemplaciones se sentó junto a ellos. Lola y Jaime volvieron a acomodarse. Al mover el mobiliario, los susurros de la tarima de roble y los nuevos vapores de cera llenaron el ambiente.
– ¿Ocurre algo, Rafael? -preguntó Jaime alarmado.
– A vuestro amigo Alejandro le ha cogido un toro. El suplente, el de encaste navarro.
El director del hotel, intentando vanamente alargar la conversación, ofreció al matrimonio todos los datos técnicos que fue capaz de recordar
– ¿Pero ha sido grave? -preguntó Lola angustiada. A Jaime no le hizo falta.
– En realidad -prosiguió Rafael-, la radio acaba de decir que la cogida le ha seccionado el hígado. Por lo que yo he visto, el morlaco embrocó a Alejandro entre sus astas para acabar empitonándole sin piedad… ¡No sabéis cómo lo lamento!
– ¿Está… muerto? -Lola no salía de su asombro.
– Lo está. Son las cosas del encierro.
– ¿Y Clara? ¿Se habrá enterado? ¡Tenemos que ir a buscarla…! -Lola volvió a ponerse en pie-. Ella es la hermana del…
– Lo sé. Ya he hecho las averiguaciones pertinentes. Estuvo en el hotel. Llegó de madrugada con… con un amigo… pero ambos volvieron a salir cerca de las seis. Supongo que al recorrido. Si es así, lo habrá visto en vivo. Además, me ha llamado la Policía Científica. Les he explicado lo poco que yo sabía: que las habitaciones habían sido reservadas por el despacho de abogados de Gonzalo Eregui, un viejo conocido de la familia, para la lectura de un testamento; que Alejandro había venido de madrugada y había vuelto a salir a las siete, supongo que para correr el encierro. Les he facilitado el teléfono móvil de Clara y el vuestro, ya que ambos figuraban en el registro. Sin embargo, vosotros lo tenéis apagado.
Sus últimas palabras quedaron suspendidas en la atmósfera de aquel lugar perenne. El aroma a cafeína recién exprimida y a napolitanas rellenas de crema, el perfume a densa cera de anticuario, el fantasma de Alfonso XIII, Hemingway bailando al son de un bolero, Albaicín vestido de nazareno y oro, la luz irrumpiendo a raudales… Aquellos espectros convertían en irreales los hechos que Rafael Moreno había narrado.
Todos los clientes sin excepción miraban a Lola, miraban a Jaime, compadecían a Pamplona por un nuevo deceso. Nadie se movía. Todos callaban. Rafael miraba el vacío; la camarera, el suelo.
– ¿Dónde…? En fin, ¿debemos ir a la plaza, al hospital…? -preguntó Jaime con su habitual espíritu práctico.
– Realmente no lo sé -confesó el director de La Perla-. Pero supongo que la mejor manera de acertar es acercarse al Hospital de Navarra. Allí llevan a los heridos serios, y también allí está instalada la morgue… En fin, creo que es la mejor solución.
– Rafael -preguntó Lola. Su instinto de abogada estaba muy desarrollado-, ¿dices que te ha llamado la Policía Científica?
– Sí, así es.
– Pues es raro…
El conserje de día, nervioso y con la cabeza gacha, interrumpió la conversación. Un cliente rico, extranjero y completamente borracho estaba empeñado en llevarse a su habitación a una orquestilla que había contratado: doce miembros con sus correspondientes instrumentos. Tenía capricho de dormir la mona oyendo peisodobres.
– ¿Me perdonáis? -interrogó Rafael.
– Por supuesto -respondieron ambos.
– No hace falta que os diga que estoy a vuestra entera disposición. Estoy seguro que acierto si digo que Beatriz se ofrece de la misma manera.
Del cielo llegaban noticias de ardientes soles cuando Jaime y Lola llegaron al Hospital de Navarra. La puerta de Urgencias, literalmente tomada por reporteros novatos, parecía un enjambre. Sin embargo, dentro imperaba un pastoso silencio. Los miuras se habían portado como se esperaba y el encierro había sido limpio. Sólo los estragos de Lentejillo les habían hecho trabajar en serio. Naturalmente, se habían sucedido golpes y contusiones, pero nadie más que el agente municipal que había tratado de socorrer al difunto había quedado ingresado. Los demás heridos ya habían recibido el alta médica. Salieron. Una celadora les había informado de que la persona por la que preguntaban no estaba allí.
– Debéis ir al pabellón F. Nada más salir, siempre a mano derecha. No tiene pérdida, pero en todo caso, si os perdéis, preguntad a cualquiera por el velatorio o por los de medicina legal, seguro que os informarán. ¡Y también allí está prohibido fumar! ¡Agur!
No fue necesario preguntar. Desde la calle percibieron una silueta conocida. Entraron. En la sala de espera de la entrada del Instituto Anatómico encontraron a Clara, inclinada hacia delante, con la cara oculta por su larga melena. Los rizos de oro volaron hacia atrás cuando oyó su nombre. Tenía los ojos enrojecidos y el rímel corrido; una mirada que pedía a gritos una respuesta racional a aquella absurda situación.
Clara, que vestía una impoluta vestimenta blanca y roja algo arrugada, se puso en pie, rozó la mejilla de Lola con un amago de beso y, al son del tintineo de las múltiples pulseras de oro que ceñían su muñeca, se abrazó a Jaime. Fue un abrazo intenso que él completó frotando con sus manos la espalda de la mujer. Tras el saludo, los tres se sentaron en silencio. Jaime parecía absorto, apoyada la espalda en el respaldo, recostando su largo cuerpo en aquella incómoda silla, mirando el techo, inmerso en algún alto pensamiento. Lola tomó la mano de Clara, pero ella rechazó el gesto y volvió a su posición original; erguida, casi enhiesta. La espalda al aire, sus esculturales piernas cruzadas en un difícil equilibrio que le permitía mostrarlas a la perfección. No lloraba, se limitaba a jugar con su collar de perlas de tres vueltas, enroscándolo en su dedo índice, esperando que la joya deshiciese por propia inercia el nudo formado artificialmente. La camisa de seda que vestía había perdido el primer botón, como si alguien lo hubiera arrancado violentamente; en su lugar había un amplio agujero que permitía ver el sujetador de seda blanca. Aunque aquel volcán atraía inevitablemente todas las miradas e incluso algún sublime deseo, ella no hizo ademán de taparse.
De una de las puertas que daban al vestíbulo, salió de improviso un hombre con una bata blanca. Era difícil saber de quién se trataba, quizás un conserje: un tipo rechoncho, serio, perfectamente mimetizado. Tenía una cara de velatorio perpetuo, sólo empañada por el subido tono rojo del rostro y el cuello. Jaime se levantó de inmediato. Manifestando su condición de médico, y apoyado en esa camaradería que siempre acompaña a esta profesión, decidió ir en busca del forense, y se perdió por los pasillos de la morgue acompañado por aquel individuo. Lola permaneció en la sala de espera junto a Clara.
– Lo siento de veras. Me imagino que estarás destrozada -Lola se sintió en la obligación de decir aquello aunque, con la excitación y la premura, en realidad no se había parado a pensar lo que aquella muerte podría representar para ella-. He llamado a mi madre pidiéndole que encargue una misas por Alejandro. Es lo único que hemos podido hacer con estas prisas.
Ella no contestó. Lola, por respeto, guardó silencio. Tras unos minutos de calma, Clara quebró el silencio con su voz aflautada.
– ¿Sabes? Ni siquiera se han molestado en operarle. Simplemente han certificado que estaba muerto. Me han hecho entrar: estaba muy pálido, completamente desnudo y con la tripa abierta de arriba abajo. ¡Ha sido horrible! Parecía de cera. Es la primera vez que veo un muerto; cuando llegué a ver a papá, ya estaba amortajado. El parecía que se hubiera quedado dormido, pero Alejandro… Tenía un color espantoso. No parecía él. Era otra persona.
Lola no respondió. Siempre había dudado de que Clara fuera capaz de tener algún sentimiento altruista. Todo hombre paga el peaje de pertenecer a la raza humana, un género tendente a la horizontal y a aherrojarse en el propio yo; sin embargo, Clara superaba en ese aspecto al común de los mortales. A ella no le preocupaba el hambre en el mundo, las catástrofes naturales o la capa de ozono. Las únicas cosas que entraban en la cabeza de Clara tenían que ver con el colágeno, la pasarela Cibeles o los hombres. Escuchando ahora sus palabras, Lola dudaba de su objetividad. En realidad, nunca podría ser objetiva al juzgar a Clara. La prueba estaba en la punzada en el alma que había sentido al ver el abrazo que su marido acababa de darle; en la rabia que había sentido al verla ataviada de esa guisa. Ese pantalón ceñido, ese maquillaje sobreabundante, esos zapatos de tacón rojo evidenciaban que estaba dispuesta para la caza del hombre.
Pero Clara era así; siempre había sido así. Era muy probable que muriera así, coqueteando con el enterrador. Lo único que a Lola le importaba era que no cortejase al único hombre que a ella le importaba.
Dolida de su duro corazón, se decidió a decir algo, pero en ese instante Clara se puso en pie.
– ¡Dios mío qué calor hace en esta sala! ¿Has visto que poco gusto? ¡A quién se le ocurre poner sillas grises de plástico en una sala de espera! Arquitectos pueblerinos, ¿dónde tenéis la conciencia?… ¿Se podrá fumar? ¡Necesito una buena dosis de nicotina! Supongo -siguió riéndose de su propia gracia- que como aquí los enfermos están definitivamente caput no habrá inconveniente en que sean fumadores pasivos. Además, estos cigarrillos Cartier son muy saludables, nada que ver con ese asco de Winston que venden por ahí.
Sorprendida por aquella disentería de palabras, Lola tardó en contestar, esforzándose en convencerse de que se trataba de una reacción normal tras un acontecimiento traumático. «Al fin y al cabo», se dijo, «Alejandro era su hermano.»
– A pesar de que no les afecta el humo, no se puede fumar aquí -respondió Lola-. Hay carteles por todos los lados. Pero si quieres te acompaño fuera, a los jardines, para que puedas encender un pitillo.
– ¡Ni hablar! ¿Has visto qué cantidad de buitres hay fuera? ¡Vuelan en círculo esperando posar sus garras sobre su presa!
– ¿Buitres?
– Periodistas, hija, que no te enteras de nada. Somos una familia aristocrática, de alcurnia. Todos los medios querrán sacar la noticia. Pero yo únicamente hablaré con Hola. Con ninguna otra. Ni siquiera con Semana, la editora es una borde… ¿Sabes lo que me vendría bien? Un café. ¿Crees que aquí habrá café?
– Mujer, café hay en todas partes -argumentó Lola desconcertada.
– Nada de eso -afirmó Clara muy seria-. Tú debes referirte a ese líquido negro que sale de las cafeteras industriales. Yo hablo de café. ¿Tendrán en este sitio leche desnatada y sacarina? ¡Me sienta fatal la grasa de la leche! Luego me pesa el estómago durante toda la mañana -argumentó, palpándose con gestos desmesurados su cintura de avispa-. Ah, por cierto, no te molestes con lo de las misas, Alejandro era ateo. Si hubiera sido creyente, estoy segura de que hubiera ido directamente al infierno. Ahora que, al no creer en esas cosas, lo lógico es que simplemente se haya muerto.
– Mujer… -respondió Lola, incapaz de dar réplica a argumentos tan ilógicamente formulados.
Sin más conversación, Clara y Lola abandonaron la sala de espera y fueron en busca de una cafetería. La encontraron en el pabellón D. El edificio -de nueva planta, diseñado en cristal y mármol gris- poseía un local pequeño y muy limpio. Se sentaron a esperar la llegada de Jaime o de alguna noticia. A Lola el café le pareció excelente. Para el refinado gusto de Clara, el líquido era agrio, poco denso y estaba asquerosamente templado. Para arreglar aquel estropicio provinciano, la joven sacó una petaca de plata labrada y añadió a su vaso un generoso chorro de coñac. Clara no hizo mención de los demás ingredientes que hace unos momentos tanto le preocupaban.
Tras aquel descanso, se le soltó la lengua.
– Me alegro de que papá nos haya dejado. Él hubiera sufrido mucho con todo esto. Y eso que le encantaba Pamplona. No sé muy bien por qué, la verdad. Yo la veo simple y descuidada, como cualquier otra capital provinciana. ¡Caramba, perdona! -se disculpó-. Olvidaba que tu marido nació aquí. Aunque, claro, fue por azar: Jaime tiene la prestancia propia de un madrileño.
Lola se mordió el labio. Se había prometido no entrar en ese juego, pero violó su promesa, incluso tirando piedras contra su propio tejado.
– Pues ya ves: Jaime, provinciano de pura cepa.
Tras aquel corto cruce de espadas, ambas mujeres permanecieron calladas. Estaban solas en la cafetería acristalada. Lola se decidió a retomar la conversación sobre la muerte de Alejandro.
– Clara, supongo que en vista de las circunstancias será necesario que tomes algunas decisiones, desagradables pero necesarias. Si te podemos ayudar en eso, o en alguna otra cosa, dínoslo, por favor. ¿Quieres que avisemos a alguien? ¿Quieres que nos encarguemos de los preparativos o de organizar un funeral? En fin -repitió-, aquí nos tienes para lo que desees.
– ¡Un funeral! ¡Sí, deberíamos hacer uno! Quizás varios. Alejandro siempre decía que los funerales resultaban acontecimientos sociales de primer orden. Lo menos importante, por supuesto, es el muerto, pero es una disculpa excelente; la mejor. Tratándose de una boda o un ágape, es posible excusar la asistencia con una tonta evasiva, sin embargo toda el mundo se siente obligado a asistir a los sepelios, de modo que a la salida de estos actos se forma una interesante reunión donde resulta posible hacer buenos negocios o pescar provechosas citas. Ahora, ¡fíjate!, el muerto va a ser él y las citas y negocios los harán los demás.
– Supongo que, como siempre, Alejandro hablaría en broma. Además, tarde o temprano, nos irá tocando a todos, ¿no? -afirmó Lola con lógica aplastante.
– Sí, es cierto. Por eso es importante no perder tiempo, disfrutar de cada instante. Coger al vuelo las ocasiones. Sin ir más lejos, ayer conocí a un gitano que aseguraba ser canadiense. ¡Qué mono, qué forma tan sencilla de mentir! ¡Era divino, no te puedes imaginar qué maravilla de manos…! ¿Pero qué estoy diciendo?
– Sí -protestó Lola-, no creo que sea muy apropiado hablar de eso con Alejandro de cuerpo presente.
– Pues claro que es apropiado. Él está muerto y yo sigo viva. ¡Acabo de cumplir los treinta y ocho! Debo empeñarme en ser feliz rápidamente.
– Entonces, ¿qué querías decir? -preguntó Lola, que intuía la falacia.
– Es fácil. Me refería a que no debería hablar contigo de esto, porque tú eres incapaz de apreciar la esencia de lo que digo. Perteneces al tipo de mujer que permanece anclada en el pasado y atada a estúpidas supersticiones… ¡No me mires así! Ya sé que me vas a decir que eres universitaria y todas esas cosas. Pero eso no es lo importante. La liberación de la mujer no está en salir de casa, sino en abandonar la aburrida cama de 1,35. ¡Tú nada sabes de ese extremo! Te has limitado a desperdiciar a un hombre estupendo convirtiéndote en una matrona paridora de hijos. Cuatro, ¿no? ¡Qué barbaridad! ¡Qué estupidez! ¡Con ese marido tuyo yo hubiera hecho maravillas! ¡Qué desperdicio! En fin, de todo tiene que haber en la viña del Señor.
Lola la miró con pena. En aquella ocasión, no se sintió ofendida por los improperios que aquella boca acababa de vomitar. Vio a una mujer que se iba cubriendo inexorablemente con la capa de los años hasta penetrar sin remedio en la edad peligrosa; una mujer que se sentía sola y que estaba asustada. Los gitanos canadienses, a partir de cierta edad, visitan previo pago. Ese aspecto, que puede ser minimizado si quien desembolsa es un varón, no satisface a una mujer que busca ser apreciada y amada sin necesidad de pagar por ello.
– Clara, la vida no estriba en pasar de mano en mano. La felicidad está en otro sitio.
– ¿Ah, sí? ¿En qué otro sitio está?
– Pues en sentirse querida, apreciada en mil y un detalles. Amar y ser amada por un mismo hombre quince años seguidos, por ejemplo; contemplar cómo crecen tus hijos; disfrutar de un buen libro… La felicidad completa no existe, pero la que está a nuestro alcance se halla tejida de miles de pequeños hechos deliciosos.
– ¡Qué estupideces! ¡Dices esas cosas porque no sabes nada de nada! ¡Me recuerdas a mi padre! Vamos a ver, Lola, contéstame: ¿Has sentido alguna vez? ¿Te has dejado comer por un desconocido? ¿Has lamido cocaína sobre un cuerpo joven y fuerte, desnudo, encendido por la pasión? ¿Has…? En fin, déjalo. ¡No podrías entender lo que de verdad es vivir!
La aparición de Jaime, precedido por el agente Galbis, truncó la conversación.
Una lágrima acida rodaba por la mejilla de Clara, pero esa visión no frenó al agente Galbis. Como si tuviera prisa por acabar, informó a los tres interesados sobre el desarrollo de la autopsia. El procedimiento -les dijo- había concluido, aunque no sería posible retirar el cuerpo del difunto del Instituto Anatómico Forense hasta culminar algunos análisis. Un estudio preliminar, y no concluyente, había detectado una sustancia tóxica en la orina del finado: cocaína.
– A veces ocurren estas cosas, y no indican más que el fallecido ingirió una pequeña dosis de ese producto, lo cual es legal y no constituye problema alguno -ilustró amablemente el agente, por un momento sus ojos grises brillaron con una vivaracha chispa azulada-. No obstante, hay casos en que esa sustancia es indicio de algún delito. Por ello, es preceptivo estudiarlo. Así lo marcan las normas -afirmó-. Si lo desean, el médico forense que se ha encargado de realizar la autopsia les hará las aclaraciones que ustedes deseen. Por otro lado -les instruyó Galbis- uno de mis superiores, el inspector Juan Iturri, que se va a poner al frente de esta investigación preliminar, desea verles a los tres. Es asunto de puro trámite. Les ha citado en el despacho del forense. Normalmente estas diligencias se realizan en los Juzgados, pero como están colapsados, el inspector Iturri ha decidido venir a su encuentro. Llegará en pocos minutos. Es un hombre muy competente -añadió el policía de su cosecha-. ¡De lo mejorcito del Cuerpo, créanme! Así que, si les parece, podemos encaminarnos hacia el pabellón F.
Clara escrutó al joven sin ningún pudor, con ojos golosos, contoneándose como una paloma torcaz en busca de un macho nuevo. Pareció fijarse especialmente en su cabello pajizo, segado como un campo de trigo. Pero al percatarse de cómo brillaba su anillo de casado, señal inequívoca de que llevaba poco tiempo incrustado en su dedo anular, terminó por despreciarlo, volviendo a su ostra de seda y silencio. Lola tomó a su marido del brazo. Éste le devolvió una franca sonrisa.
Durante toda su vida se había creído la historia que ella misma había escrito. Había planteado su vida bajo la certeza de que a la felicidad se llegaba en silencio y en casa. Creía haber construido aquel escenario con Jaime, al alimón. Sin embargo, las palabras de Clara repicaban en sus oídos. ¿Se habría equivocado en el camino? Y, sobre todo, ¿se habría equivocado al interpretar los deseos de Jaime?
La procesión hacia el pabellón F discurrió así en silencio, en fila de a dos.
Yo fui a España a ver lidias de toros y a tratar de escribir acerca de ello para mí mismo.
Yo pensé que sería simple, bárbaro y cruel y que podría no gustarme, pero que vería alguna acción definitiva que me llevaría a sentir la vida y la muerte en las que yo estaba trabajando.
Encontré esa acción definitiva, pero la lidia de los toros estaba muy lejos de ser simple y me gustó tanto que me fue complicado emplearlo para escribir…
Fui incapaz de escribir algo sobre ello durante cinco años. Ahora me alegro de haber esperado.
Ernest Hemingway
Muerte en la tarde, Cap. I
La hilera que encabezaba el agente Galbis abandonó la luminosa cafetería del pabellón D y se dirigió a la morgue. Los jardines que habían de cruzar estaban sembrados de cientos de larvas humanas, embutidas en sacos de dormir, mantas o periódicos, disfrutando del ansiado letargo.
Que los forasteros de pocos recursos hibernan durante el día en sus vainas de amianto colgados de cualquier parte es suficientemente conocido. Sin embargo, impresiona verlos allí tirados, como caracoles al sol, durmiendo deprisa, porque enseguida volverá a estallar la Fiesta y no quieren perdérsela. Clara hizo un comentario despectivo, pero nadie secundó sus palabras.
Aunque la parranda había bajado su intensidad, sones festivos continuaban preñando la ciudad ya que, tras explotar, la Fiesta no podía detenerse hasta que muriera. Por doquier se sentían alborozo y regocijo, aunque cambiados. Había llegado el momento de las gentes sencillas, las verdaderas, las que no necesitan gran cosa para disfrutar de la Fiesta. Que descansado es estar en familia sin quebranto del alma, y agradecido el cuerpo, que ha sido bien tratado en la taberna, al ritmo de chistorrica frita, pimientos del piquillo y vino español.
Galbis hizo notar al resto del grupo cómo se cocinaba a lo lejos un teatrillo infantil. Vestidos con toda la magnificencia que permitía su corto presupuesto, tres artistas espontáneos azuzaban el olfato de los más pequeños, que olisqueaban complacidos hazañas de magos y princesas. Aunque los locos bajitos no entiendan de esplendores o de contratos, sus mentes blancas aprecian como pocas el portentoso talento encerrado en quien consigue hacerles sonreír.
Al aproximarse a la puerta del Instituto Forense, el agente de policía se detuvo. Desde aquella posición, vieron a un hombre que fumaba en una cachimba de amplia cazoleta y negruzco color.
– Es el inspector Iturri -informó Galbis lleno de admiración-. Esperemos que termine.
En efecto, el inspector de policía que iba a encargarse del caso se les había anticipado y se hallaba en la puerta de la morgue enzarzado en una enjundiosa conversación con el médico forense, ya ataviado con su traje de pamplónica.
Junto al agente Galbis, los tres afectados esperaron que aquella larga charla concluyese. El intervalo permitió a las dos mujeres juzgar al encargado de la investigación preliminar.
Juan Iturri era un hombre de apariencia y complexión ordinarias, más menudo que grande. «Nada provechoso», dijo Clara a Lola nada más verle. Esta pensó también en el gris, luego observó detenidamente al inspector y cambió de opinión.
Por su porte y agilidad, se diría que no había superado el listón de los cuarenta, sin embargo, el amplio bigote canoso, que prácticamente ocultaba su labio superior, le hacía parecer mayor. Sus gafas de pasta ocultaban una mirada viva, cargada de fuerza. Se desprendía de ellas a menudo y, cuando lo hacía, se frotaba mucho los ojos y el tabique nasal. Lola se dio cuenta de que en una ocasión permaneció varios minutos con ellas en la mano. «Son postizas», concluyó tras varias observaciones. Como era incapaz de ocultar su descubrimiento, en voz queda hizo partícipe del mismo a Jaime.
– Silicona pura -respondió éste, creyendo que su esposa hacía referencia a los pechos de Clara, liberados de la prisión del primer botón.
– Me refiero a los lentes del policía -protestó Lola molesta.
– ¿Para qué querría alguien llevar gafas postizas?
– Para ocultar su mirada, naturalmente
– Parece un hombre capaz -comentó Lola en voz alta, cuando Clara se sumó a la conversación.
– ¿Capaz? ¿Te has fijado en sus zapatos? ¡Parecen de poliéster! Y si esto fuera poco delito, ¡son de suela de goma! Ese pobre diablo no gana ni para calzado decente. Y para remate, sus lentes. ¿Has visto qué gafas? ¡Parecen robadas de un cargamento de auxilio a Sri Lanka o a alguno de esos países de Asia! ¿Está en Asia, verdad? En fin, ¡qué más da! Lo importante es que carecen de estilo y son horriblemente horteras.
Lola miró los zapatos del policía. Ciertamente no eran unos Sebago ni estaban confeccionados a medida por un maestro italiano, pero estaban impecablemente limpios y parecían cómodos. No desentonaban en absoluto con la persona y su función. Tras su comprobación, estalló en protestas:
– ¡Qué manía tienes! ¡No se puede juzgar a las personas por su apariencia! ¿Qué tendrá que ver la elegancia con la profesionalidad?
– ¡Todo! -replicó Clara-. ¿Cómo voy a fiarme de alguien vestido así?
– Pues a mí me parece que trasmite confianza -intervino Jaime.
– Perdona, chico, pero tú no puedes juzgar. ¡Eres un despistado crónico! Observa cómo le sudan las manos: eso es muy mala señal. ¡Seguro que come hamburguesas llenas de mayonesa y aceite de girasol! Me he fijado en sus dedos: son gorditos y pequeños como dátiles. ¿Crees que alguien así puede averiguar algo?
– ¡Por favor! ¡Estamos a 30 grados! ¡Es normal que sude! ¡Yo también lo hago!
Súbitamente, una bandada de anoréxicos adolescentes, pelilargos y fusilados con trozos de metal, desfilaron delante de ellos. Sus ojos mostraban lo que parecía tristeza infinita, aunque sólo fueran los efectos de una cogorza barata y cabezona. En su particular lucha con el mundo, miraron despreciativamente el uniforme de Galbis, concluyendo su observación con un gesto ofensivo. Galbis no se inmutó. Pocos segundos después, a escasos metros de allí, estallaron unos berridos estridentes, ritmos que trataban de imitar al rock duro, pero que se quedaban en un mísero aullido.
Clara volvió a mencionar las gafas. Lola y Jaime insistieron en que no juzgara por las apariencias. Sin embargo, no se dejó convencer. Sin más preámbulos, tomó su móvil y localizó el teléfono que buscaba.
– Aquí está -exclamó satisfecha-. Miguelón Ruiz.
Instintivamente, Clara acomodó de nuevo su ropa. El orden que impuso no coincidiría probablemente con el que cualquier otra mujer hubiera considerado armónico o elegante. Sin embargo, resultaba evidente que Clara no era elemento representativo de una muestra común. Tan solo el pañuelo rojo típico de la Fiesta disimulaba algo aquella exagerada exhibición. Tras la ropa, le tocó turno al resto: se atusó la melena, estiró sus pantalones pitillo y conformó una vez más el fajín colorado a su grácil cintura de avispa. Finalmente, extendió el brazo, colocándolo a la altura de su rostro, y apretó el botón verde de su móvil. Contestaron de inmediato.
– Miguelón, ¡qué alegría me da verte y hablar contigo! -Su voz, hace un momento serena y fuerte sonó ahora débil y melosa. Clara conocía a la perfección el arte de la seducción: una ciencia de artificios y tretas, de mutaciones y transmutaciones, de recursos ocultos, cuando no esotéricos-. No, no estoy disfrazada, es que estoy en Pamplona -respondió-. Sí, en los sanfermines… Claro, una suerte… O lo fue hasta hace un rato… Alejandro…
Por primera vez, Clara lloró y se lamentó con gemidos lastimeros. Luego se repuso y contó a su interlocutor los hechos, adornándolos a su antojo. Finalmente relató las conclusiones provisionales de la autopsia, insistiendo en el hallazgo de la cocaína y en la extraña personalidad del inspector asignado. Si bien no olvidó rememorar la provincialidad de la Navarra profunda, no hizo mención alguna a los zapatos del inspector.
Cuando culminó su relato, bajó la voz y añadió:
– Miguelón, querido, dudo que aquí hayan visto un muerto español desde después de la guerra de… Ya sabes, la última guerra. Seguro que, en fin… Sé con certeza que carecen de experiencia… Llevaré el móvil encendido… De acuerdo. Miguelón -nuevamente brotaron las lágrimas-… No, nada, sólo iba a darte las gracias por escucharme, eres un gran amigo… Bueno, sí, por supuesto, mucho más que un amigo. Sí, espero tu llamada. Un besito, adiós.
En cuanto Clara cerró la tapa de su móvil con cámara, cambió su voz y casi hasta su personalidad.
– ¿Crees que esas lágrimas eran de verdad o se trataban de sonidos de insecto en celo? -preguntó Lola a su marido-. Hubiera sido una gran actriz, ¿no crees?
– Estaba pensando en la suerte que tuvo mi amigo Jorge no casándose con ella. ¡Todo en Clara circunda la falacia, puro plástico!
– No seas tan duro -exclamó Lola, feliz con el comentario de su marido-. Sólo es una niña rica algo amargada.
Clara no compartió con ellos los términos de su conversación telefónica. Lola y Jaime, por su parte, se abstuvieron de preguntar. Sin embargo, cuando a los escasos cinco minutos una música de agua surgió de su bolso blanco y rojo, firmado por Carolina Herrera, todo aquello se aclaró. Tras comprobar el nombre de quien telefoneaba, la mujer inició nuevamente el proceso de transfiguración escénica y contestó. Cuando concluyó esta segunda conversación, no podía disimular su cara de triunfo.
– En tres o cuatro horas tendremos aquí a Miguelón Ruiz, un buen amigo mío, inspector jefe de la Policía de la Capital. Me lo presentó hace poco un catedrático amigo de papá. Hace años que trabaja de enlace entre el cuerpo al que pertenece y no sé qué ministerio. Lo importante es que ha llevado innumerables casos de asesinato. El resolverá con bien esta situación.
– ¿Asesinato? -preguntó Lola sorprendida, al tiempo que su veta jurídica y docente despertaban de su letargo-. Verás, Clara, creo que no comprendes bien los hechos. En toda muerte violenta es preceptivo realizar una autopsia. En este caso concreto, resulta evidente que la culpa de que tu hermano no esté aquí con nosotros la tiene un toro. La autopsia no indica que muriera asesinado.
– Sí, pero han encontrado cocaína…
– Clara, querida -intervino Jaime-, todos estábamos al tanto de la triste costumbre de Alejandro…
– ¡No digas sandeces! Eso no es más que un rumor sembrado por las maledicencias de quienes le tenían envidia. Claro que, de vez en cuando, en alguna ocasión especial, tomaba una o dos rayas, pero de eso a la adicción hay un trecho. Además, estamos en sanfermines. En esta Fiesta, quien más quien menos toma alguna cosa; un poco de cocaína, unas pastillas… Yo, sin ir más lejos, ayer con el gitano canadiense…
– ¡Clara! -protestó Jaime, que para algo era navarro-. ¡Todo el mundo no! No es bueno generalizar en estas cosas. Es posible que en sanfermines corra más licor que de costumbre y que se coma bastante más de la cuenta, pero las drogas son palabras mayores.
– En todo caso, me estás dando la razón -insistió Lola tozuda-. Si por el motivo que fuera Alejandro tomó un par de rayas de coca, el tóxico correspondiente estará en su orina. Así pues, no debes pensar siquiera en la posibilidad de un asesinato, un homicidio o cualquier hecho similar.
– Sea lo que sea, Miguelón lo aclarará.
– No creo que la policía de Pamplona lo permita. Son jurisdicciones distintas.
– ¡Ya lo ha permitido! Va a venir aquí enviado por la Central, así que los policías de Pamplona tendrán que callarse, obedecer y aprender.
Volvió el silencio. La llegada de la brisa suavizó el calor sofocante de la mañana, pero no anunció cambio alguno en las expectativas del día. Un ligero carraspeo precedió al inspector, que venía de terminar su conversación con el forense. Clara no mencionó en ningún momento a Miguelón Ruiz.
– Señores, antes de nada, permítanme expresarles mi más sentido pésame. Comprendo que todavía estarán ustedes confusos y que tardarán en encajar el golpe, pero me veo en la obligación de importunarles. Intentaré por todos los medios ser breve. Si trabajamos con presteza, podrán ustedes vivir el duelo y enterrar a su hermano y amigo enseguida -y sin dar ocasión para la réplica, continuó-: Puesto que el Juzgado está totalmente colapsado, creo que será mejor que cumplimentemos estas breves diligencias aquí mismo. El forense ha sido tan amable de prestarnos su despacho. Si les parece, vamos entrando. Allí les iré formulando algunas preguntas a cada uno de ustedes, cuestión de mero trámite, comenzando por el pariente más cercano.
Cuando Clara se vio llamada en primer lugar, juzgo equivocadamente los hechos. Habituada a mirar el mundo desde su perspectiva, adoptó aquel tono lastimero que tan buenos resultados daba en sus conquistas. Sin embargo, en su ignorancia de la gente corriente, tildó al inspector de lo que no era.
– Reitero mis condolencias, señorita -dijo el policía, una vez solos en el despacho del forense. Antes de sentarse, Clara se había paseado por la amplia habitación. Bajo la curiosa mirada del inspector, había observado atentamente las desagradables fotografías que colgaban despreocupadamente de un tablón de corcho, aunque se había abstenido de hacer comentario alguno o de mostrar físicamente su repulsión. El policía observaba a la mujer como el cazador el bosque, como el paciente pescador la faz del mar en calma, sabiendo que, fuera del alcance de su vista, se hallaba la pieza soñada.
– Inspector… Perdone, no recuerdo con exactitud su apellido.
– Inspector Iturri -contestó éste sin apartar sus ojos del papel que leía-. Juan Iturri.
– Gracias, Juan. ¿Puedo llamarle Juan?
– Con inspector será suficiente -replicó algo cortante.
En aquel preciso instante, Clara cambió de actitud y volvió a pensar en los zapatos de suela de goma.
– Bien, inspector -dijo arrastrando mucho las sílabas y sacando un cigarrillo del bolso-. ¿Qué desea saber?
La llama de su mechero de oro fascinó al hombre que, pese al cartel, renunció solidariamente a prohibir a la dama placer tan liviano. Ella tiró la ceniza en el bote de los lápices.
– Sólo voy a molestarla un segundo. Quisiera que me narrara lo que usted y su hermano hicieron la noche pasada, en la medida en que lo recuerde.
– ¡Ah, no hicimos nada especial! Cenamos en una tasca, Alejandro y yo, Jaime y Lola, y unos amigos suyos: un juez muy simpático y su esposa. Del nombre del sitio, si es que tenía, no me acuerdo. Luego nos sentamos en la hierba cercana, junto a las murallas, para contemplar los fuegos artificiales: estuvieron bien. A continuación, fuimos a las ferias (lo que aquí llaman barracas), tomamos algo en algún sitio, y luego nos separamos. Jaime, Lola y sus amigos se marcharon a eso de la una y media. Alejandro y yo seguimos solos. Pasadas las tres, algún amigo suyo que estaba en Pamplona le llamó al móvil y se marchó. Yo conocí a un simpático caballero, que dijo ser canadiense, con el que fui a un baile en una plaza. Del nombre, ni idea. Tras el galanteo, lo normal -concluyó.
– Disculpe, ¿qué es lo normal?
– Pero, hombre, ¿es que los policías como usted no tienen nada entre las piernas?
El inspector Iturri se quedó cortado ante aquella respuesta, pero externamente no se inmutó.
– Hábleme de ese amigo suyo canadiense, por favor. ¿Puede ofrecernos algún dato que permita localizarle?
– Yo nunca he dicho que tuviese esa nacionalidad. Sólo he dicho que él dijo ser canadiense, pero yo no lo creo: trabajaba como un latino de pura cepa. Créame, de eso entiendo: para el sexo, lo mejor, latinos… ¿Cómo podríamos localizarle? ¡Qué quiere que le diga!: no creo que sea fácil. Pero si en lo que está pensando es en una rueda de reconocimiento, me temo que tendrá que ser de dos rombos -rió con tonto carcajeo.
– Creo, señorita, que su hermano fumaba -cortó el inspector, cambiando radicalmente el tercio.
– Sí, en exceso, creo. Tabaco rubio.
– ¿Solía llevar encima un paquete?
– ¡Por supuesto! Cuando uno es fumador, se pone nervioso al no tener nicotina a mano. Además, sólo encendía sus pitillos con su Dupont de oro. Decía que así le sabían mejor.
– Sin embargo, no hemos encontrado en sus bolsillos tabaco o mechero… ¿Sabe si consumía alguna sustancia más? ¿Cocaína, por ejemplo?
– Muy de vez en cuando… Alguna raya, en ocasiones especiales. Nada serio.
– ¿Otras drogas? ¿Heroína, pastillas…?
– No lo creo, pero no puedo afirmarlo ni negarlo. ¿Quién conoce a nadie hoy en día?
– Me acaba de decir que tenía teléfono móvil.
– ¿Móvil? ¡Pues claro! ¡Tenía cientos! Poseía los últimos modelos antes de que estuvieran en el mercado. Él los llamaba primeras ediciones.
– ¿Solía llevarlo?
– Naturalmente que llevaba encima su teléfono. ¿Para qué sirve un móvil si lo dejas en casa? No se separaba del móvil.
– Pues en este caso no es así. Su hermano no llevaba teléfono. Quizás se le cayera durante la cogida; tal vez lo dejara en el hotel.
– Si no lo han encontrado, es porque se lo habrán robado o lo habrá perdido durante el encierro. Estoy segura de que llevaría el aparato para poder contar en directo que estaba corriendo los toros.
– Tiene usted razón, es lógico que así fuera. De todos modos, lo investigaremos. Perdone, señorita Mocciaro… Otra pregunta: dice que le llamó alguien al móvil, ¿tenía su hermano amigos aquí? Conocidos que vivieran en Pamplona o alguien que hubiera venido a la ciudad por la Fiesta…
– No que yo sepa.
– Es decir, que sólo acudieron a Pamplona por el asunto del testamento.
– En efecto, así es.
– Y dígame: ¿no le resultó extraño que su padre les citara aquí en días como éstos para leer su testamento?
– Ahora que lo menciona, le confieso que sí. Aunque teniendo en cuenta que mi padre adoraba esta ciudad, que vivió aquí casi diez años y le fascinaban los sanfermines, la extrañeza no fue muy pronunciada.
– Sí, claro, es natural. Leí en la prensa que la sociedad Napardi le ha conferido una distinción recientemente.
– Así es. Creo que Pamplona quería a mi padre como él la quería a ella.
– Seguro que sí… Señorita Mocciaro, ¿tenía enemigos su hermano, alguien que quisiera hacerle daño, alguien que le hubiera amenazado? Un estudiante ofendido, alguna novia despechada, algún negocio fracasado…
– Resulta difícil contestar esa pregunta. ¿Quién no tiene hoy en día enemigos? Alejandro era algo especial en lo que a amistades se refiere… Sin embargo, no me consta ninguna hostilidad particular.
– ¿A qué se refiere con amistades especiales?
– Gentes que no eran de nuestra alcurnia, tampoco de la universidad. Él frecuentaba otros ambientes más… psicodélicos, fuera de lo común. Mujeres de alegre vida, a las que defendía como abogado; artistas bohemios… En fin, personas de esa guisa.
– ¿Prostitutas, quizás?
– Sí, prostitutas. No me parecía necesario emplear ese lenguaje, aunque si usted lo prefiere lo haré: prostitutas, chulos, maricas y almas de esta alcurnia se contaban entre sus amistades. Pero eso no indica nada…
– No, por supuesto. Una última cuestión, luego la dejaré en paz. Su hermano llevaba un tatuaje en la ingle: una pequeña flor de lis. Según dice el forense, realizada recientemente. Quizás aquí mismo. ¿Lo sabía usted?
– Hasta hace unas horas, no. Pero me han hecho entrar para reconocer el cadáver. Estaba desnudo y lo he visto.
– El cadáver no presentaba ningún otro tatuaje, marcas o piercing. ¿Sabe por qué se haría éste a su edad?
– Supongo que lo haría por lo del título… ¿Sabe? ¡Me acabo de dar cuenta de que ahora soy marquesa, marquesa di Gorla…!
– Disculpe, va demasiado deprisa para mi lento entendimiento. ¿Qué tiene que ver el marquesado al que hace referencia y el tatuaje?
– Mucho: ese motivo es central en nuestro escudo de armas. Un trío de flores de lis en la parte superior, un cuervo en la inferior, y en el medio, un acero blanco.
– Curiosa mezcla.
– Sí, lo es. La flor de lis es símbolo de perfección, de pureza, de luz. El cuervo es un animal carroñero y de mal augurio. Ésa es, en suma, la historia de mi familia.
– De manera que, en su opinión, su hermano se acababa de tatuar una flor de lis en la entrepierna por ser el escudo de la familia.
– Es sólo una suposición, pero sí, eso es lo que creo. Desde que mi padre falleció en el mes de mayo y el título pasó a su posesión, no perdía ocasión de hacérselo ver a todo el mundo. Es más, mandó grabar unas tarjetas con tres flores de lis como emblema, se hizo unos gemelos con el mismo motivo, encargó una vajilla con un cuervo negro de perfil como motivo central… En fin, creo que el tatuaje responde a esa misma finalidad.
– Interesante… Señala el forense que bajo el tatuaje había restos de otro anterior. El motivo podría ser una serpiente…
– Sí, es muy probable.
– ¿Tenía usted conocimiento de ello?
– No, en absoluto. La primera vez que le he visto desnudo ha sido hace un momento, muerto. Pero su amigo Rodrigo Robles llevaba una serpiente en el mismo lugar…
– Perdone, ¿por qué cree que el tatuaje del hombre que ha mencionado se halla relacionado con el de su hermano?
– Rodrigo me contó que, cuando acabaron la carrera de derecho, todos los amigos del club se hicieron el mismo tatuaje. Alejandro era uno de ellos, de ahí mi conjetura.
– Entiendo, es lógico. Pudo borrar aquél para cambiarlo por una flor de lis… Disculpe, ese tal Rodrigo Robles será un gran amigo suyo, si conoce ese tatuaje…
– Lo es… Lo era. Hace tiempo que no nos vemos.
– ¿Un cambio de ciudad, una discusión tal vez?
– No. Estaba casado cuando me acosté con él. A su esposa no le pareció demasiado bien…
– Me lo imagino.
– Una última cuestión, señorita Mocciaro. Entiendo que, siendo su hermano soltero, usted será su heredera.
– Suponiendo que haya tenido esa deferencia, aunque con Alejandro nunca se sabe… Puede que ni siquiera hubiera hecho testamento.
– Lo averiguaremos de inmediato… ¿Y esas dos personas que esperan fuera?
– ¡Inspector! ¡Dijo que era su última pregunta! Estoy cansada. ¡Necesito dormir un rato!
– Sí, perdóneme. Esta vez es de verdad la última pregunta.
– De acuerdo. Lola MacHor era discípula de mi padre, lo mismo que mi hermano Alejandro. Papá le tenía un gran aprecio; creo que la quería casi más que a mí. Supongo que por eso habrá dejado en su testamento alguna disposición. Aunque la cátedra por la que competían se la otorgó a Alejandro y no a su amiga Lola.
– ¿Amiga?
– Amiga, pero no como usted piensa. Ella, sus hijos, Jaime…
– Jaime Garache…
– Sí, pero él es muy distinto a su mujer. Es un gran médico, una gran persona y un caballero.
– Veo que le aprecia.
– Mucho, sí -respondió Clara con la mirada encendida.
– Muchas gracias por su tiempo, señorita Mocciaro. Estaremos en contacto. Retendremos las pertenencias de su hermano un poco más. Se las devolveremos en cuanto nos sea posible.-Le han asesinado, ¿verdad?
– ¿Asesinato? ¡Es muy pronto para inferir esa hipótesis! Si las pruebas no indican otra cosa, su hermano murió a causa de las reiteradas cornadas de un toro bravo. Si lo que pregunta es por la cocaína encontrada, es indicio de que consumió esa sustancia, no de que alguien le haya matado.
– ¿Pero ha visto las imágenes? Yo sí, en la televisión de un café, y me reafirmo: ¡su cogida es muy extraña!
– No se inquiete: si hay algo oculto, lo descubriré.
– ¿Está usted seguro? -Clara se levantó, dio media vuelta y dejó al inspector con la boca abierta.
A la hora del Ángelus, los interrogatorios habían concluido y las diligencias previas también. Clara, Lola y Jaime volvieron andando al hotel.
El director de La Perla les esperaba. Se apresuró a dar el pésame a Clara y a informarles de que había reservado para ellos una mesa discreta en un restaurante de la zona, cosa harto difícil. La policía, tras registrarla, había precintado la habitación del finado. Ellos podían ir a sus respectivos aposentos sin problema alguno.
– Aseaos un poco e id a comer algo -aconsejó-. Se piensa poco y mal con el estómago vacío. Estos sucesos son harto difíciles, experiencia tengo en ello.
– ¿Se te ha muerto alguien recientemente? -preguntó Jaime, interesándose por la vida de su amigo de la infancia.
– ¿A mí? No, directamente no. Pero hay gente que tiene la manía de suicidarse fuera de casa; en un hotel, por ejemplo… Y cuando lo hacen en la bañera… En fin, id a comer algo.
– Rafael, por favor -pidió Clara con cansancio. Esta vez parecía sincera-, si viniera un hombre preguntando por mí, que dice llamarse inspector Ruiz, ¿serías tan amable de indicarle dónde nos encontramos?
– ¡Por supuesto! Id tranquilos.
Los tres comieron en silencio. Lo hicieron con hambre, sazonada con una cierta culpabilidad por dejarse llevar por necesidad tan perentoria en aquellas circunstancias. Dieron buena cuenta de unos platos caseros que dejaron a la elección del camarero. Todos tomaron café. Clara pidió también un pacharán con mucho hielo. Antes de que se lo trajeran, se le acercó un hombre de amplia sonrisa que pareció deshacerse al verla.
– ¡Miguelón! ¡Cuánto te agradezco que hayas venido! -dijo Clara con amartelada voz.
Ésta y el recién llegado se fundieron en un abrazo que duró una eternidad. Lola observó con estupor cómo las largas y delicadas uñas de Clara, pintadas en rojo sangre, se colocaban por debajo del cinturón. Si él notó el gesto, no hizo nada por impedirlo. Finalmente, el lazo humano se soltó, y Lola y Jaime pudieron observar al recién llegado. Era un hombre bajito, ancho y musculoso, ese tipo de personas que aman las pesas tanto como el espejo. Era medio calvo, pero trataba de disimularlo con una raya muy baja y una guedeja que pasaba de lado a lado. Llevaba ropa cara que no conseguía enmascarar lo que era: un hombre corriente crecido por las circunstancias. Tanto Lola como Jaime, por separado, juzgaron que aquél no era el tipo de Clara, que adoraba a los hombres extremos: reyes o gitanos.
– Ven, Miguelón, te voy a presentar: éstos son Jaime -ella siempre empezaba por los hombres-, un eminente médico y amigo de toda la vida, y su mujer, Lola.
»Jaime, Clara, os presento a Miguel Ruiz, inspector jefe de policía, y mano derecha del ministro de… Bueno, de un ministro.
– Encantado. -El inspector tenía una voz fina y aflautada, casi de eunuco, que no se ajustaba bien con los enormes músculos de su cuello y de sus brazos, y mucho menos con la señorita Mocciaro.
Se sentaron de nuevo y, mientras Clara ponía en antecedentes a su amigo, tomaron otro café. El inspector Ruiz pidió un descafeinado de sobre. Jaime miró a su esposa de reojo, ella le devolvió el gesto: Clara afirmaba que un café descafeinado -especialmente el de sobre- era como un amante a distancia: algo completamente inútil.
Los resultados de la autopsia fueron traducidos por Jaime, ya que Clara no había retenido más que la palabra cocaína. Durante toda la conversación, ella insistió una y otra vez en calificar al inspector Iturri de ignorante e incompetente y en tildar el suceso de asesinato.
Lola volvió a la carga.
– Inspector, le hemos explicado a Clara que, a pesar haber encontrado cocaína en su organismo, no se puede afirmar que sea un asesinato. Quizás usted pueda…
– Clara, querida, he venido de inmediato. He tenido que viajar en la cabina del avión porque el vuelo estaba repleto, pero estoy aquí. No te preocupes: he tomado las riendas de la investigación. Antes de venir a verte, me he pasado por los Juzgados. He informado al juez de que la Central me envía para que me haga cargo del caso, ya que este asunto, evidentemente, les queda un poco grande a las autoridades provinciales… Creo que conoces al juez Uranga: cenó con vosotros ayer.
– Sí, en efecto. El juez es muy amigo de Jaime, ¿verdad?
– Lo es, y también de Lola.
– Por eso ha pedido ser eximido. Esta tarde sabremos quién le sustituye. Hablaré con él y le informaré de mi nuevo rol en las investigaciones.
– No creo que sea posible -afirmó Lola, pensando en voz alta-, hay una relación directa entre usted y Clara, lo que legalmente imposibilita…
– No sabe usted lo que dice, señora -cortó el inspector.
– Igual sí -intervino Clara-, es abogada. Era compañera de Alejandro, aunque, claro, él llegó a catedrático y ella no…
Jaime estuvo al quite.
– Creo que nosotros -dijo agarrando a su esposa del brazo y haciéndola levantar de la silla- debemos retirarnos a descansar. Ha sido un día muy agitado. Podemos vernos después, a la hora de la cena, salvo que el inspector Ruiz diga algo en contra o que tú, Clara, nos necesites.
– ¿Pero es que os habéis olvidado de la corrida? ¡No podemos faltar! -chilló Clara.
– Mujer, en estas circunstancias… -Lola asintió; el inspector Ruiz también.
– ¡No, no y no! ¡Tenemos que ir! Son las entradas de preferencia de papá. Estoy segura de que Alejandro querría que lo hiciéramos.
– Pero, Clara… -trató de argumentar el inspector-, no sería prudente…
– ¡Miguel, no me quites la razón! -protestó. Luego dulcificó su faz y dijo con suave voz-: ¡Es que no te das cuenta, querido, que deseo ver cómo le hincan hasta el tuétano una espada a ese asqueroso toro que ha tenido la osadía de matar a mi hermano! ¡Tú eres el que debiera interrumpir esas aburridas citas y venirte con nosotros! Naturalmente, la localidad de Alejandro no tiene ocupante. -Corrían las lágrimas por su mejilla.
– Bueno, si es por eso, vete. ¡Te vendrá bien descargar la tensión! -concedió el inspector-. Yo intentaré acabar pronto. ¿A qué hora es la corrida?
– Creo que a las seis y media -contestó Clara retocándose los labios. Ya no lloraba.
– Nosotros no iremos -sentenció Lola.
Clara se levantó, y en un ataque de ira, le espetó:
– ¡Hipócrita, eres una arpía! ¡Te mueres por ir, pero quieres hacerte la virtuosa! ¡Tú y tus misas de encargo! ¡Siempre me has tenido envidia! ¡Pero te aseguro que tu marido está contigo sólo por compasión, porque a quien desea…!
– Clara, cállate -Jaime pronunció únicamente esas dos palabras, pero fueron suficientes. Su tono cortaba como una espada. Su rostro era de piedra. Sin decir nada más, cogió del brazo a su esposa y se fueron, dejando a Clara llorando en brazos del inspector.
Sin embargo, ella no tardó en seguirles. Se hallaban en los pórticos de la plaza del Castillo, a quinientos metros del hotel, cuando les alcanzó.
– Jaime, cariño, lo siento, es que estoy muy nerviosa. Perdóname. No quería decir eso. ¡Lola, disculpa, me he dejado llevar! Y, por favor, ¡no me dejéis sola! ¡No podría soportarlo! ¡Recordad: la corrida empieza a las seis y media! -y se alejó corriendo, saludando con la mano, al encuentro de su inspector madrileño.
Lola no dijo nada. Jaime tampoco. Al llegar al hotel cada uno se fue a su habitación. El director de La Perla les vio llegar, pero al ver sus caras, volvió a meterse en su despacho.
Nunca había habido ningún affaire entre Clara y Jaime, aunque sí algún asalto. Lola no lo sabía, pero en una ocasión Clara lo había intentado con su habitual descaro. Ella estaba en un congreso en Alemania y Jaime se había quedado hasta tarde en su laboratorio. Clara acudió allí, dejando bien patentes sus intenciones. Jaime, quizás halagado, reaccionó con la suavidad de un padre que castiga a una hija rebelde. Fue muy claro -ella era una joven muy atractiva, encantadora, interesante, pero para él la única mujer que existía era Lola-. No obstante, en ningún momento el hombre se manifestó ofendido porque ella se quitara el jersey de angora que llevaba puesto, dejando al aire su sostén de seda rosa, ni cuando los largos brazos de ella rodearon su cuello. Simplemente, zafándose del abrazo, le dijo que aquello era una tontería, una chiquillada. Quizás por ello, Clara siempre pensó que dejaba la puerta entreabierta. Se acercó a él y, besándole la mejilla, le dijo: «¿Sabes que eres el único hombre que me ha rechazado? Pero esto no es más que la primera tienta».
Jaime veía aquellos lances a su manera, como un hombre. Le había dicho que no y todo acabado. Lo que le costaba tragar era cómo tomaba Lola aquella situación. Odiaba que su esposa descendiera a la arena para luchar contra un enemigo inexistente. Sus celos le sacaban de sus casillas. ¿Es que no confiaba en él? ¿Creía que le era fiel porque no había tenido ocasiones de no serlo? ¿No se daba cuenta de que la quería?
Tirada en la cama de la habitación, Lola lloraba a moco tendido. Era de lágrima fácil, pero en este caso creía tener motivo. Deseaba matar a Clara, pero por encima de todo deseaba conocer la verdad de aquellas insinuaciones, porque, si eran ciertas, a quien planeaba dar muerte era a su marido. «¡Es un invento de Clara!», se dijo, «otra de sus interpretaciones. Siempre ha sido así… Jaime me quiere. Se le escapa alguna mirada fugaz, pero no se iría nunca con ella. Yo soy el problema. Estos malditos celos.»
Unos golpes en la puerta, seguidos de una voz familiar, le hicieron levantar. Se tropezó con el mueble de la entrada por correr a abrir.
Iba a decir lo siento, pero Jaime no se lo permitió. Tapó con su mano la boca de su mujer, y la empujó suavemente hasta la cama. Se recostó a su lado, colocando a su esposa sobre su pecho mientras acariciaba su pelo.
– Ven aquí, Ótelo -dijo. Su voz sonó a cariñoso reproche-. ¿Pero crees que te cambiaría por Clara? ¡Si al menos fuera por Carmen Sevilla…! ¿Me consideras tan estúpido para cambiarte por ella o por cualquier otra? ¿Qué piensas, que el amor depende de lo estirada que tengas la piel o de la talla del sujetador? ¡Mujer, si fuera por eso, yo no me hubiera casado contigo! Comprendo que tú lo hubieras intentado conmigo, habida cuenta de todas mis dotes, de la abundancia de mi pelo y de mi estilo bailando, pero en mi caso, bien lo sabes, me enamoré de ti por tu título, tu espíritu falangista y tu dinero… Así pues, tranquila, cuando vaya a engañarte con Clara, te enviaré una nota avisándote de que le ha tocado la lotería… Y hablando de otra cosa, ¿te has fijado en lo guapa que es la camarera? ¡Ah! ¡Y el caballero de recepción tampoco está mal! Creo que deberías preocuparte seriamente…
Lola seguía llorando, aunque en este momento ya no le invadía la amargura sino la felicidad. Él seguía hablando.
– Y ahora, mi llorona dulce, te agradecería que dejaras de empapar las sábanas y me dijeras la hora. Hemos de estar a las seis y media de la tarde en la plaza de toros.
– Son las cinco y diez.
– ¡Ah, bueno! Hay tiempo de sobra.
– ¿Para qué? -cuestionó Lola.
– ¡Para nada especial! ¡Voy a tratar de amores con la señorita de la habitación 305! Creo que se llama Lola y está como un tren…
Era una corrida de toros Miura en Pamplona…
…Los toros más bonitos que yo nunca he visto, y cada uno de ellos se ponía a la defensiva desde el minuto mismo de su entrada en la arena. Se podría decir que eran cobardes, porque defendían su vida a conciencia, con desesperación pero prudencia, ferozmente.
¡Cuánto daría yo por tener dieciséis años, arte y valor!
Ernest Hemingway
Correspondencia
No era lógico. No estaba bien. Pensamientos de esta naturaleza ocupaban la mente de Lola cuando, reticente y con serio gesto, bajó junto a Jaime al vestíbulo. Alejandro Mocciaro no era miembro de su familia ni, desde luego, se contaba entre sus amigos íntimos, pero, al fín y al cabo, era cercano y yacía, aún caliente, en una caja metálica, cubierto por un sudario de algodón. Estaba sorprendida de que Jaime, habitualmente exquisito, se hubiera dejado convencer. Había bastando una simple súplica de Clara para que accediera, aunque resultaba evidente a todas luces que su presencia en la séptima corrida de la feria de San Fermín resultaba incorrecta y desconsiderada. Jaime, por el contrario, a duras penas conseguía controlar un ánimo que, pictórico, se desbordaba en sonrisas defectuosamente contenidas. Lola sabía de sobra que le encantaban los toros, especialmente los miuras. Sin embargo, pensaba que no hubiera accedido tratándose de otra corrida o de otro sitio. A Jaime lo que verdaderamente le hechizaba era la fiesta cuando se celebraba en Pamplona. Hacía ya mucho años que vivían lejos, pero Lola se daba cuenta de que a su marido el paso del tiempo le afectaba de forma distinta. Para Lola, Bilbao era una quimera, un sitio al que volver con la imaginación. Allí estaba ciertamente parte de su infancia, pero había estudiado fuera de Vizcaya y había residido en muchos sitios. Sus vivencias estaban troceadas como un puzzle. Sin embargo, en la mente y en el corazón de Jaime sólo estaba Pamplona. Ahora que su juventud acababa, añoraba su primavera y su estío; su vitalidad, su fuerza, sus risas despreocupadas, su pelo en la coronilla… Para tratar de retener sus abriles, algunos hombres apostaban por rememorar los primeros amores liándose con jovencitas con acné; otros coqueteaban con el infarto sobre una bicicleta estática… Para Jaime, la esencia de su mocedad estaba personificada en Pamplona, especialmente en su Fiesta. Quizás por eso, en este viaje se comportaba como el desterrado que retorna tras décadas de exilio; asistir a la corrida de Miura le hacía rejuvenecer. Aunque en aquellos años se sentaba en sol como mozo de peña, y ahora lo haría como cincuentón en preferencia, poco importaba. Revivía su juventud perdida, con ansia, casi con necesidad. Por eso, Lola había accedido a acudir a la corrida. Al ver a Clara se arrepintió de sus pueriles reticencias.
Les estaba esperando cuando bajaron, charlando animadamente de toros y toreros con Rafael Moreno, cuyos bigotes blanquecinos perfilaban su fina sonrisa. Clara estaba radiante. Cualquier resto de cansancio había desaparecido de su rostro. Sólo un brazalete negro en su brazo izquierdo identificaba su dolor. Sus ojos mostraban esa curiosa excitación del descubrimiento: sería su primera corrida de toros en Pamplona.
Salieron hacia la plaza con una bolsa de papel marrón en las manos. El director de La Perla había encargado para ellos sendos bocadillos de tortilla y una botellita de vino. Jaime rió complacido, evocando de nuevo sus muchas corridas. La precaución de Rafael no era desmedida, ya que en Pamplona no se debe acudir a los toros sin provisiones.
Nada más abandonar el hotel y pisar los pórticos de la plaza del Castillo, fueron arrastrados por la marea humana; miles de almas con un mismo propósito: entrar en el coso para contemplar el espectáculo.
Aquel 12 de julio, en las primeras horas de la tarde, los aledaños de la plaza de toros parecían un club náutico en día de regata. Miles de blancas carabelas de rojas cangrejas desembarcaban en aquel puerto, como si la avenida de Hemingway fuera la única calle de la ciudad. Despistados, con las caras enrojecidas por el sol traicionero, ajenos a las costumbres del lugar, algunos extranjeros intentaban hacerse entender con la esperanza de obtener pases para el espectáculo de sangre.
Poco interesaba en Pamplona que, desaparecida la casta de Ordóñez y Dominguín, lejano el toreo espontáneo que emergía del alma por la gracia de Dios, los cosos taurinos perdieran vigor. Ninguna de esas menudencias importaba a aquella primera hora de la tarde. Abundaba la demanda, y los revendedores se lucraban a su antojo. Nadie los percibía, aunque estaban por todas partes, escrutando caras, buscando clientes de última hora. Teniendo pases de preferencia, y llevándolos en la mano al enfilar la puerta principal de la plaza, Clara, Lola y Jaime -el inspector Ruiz telefoneó diciendo que iría por su cuenta- no habrían de vérselas con aquellos hombres, sin embargo, no se libraron de ser abordados reiteradamente por quienes deseaban ofrecerles localidades de abono para el día siguiente, más o menos a cinco veces su precio original. Lola observó detenidamente a aquellos hombres. En realidad, no desentonaban en absoluto con el ambiente, que hubiera quedado incompleto sin su discreta presencia. No parecían ladrones gitaneando. Incluso, ante la libertad con la que se movían, podría llegar a pensarse que aquella cautelosa actividad resultaba legal y legítima y que los precios no respondían a otra cosa que a la sagrada ley de la oferta y la demanda. Lo único que Lola advirtió era que, quizás por no contaminar la usanza, tan respetada por estas latitudes, los oferentes no llevaban la vestimenta típica, aunque algunos se anudaban al cuello un pañuelillo rojo.
Sin poder evitarlo, Lola, Clara y Jaime se mezclaron con la masa que disponía de entrada. Alrededor del arbolado de acacias que rodeaba la plaza y parecía quererla ocultar, cada vez se arrimaba más gente. Todos querían asistir a la corrida. Como todos y cada uno de los días de la Fiesta, como todos y cada uno de los años, las veinte mil localidades se quedarían cortas, y muchas personas tendrían que llorar extramuros su mala fortuna o la cortedad de su bolsillo.
Mirando la plaza, Clara se detuvo. Aunque los que les seguían no les permitieron quedarse quietos, a ella le dio tiempo para hacer un comentario en voz alta:
– Es curioso. Esta plaza huele a lunares y a castañuelas. No sé la razón, pero tiene fragancias sureñas, como si desentonase del resto de la decoración -notó, colgándose del brazo de Jaime. A éste le faltó tiempo para contestar.
– ¡Buena percepción, Clara, sí señor! Has de saber que el olfato es un órgano que rara vez engaña. En efecto, recuerda a Andalucía porque su diseño salió de las mismas manos que la monumental de Sevilla. Algunos dicen que el arquitecto tenía mucho trabajo cuando las autoridades de la ciudad le encargaron el proyecto, y cortó por lo sano: en apenas un mes, Francisco Urcola creó los planos del albero, réplica de otro. Se inauguró el año 22, un día de San Fermín, viernes para más señas, y se construyó empleando la modernísima técnica del hormigón armado.
– ¡Qué bonito! ¡Con lo aburrida que es la historia, qué bien la cuentas! ¡Eres un genio! ¡Un año de éstos, tenemos que ir a la Feria de Sevilla! Me decía hace un momento Rafael que allí es donde desean triunfar los toreros.
Jaime se rió con alegría inocente. Lola aprovechó la presión de la gente para empujar a Clara y tratar de arrancarla del brazo de su marido. No tuvo éxito y terminó alejándose de ellos.
– Rafael tiene razón, pero sólo en parte -respondió Jaime, sin percatarse de que le faltaba su mujer-. Pamplona es en muchas cosas más importante que Sevilla. Verás, existen dos castas distintas de matadores de toros. Primero está el torero de chulería. Es la figura consagrada que puede permitirse elegir plaza y contrato. El otro es el torero de gesto humilde que sabe que ha de ganarse el cartel a base de enardecer su valor. El personaje de palmares, el que ves en las revistas del corazón, torea el astado bonito, la ganadería que luce y permite alardear sin correr grandes riesgos. Por el contrario, el que va camino de serlo, pero aún no es un artista consagrado, baila con el toro que nadie quiere, con la corrida dura, a las bravas.
»Este aspirante, que ansia calle, finca y patrimonio, ha de aguantar las embestidas de los toros que arrollan, que miran, que erizan el vello. Y para hacer espada y callo, toros como los de hoy de Antonio y Eduardo Miura, con la carga emocional que asegura ese nombre, son inigualables. Y Pamplona es para ellos un sitio estelar.
– He entendido todo, salvo que Pamplona sea mejor plaza para ese fin.
– Es sencillo de explicar, Clara. A diferencia de lo que pasa en otras plazas, el empresario de ésta es completamente libre de escoger el cartel. La Casa de Misericordia de Pamplona carece de intereses taurinos partidistas. No apoderando toreros, ni apostando para ganar en otras plazas, veedores y empresario escogen a quien quieren pensando exclusivamente en el respetable y en el espectáculo. Pamplona está abierta para todos los diestros que muestren merecerla. Y esta tarde, te lo aseguro, promete. ¡Será espléndida! Los toreros tienen ganas y los astados son magníficos… -vaticinó, mientras se percataba de que uno de esos toros era el responsable de la muerte de Alejandro-. Lo siento, Clara. Hablaba desde el punto de vista taurino.
– Ya lo sé, tonto. No hace falta que te disculpes.
– Por cierto, ¿dónde está Lola? ¡La hemos perdido entre tanta gente!
– No te inquietes; es mayorcita. No va a extraviarse.
– Es cierto, pero preferiría que fuéramos los tres juntos.
– Pues va a ser difícil encontrarla con todos vestidos con atuendos similares. ¿Te has dado cuenta de cómo esta fiesta unifica a todo el mundo? ¡De pamplónica puede vestirse tanto un albañil como un marqués! ¡Es un detalle simpático!
– ¡Mira, allá va! Está entrando ya en la zona de preferencia. ¡Lola, Lola!
Lola no escuchó la llamada, estaba fascinada contemplando el ambiente. A pesar de que el encierro había concluido con la muerte de un corredor, la plaza se mostraba llena de hermosuras, ataviada como si la Fiesta no pariera más que paz y contento, como si el mundo necesitara rabiosamente ahogar en alegría los luctuosos hechos acaecidos por la mañana.
Lola notó al entrar que allí había dos plazas, la de sombra y la de sol, tan distintas como las fiestas que las separaban y enlazaban a la vez. La primera, refinada, lucía impolutos colores blancos y rojos: no en vano una feria taurina es una hoguera de vanidades donde quien más quien menos gusta de lucirse y aparentar. Olía a puros habanos y a perfumes caros; espesos, dulzones. Las mujeres, muchas de ellas de pie en el estrecho pasillo de sus asientos, sonreían aireando sus cabellos, esperando que comenzara el festejo. Quizás buscando al hombre de sus sueños, miraban y saludaban a diestra y siniestra, cuchicheando con sus vecinas. Los caballeros, tratando de aparentar indiferencia, observaban furtivamente al sexo opuesto, al tiempo que repasaban el cartel pues, aunque allí había gente a la que los toros ni fu ni fa, había muchos a los que ver dominar una muleta les encendía. Todos, ellos y ellas, de una u otra manera hablaban de lo mismo: el nuevo sacrificio al dios.
En el lado de sol, vestido de peña, no se conversaba, sólo se metía ruido. Mientras un bullicio intenso -mezcla de música, mala educación y jolgorio cuadrillero- teñía el ambiente, las telas de cuadros, originalmente azules o verdes, se iban tocando de grasa de chistorra, harina y vino peleón. Allí el toro estaba casi de adorno. Los mozos de las peñas que aún miraban no entendían; y si entendían, habían bebido tanto que no veían. Allí la tauromaquia era sólo un espectáculo de ruido y flores. Por eso hoy estaban contentos con el cartel: la terna formada por El Fundi, Juan José Padilla y Gómez Escorial era todo color.
– ¡Qué simpático! ¿Te has fijado en aquéllos de allí? -dijo Clara, señalando a los tendidos de sol-. ¡Qué gente más primitiva!
Lola, en asiento de preferencia, se volvió al oír el comentario, más por saludar a su marido que por identificar la voz: tan petulante declaración no podía salir de otros labios. Otras personas también mostraron su disgusto con una dura mirada, a la que Clara ni siquiera se molestó en responder.
A la hora en punto, comenzó el paseíllo: monosabios, areneros y mulilleros se unieron a los trajes de luces y a los aplausos en aquel desfile triunfal. Fue como si Roma renaciera de sus cenizas y Julio César clamara al cielo de su Hispania ofreciéndole otro festejo de gladiadores: pan y circo; bocadillo y toros. Sin embargo, por esta vez, el añejo ritual fue alterado. El presidente se puso en pie, y con él ambas plazas. La música cesó al mismo tiempo que la lluvia de harina. Por un instante reinó un vacío espeso y profundo. Era una tarde especial. Había sangre en la arena, sangre inopinada, sangre blanca y roja, humana, nuevamente en el callejón, como la mayoría de las veces. El coso completo, alzados sol y sombra, guardó un minuto de silencio por el último sacrificio. Cuando éste acabó, la Fiesta reventó en aplausos, luego retornó la normalidad. El representante de la Casa de Misericordia se sentó. Desde su balconcillo, miraba la acicalada plaza, llena a rebosar. Con una mueca esbozaba una sonrisa o un saludo aquí y allá, pero la procesión iba por dentro. Desde que había llegado a la plaza a las seis de la tarde, no dejaba de revolverse en su asiento. Estaba preocupado. Hacía meses que, junto al resto de los miembros de la junta, había decidido el cartel, tratando de confeccionar una terna conciliadora que gustara al público de sombra y no disgustara al de sol, que cada vez presentaba un comportamiento menos racional. Creía que esta vez lo habían conseguido: a priori, la terna de la tarde del 12 de julio prometía toreo con arte; los hermosos toros de Miura aseguraban entreverarlo de riesgo. Sin embargo, ahora los chiqueros lucirían también a un mosquito navarro, un toro que había teñido de sangre las calles. Eso cambiaba todo: un toro que tocaba carne era mucho más propenso a repetir su acción. Había ido a verlo al apartado -donde se ha procedido a separar los toros para la corrida de la tarde-, y su mirada se había cruzado con la de Lentejillo. Esos ojos de perdiz le habían atravesado el alma. Era un toro más pequeño y, en apariencia, menos duro que los miuras, pero aun así parecía extremadamente listo, de los capaces de aprender, de los que calaban rápido al hombre. Pero la inquietud del presidente habría de crecer aún más. Cuando se enteró de a quién le había tocado torear el mosquito, su desasosiego se convirtió en un nerviosismo casi histérico. Los tres oponentes de los de Zahariche eran diestros con clase. Tanto El Fundi como Juan José Padilla dominaban con creces todas las suertes, haciendo portentos tanto con los quites y desplantes como con las banderillas, para alegría de la plaza de sol. El primero era un certero estoqueador; el segundo, cuando quería, derrochaba galanura. Sin embargo, Lentejillo le había correspondido al tercero, a Ángel Gómez Escorial, de quien se decía que era valiente hasta traspasar las lindes de lo racional.
El empresario se hubiera sentado más tranquilo si el mosquito navarro le hubiera correspondido en suerte a El Fundi, maestro con más experiencia, o a Padilla, que tampoco quedaba rezagado en la suerte suprema. Sin embargo, con los bríos que destilaba Gómez Escorial, Lentejillo podía ser muy peligroso… El torero madrileño se había confirmado en Las Ventas en el año 1999, y desde entonces se desvivía por agradar. En Pamplona sólo había logrado encendidas palmas; ahora venía por los apéndices. Llegaba ansioso de triunfos -así se lo había hecho saber personalmente a quien le había contratado-, convencido de que el sexto de la tarde, Lentejillo, sería su salto a la fama; el animal que le haría salir por la puerta grande.
«Un torero había de ser valiente», pensaba el empresario, «tenía que ganarse uno a uno los cerca de 50.000 euros que iba a embolsarse, amén del pellizco extra, ya que la corrida se retransmitiría por televisión, pero, al mismo tiempo, inteligente, prudente y sabio. Sabio era el que tenía miedo al toro, sabio era el que tomaba distancias y, luego de catar, bebía hasta las heces del arte. ¿Sería Gómez Escorial suficientemente sabio?» El empresario creía, pero dudaba, pues Gómez Escorial era un libertino del valor. Y en un vano intento por calmar sus nervios, encendió un habano. Uno de los buenos, que la ocasión lo merecía.
Por fin, envuelto en cantos y risas, salió El Fundi a esperar a su primero, brindando al cielo en señal de recuerdo. Clara, en pie, aplaudía enfervorizada. Jaime, Lola y el inspector Ruiz, que acababa de llegar, no sabían decidir cuál había de ser su comportamiento. Al verla en pie, y desconociendo la relación de Clara con la tragedia, desde atrás le argumentó un entendido que no se molestase, porque el de Fuenlabrada no sabía torear.
– Pues es posible que lo que hace no sea toreo -le respondió otra señora, sin dar tiempo a Clara siquiera a intervenir-, pero le aseguro que este valiente hará callar hasta a los de sol.
Entre sonidos de trompeta y redoble de tambores fueron sucediéndose lances. El Fundi, ataviado con traje de luces de tabaco y oro, se esmeró con el capote y se prodigó con los palillos. Es costumbre añeja que este lance lo cubran los subalternos, hombres de plata, bien porque, aspirantes a matadores, desean lucirse y ganar puntos, bien porque, añosos y gruesos, tienen que ganarse el pan. Sin embargo, en Pamplona ponía los pares el maestro, un artista que, sabiendo que lo era, no se achicaba ni ante un miura sardo y cornalón que rondaba los 600 kilos.
Tras vistoso quiebro y cuarteos con ángel, el lidiador puso la plaza en pie. ¿Para qué querrían asientos?
– ¿Es o no es arte? -reprochó la dama al entendido.
– Mire, señora, si Bienvenida o Pepe Dominguín vieran esto, creerían que el diestro está haciendo ballet.
– ¿Y quién es Bienvenida? ¡Que en paz descanse! -replicó la señora. El caballero no contestó.
Aunque oía oles y palmas, el artista estaba descontento. Sabía que, con ganas y banderillas, no era suficiente. Le dolía que, entre los animales de esa ganadería de leyenda, le hubiera tocado en suerte un miura que manseaba con descaro. Intentó varias veces trastear el diestro, pero el astado huía de la muleta rehusando la pelea. Una media estocada, bien puesta, pues no había hecho falta descabello, había terminado una faena que fue premiada con alguna palma suelta, más de ánimo para el siguiente toro que de verdadero lauro.
El segundo miura era un soberbio toro. Al salir a la arena, de frente a la vista, no parecía grande ni gordo. ¿Dónde andarían los 614 kilos que pesaba? Al acercarse, Padilla se percató enseguida de dónde los guardaba. El burel era endiabladamente alto y no menos largo, tanto que el diestro dudó poder colocar el estoque en un sitio decente.
– ¡A por el tren! -le chilló un espontáneo.
«No es mala comparación», pensó el torero cuando sus zapatillas con duende pisaron la arena.
Juan José Padilla parecía un jardinero: tantas flores llevaba bordadas en su traje de luces. Y resultaba todo tan blanco que algún espontáneo le auguró la vuelta al cielo, con los ángeles. Ovación y vuelta al ruedo casi lo consiguieron.
Gómez Escorial, tercero en pisar la arena, vio desde chiqueros aquella pavorosa cabeza negra, los pitones astifinos que la adornaban, la altura desmesurada y la violencia con que pisó el albero. Ni siquiera cuando notó que miraba del mismo modo por la diestra y la siniestra se amilanó. Sin embargo, toro y torero no se acoplaron y la espada entró trasera y caída al tercer intento, lo que obligó a descabellar, también sin suerte.
– Una carnicería -se lamentó la señora.
– Ni que lo diga -se sumó el entendido-. Y es una pena, porque en los naturales ha estado sembrado. Así es este arte, primero eres un fenómeno, y luego te llenan de almohadillas.
– Bueno, jugarse el tipo, a sabiendas de que al menor descuido ocurre un percance, tiene su mérito. Escuche, le ofrecen una interpretación de Paquita el chocolatero los de sol. Hay otros, afamados, que se van de rositas y tan contentos.
– Sí, a esos a los que usted alude, señora mía -mismamente los de ayer-, habría que llevarles al cuartelillo y retirarles los emolumentos. Entonces las cosas cambiarían.
La banda tocaba sones, el sol Los 40 principales; la corrida aún era joven. Respetable y artistas, ganadero y prensa, esperaban que en la segunda parte la tarde se enmendara. Hasta San Fermín miraba expectante el ruedo. Para apoyar los buenos presagios, todos sacaron el avituallamiento.
Notando cómo un alud de olor entrampaba sus olfatos, Clara y Lola cruzaron la mirada. Rafael Moreno tenía razón. En albal o cazuelilla, con servilleta de hilo o de papel, vieron pasar ante sus ojos ajoarriero, tortilla fina, choricillos a la sidra, unos hermosos langostinos con su aderezo de ali-oli y bocadillos variados que viajaban junto a un añejo vino navarro y un cava muy fresco.
Frente a Jaime, que se puso de inmediato a la tarea, Clara y Lola tardaron en sacar su bocadillo. Los demás interpretaron el gesto como carencia: el resultado fue que no pasaron hambre. Sus vecinos de localidad -a diestra y siniestra, arriba y abajo- se sintieron obligados a compartir con aquellas hambrientas espectadoras parte de su comida. Pamplona resultaba ser uno de esos raros lugares en los que no importaba con quién te topases: todo el mundo comía y bebía como supuestamente mandaba Dios.
La segunda parte de la tarde iba discurriendo entretenida. El Fundi y Padilla se cedieron mutuamente los garapullos, viéndose violines, sesgos y cuarteos. El primero, entregado, recibió una oreja; el segundo, que puso todo su brío, la vuelta al ruedo, mientras era honrado con el laurel de la estima de Pamplona. Ya sólo quedaba el sexto de la tarde, el mosquito navarro a quien tantos, comenzando por Clara y siguiendo por Gómez Escorial, esperaban.
El torero, dejando en el armario el de repuesto, lucido en la Fiesta del año anterior, se había puesto un traje de luces color celeste. Sin embargo, al verse teñido de firmamento, cambió de idea, desvistiéndose y colocándose nuevamente el traje que Pamplona merecía: grana y oro, los colores de los valientes. Vestido así, unos momentos antes de la corrida, había acudido a la pequeña capilla de la plaza. De rodillas, apoyado con profunda humildad en el reclinatorio, había contemplado largamente la imagen de San Fermín. Tres veces le había librado de penas de alma y cornadas de cuerpo el Santo moreno. Por tres veces le habían pillado los toros en Pamplona, y en otras tantas había salido andando por su propio pie. Las gentes navarras decían que el Patrono sabía apreciar el valor en estado puro, y que, por eso, le había cogido cariño. En la misma pared, junto a la pequeña talla del Santo, se alineaban fotografías y estampas que otros toreros habían ido añadiendo en sus visitas. Allí estaban La Macarena, La Dolorosa, y también, a la derecha, el rostro doliente del Cristo de Medinacelli, regalo de Francisco Rivera Ordóñez. Ese Ecce Homo encendió nuevamente al diestro. Los ojos entornados del Cristo de los toreros, que narraban juntamente el precio de la sangre y la alegría del triunfo, le habían arrancado en más de una ocasión oraciones encendidas. Ahora parecían confirmar su ánimo.
Puesto en pie tras el placet del cielo, Gómez Escorial había salido muy concentrado. No había obtenido lo soñado de su primero, y por ello aguardaba ansioso a Lentejillo. El animal, ajeno al mundo, rumiaba sus nuevas penas en su cubil: acababan de ponerle su divisa.
Antes de la apertura de los infiernos, ofreció el diestro la última oración al patrón. Miguel Reta estaba quieto, parado en tablas desde hacía un rato. A su lado, siguiendo atentamente el discurrir de la corrida, se encontraba Antonio Miura junto al mayoral de su ganadería. Los tres esperaban absortos la salida del Carriquiri navarro.
De pronto, Gómez Escorial salió corriendo, dirigiéndose a la puerta de chiqueros. Había decidido recibir con una larga cambiada, a porta gayola. Del lado de sombra brotó un murmullo de excitación y miedo. La andanada de sol, más práctica, inició El rey de Pedro Vargas, pero al intuir el lance, retomó el silencio. Mientras México comenzaba a cantar en Pamplona, al torero se le desbordó el corazón, pero lo ató en corto: para recibir así, hacía falta sintonizar corazón y cerebro, y mantener ambos fríos.
Hincadas las rodillas en la arena, con ansias de triunfo, el torero extendió el engaño en el suelo, sujetándolo fuertemente con ambas manos. Era imposible predecir el lado por el que embestiría el toro y la pérdida del capote era frecuente.
Se abrió la puerta. Lentejillo, se lanzó al ruedo con ansias de recorrer el redondel completo, pero allí había un obstáculo. El animal vio de inmediato al torero, vestido de grana y oro, esperando para realizar el lance de capa que tanto prodigaba, pese al miedo. Tendidos y barreras, gradas, palcos y andanadas; todos, unanimidad en sol y sombra, sin que sirva de precedente, se pusieron en pie.
Desde preferencia, no podía apreciarse el rostro del lidiador, pero sí la brava carrera de Lentejillo, luciendo sus ojos de perdiz. Gómez Escorial percibió de inmediato que el animal se fijaba en la izquierda. Nada más ver sus intenciones, soltó la diestra. Sin embargo, aún vaciló unos instantes: había tiempo para tirarse hacia el lado derecho y evitar el encontronazo, pero aquel fugaz pensamiento fue sólo una tentación momentánea. Ahora era un artista castrense, dispuesto a servir a la patria del arte.
Cuando el astado metió la cara para vengarse del capote, Gómez Escorial lo hizo volar por encima de su cabeza, dándole la vuelta en un vistoso molino. Se elevó la capa por el aire, tremolando. Pasó el toro junto al torero sin rozarlo. Sin embargo, Gómez Escorial no se atrevió a repetir el lance en el tercio. Había olido a su oponente. Muy serio, el torero comenzó los primeros quites, calibrando al burel. Soltó enseguida el brazo derecho haciendo que el capote cantase coplas al ritmo de su vaivén. El toro, embelesado por el trapo, obedecía; el público, seducido, se entregaba por completo.
– Se guardaba para Lentejillo -dijeron algunos-. El chaval quiere salir por la puerta grande.
– Veremos, veremos -comentó el entendido melindroso y tiquismiquis.
Nada más ordenarlo la presidencia, salieron caballo y caballista a paso lento, hasta asentarse en su lugar. El peto resultó casi testimonial: a la segunda embestida cayeron caballo y picador. De nuevo la arena se tiñó de sangre. El segundo picador, vengativo, hizo su trabajo con una saña que el animal no merecía. A la tercera puya, la plaza abucheó a la presidencia, que cambió finalmente el tercio, aunque aún había quien pensaba que lo habían dejado un poco suelto.
Las banderillas pasaron, sin pena ni gloria, a manos de subalternos, pero enseguida retomó la batuta el maestro.
Antes de la suerte suprema, brindó el diestro al cielo la faena. Clara se levantó. Esta vez se arrancó el pañuelo rojo del cuello y lo lanzó al ruedo. El torero, al verlo, se acercó a recogerlo, escondiéndolo dentro del chaleco mientras lanzaba un beso a la dama. Las cámaras de televisión enfocaron su rubia melena ondulada y las lágrimas que adornaban sus ojos verde oliva. Lola se retiró hacia atrás; quería dejar a Clara el monopolio de su momento de gloria.
El diestro tomó la muleta con la izquierda, la mano de torear, preparado para conquistar Pamplona. Enfrente el mosquito navarro, mirando sin pestañear, luchando por su vida, dispuesto a completar su aciago día. La mano se movía con largueza y hondura provocando una avalancha de oles. Al natural, surgieron los muletazos cadenciosos, según los cánones, tan perfectos que obligaron al aficionado a dirigirse a la dama:
– Eso, señora mía, eso es arte; lo demás, cuentos.
Como si el torero lo oyera, engolosinado con el triunfo, siguió tirando de la embestida, embarcando templado, vaciando en el punto conveniente. Pero, en su euforia, terminó la tanda mostrando su brazo al toro. No era la primera vez que lo hacía, el mal gesto le había puesto en aprietos en otras corridas, pero Lentejillo no conocía la piedad. En un viaje pronto y sin tiempo para rectificar, el animal trató de infligirle una cornada. Para evitarla, el lidiador rodó por los aires cayendo de mala manera. El burel colorado fue a por él.
El asta color miel le pinchó primero el hombro y luego el lóbulo de la oreja, quedando la punta a escasos centímetros de la sien. Arrojando su aliento pajoso sobre la nariz del madrileño, el animal quiso hacer doblete, pero el director de la lidia estaba al quite.
Sacaron del círculo al herido, al son de lamentaciones y sorpresas. José Pedro Prados, El Fundi, a quien correspondía sustituirle, se preparaba para el asalto final cuando el empresario abandonó su localidad y bajó a pie de arena. Ya estaban allí Reta y Miura cuando llegó, pero sus ruegos sirvieron de poco. El torero madrileño se negaba a abandonar el coso. Se había puesto de pie al llegar al burladero; y mirando los daños, concluyó que no eran muchos. Le sangraba el hombro, pero no demasiado. Además lo movía sin dificultad: una nueva cornada que llevar con orgullo. Era un nuevo paso adelante, no un fracaso, sin embargo a él le sabía amargo; y riñendo con sus subalternos, consiguió que le entregasen nuevamente trapo y estoque.
– José Pedro, lo acabo yo -oyó Padilla.
– ¿Estás seguro?
– Sí, no te preocupes. Tengo el capotillo de San Fermín encima.
– No hay que abusar de las bondades del Cielo…
– Lo sé, pero puedo con él. He de quitarme este amargor de los labios.
Gómez Escorial llevó al toro hacia el centro, para que sol y sombra disfrutasen sin diferencias. Respiró hondo, y en casi una mueca, sonrió. Luego, en un desvarío, arrojó la muleta al suelo, y enfrentándose con aquellos ojos de perdiz, se lanzó a matar a las bravas, volcándose sobre aquel burel colorado, tan bravo que nadie hubiera apostado si alguno de los dos saldría con bien de aquel impresionante encuentro. Por suerte, San Fermín protegía. Con el corazón en la boca, en un alarde de torería, el matador emprendió viaje a cuerpo limpio con la espada. El toro, que estaba descuadrado, no humilló tras la estocada, defectuosa, y Lentejillo necesitó molinillo y descabello. Sin embargo, la plaza de sombra se llenó de pañuelos blancos, la de sol de banderas multicolores: ambas pedían lo mismo. Tras hacerse de rogar, la presidencia concedió la oreja.
Clara, llorando, aplaudía sin medida, chillando lindezas al torero. Lola y Jaime la miraron extrañados: parecía que Alejandro no hubiera muerto a manos de aquel mosquito navarro.
La cuadrilla se llevó al animal a rastras, marcando la arena, acompañado por el reconocimiento de los su tierra: palmas y orgullo. Miguel Reta permaneció silencioso, embargado por una sensación desconocida. Antonio Miura se pasó las manos por la cabeza. Otra corrida sin bajas. Para dar gracias a Dios. Padilla y El Fundi saludaron a los tendidos, llevando a su compañero, aupado por la cintura, en dirección a la enfermería.
– ¿Qué, está usted contento? ¡Vaya toros, vaya toreros! -dijo la señora.
– Descontento no estoy -confesó el aficionado. Pese a su carácter hosco, iba sonriendo.
El empresario dejó el burladero y se fue a la enfermería para que atendieran cuanto antes al maestro. Por merced del mismo Cielo, aquella herida en sedal, que sangraba poco, no acabaría como la de la mañana.
Las cámaras de televisión retransmitieron la imagen de la hazaña a todo el mundo. Alejandro no pudo ver muerto al asesino ni triunfante al verdugo. Su cadáver seguía en el Instituto Anatómico Forense, en una caja metálica y fría, cubierto por un sudario.
Sin prisas, la gente fue abandonando el coso. Clara, delante, y el inspector Ruiz fueron al encuentro de los toreros. Ni Jaime ni Lola les siguieron. Había sido un día aciago, repleto de temores extraños. Ambos enfilaron directamente hacia su amarra en La Perla.
– Tengo la sensación de que va a pasar algo -dijo Lola a su marido.
– ¿Algo más? -contestó éste.
– Sí. Creo que esto no es más que el comienzo de algo terrible.
– ¡Tonterías! ¡Sólo estás impresionada por la cogida! Ese animal colorado era el mismo diablo, pero ya está muerto.
– Yo no estoy segura de que todos los demonios se hayan ido.
Como Lola, el inspector Juan Iturri estaba nervioso. Aprovechando que el policía de la capital se había ido a los toros, se hallaba reunido con los miembros de su brigada, a los que se había sumado, motu proprio, el agente Galbis. Siguiendo el procedimiento, decidieron rastrear las pistas hábiles, e ir en busca de los vendedores de cocaína aunque, estaban seguros, eran legión. La cocaína era una droga muy demandada en las fiestas. El seguimiento les obligaría a trasnochar y a mezclarse con los indeseables. La mujer de Galbis llevaba fatal que su recién estrenado marido anduviese frecuentando bares after-hours. Él no le diría dónde iba, cuando llevasen más tiempo casados, ella tendría que aprender a soportar el peso de la verdad.
Las mujeres pueden ser excelentes amigas… (pero) en primer lugar hay que estar enamorados de ellas.
Ernest Hemingway
Fiesta, Cap. XIV
El 13 de julio la lluvia no estorbaba. No había viento ni hacía demasiado calor. Sin embargo, todos sabían que las favorables condiciones meteorológicas no mitigarían el peligro de la mañana, una amenaza aún más densa que la del día anterior: corrían toros de la ganadería de Cebada Gago, los animales más sangrientos de la historia del encierro.
Consumido el fin de semana, había disminuido el número de corredores; la afluencia de curiosos y espectadores era menor y podrían apreciarse muchos más detalles de las carreras y los toros. Lola y Jaime vieron pasar la manada desde uno de los balcones del hotel. Desde el día anterior, no habían tenido noticia de Clara ni del inspector Ruiz.
Los Cebada Gago apuraron Estafeta con ansia, como consumen recuerdos los eternos solitarios, como anhelan besos las bocas forzosamente cerradas. En poco más de dos minutos y medio se metieron en chiqueros, dejando tras de sí una nutrida colección de contusionados. Aunque, quizás por los aciagos acontecimientos de la víspera, los astados respetaron la integridad de los mozos, y no hubo cornadas.
A primera hora de la mañana, todo el mundo sabía quién era la víctima que ocupaba el número 15 en los anales del encierro. En las ediciones especiales de los diarios de la mañana -sembradas de fotos en blanco, rojo y negro toro- aparecían muchas imágenes en las que Alejandro Mocciaro era protagonista.
Tras el encierro, Lola y Jaime bajaron a desayunar. Encontraron a Clara muy seria, con el gesto perdido. No se había pintado, tan sólo un ligero toque de carmín en los labios. Trataron de animarla, pero la vacuidad de su mirada indicaba que aquella labor era imposible. Estaba absorta, rumiando penas y suspiros. Tomaron café en silencio, respirando olor a cera y evocando unos hechos que no podrían olvidar fácilmente.
Jaime recorrió la habitación con la mirada. A su mente no vinieron las piezas de Albaicín, ni las risotadas de Hemingway, sino historias de luto y silencio que, cuando eran críos, rememoraban jugando en las tinieblas del ático: duelos, asesinos escondidos bajo nombres ficticios, republicanos huyendo de sus verdugos, leyendas…
La aparición del inspector Ruiz les sacó de su ensimismamiento. El policía -que había partido temprano del hotel donde se había instalado, al parecer, en la habitación de Clara- presentaba un subido color. Su rostro congestionado y el amplio círculo de sudor que manchaba su camisa evidenciaban que había impreso a su carrera casi la misma velocidad que los bellos toros con divisa colorada y verde habían mostrado en Estafeta.
Los análisis de sangre de Alejandro Mocciaro acababan de revelar que el toro había concluido lo que una ingente cantidad de clorhidrato de ketamina había comenzado. La cocaína no había sido tampoco gran ayuda. La mezcla había hecho imposible que el mozo controlase sus reacciones.
– Clara, querida, ya tengo los datos. Los laboratorios forenses tienen los resultados de los análisis. Son malas noticias.
– No creo que sean peores que las que ya tenemos. Él está muerto.
– Es cierto que ya nada podemos hacer por el pobre Alejandro, sin embargo, podemos vengar su muerte. El toro no fue su asesino. Tu hermano no se hubiera dejado coger por él si no hubiese tenido el cuerpo lleno de clorhidrato de ketamina.
– ¡Ya os lo decía yo! -concluyó Clara sin dar muestras de interés-. La cogida no parecía normal. Alguien tuvo que hacer algo. La cuestión es quién, ¿quién le mató?
– Clara -argumentó Jaime-, el clorhidrato de ketamina es una droga. Hace algunos años se empleaba para anestesiar a seres humanos pero, en vista de los efectos negativos, dejó de usarse, aunque su empleo se mantiene en animales. De hecho, yo lo utilizo a menudo en mis experimentos con perros. Sin embargo, se puso de moda como alucinógeno. Utilizado en dosis sub-anestésicas, produce sensaciones nuevas, psicodélicas. Quien consume esta droga se introduce en un túnel genial de paredes líquidas, por el que discurre a toda velocidad, mientras se aleja del mundo exterior, se siente separado del cuerpo…
– ¿Y qué me quieres decir con eso, Jaime?
– Quiero decir que la gente consume ketamina buscando precisamente esos efectos. Es posible que Alejandro pretendiera…
– No, no es posible -respondió Clara-. ¡Esto son los sanfermines!
– Hace algunos años tuve que intervenir como experta en un caso por tenencia y comercio de drogas. Los procesados quedaron libres porque la ketamina todavía no había sido clasificada como tóxico en la Convención de…
– ¿Y a qué viene ese rollo jurídico, Lola?
– Te lo cuento porque se les detuvo en Pamplona, y ellos declararon que la droga incautada estaba destinada al consumo durante la Fiesta.
– ¿Me estáis diciendo que Alejandro se chutó esa droga antes del encierro? Sinceramente, no me lo creo. ¡No era tan estúpido!
– Es cierto -alegó el inspector-, la dosis era muy grande y estaba mezclada con cocaína en alta concentración. Nadie hace una tontería de ese calibre voluntariamente. Pero tú no te preocupes, Clara, estoy yo para investigar esto. Te acompaño a tu habitación, te arreglas un poco y vamos todos a Comisaría. Y usted, señora abogada, manténgase en su sitio. La policía dispone de sus propios expertos, no precisamos de su ayuda.
– Por eso no se preocupe, me quedaré en el hotel para no molestarle -contestó incómoda y altiva.
– De eso nada. Ambos vendrán a Comisaría. Necesito su declaración. Dentro de diez minutos les espero en la puerta del hotel.
Conminados por las prisas del inspector madrileño, antes del momento fijado Lola y Jaime se presentaron en el recibidor del hotel. El inspector ofreció hacer el traslado hasta la comisaría en sendos coches oficiales que aguardaban en la plaza del Castillo, ya que localizar un taxi era una tarea ardua y de solución dudosa. En el primero, viajó él, acompañado por Clara. Lola y Jaime fueron en un segundo vehículo, en el asiento trasero; en las plazas delanteras, se sentaban dos oscuros agentes, serios y cariacontecidos.
– ¡Ketamina! -pensó Lola en voz alta, despreocupada-. No es una droga común, aunque es obvio que tampoco Alejandro lo era.
– Bueno, es una sustancia más… ¿Cómo lo diría? Más elitista…, más aristocrática. Dicen que su consumo provoca un emborrachamiento de luz y tranquilidad, seguido, como todas las drogas, por una angustia feroz.
– Pensándolo bien -siguió Lola-, es muy posible que el comportamiento de Alejandro en la plaza y su encuentro con el toro se expliquen perfectamente por un viaje ketamínico. Lo único positivo es que probablemente no sufriera.
– ¿Y por qué habrá tomado esa droga?
– No lo sé. Es extraño. Además, el inspector ha mencionado que era una cantidad nada despreciable.
– Supongo que nos enteraremos pronto -argumentó Lola-. Con ese dato, la policía científica tendrá que intervenir. Harán las averiguaciones pertinentes y encontrarán al camello que le vendió la droga. Supongo que estaría poco cortada y todo fue una sobredosis…
– No lo sé, cariño, esto huele a podrido.
– El mundo de las drogas siempre ha olido así.
– No me refiero a eso, me refiero a la muerte en sí misma. Quiera o no Clara reconocerlo, Alejandro estaba enganchado a la cocaína y probaba otras muchas drogas, pero no era idiota: aún no había llegado a alcanzar ese nivel en que el consumidor se vuelve un completo mostrenco. No creo que se pusiese delante de un toro habiéndose chutado una buena dosis de ketamina. Una raya de coca sí, pero no una dosis fuerte de Special K.
– Tienes razón. Es bastante raro. Ya te decía yo ayer que esta situación me chirriaba.
– Y eso que no conoces todos los datos. El médico forense me comentó ayer que el cadáver presentaba un pequeño hematoma con orificio central en el glúteo izquierdo. Un pinchazo, en definitiva, que había sido realizado con la ropa puesta, porque tanto el pantalón como el calzoncillo presentaban una pequeña mancha de sangre. Es raro, por incómodo, que una persona se chute así.
– ¡Jaime! -exclamó Lola estremeciéndose-, ¿sabes lo que te digo? ¡Que esto parece un montaje!
– Sí, es cierto, pero recuerda que es un escenario real con muerto incluido. ¿Un montaje de quién y para qué?
– No lo sé. Pero ha sido muy raro desde el principio: la lectura del testamento en plenas fiestas de San Fermín; a Alejandro le coge un toro y muere; y luego todo este lío de la ketamina…
– En la lectura del testamento nos enteraremos de por qué en Pamplona y por qué en esta fecha… Aunque es muy probable que, habida cuenta de lo acontecido, el acto se suspenda.
– Es posible. Hagamos lo que tenemos qué hacer. Acompañaremos a la pobre Clara, ya que los trámites pueden resultar muy desagradables, y luego nos volveremos a casa.
– Sí, tienes razón, será desagradable para ella, salvo que esté desayunando con algún torero o flirteando con algún gitano canadiense para consolarse de sus penas.
– No seas sarcástica -contestó Jaime-. Por cierto, ¿no crees que deberíamos llamar a Gonzalo Eregui para informarle? Creo que tengo su teléfono en el listín del móvil…
– ¡Gonzalo! Sí, por supuesto, deberíamos haberle telefoneado antes, pero con la corrida y el lío de la habitación se me ha pasado por completo. Llámale enseguida, no vaya a enterarse por los periódicos…
Cuando Jaime fue a utilizar su móvil, el agente de policía que ocupaba el asiento del copiloto se lo impidió.
– Disculpe, pero le agradecería que no empleara el teléfono.
– ¿Por qué? -preguntó Jaime con candidez.
– Son órdenes del inspector Ruiz -alegó el uniformado.
Desde su puesto al volante, el otro agente añadió:
– No se ofenda. Es que las ondas electromagnéticas afectan a la radio y debemos estar permanentemente conectados. Aquí ocurre algo parecido a lo que pasa en los aviones.
– Perdone, no lo sabíamos -se excusó Lola.
Jaime dejó caer el móvil al suelo. Lola se inclinó a cogerlo. Su marido hizo el mismo movimiento. Hablando en un retaco de voz, él se dirigió a su esposa:
– Eso que ha dicho el policía es una supina tontería. Es imposible que el teléfono móvil interfiera su señal. Esto es extremadamente raro. Escúchame bien, Lola: si pasara algo, localiza a Gonzalo Eregui. Él sabrá qué hacer.
– No, Jaime, estas cosas no funcionan así. Agente -dijo Lola dirigiéndose al policía que conducía el vehículo-, le agradecería que parase el coche. Querríamos bajarnos. Iremos a Comisaría por nuestros propios medios.
– Ya estamos llegando; es más cómodo que vengan con nosotros, podrían perderse.
– No se preocupe -insistió Lola tozuda-, conocemos la ciudad. Detenga el coche, por favor.
– Me temo, señora, que eso no va a ser posible. Hemos recibido órdenes expresas del inspector Ruiz de conducirles a las dependencias policiales.
– Agente, salvo que vaya a detenernos (en cuyo caso tengo derecho a saber por qué y a llamar a un abogado), no tiene facultad para retenernos en este vehículo. No hemos sido convocados para presentar declaración alguna, ni nadie ha expedido contra nosotros una orden de búsqueda y captura. Únicamente hemos sido invitados por el inspector Ruiz a acercamos a Comisaría para acompañar a la hermana de un hombre fallecido. Así que detenga inmediatamente este vehículo o expóngase a una denuncia por detención ilegal.
– No me lo ponga más difícil, sólo les llevo a declarar.
– Pues si no es como imputados, no tiene derecho a hacerlo. Pare inmediatamente el coche.
– No será necesario -intervino el segundo agente-, ya estamos en Comisaría. El inspector Ruiz les explicará todos los pormenores de este procedimiento.
La comisaría de Pamplona, gris y metálica, era similar a otras muchas comisarías de España, salvo por el hecho de que la navarra estaba recién acicalada. Un concentrado olor a pintura reciente lo impregnaba todo. Lola estaba tan nerviosa y enfadada por el injusto trato recibido que casi ni prestó atención al entorno. Caminaba rápido, decidida a solucionar esa ignominia en nombre de la justicia. Por el contrario, el olor a disolvente afectó a Jaime. Cuando llegó a sus ojos azul verdoso, le obligó a llorar. No hablaba, aquellas diatribas jurídicas le habían anegado el alma sumiéndole en un voluntario ostracismo.
Les llevaron directamente a una sala donde esperaban Clara y el inspector Ruiz. Los dos agentes que les acompañaban pasaron también a la estancia. Ninguno de los presentes se levantó cuando entraron. La mujer parecía ebria de altivez, erguida en su silla, fumando cigarrillos caros, sonriendo maligna y cruelmente. El policía se mostraba casi triunfante.
– Adelante, siéntense, por favor.
– No, inspector -declaró Lola-, no me sentaré hasta que no me diga de qué va todo esto. ¡Sus ayudantes nos han impedido hasta usar el móvil! ¡Dígamelo ya, o nos iremos de aquí!
– Lo que ocurre es muy sencillo. Como les indique anteriormente, Alejandro Mocciaro estaba intoxicado con una altísima dosis de clorhidrato de ketamina cuando ese toro colorado le corneó. Existen, por tanto, indicios suficientes para pensar que se ha cometido un hecho que podría revestir carácter delictivo. En realidad, las pruebas parecen indicar que alguien le inyectó esa sustancia con ánimo criminal. Así mismo -el policía parecía disfrutar con el momento-, poseemos pistas suficientes para señalar a las personas que han tenido parte en esos hechos.
– ¡Qué rapidez! ¿Y quiénes son esas personas? -preguntó Jaime, con su habitual candidez. Parecía que acababa de despertar de un extraño sueño.
– ¿Es que no lo saben?
– Pues realmente no, inspector -contestó el médico.
– En ese caso, pregunte a su esposa.
– Inspector Ruiz -Lola estaba muy seria. En el aire tremolaba una peligrosa sensación, pero ella ocultó lo mejor que pudo su miedo. De hecho, su voz sonó firme-, ¿me está imputando algún delito?
– Tengo entendido que usted y el fallecido Alejandro Mocciaro eran compañeros de claustro.
– Sí, en efecto, lo éramos. Ambos explicábamos Derecho Penal en la universidad de Valladolid. Yo aún sigo haciéndolo.
– Por poco tiempo, tengo entendido.
– ¿Por qué dice eso, inspector?
– Según los datos que obran en mi poder, usted perdió hace unos meses su puesto de trabajo.
– No exactamente. No gané la oposición a cátedra a la que concursé.
– En efecto, la ganó Alejandro Mocciaro. Cuando él ocupara la plaza de catedrático, usted sería expulsada de la universidad donde llevaba trabajando más de quince años.
– Sí, eso es correcto. Diecisiete para ser exactos.
– Y usted está muy enfadada…
– ¿Qué es lo que insinúa, inspector?
– ¿Insinuar? No, yo no insinúo nada. Lo que voy a hacer de inmediato es aplicarle medidas preventivas.
– ¿Me va a detener? ¿Con qué indicios?
– ¿No le parecen obvios? Se enterará a su debido tiempo de los detalles.
– De eso nada, me asiste el derecho a ser informada de los hechos que se me imputan, las razones de mi detención y los derechos que me asisten. Por cierto, tengo derecho a asistencia letrada. Jaime, no diremos ni media palabra más. -Al dirigirse a él, Lola notó que la cara de su esposo era todo un poema, pero ahora no disponía de tiempo para sentimentalismos-. Quiero que sea avisado Gonzalo Eregui, abogado del colegio de Pamplona. También que se notifique mi detención a…
– ¡Cállese de una vez! -El inspector Ruiz se acababa de levantar. Sus enormes brazos se apoyaban en la mesa, permitiendo que su cuerpo se inclinara hacia el de Lola. Las venas del cuello se le habían hinchado, lo mismo que su rostro, que aparecía de un rojo subido-. ¡Aquí quien manda soy yo! ¡Yo diré qué derechos tiene!
– ¡De eso nada, es la ley la que lo estipula, usted no es nadie para…!
– ¡Si no se calla, mandaré que la amordacen!
– ¿Pero qué se ha creído? ¡Esto es una democracia constitucional!
Tras unos golpes en la puerta que no esperaron placet, se abrieron las puertas de roble y una riada ahogó las palabras de Miguelón Ruiz. El juez Uranga iba en cabeza. Tras él, su sustituto en la instrucción del caso, el juez Vergara, acompañado del forense. En último lugar, el inspector pamplonés Juan Iturri.
– ¡Iturri! ¿Qué coño quiere? -Naturalmente, el inspector Ruiz se encaró con el eslabón más débil.
– Acabo de informar a sus señorías del hallazgo de clorhidrato de ketamina en el cuerpo del finado Mocciaro y…
El juez Uranga tomó la palabra.
– Inspector, ¿por qué no nos ha informado de inmediato? Nos llegan alarmantes noticias relativas a la posibilidad de que esté usted pensando en practicar detenciones preventivas…
– En efecto, señoría, estaba en ello cuando ustedes han venido. Le informaba a doña Lola MacHor de sus derechos.
– ¿Cómo de mis derechos? -bramó ésta, mirando a su amigo con ojos suplicantes-. ¡Me estaba usted negando la asistencia letrada!
– Inspector -continuó Uranga, con tono pausado-, ¿cree tener indicios suficientes para acusar a esta mujer?
– Lo creo.
– Es ese caso, entiendo que esta conversación habría de ser privada y que los presuntos implicados deberían abandonar la sala.
– Yo lo que creo es que usted, señoría, se está extralimitando. Le recuerdo que ya nada tiene que decir aquí. En caso de que concurra alguna circunstancia que yo deba tener en cuenta, será el juez Vergara quien habrá de comunicármelo.
– En efecto, así es -intervino el nuevo juez-. Conteste a la pregunta: ¿qué indicios obran en su poder?
– Varios, señoría. En primer lugar, el acceso a la sustancia. Don Jaime Garache, aquí presente, ha confesado emplear habitualmente esa sustancia y tener almacenadas cantidades de la misma; en segundo lugar, el motivo: un cóctel de dinero, celos y envidia.
– Expliqúese, por favor -pidió el juez.
– Verá, señoría, doña Lola MacHor acababa de perder una cátedra que fue ganada por el finado: interviene la venganza. Por otro lado, si Alejandro Mocciaro moría, ella recuperaría su puesto y tendría la posibilidad de obtener la cátedra en segunda instancia. Además, hay un motivo secundario: los celos. Unos celos que le obligaron a dañar a la familia Mocciaro. Doña Lola MacHor, aquí presente, sabe que su marido está profundamente enamorado de la hermana del finado, doña Clara Mocciaro, también aquí presente…
– ¿Qué? -chilló Lola-. ¿Se ha vuelto usted loco?
El inspector Ruiz la despreció y siguió con su exposición.
– Ante hechos de tal gravedad, ante la alarma social que se creará al saberse que se ha cometido un asesinato en plenas fiestas de San Fermín, en un acto como el encierro donde cada día acuden tantas personas de bien, y ante la posibilidad de fuga, creo que tanto doña Lola MacHor como don Jaime Garache deben ser retenidos. Si quiere usted imponerlo, de acuerdo, no hay objeción, dicte prisión provisional; en otro caso, yo la detendré preventivamente.
Vergara miró a su antecesor y éste al suelo. El nuevo magistrado, que acaba de ser informado de la asignación de un nuevo caso y prácticamente ignoraba los detalles del sumario, permaneció en silencio, viéndose obligado a acatar todos los pronunciamientos del inspector madrileño.
Clara sonreía mientras el juez Vergara dictaba prisión provisional para ambos cónyuges.
– Quiero que tengan todas las garantías procesales, inspector.
– ¡Faltaría más! -contestó éste. Al juez el tono de su voz le pareció algo socarrón.
Hubieron de repetírselo tres veces. La bulla fuera de la sala era tan ensordecedora que ni siquiera en aquel despacho era posible hablar sin levantar la voz. A la segunda, Lola intuyó que aquello iba en serio, pero cuando lo oyó por tercera vez retuvo la acusación formal. Si Jaime lo escuchó antes, no lo manifestó. La imputación estaba formulada, expresa, comprendida, pero ninguno de los dos consiguió articular palabra. El juez Uranga, testigo por necesidad, continuaba mirando el suelo. Por el contrario, Clara se puso en pie, erguida sobre sus altos tacones rojo sangre, con la cabeza pina y la mirada desafiante, sujetando con ambas manos la correa de su bolso.
Lola cerró los ojos sopesando el surrealismo de aquella situación. Habían acudido a Pamplona para la lectura de un testamento en el que, a lo sumo, el difunto les legaría la propiedad de una colección de libros, sin más valor que el sentimental, y acababan acusados de asesinato. Jaime no pensaba. Trataba de digerir aquellas frases que, por fin, había conseguido escuchar: un juez desconocido acababa de acusar a su mujer de asesinato, inculpándole a él como cómplice. Como era frecuente en muchos hombres de ciencia, tratar con la ley le producía a Jaime cierta incomodidad. No solía cometer infracciones voluntarias. No aparcaba nunca en sitio prohibido ni rebasaba los límites de velocidad. Sólo en una ocasión había recibido una multa de tráfico: por circular a 52 kilómetros por hora en una zona con límite de 50. Desoyendo las protestas de su esposa que, conocedora de la ley, insistía en recurrir aquella sanción, Jaime había ido a pagar de inmediato los 160 euros.
Aquel sarpullido sentimental emergió en ese momento con toda virulencia. Sus ojos miraron suplicantes el rostro de su amigo Uranga. Al no obtener respuesta, ocultó la cara entre ambas manos. Producto de una educación espartana, Jaime no solía llorar. Llorar era símbolo de debilidad y de falta de hombría. Por su educación científica, se aferraba siempre a la razón y rara vez a los sentimientos. Llorar debía ser el último recurso, una tabla para náufragos desesperados. Sin embargo, esta vez se dejó llevar por la irracionalidad. Se sentía completamente perdido en un mundo de gestos desconocidos y amenazadores.
Cuando Lola vio cómo el policía arrancaba las manos de su marido de la cara y, colocándoselas a la espalda, le esposaba, un resorte oculto se activó en su interior y prorrumpió en gritos. Ilegalidad, falta de pruebas y otros términos jurídicos fueron seguidos por una tormenta de exabruptos que ni ella misma era consciente de conocer. Sin solución de continuidad, comenzó a dolerle el pecho, como si algún extraño ser oculto en su interior quisiera retorcerle el corazón. Al dolor, que irradiaba hacia el hombro y la espalda, le siguieron las náuseas y el vértigo. Guardó silencio.
Desde la lejanía, el agente que se aprestaba a llevar al detenido a la prisión de Pamplona veía cómo su tarea se hacía cada vez más incómoda: cada músculo del cuerpo de Jaime se revelaba contra aquella ignominia, cada fragmento de su espíritu chillaba desaforadamente, insistiendo en que debían atender a su esposa.
– ¡Le pasa algo! ¡Fíjense qué color tiene! ¡Eso es un infarto! ¡Llamen a una ambulancia! ¡Escúcheme, imbécil -rugió, dirigiéndose al inspector Ruiz-, o atienden inmediatamente a mi esposa o juro que al que tendrán que atender es a usted!
El inspector Ruiz saltó de inmediato
– Una talentosa representación, señora. Caballero, usted también ha estado notable, aunque su mujer le supera. Pero ambos se esfuerzan en vano: uno es perro viejo. Dejen de hacer el primo porque en esta ocasión no cuela. ¡Ah! Y tomo nota de sus amenazas, doctor, las incluiré en el informe. ¿Fue eso lo que hizo con el difunto señor Mocciaro? Dígame, ¿tanto vale la cátedra de su esposa?
– Sí, siempre has interpretado tu papel de mojigata y gazmoña a la perfección -agregó Clara, mirándola altivamente-. Pero tus días de actriz beata han terminado. ¿Y tú? ¡Realmente no me esperaba esto de ti, Jaime, con lo que yo te he querido!
Con voz entrecortada, cada vez con menos color, Lola intentó hablar. Lo consiguió mientras su frente se perlaba de gotas de sudor frío:
– Tengo derecho a que me examine un médico forense -logró decir.
El aludido intervino de inmediato.
– La señora tiene razón, está en su derecho.
El juez competente y su predecesor maniobraron también, poniéndose de parte del médico, quien agregó:
– Por otro lado, verdaderamente tiene muy mal aspecto. Creo que deberíamos llevar a esta mujer a un hospital y hacerle algunas pruebas.
– ¿Pruebas? -bramó el inspector-. ¡De eso nada! Estos dos no buscan otra cosa que ganar tiempo, quién sabe si buscando la posibilidad de una fuga. Examine a esta señora si es lo que cree que tiene que hacer. Luego, déle una aspirina y al trullo.
Lola siguió quejándose: sus manos asían cada vez con mayor fuerza su hombro y su pecho. Cuando se desmayó, aún escuchaba las ironías del madrileño y los gritos angustiosos de su marido. Pese a las protestas del policía, el forense impuso su criterio, aunque para ello hubo de apelar al manido argumento de la lluvia de denuncias que a posteriori se les vendría encima. El médico colocó nitroglicerina bajo la lengua de la acusada, trató de reanimarla y llamó de inmediato a una ambulancia. Llevaba mucho tiempo trabajando con cadáveres, pero aún recordaba los síntomas de un infarto de miocardio.
Cuando llegó la ambulancia, la detenida respiraba con dificultad. El personal de SOS Navarra ejecutó enseguida el protocolo, con las reiteradas interrupciones del inspector Ruiz, que seguía arguyendo que la asesina escondía bajo una máscara de dolor la férrea intención de escaparse.
– Presunta asesina -afirmó el policía navarro, que hasta ese momento se había mantenido en un discreto segundo plano.
Durante todo aquel tiempo, Juan Iturri había movido reiteradamente la cabeza en señal de disgusto. Según su criterio, aquella detención era prematura, por insuficiente y mal justificada. Por otro lado, aquel matrimonio no parecía responder al perfil de los asesinos por venganza. Todos los datos que obraban en poder del inspector Ruiz resultaban circunstanciales. Al morir Alejandro Mocciaro, su cátedra quedaba vacante, ciertamente; y el marido de la presunta asesina tenía fácil acceso a la droga, pero también era posible comprarla en la calle. Al mismo tiempo, existía un argumento de peso que el sheriff madrileño ni siquiera había contemplado: la hermana del muerto podría tener un interés crematístico, pues a su muerte heredaba un título nobiliario y un conjunto de propiedades dotadas de tentadoras rentas.
Juan Iturri se lo indicó al policía impuesto desde la capital. No obstante, en cuanto el nombre de Clara salió en la conversación como presunta sospechosa, el inspector madrileño montó en cólera. Fue un estallido sorprendente; tanto que media plantilla de la comisaría central dejó lo que estaba haciendo y se detuvo a contemplar aquella furia. Como si procediera a ejecutar un rito de purificación por la ignominia que el navarro acababa de pronunciar, el inspector Ruiz empezó a mover desaforadamente los brazos y a golpear con sus musculosos brazos muebles y paredes: de su boca salían ruidos extraños.
– Está bufando -dijo en voz baja un policía a otro.
– Eso intenta, pero con la voz de pito que tiene, lo que realmente hace es cacarear.
Las risas ahogadas llegaron a oídos del policía, calmándole momentáneamente. Con cien ojos pendientes de sus reacciones, el madrileño inició unos ejercicios de relajación, moviendo el cuello en sentido circular e insuflando aire en una bolsa de papel que llevaba cuidadosamente doblada en el bolsillo. Luego se dirigió decidido hacia el inspector Iturri. Comenzó fulminándolo con la mirada, continuó llenándole de improperios que, con su voz aflautada, sonaron menos gruesos, y concluyó en el mismo momento en que le informó a gritos de que quedaba retirado del caso.
Iturri no se dejó amedrentar. Sonrió mientras le decía:
– ¿Está usted seguro de que eso es lo que desea?
El inspector Ruiz se dio cuenta enseguida de su error. Sabía lo que pasaría. A partir del momento en que Iturri desapareciera, todos los agentes de policía dejarían de hacerle caso. Fingirían obedecerle, pero cumplirían lenta y defectuosamente todas sus órdenes, hasta conseguir exasperarle. No le quedó más remedio que recular y tolerar la presencia de aquel palurdo policía de provincias. Debía tragarse sus palabras sin que Clara notara que perdía la batalla. Pensaba pedirle matrimonio. Tras estos hechos, estaba seguro de que ella aceptaría. La dama estaba ya algo deslucida, pese a los múltiples retoques del cirujano plástico, pero tenía rentas saneadas y un título nobiliario. Con esos elementos y su nueva red de amistades, progresaría rápidamente en su carrera. Si esto salía bien, quizás algún día llegara a ser secretario de Estado o ministro…
– ¡Usted a callar! -exigió el madrileño, aniquilando con el deseo al inspector Iturri. Ninguno de los dos jueces allí presentes intervino en su defensa-. ¡Fuera de aquí! ¿Es que no tiene nada mejor que hacer que molestar con sus tonterías? ¡Vaya a buscar a algún criminal! ¿Qué pasa con esa aspirina? ¡Quiero aquí una dosis doble, de inmediato! ¡Al final, se escapará!
Juan Iturri calló, pero no acató. Sería policía de provincias, llevaría zapatos baratos y le sudarían las manos, pero, en lo relativo a su oficio, se contaba entre los mejores. Sus hombres, que eran quienes le importaban, amen de idolatrarle por su olfato de sabueso, sabían que cumplía de manera seria y profesional con su trabajo. No, no cejaría porque un agente visitador de gimnasios viniera a enmendarle la plana.
El médico de la ambulancia, por su parte, al ver cómo la tozudez del policía madrileño y su insistencia en la posibilidad de que la delincuente huyera interfería en su trabajo hasta casi impedirle hacer correctamente su labor, perdió definitivamente la paciencia:
– ¿Pero es usted idiota? ¡Cómo va a escapar si le está dando un infarto! ¡De la muerte habrá de huir si no nos damos prisa! ¡Quítese del medio! ¡Avisa al Hospital de Navarra -chilló a su subalterno-, llevamos una angina, quizás un infarto!
– De acuerdo, llévensela -cedió-. Iturri, que le acompañen dos agentes -ordenó con displicencia-. Le responsabilizo a usted personalmente de todo lo que ocurra. Si la detenida consigue huir, le prometo que se dedicará el resto de sus días a vigilar almacenes de alimentación. ¡Y el marido, de inmediato a la celda! ¡Ya!