174092.fb2
Aquél fue el peor verano de mi vida y, de alguna forma, también el mejor. Desde aquellos sanfermines he vuelto cada año a Pamplona. Poco a poco, la amargura que todos los 13 de julio sembraban en mi ánimo ha ido cediendo, dando paso a un sentimiento extraño, monocorde por un lado, arco iris por otro. Ahora, cuando se acerca el día, exhibo una sonrisa pacífica y algún que otro gesto mudo.
Pasado un lustro, puedo narrar aquellos hechos sin que mi corazón de vuelcos. Aquella situación fue terrible; en muchos sentidos, la experiencia más angustiosa que jamás haya vivido. Desde entonces, no soy la misma, pero creo que a pesar de todo fue positiva porque ahora soy mejor: más segura (o menos insegura), más fría y más feliz.
Del proceso judicial no hay mucho que contar. Tanto a Jaime como a mí nos pusieron en libertad enseguida, sin cargos y con una leve y magra disculpa. El inspector Ruiz desapareció de la escena con la misma celeridad con que pasan los momentos dichosos de las jornadas largamente esperadas. Sin embargo, éste no dejó huella. De él sólo recuerdo su deforme cuerpo de levantador de pesas y su voz de flauta afeminada girando alrededor de su incipiente calvicie. El resto, para mi dicha, lo he olvidado.
No hemos vuelto a ver a Clara. Hace tres años se enamoró de un guapo artista italiano con el que se casó. Tras la inmensa felicidad de ocupar las portadas de Hola y Semana, llegó la lluvia. El caballero vestido de Armani resultó un gay arruinado dispuesto a hacer cualquier cosa por mantener sus vicios privados. Aunque le había advertido varias veces de que el camino que había escogido conducía inexcusablemente a un reino en el que todas las caricias llevan precio, sentí sinceramente que mi vaticinio hubiera sido tan certero.
La intervención de otras muchas personas que entonces no conocía fue decisiva para llevar esta nave a puerto seguro. Sor Rosario, de la que habré de hablar largo y tendido, aún vive, casi tiene cien años. Sus ojos conservan su agilidad juvenil, aunque creo que, si Dios no se la lleva pronto, terminará levantando del suelo poco más de un metro. Según me dicen, continúa lavando su ropa interior cada noche y manteniendo caritativamente cortas las uñas de los pies. Juan Iturri, mi muy querido inspector, ha desaparecido del mapa. Me consta que sigue siendo policía, me consta que sigue siendo buen sabueso, pero ahora piensa para la INTERPOL en algún lugar desconocido. Nos envía una postal cada 7 de julio. No lleva firma ni texto, pero un análisis caligráfico nos diría con razonable seguridad que la letra que marca mi nombre y dirección es suya.
Del resto no hay mucho que contar, salvo que este año es nuevamente especial. Tengo 46 años y una barriga de seis meses. No pensé que a estas edades se tuviesen hijos. Al menos la gente normal. Los artistas de cine y las gentes del espectáculo, es conocido, hacen cosas extravagantes y excéntricas, como traer hijos al mundo fuera de tiempo. Yo pertenezco al vulgo, a las gentes ordinarias que trabajan para vivir y sueñan con la llegada de la noche del viernes, pero hay una criatura en mi vientre que me provoca ardor de estómago y un letargo casi enfermizo, amén de un sentimentalismo tal que creo haber recordado en estos últimos seis meses hasta el día de mi bautismo. Desde hace tres largas semanas estoy postrada en cama. El médico, con cierto tono socarrón, teme que la criatura se escape de su bolsa antes de tiempo para ver su primer encierro, pero yo sé que lo que le preocupa es que se malogre mi corazón, cada vez más delicado.
Creo que sobreviviré a este trance. No sé argumentar los porqués, pero estoy convencida de que el año que viene habrá un nuevo espectador del encierro, no uno menos. Sin embargo, estoy acostada y no puedo moverme. Por primera vez en el último lustro, me perderé el sexto encierro de los sanfermines. Jaime se ha llevado a los chicos a Pamplona. Como otras veces, se han instalado en La Perla: ahora es un magnífico hotel de cinco estrellas, el orgullo de Rafael Moreno, que mantiene sus bigotes canosos y empinados. Naturalmente nos hace un precio especial, porque en otro caso no podríamos permitírnoslo. No obstante, debo reconocer que a mí me gustaba más como estaba antes, con el fantasma de Albaicín tocando el piano y con Hemingway soñando con ser torero español.
Estoy sola en casa, esperando que la voz del encierro despierte y me narre los secretos de la mañana. La televisión está encendida, pero he bajado el volumen y apenas se oye un murmullo. No me interesa lo que cuentan, sólo espero el encierro.
A mi lado varias sentencias para estudiar, el Tribunal Supremo sufre de estreñimiento crónico, pero no voy a hacerlo. Tengo otro ataque de recuerdos rojos y blancos. Vienen a mi cabeza aquellos días en que era tan estúpida como para dudar del amor o creer que Pamplona es una ciudad rancia. De mis dos equivocaciones, la primera fue la más grave, aunque en realidad ambas eran la cara y la cruz de una misma moneda, por conocida no apreciada.
Hubo mucha gente amable que me sonrió a tiempo, pero, en realidad, no di las gracias convenientemente a nadie. Ahora voy a hacerlo, por si acaso los temores del doctor López se confirman y no hay ocasión. Y lo haré narrando cómo se gestaron aquellos hechos que fingieron empezar un 12 de julio, domingo, a las 8 de la mañana, cuando corrían los enormes toros de Miura y el pequeño y colorado astado de encaste navarro, pero que, en realidad, habían comenzado hace mucho tiempo…
No se puede vivir siendo un buey… Llevan una vida demasiado tranquila. Nunca dicen nada,ni hacen nada, se pasan el tiempo vagando de un lado a otro.
Sin embargo, los toros, ¡Dios mío, qué belleza!
Ernest Hemingway
Fiesta, Cap. XIII
Los primeros recuerdos me sumergen en una luz extraña, extremadamente blanca y gélida. Unas figuras silenciosas hurgaban en mi pierna. Supongo que me puse nerviosa y que, ante aquella nueva tragantada, no me comporté como se esperaba. Oí la palabra morfina en dos ocasiones. Inmediatamente sentí sus efectos. Eso no me impidió notar cómo escarbaban en mi ingle ni percibir cómo trataban de introducirme un catéter. Volví a agitarme e incrementaron la dosis. Me calmé y perdí, en aquel cielo artificial, la noción de la realidad. Cuando recobré la consciencia, estaba en otro lugar. También era blanco; y la luz, intensa pero fría, se enseñoreaba de todo. Aquella sala tenía formas redondeadas y era muy amplia.
En el centro se movían varias enfermeras. Desde mi posición, podía ver con claridad a dos enfermos: el primero -un anciano con un tono de rostro azul- se hallaba conectado a un buen número de cables y aparatos sofisticados. Parecía sufrir una lamentable agonía. Mi vista alcanzó a ver a un segundo paciente. A diferencia del anterior, se encontraba recostado en un cómodo sillón y leía apaciblemente un periódico. De no ser por la máscara de oxígeno y por la bata de cuadros verdosos, hubiera dicho que estaba ante un alegre y despreocupado jubilado que, sentado en la terraza de la esquina, esperaba que le sirvieran un vermú.
A mi derecha, había una mujer. No podía verla, pero sí oírla. Recuerdo bien la conversación: cómo guisar los caracoles, porque yo nunca he sido capaz de probarlos: sólo pensar que esas asquerosas babas se deslizan por mi garganta me produce náuseas.
Volví los ojos hacia mi propia persona. Me habían cogido una vía; aunque lo intenté, no pude leer lo qué estaba escrito en la bolsa de suero. Me habían conectado unos electrodos y me suministraban oxígeno, frío y constante.
Nada de aquello me sorprendió tanto como notar que alguien tenía sujeta mi mano. Aquel áspero tacto me resultó totalmente desconocido. Un escalofrío de aprensión recorrió todo mi cuerpo. Levanté la vista. Una monja, vestida como lo hacían antaño, con un uniforme y cofia blancos, me dirigía una franca sonrisa. Era una mujer de muy pequeña estatura, tan parva que parecía que la habían comprimido. Era vieja, pero sus ojos mostraban la juventud de un adolescente y denotaban agilidad.
– ¡Por fin se despierta! Empezaba a preocuparme -me dijo.
Me desconcertó oírla hablar. Su voz no estaba, como en otras de su gremio, modulada para leer salmos. Su sonrisa no venía plastificada ni su amabilidad me fue ofrecida en cápsulas mono-dosis. Por el contrario, aquella pequeña dama derrochaba un cariño espontáneo que me dio confianza desde el primer momento.
– Perdone, ¿dónde estoy? -le pregunté inocentemente.
Quizás la pregunta fuera retórica, pero yo necesitaba oír una voz amable y una respuesta racional.
– Está usted en el Hospital de Navarra, querida, en Pamplona. Esta estancia es la Unidad Coronaria, donde se tratan afecciones del corazón. El suyo ha dado un aviso, pero no es grave. Yo soy una de las hermanas de la Caridad que viven en el pabellón que está frente a la capilla.
– ¿En Pamplona? ¿Qué hago yo en Pamplona si vivo en Valladolid? Dígame, por favor, ¿está bien mi familia? ¿He tenido algún accidente?
– No se preocupe. Relájese. Todo puede arreglarse.
– ¿Es usted médico?
– ¡No, no! -rió la monja socarronamente-. No paso de enfermera, pero llevo aquí desde el año 36. Tengo experiencia suficiente para que se fíe de mí. He visto cientos de rostros, he amortajado a muchos chicos que venían del frente, luego a los tuberculosos, ahora a los enfermos de SIDA que nadie reclama… En fin, sé reconocer las caras, y la suya no da el perfil.
– Disculpe otra vez, pero no comprendo a qué se refiere. ¿De qué perfil me habla?
– Verá, lo que quiero decir es que no tiene cara de muerte. A ella se la ve venir; en el rostro, su visita es inequívoca. Pero a usted no se le ha acercado siquiera, así pues, tranquila.
– Pues me alegra mucho oír su diagnóstico, hermana… Permítame presentarme: me llamo Lola MacHor. No sé quién es usted, ni por qué está siendo tan amable conmigo. No crea que no se lo agradezco, pero me gustaría saber por qué no estoy en mi casa, junto a mi familia… Quisiera ver a mi marido. ¿Podría avisarle? Él es médico. Hace muchos años que se dedica a la investigación, pero estoy segura de que sabrá qué hacer. No se ofenda, por favor, pero me quedaría más tranquila si él estuviera aquí conmigo.
– No se acuerda de nada, ¿verdad?
– ¿De qué debería acordarme? -pregunté, mientras un estremecimiento recorría mi cuerpo.
La hermana de la Caridad respiró hondo. Y tras un tenso silencio, volvió a mostrar su sonrisa.
– Verá, Lola; a lo que le pasa, los médicos lo llaman amnesia disociativa.
– ¿Amnesia disociativa? ¿Me está usted diciendo que me he vuelto loca?
– Nada de eso, hijita, está usted muy cuerda. La amnesia disociativa es un trastorno transitorio. Ante una experiencia traumática, la mente se revela, negándose a almacenarla conscientemente. Lo he visto muchas veces en soldados que habían presenciado cosas horribles en el frente, o que habían matado a alguien por primera vez: sus memorias borraban aquellos incidentes.
– ¿Es que le ha pasado algo a mi marido? ¡Dios mío, no! ¡A Jaime, no!
– Tranquila, Lola. A su marido no le ha ocurrido nada… que no podamos arreglar.
– ¡Gracias al Cielo!
En aquel momento no percibí el peligro que manifestaba la exposición de aquella monjita pequeña y blanca. Yo tenía la mente fija en Jaime.
– ¿Podría usted, si es tan amable, avisarle? Necesito verle. Cuando él está, todo se arregla. Siempre es así, Jaime tiene ese don.
– ¡Qué alegría me da oírle hablar! ¿Llevan muchos años casados?
– Quince madre, y tenemos…
Me paré en seco, preguntándome por qué le estaba contando mis historias personales a una monja desconocida. Ella captó enseguida el gesto.
– Sé que estará usted pensando que soy una entrometida. Me imagino que se preguntará: ¿por qué le cuento las cosas de mi familia a esta vieja? Por cierto, me llamo sor Rosario. Pues me las cuenta, simplemente, porque yo soy la que está aquí, y en ocasiones hace falta hablar. Ya ve, me he colado. A mis noventa y dos años, no les he debido parecer peligrosa.
– ¿Tiene usted noventa y dos años?
Debía de estar ante un prodigio de la naturaleza. Me fijé mejor en su rostro. Los surcos marcados por el tiempo eran profundos, pero aquellos ojos vivarachos parecían negar las demás evidencias.
– Haré noventa y tres en mayo -prosiguió ella-. Ya estoy más allí que aquí. En mi Comunidad me dicen que, en vez de morirme, un buen día menguaré tanto que me esfumaré. Quizás sea así. En realidad, desde que cumplí ochenta y ocho, mis huesos empezaron a acortarse a marchas forzadas. Pero no se apure, tengo el cerebro intacto, lo mismo que la fe. Ella me dice que, si Dios me mantiene en el mundo, será porque me necesita para algo. Quizás sean usted y su marido el motivo. Porque ha de saber que ya tengo ganas de mudarme. Desde hace años, lavo mi ropa interior cada noche y mantengo cortas las uñas de los pies: así mis hermanas no tendrán que hacerlo cuando me amortajen.
– No quisiera que pensara mal de mí, sor Rosario. Es que estoy ofuscada. No entiendo nada de lo que aquí ocurre. Dígame: ¿por qué dice que se ha colado? ¿Es por el horario de visitas? Estoy segura de que, si es por ese motivo, a Jaime le dejarán pasar. Él no me pone nerviosa, todo lo contrario. Estaré mejor con él a mi lado. Y otra cosa, ¿por qué hablamos tan bajo?
– Me temo, querida niña, que voy a tener que ponerle en antecedentes. Pero ha de prometerme que no chillará ni llorará ni hará ninguna otra cosa que evidencie que yo estoy hablando con usted de esto. ¿Me ha entendido?
– Perfectamente, sor Rosario -acaté expectante.
Las ásperas manos de la hermana de la Caridad enmarcaron mi rostro. Sin saber por qué, se me llenaron los ojos de lágrimas:
– ¡Dígame, sor Rosario, por favor! -supliqué-. ¡Cuénteme qué pasa con Jaime!
– A su marido, querida, le ha detenido la policía. Le han conducido a la cárcel. Según me ha dicho uno de los agentes que custodian la puerta, un chavalillo simpático de Artajona, se le acusa de complicidad en un asesinato.
– ¿Jaime? ¿Un asesino? ¡Qué estupidez! ¡No podría asesinar aunque quisiera! ¡Es el hombre más pacífico del mundo!
Mientras rumiaba la información que sor Rosario me había proporcionado, guardé silencio. No duró mucho. Miles de preguntas sin estrenar se apelotonaron en mi cabeza:
– ¿Ha dicho cómplice? ¿Cómplice de quién? ¿Y por qué hay un policía en la puerta? ¿No será que…?
– Me temo que así es: él es el cómplice, usted la asesina -me aclaró-. Al parecer, usted y su marido habían venido a Pamplona a la lectura de un testamento. Pues bien, dicen que todo ha sido un montaje para cometer un asesinato y salir impunes.
Sonreí ácidamente. La información que me acababa de ser proporcionada produjo en mí un efecto tranquilizador. Aquello debía de ser una alucinación a lo Dalí. Resultaba imposible que esas cosas estuvieran ocurriendo. Definitivamente, mi enmarañado juicio sentenció que estaba dentro de una ensoñación estúpida de la que despertaría de inmediato, como suele ocurrir con todos los sueños, que son abandonados cuando las cosas se ponen razonablemente inaguantables.
Cerré los ojos, apretando fuertemente los párpados, y luego los volví a abrir. La fría luz de la habitación y el cálido rostro de sor Rosario seguían allí. Entonces el pánico se adueño de mí. Un sudor frío comenzó a cubrirme la frente y me entraron ganas de vomitar. Volví a cerrar los ojos. La angustia me coceaba impidiéndome pensar, sólo trataba infructuosamente de acompasar la respiración. Las arcadas se aceleraron y vomité sobre las sábanas. Mientras descendía de nuevo a los infiernos, en el centro de la habitación comenzó a sonar un pitido histérico. Dos enfermeras corrieron hacia mí empujando a la hermana de la Caridad, que se retiró a la fuerza de la escena. Nuevos vapores de sueño, nuevas arcadas, luego la nada blanca.
– ¡Lola! ¡Lola! ¡Despierte!
Sumida en un profundo sueño, cabalgaba por un paraje extraño en el que no había suelo ni cielo. Oí su voz que me llamaba, pero me limité a despreciarla. Iba a galope, perseguida por un caracol negro que estaba a punto de atrapar a mi corcel. Apenas me rozaba, pero algunas de las putrefactas babas que salían de su asquerosa boca me salpicaban. Sobre la bestia redonda cabalgaba una monja esmirriada vestida de blanco que me gritaba: «Arrepiéntase, asesina, o será peor».
– ¡Lola! ¡Lola! ¡Está usted ahí!
Esta segunda vez no pude librarme del hechizo de aquella voz que me arrastraba hasta la superficie de la conciencia. Con un movimiento resuelto, abrí los ojos.
– ¿Qué tal se encuentra ahora? ¡Ha sido una falsa alarma! Algo relacionado con la tensión arterial. ¿Me oye? -insistió la hermana-. ¡Respire hondo! ¡Todo va bien!
Naturalmente, la oía, pero no deseaba contestar y volví a entornar los párpados. Lamentablemente, al recordar el escenario, no pude contenerme y rompí a llorar en silencio. Cuando las primeras lágrimas descendieron por mi mejilla, sor Rosario comenzó a darme friegas en la mano.
– Niña, escuche. Yo creo que es usted inocente. Deseo ayudarles, pero necesito saber qué hacer. No soy más que una monja. ¡No sé nada de leyes ni de policía! Pero si usted me dice qué puedo hacer, y eso no va contra la ley de Dios, lo haré.
Cuando, entre gemidos ahogados, conseguí serenarme, le pregunté:
– ¿Por qué? ¿Por qué cree en nuestra inocencia?
– No crea que no respeto al Cuerpo de Policía que les ha acusado. Fíjese si lo respetaré que hasta enterré a mi padre, que en paz descanse, con el uniforme de gala y el tricornio. Pero creo que en este caso se equivocan: no tiene cara de asesina, y con cuatro hijos…
– No, hermana, esto no funciona así: son ellos los que tiene que demostrar que nosotros somos culpables.
– Si están detenidos, hija, por algo será. Alguna prueba creerán tener sus acusadores, digo yo.
– Sí, deben de tener alguna sospecha razonable sobre… sobre lo que sea. En todo caso…
– Mi mente jurídica despertaba de nuevo.
– Debemos saber qué tienen y, lo principal, a quién se supone que hemos matado.
– ¡Ah, eso sí que lo sé! ¡Lo han dicho en las noticias!
– ¿Ha salido en las noticias? ¡Entonces lo habrán visto mis hijos! ¡Qué horror, oír que tus padres son unos asesinos!
– No, no, tranquila. No me malinterprete. De ustedes no han dicho nada, sólo del difunto. Espere, he apuntado el nombre.
Sor Rosario se colocó en la punta de la nariz unas minúsculas gafas que llevaba colgadas de una correa negra. Luego, con ambas manos, empezó a enredar en los bolsillos de su impoluta bata blanca. De allí salió primero un rosario. Mientras me explicaba que era de la medalla milagrosa, y que tenía costumbre de emplearlo un par de veces al día, siguió perforando en los bolsillos hasta que aparecieron tres diminutos caramelos de fresa.
– Tengo ingresados a dos niñitos huérfanos -informó la monjita-. Son ecuatorianos, abandonados por sus madres en la puerta de la Comunidad. Estos pobres emigrantes acumulan ignorancia y pobreza, dos de los mayores males de la humanidad. Ha de saber que, cuando esté usted mejor y hayamos arreglado este lío del asesinato, le pediré un donativo para las misiones en las que trabajamos.
– De acuerdo -contesté, sin saber que, con su dulce maestría, nos sacaría después la mayoría de nuestros ahorros-, pero ahora sería bueno buscar el nombre.
Finalmente encontró varios trozos de papel que fue leyendo, dándoles vuelta cuando correspondía porque, salvo en el canto, estaban escritos por todas partes. Por fin exclamó:
– ¡Aquí está! ¡Ya lo tengo! Vamos a ver qué pone: Alejandro Mocciaro…
– ¡Alejandro Mocciaro!
– Así es, en efecto. ¿Le conoce?
– ¡Por supuesto que le conozco! ¡Es mi compañero de despacho!
– ¡Ah!, pues eso es malo.
– ¿Qué es malo? -pregunté, incrédula.
– ¡Pues todo! Es malo que le conociera y que trabajaran juntos. ¿Se llevaban bien?
Tardé en contestar. No nos llevábamos mal, aunque procurábamos evitarnos en la medida de lo posible. Ofrecí una respuesta capaz de cubrir el expediente.
– Eramos muy distintos en cuanto a nuestras convicciones, pero…
– Ya -terció sor Rosario-. Bien, vamos a necesitar que alguien nos ayude, porque yo de homicidios y cuestiones legales no entiendo nada.
– ¡Esto no puede estar pasando! -dije.
Dos de las enfermeras levantaron la cabeza. El paciente de la bata de cuadros bajó el diario y miró fijamente hacia el lugar del alboroto. Sor Rosario contraatacó de inmediato. Se puso en pie, colocó ambas manos sobre mi cabeza y, con intencionada y afectada voz, prorrumpió en latinajos:
– Ego te absolvo in nomine Pater et Fili et Spiritu Sancto
– ¿Pero qué hace, sor Rosario? ¡Me está dando la absolución! -protesté en susurros.
– En efecto, hija. ¡Es lo primero que se me ha ocurrido! Ya sé que no vale, que para eso se necesita un cura, pero estas dos enfermeras no tienen ninguna cultura religiosa, así que da lo mismo. Lo importante es que crean que hablamos de su alma y no me echen de aquí: ¡soy su única conexión con el mundo!
– Tiene razón. ¿Qué puedo hacer? Lo que no entiendo -alegué- es cómo hemos podido Jaime y yo causar esa muerte. ¿Ha oído usted cómo ha muerto Alejandro Mocciaro?
– ¡Naturalmente! ¡Es la comidilla de toda España!
– ¿De toda España? ¡Cómo sufrirán mis pobres hijos! ¡Mi madre estará histérica!
– No se comenta nada sobre ustedes, sino sobre el mozo fallecido y el toro navarro que le mató -aclaró sor Rosario.
– ¿Cómo? ¿Qué le ha matado un toro? Y entonces, ¿qué hago yo aquí y mi marido en la cárcel?
– ¡Ah, hija! ¡Eso ya no lo sé! Por eso le digo que necesitamos a alguien que investigue sin levantar sospechas. Yo no puedo ir muy lejos. Hace años que no abandono este recinto hospitalario. Dígame, ¿no tienen algún familiar, aunque sea lejano, en Navarra?
No contesté. La hermana de la Caridad me azuzó todo lo que pudo, pero no fui capaz de dar una respuesta.
– ¡Lola, que en cualquier momento viene el policía o las enfermeras y me expulsan! ¡Llevo ya cerca de media hora confesandola!
– Mi marido es navarro -respondí escuetamente.
– Entonces, seguro que tiene algún pariente. ¿Sabe si le queda algún familiar cercano a quien podamos acudir? -preguntó sor Rosario con su habitual desparpajo.
– En realidad sí, mi suegro -contesté reticente. Estaba convencida de que mi interlocutora juzgaría mal mis intenciones en cuanto terminara de responder a su pregunta, pero añadí-: Sin embargo, preferiría que se mantuviera al margen.
– No es momento para viejas rencillas familiares, ahora es tiempo de solidaridad. Dígame, ¿cómo se llama? ¿Dónde puedo localizarle?
Se lo dije. Ofrecí a una desconocida el nombre que hacía tanto tiempo evitaba pronunciar y la dirección que no frecuentaba desde hacía miles de años. Ella lo anotó todo en uno de sus papelillos reciclados y se despidió con otra pregunta. Miré al techo como tratando de obtener de allí la sabiduría necesaria para ser precisa en la contestación. Después bajé los ojos y me enfrenté a los de sor Rosario, que seguía mirándome con ternura.
– ¿Es usted católica?
– Lo soy, aunque me temo que debería ser más piadosa.
– ¡Estupendo! Le voy a dejar mi rosario. Le vendrá bien. Procure apaciguar su alma, en otro caso su corazón volverá a protestar y esa máquina infernal pitará. Intentaré contactar con su suegro.
– Será inútil -afirmé.
– ¡Ya verá como no!
No repliqué. ¿Para qué discutir? Habitualmente nada se saca en claro de discusiones bizantinas como aquélla. Además, tenía la convicción de que llevar la contraria a sor Rosario equivaldría siempre a una soberana perdida de tiempo. Poseía la monjita una habilidad, que casi rozaba el arte, para envolverte con sus frases simples, con sus diatribas eclesiásticas, con sus razonamientos tan poco racionales. Era mejor darle la razón y evitarse el trabajo.
– Si quiere intentarlo, hágalo.
– De acuerdo, ahora me voy. Y recuerde que Dios no pierde batallas. Voy a coger una gasa, para que crean que ayudo.
– Lo hace, madre -respondí, con emoción en los ojos.
– Lo sé, hija, me refiero a ayudar físicamente: del corazón no tengo ni idea. ¡Un día tengo que contarle cómo aprendí a poner inyecciones sin mirar los traseros de los mozos!
Y se despidió con un guiño. Ya se alejaba cuando me vino a la cabeza otra pregunta:
– Sor Rosario, dígame una cosa: ¿en alguno de los papeles de su bolsillo tiene escrito el motivo del asesinato? ¿Sabe, por un casual, por qué Jaime y yo querríamos asesinar a Alejandro Mocciaro?
– Supongo que… -contestó mientras trasegaba en sus bolsillos.
– Estará escrito en alguna parte -concluí.
– En efecto, aquí está. Motivo: cátedra.
– ¿Cómo? ¿Qué motivo es ése?
– Pues no tengo ni idea. A mí la palabra me suena a enseñanza, a educación, pero, que yo sepa, nadie mata por eso. No se inquiete, a la salida le pregunto al policía. Cuando me aclare, vengo y se lo cuento.
Ya sola, cerré los ojos intentando no dejarme dominar por las lágrimas. La memoria seguía reacia a ofrecerme imágenes nítidas con que entender aquel galimatías; mi mente no estaba mucho más despejada. Supuse que la torpeza sería fruto de la medicación a que me estuviesen sometiendo. Traté de no pensar en nada, pero la estampa de mi suegro se apoderó de mi cabeza.
Guardaba nítidos recuerdos de mi primera visita a Pamplona, la patria chica (y grande) de mi familia política. Con el tiempo, como el buen vino, aquellos acontecimientos habían ido ganando cuerpo y perdiendo virulencia. Creía que a estas alturas anidarían dentro del cajón que mi memoria destinaba a las crónicas simplemente desapacibles. Me equivocaba, aún contaban con toda su carga de hiel.
Sería muy útil para nuestra extraña cruzada que mi suegro cooperase, pero estaba segura de que nunca movería un dedo por mí. Sin embargo, eran los huesos de su hijo Jaime los que estaban custodiados en una celda de la cárcel de Pamplona.
Una enfermera pizpireta inyectó algo en el gotero. No se molestó siquiera en mirarme. Me sentí momentáneamente ofendida, pero no dije nada. Estaba detenida. ¿Qué pensaría aquella gente de mí? ¿Creerían que había matado a Alejandro Mocciaro? En tal caso, no sería de extrañar su actitud. Intenté consolarme como me había enseñado mi padre, con aquella frase que tanto le gustaba repetir: «Es mayor la libertad del preso que se sabe inocente que la del ciudadano libre que se sabe culpable».
Mi suegro nunca creería en mi inocencia. Para él, el apellido MacHor era maldito.
Pertenezco a una buena familia. Procedemos de emigrantes irlandeses que llegaron a Bilbao hace casi dos siglos huyendo del azote de Cromwell. Creo que al principio sufrimos las intolerancias y desprecios de los comerciantes del lugar. Luego aquello pasó. Pero, como suele ocurrir a menudo, los mismos que sufrieron la xenofobia fueron los primeros en aplicarla. Mis tíos y primos, ya políticos, fueron protagonistas de discursos y alardes nacionalistas donde la amada tierra de San Francisco Javier o San Fermín figuraba en el punto de mira. Mi padre, hombre pacífico y apolítico, había muerto hacía tiempo, pero mi suegro no vio más allá de mi apellido.
Jaime es heredero de una amplia saga carlista. Mamó ínfulas tradicionalistas y se alimentó de tradición, sin embargo, al verme, olvidó pedirme el pedigrí. Yo, por mi parte, no le examiné de la historia de Euskalerría. Simplemente, a la primera mirada, el amor disolvió el conflicto político. En cuanto investigó mi apellido, su familia me despreció. Pero Jaime no cejó.
Mi madre, por el contrario, aceptó a Jaime y odió a su familia: en mi casa siempre hemos sido más prácticos.
Nunca les he dado motivo para odiarme, pero cuando sor Rosario le llame dispondrán de uno: me he convertido en una asesina y he arrastrado a su hijo a la más asquerosa de las inquinas: robar una vida humana.
La plaza estaba llena de gente y los pirotécnicos estaban colocando sus castillos de fuegos artificiales para la noche… En la terraza del café había mucha gente. Continuaban la música y los bailes. Estaban pasando los gigantes y cabezudos.
Ernest Hemingway
Fiesta, Cap. XVIII
La tarde cayó dulcemente sobre Pamplona. No lo decían mis sentidos, en la Unidad Coronaria no había ventanas; tampoco la gente, allí hasta las sonrisas eran artificiales y asépticas. Lo contaba el reloj que pendía indolente de la pared de la entrada. Ahora que sor Rosario se había ido, ese instrumento constituía mi única unión real, objetiva, con el mundo.
Aquel contador era blanco, como todo lo demás en aquella sala. Todos me observaban con una curiosidad aderezada con algo de desprecio. Me resulta difícil expresar ahora mi estado de ánimo. Sabía que era inocente, y sin embargo, sentía una profunda vergüenza. Aquellos silencios, aquellas miradas furtivas eran el preludio de un juicio condenatorio. Es verdad que la ley se alía necesariamente con la justicia, pero no siempre lo hacen la sociedad y los ciudadanos. La presunción de inocencia es sólo un concepto jurídico. En la vida ordinaria, impera un principio mucho más simple: cuando el río suena…
El aire acondicionado combatía eficazmente la tórrida canícula, tanto que algunos pacientes pidieron que se redujeran sus embates. Yo ni siquiera me había dado cuenta del frío. Estaba concentrada en buscar razones y motivos para aquella locura. Tenía fiebre pero, aunque soy algo hipocondríaca, en ese momento la calentura no me preocupaba en absoluto. Los electrodos que tenía conectados no lo detectarían, pero sentía un dolor inexplicable en el pecho. Se trataba de una amargura profunda, de un sentimiento de honda frustración que penetraba hasta la más pequeña de mis células adueñándose de cualquier atisbo de esperanza. En realidad, es posible que aún guardara un poso de ese precioso néctar, ya que dicen nunca se pierde del todo, pero si era así, estaba tan escondido que parecía no alentar.
Tras entrevistarse discretamente con el policía de la puerta, sor Rosario había vuelto a mi lado para contarme los detalles de los que aquel joven de Artajona le había hecho partícipe. En previsión de que las enfermeras perdieran la paciencia y tuviera que irse de improviso, sor Rosario se había apresurado a anotar los detalles en una media cuartilla, esta vez sin estrenar. La información latía en mi sien sin descanso, anegando mi alma con la potencia de aquel grisáceo mar embravecido que lucía en el poster de mi despacho. «Se acusa a la detenida de matar al catedrático Mocciaro como venganza por lo acontecido en una oposición en la que él salió vencedor y ella perdedora. Y por celos por los fallidos amores de su marido con Clara Mocciaro, a quien él acosó sin piedad.
»El marido de la presunta asesina tenía acceso directo a la droga empleada, clorhidrato de ketamina, porque la empleaba en su laboratorio para anestesiar a los perros.
»Se había constatado que -con la excusa del fuerte respirar de uno de ellos- la pareja ocupó habitaciones distintas. Aunque se tomaba como prueba circunstancial, el inspector encargado del caso sostenía que ésta era una forma artera de enmascarar que uno de ellos salió del hotel, mientras que el otro permaneció en él con ánimo de construir una coartada fidedigna.
»Se ha dictado prisión provisional incomunicada.»
– De todas formas, hija -agregó sor Rosario, antes de retirarse a la paz de su Comunidad-, me dice el agente que una cosa es lo que se ve y otra lo que está debajo. La gente no está contenta con el modo de proceder del inspector madrileño. Dicen que está demasiado pagado de sí mismo y eso le hace despreciar detalles y dar por válidos hechos que no han sido suficientemente investigados. Resulta que el inspector de la casa, un tal Iturri, que es metódico hasta la manía y que está que se sube por las paredes ante su chulería, se ha puesto a trabajar sobre el asunto. Aquí todos le consideran un prodigio, así que dejémoslo en sus manos y en las de Dios.
– Sor Rosario, me he acordado de algo. Recuerdo nítidamente a Jaime diciéndome que si pasaba algo malo llamase al abogado Eregui. Gonzalo Eregui. Creo que sería bueno contactar con él y decirle cómo están las cosas. Él sabrá qué hacer. No es posible que esté detenida sin asistencia letrada.
– Lo haré, querida, de inmediato, pero ahora debe intentar descansar. Voy a anotar el nombre… Estoy convencida de que todo saldrá bien. Yo debo volver a mi Comunidad. Desde allí me pondré en contacto con su suegro y con ese abogado.
¡Descansar! ¡Quién pudiera! Lamentablemente, tras escuchar este cúmulo de despropósitos, me resultaba imposible. Eran tantos y tan absurdos los argumentos que me sentía incapaz de desmentirlos. Carecía de fuerzas y había extraviado mi ánimo en alguna callejuela pamplonesa. Sólo pensaba en mis hijos. En los mayores, que quedarían marcados de por vida por este suceso; en aquella criaturita que, ajena a estos acontecimientos, esperaba que mamá y papá le trajeran de Pamplona una muñeca china y un bocadillo de chistorra. Hasta que aquellos acontecimientos me enredaron en sus arteras redes, yo siempre había tenido una voluntad de hierro. Ahora era tan dúctil como un flan de arena de playa.
Lola, la mujer segura de sí misma, ambiciosa y orgullosa estaba tan abatida y doblegada que se conformaba con dormir, preferiblemente para siempre, si eso implicaba desaparecer en el negro olvido.
Las manecillas metálicas caminaban hacia las seis por la blanca carretera del reloj. El paciente de la bata de cuadros dormitaba sobre su periódico. Mi compañera de la derecha roncaba sin contemplaciones, soñando, supongo, con un plato de caracoles humeantes. Yo rezaba alguna oración atada a aquel rosario, supuestamente milagroso. Una enfermera se acercó a mi cama. Sin explicación, sin mirarme ni hablarme en modo alguno, me retiró los cables del cuerpo y soltó la bolsa de suero de su atadura fija, depositándola sobre la cama. Con el ajetreo, la clientela despertó y contempló la escena con curiosidad.
– ¿Qué pasa? -preguntó el más atrevido; yo no llegué a verle.
– Nada que a usted le interese, caballero -contestó la enfermera, después respondió a su pregunta-: Vamos a llevar a está señora a una habitación.
– ¡Qué bien! -Por la voz supe que la cocinera de babosas se había envalentonado y hablaba en voz alta.
– ¡Mejor así! ¡Que se la lleven! ¡Corremos grave peligro con ella aquí! Hace unos años hubo muertos en el hospital por un casó similar. ¿No lo recuerdan? -chilló, dirigiéndose a la concurrencia que escuchaba sin perder ripio-. Seguro que sí, ¡hagan memoria!: un terrorista se autolesionó en la cárcel y tuvieron que ingresarle. Por la noche sus compinches vinieron a rescatarle y mataron a dos personas.
– ¡Es cierto! -confirmó entrecortadamente otro paciente tras retirar la máscara de oxígeno que cubría su boca y su nariz. Con movimientos de brazos intentó otorgar más fuerza a sus palabras. Esta vez sí alcancé a verle-. Descerrajaron dos tiros a la pareja de guardias que custodiaban su puerta. Pero este caso es distinto. Esta señora es una presa común: se ha cargado a alguien de su trabajo.
A medida que aquellos individuos se convertían en masa sin rostro ni vergüenza, la conversación comenzó a animarse. Hasta las enfermeras dieron su opinión. Cuando un celador entró con la ingrata misión de trasladar mi camilla, algunos de los presentes me señalaron con el dedo sin el menor disimulo. Incapaz de soportar aquellos dardos emponzoñados, me tapé completamente con la sábana. Los demás aplaudían mi traslado con expresiones de júbilo. Yo lloraba sin tratar de ahogar mis jadeos. ¿Qué importaba ya que me oyeran?
El policía de Artajona se puso en pie cuando vio salir la camilla. Creo que estuvo tentado, pero se contuvo y no me dirigió la palabra. Se limitó, como era su obligación, a seguir a su peligrosa detenida hasta la habitación que me había sido asignada. Como le habían ordenado, me esposó la mano derecha a los barrotes metálicos de la cama y comprobó el cierre. Creo que aquélla fue una de las cosas que más me dolieron en aquel proceso. Al fin y al cabo, era la primera prueba de mi estado. Estallé:
– Toda persona privada de libertad será tratada humanamente y con el respeto debido a la dignidad inherente al ser humano. Artículo 10.1 del pacto internacional de Derechos civiles y políticos. ¿Conoce usted ese pacto, agente?
– Señora, yo soy un mandado. Hay creencia fundada de que usted puede sustraerse a la acción de la justicia.
– ¿Atada a un suero, medio drogada y convaleciente de un infarto?
– Lo siento, señora. Es lo que me han ordenado.
– De acuerdo, quiero hablar con un abogado.
– Tampoco será posible. El juez ha decretado su aislamiento. Se trata de evitar que pueda confabularse con terceros, desvirtuando la investigación que se está llevando a cabo. Cuando el inspector Ruiz así lo indique, se llamará a un letrado de oficio.
– Pero agente, eso es…
El joven policía ya no me escuchaba. No quiso saber nada más acerca de mi causa. Cerró la puerta tras de sí y permaneció en el exterior.
Cuando se me agotaron las lágrimas, comencé a examinar la habitación. Percibí con emoción que por un ventanuco elevado que estaba parcialmente abierto entraba una brizna de luz. Aquel trocito de cielo fue para mí como una experiencia mística en la que me regodeé largo rato. No sé cuánto, porque en aquella nueva celda no había forma de calcular las horas, lo que añadió a la angustia y a la inmovilidad un nuevo suplicio.
Algún tiempo después, unos minutos, media hora, entró una enfermera.
– ¿Podría devolverme mi reloj, por favor? -Mientras me dirigía a ella, la enfermera siguió trasegando cables.
– ¿Para qué? -contestó chistosa-. ¡No va a llegar tarde a ningún sitio! -Después de hacerlo, renació algo de su dormida humanidad y se arrepintió-. Preguntaré al policía. Quizás sea posible.
Mi Cartier de acero vino junto a la cena. Desprecié el alimento -ni siquiera levanté la tapa de la bandeja para saber qué habían preparado-, pero me emocioné al ver el reloj. Fue curioso cómo se me desbordó el corazón ante un objeto tan cotidiano, o quizás fuera por eso, porque era cotidiano, normal, ordinario, tan distinto de la situación. Los ojos se me quedaron prendidos de aquella fría joya. Pronto me di cuenta de que, entre el suero y las esposas, no podía ponérmelo. Opté por dejarlo sobre mi regazo, acariciándolo con solícito cariño minuto tras minuto. Me lo había regalado aquel mismo año Jaime para celebrar mis cuarenta años. Hubo una condición: que dejara de fumar. Lo hice, aunque habida cuenta de dónde y cómo me encontraba, debí de proponérmelo demasiado tarde.
Mientras maduraba la tarde, fui recordando: el testamento, la estocada de Gómez Escorial, el encierro, Alejandro, Clara, el inspector Ruiz… Todos como piezas de un rompecabezas averiado. Un galimatías que, aunque lo intentaba, no lograba descifrar. Junto a ellos, llegaban episodios de mi infancia, sueños imposibles, momentos de gloria, sonrisas y llantos. Los recuerdos se mezclaban irracionalmente, y por eso los relatos se desbocaban de continuo.
Tenía la cabeza espesa, torpe, vieja. La medicación que me inyectaban en el suero haría bien a mi corazón, pero me estaba destrozando el entendimiento. Miraba y palpaba el reloj con querencia, recurrentemente. La estancia se fue inundando de negras sombras. Avanzaba el tiempo. No obstante, como siempre, su devenir era relativo: fuera, en la Fiesta, caminaba a marchar forzadas; dentro, se resistía a comenzar la marcha.
De pronto el estruendo de un cohete rasgó el silencio. Volví los ojos hacia la pantalla metálica de mi reloj: faltaban cinco minutos para las once, la hora en que Pamplona bautizaba la noche con fuegos artificiales; el instante en que la Fiesta de charanga se tomaba un respiro y, cuerpo a tierra, hacía un paréntesis para ver magia. Aquel estruendo consiguió que -pese a todo- amagara una sonrisa. Sé que no es una novedad: todos los pueblos de España pintan sus fiestas con fuego. Sin embargo, cuando viví aquellas cantinelas tornasoladas en Pamplona, me parecieron únicas, cercanas, cariñosas. El espectáculo que presenciamos, firmado por Caballer, había sido magnífico, pero aquello no hubiera pasado de ser bulla en color sin la concurrencia de un peculiar elemento verdaderamente soberbio: el entorno donde aquel sortilegio se producía, un antiguo recinto amurallado del siglo XVI al que las gentes llaman la Ciudadela. En ella, antiguas troneras, fosos nutridos de dédalos, laberintos y rejas de las antiguas prisiones, compartidas por herejes de anteayer o republicanos de no ha mucho, exudaban historias de dragones y mazmorras. El Ayuntamiento había sembrado entre las antiguas piedras macizos de flores y césped que las gentes empleaban cada noche. Como si fueran cansados soldados de caballería o antiguos mercaderes, empeñados en meter sus mercancías de matute, los espectadores se sentaban o tumbaban en aquella verde alfombra para presenciar el espectáculo.
Sonreí recordándome junto a Jaime contemplando el cielo. Rememoré los dulces momentos pasados entre aquellos fosos. Sentada con las piernas cruzadas a lo indio, sintiendo el calor de Jaime que me rodeaba desde atrás con sus brazos. Las manos en mi cintura, los dientes mordisqueándome la oreja, muy juntos, consumiendo lentamente aquel cariñoso instante. Cariño; eso era lo que yo añoraba en aquellos momentos.
Los estruendos se sucedieron durante unos quince minutos. Traté de imaginármelos, rojos, verdes, malvas, serpenteando por el cielo en busca de alguna estrella. Finalmente el ruido caducó y con él mi ánimo. Sin querer evitarlo, volví a prorrumpir en amargo llanto.
Al rayar la noche, me trajeron algo para dormir y un vaso de leche tibia. Tras tomarlo, me sumergí en una madeja de sueños desordenados, pero el descanso duró poco. A las dos, estaba nuevamente contemplando el reloj. Me hallaba sumida en un estado de tristeza absoluta. Sollozaba, pero cada vez a intervalos más espaciados. Creo que nunca antes me había sentido igual. Se habían abierto los infiernos y yo me abrasaba en ellos sin saber exactamente qué misteriosa confluencia destructiva me había atrapado.
«En casa», razonaba con los ojos empapados de lágrimas nuevas, «todos estarían en la cama, durmiendo.» No sabía que haría Jaime. Nunca he estado dentro de una celda. Mi carácter es tan empírico que no podía imaginármelo. Pero sabía que estaría sufriendo. Quizás si yo muriese todo sería más fácil. Un buen abogado alegaría que yo había robado la droga de su despacho y que él nada tenía que ver. Aún era joven. Podía rehacer su vida. Lamentablemente, Clara estaría al acecho, aunque creo que, siendo un hombre inteligente, sabría elegir.
– Sí, creo que es mejor morir -dije en voz alta-. Seré culpable si ese inspector Ruiz se empeña en que lo sea. Justo ahora que he dejado de fumar, mi corazón falla. Quizás si me empeño, logre que llegue mi hora.
– ¿Su hora de qué?
No pude evitar sentir un escalofrío. Una profunda voz de barítono se inmiscuyó en mi tristeza. ¿Qué ocurría? «Definitivamente, esta amnesia disociativa no es sino locura», pensé. Permanecí muy quieta, conteniendo el aliento. Sabía que la voz que interfería mi duermevela era conocida, pero también peligrosa.
– Lola, decía que había llegado su hora. ¿Su hora de qué?
Decididamente, aunque me costaba, desaté los ojos. Sin atreverme a levantar los párpados por completo, los dirigí hacia el reloj: las tres. Estaba completamente aturdida. Levanté la cabeza y me topé con un rostro familiar. La penumbra enmarcaba levemente la figura del inspector Iturri. Tenía las gafas en la mano; sus dedos jugueteaban con ellas. Recuerdo que pensé que de cerca el policía no resultaba tan tosco. Hubiera podido pasar por un hombre culto y elegante de no haber sido por aquel fachoso bigote y su pelo fosco. Con un buen traje y una corbata, y algo de fijador, incluso resultaría un arrogante convencido de su valía. El sheriff madrileño habría quedado perplejo ante el cambio. Pero lo que recuerdo por encima de todo es cómo me fascinaron aquellos ojos verdes que me escrutaban sin piedad. En realidad, me sentí violada, robada, como si aquellos verdores saquearan mis entrañas. Con voz pastosa, protesté por la intromisión.
– Inspector Iturri, ¿qué hace usted aquí?
El inspector no prestó la menor atención a mi pregunta. Parecía preocupado por otra cuestión.
– Reconozco que es fácil abandonar. Cuando uno está acogotado por el dolor, la muerte se antoja dulce, vaporosa, atractiva… Pero no lo es. En realidad, la muerte padece una fealdad malvada. No piense en lo que no debe. No ha llegado su hora de morir, sino de levantarse.
– ¿Y a usted qué le importa? ¿Qué hace aquí? ¿Por qué entra sin llamar? ¡Aunque pocos, tengo derechos! ¿Quiere esposarme la otra mano? ¡Da la sensación de que no tiene nada más que hacer y desea pasar un buen rato burlándose de mí!
– No crea que esto me divierte, en absoluto.
– Entonces, ¿a qué ha venido?
– Quiero saber qué pasó. Necesito conocer su versión.
– ¡Pero si me han condenado antes de oírme!
– Nadie le ha condenado. Está usted en régimen de prisión provisional. Hay pruebas suficientes para implicarles a usted y a su marido. Si, como creo, se dedica usted al Derecho Penal, debería saber estas cosas.
– Sé de sobra que no hay motivos bastantes para detenernos, ni siquiera hay indicios racionales de criminalidad. Se han violado todos y cada uno de mis derechos constitucionales. Es más, si alguna vez esto llegara a juicio, debería anularse el proceso; no es más que una arbitrariedad del inspector Ruiz. Una arbitrariedad, no quito una letra. Y también digo sin falsía que mi marido y yo somos inocentes.
Me arrepentí de inmediato. ¡Cuántas veces había oído pronunciar cosas similares a culpables evidentes! Sin embargo, luego me alegré de haberlo hecho, pues respondían estrictamente a la verdad.
– Escúcheme, señora, por favor. Mi gente y yo tenemos una forma de trabajar. Es lenta y costosa; en ocasiones tediosa y deprimente, pero eficaz. En el caso que nos ocupa, carezco de autoridad y las cosas discurren por otros cauces. No he sido yo quien ha tomado la decisión de encerrarles, aunque es probable que lo hubiera hecho; eso sí, con otras formas. Así son las cosas, éstos son los bueyes con los que debemos arar… Sin embargo, ésta es mi tierra, y quiero saber quién comete los delitos, sobre todo si el resultado de los mismos es un asesinato. Por eso necesito hablar con usted. De manera extraoficial.
– ¿Me está diciendo que va a realizar una investigación paralela?
– No exactamente. En nuestros ratos libres, mis hombres y yo buscaremos nuevos indicios, indagaremos, tiraremos de todos los hilos… Si usted y su marido son inocentes, les recomiendo que colaboren. Soy su mejor baza. Conmigo tendrán más posibilidades de salir con bien de este asunto que con el inspector Ruiz. Los policías madrileños son grandes, buenos y sabios, pero están fuera de su zona y no conocen las costumbres ni las aprecian. Aquí somos… En fin, somos pueblerinos, incluso asesinando. Pero ha de saber que la vía que ustedes han emprendido no es la correcta.
– ¿De qué vía me habla?
– Pues le hablo de dos vejestorios disfrazados de progres intentando comprar ketamina.
– ¿Cómo? ¿De qué me está hablando?
El inspector, siempre con las gafas en la mano, me observó largo rato en silencio: clavó sus ojos en mí y me calibró como a un oponente nuevo. Debí de parecerle sincera. Debí de convencerle de que, en efecto, yo desconocía los hechos. Respiró hondo, se colocó las gafas y dijo:
– Hace más o menos una hora, he recibido la llamada de uno de los agentes de mi brigada. Estaba rastreando a los que trapichean con ketamina. Un confidente le había informado de que dos carrozas andaban preguntando por esa sustancia y fue a investigar. ¿Sabe qué se ha encontrado?
– No, ni idea. Pero estoy seguro de que me lo va a contar con todo detalle.
– Una señora de edad avanzada, acompañada por un caballero aun mayor (entre los dos suman más de ciento veinticinco años), se presentó a las dos de la madrugada en un bar de marcha preguntando quién les vendería unas dosis de ketamina.
– ¡No es posible!
– No, señora. Lejos de ser inaudito es bastante frecuente. Se llama amor de madre. Porque si no lo había adivinado, la dama en cuestión era su madre. Al parecer, su acompañante recibió una llamada del director del hotel La Perla informándole de sus… dificultades. Como puede observar, hasta la incomunicación tiene sus resquicios. A su vez, este caballero telefoneó a su madre, que se personó de inmediato en Pamplona.
– Mi madre… Rafael…
Las lágrimas volvieron a manar de aquel pozo que creí agotado. No hice el menor intento de frenarlas. El inspector Iturri no se arredró; permaneció con el rostro impasible, mirándome fijamente. No sé con exactitud si fue la mención de mi madre lo que me hizo llorar o si, por el contrario, fue pensar, luego me daría cuenta de que equivocadamente, que conocía la identidad del caballero que la había acompañado en aquel insólito paseo nocturno. Recuerdo que pensé: «¡Sor Rosario debe ser excepcional! Ha conseguido en unas horas lo que Jaime no ha logrado en décadas». Luego en voz alta, añadí:
– ¡Mi suegro! ¡Dios mío, hace tantos años que no le vemos!
– No, se equivoca; no estoy hablando de su suegro. Él ha enviado a un letrado a la cárcel para velar por su marido. Realmente no ha servido de mucho: también está incomunicado.
– Entonces, ¿quién acompañaba a mi madre?
– El caballero es otro amigo de su madre, abogado de profesión, que dice llamarse Gonzalo Eregui. Es famoso en esta Plaza, y por lo que me cuentan mis subordinados, conoce bien la ley. Además debe de apreciarles mucho a ustedes para meterse en un local así con su educación.
– ¡Gonzalo! ¡Cuánto me alegro! ¡Él sabrá qué hacer! ¿Les han detenido?
– No. Como usted sabrá (desde luego el amigo de su madre lo conocía al dedillo), la ketamina todavía no se incluye hoy dentro de la lista de drogas. Simplemente les hemos regañado. Su madre ha quedado alojada en su habitación de La Perla. Él tiene residencia en Pamplona.
– ¡Gracias a Dios! ¿Sabe algo de mis hijos? ¿Cómo está mi marido? ¿Qué ha dicho su abogado?
Iturri pareció no oír mis lamentos. Estaba trabajando y no quería que nada le distrajera.
– ¿Hay alguien que quiera perjudicarles? -me preguntó a bocajarro.
– ¡Por Dios, somos gente normal! -respondí-. ¿No sería mejor que se centrase en el muerto? ¡Él, que no era ni vulgar ni corriente ni normal, bien pudiera tener enemigos!
– Ahora no hablo con él, sino con usted.
– De acuerdo, perdone. Pero antes debo decir dos cosas.
– Adelante, diga lo que quiera.
– Respecto a Alejandro Mocciaro: todo son apariencias. Ha de saber que los que le conocíamos raramente le llamábamos por su nombre, y mucho menos empleando el título nobiliario que tanto le gustaba. En la universidad era Calzón IV, un mote aristocrático, pero no exento de socarrona ironía. Sé que, cuando alguien ha muerto, algunas verdades no pueden decirse, pero éste es un caso de fuerza mayor: el apelativo le iba al pelo. No era cosa mía, sino de todos. Debería enterarse de quién era en verdad el fallecido.
– Ya he hecho mis deberes, señora. Conozco las aficiones de su antiguo compañero. Tengo en mis manos su expediente, que incluye el sumario del proceso del que salió indemne. Conozco sus flirteos con las drogas y su implicación con menores. No se preocupe por ese extremo. Siga, por favor.
– Muy bien -contesté algo más animada-. Quiero decir que Jaime y yo somos inocentes; y saber qué piensa usted acerca de este punto.
– A eso no puedo responderle. Todavía no me he forjado una opinión. A pesar de lo que sostienen algunos, entre los que veo que usted se incluye, los policías profesionales no nos dejamos llevar por las apariencias sino por los hechos, que estudiamos minuciosamente. Sin embargo, los que bordean este caso son muy confusos. En ocasiones parece un montaje; en otras, realidad en estado puro. Por eso quiero que me cuente su historia. Por eso necesito que hable conmigo.
– Inspector, me han negado ustedes casi todos mis derechos, pero me queda uno: el derecho a no declarar contra mí misma.
– Lo sé, sin embargo es imprescindible que se olvide de la ley por un momento. Esto es extraoficial.
Tras barrer de mi cabeza una tras otra todas mis reticencias, le dije:
– De acuerdo. ¿Qué quiere que le diga? Le contestaré con sinceridad.
– No. Quiero que me cuente su historia a su manera, desde que empezó.
– Desde que empezó. ¿Y eso cuándo fue?
– No lo sé, pero estoy seguro de que durante las horas que lleva encerrada, habrá estado reflexionando y se habrá hecho una composición de lugar; empiece por ahí. En algún instante, la rutina se quebró como un vaso de cristal. En algún momento empezaron a suceder pequeñas o grandes cosas que le han conducido hasta este lugar. ¿Sabe a qué me refiero?
– Sí, creo saberlo.
– Adelante, voy a conectar una grabadora. ¿Está de acuerdo?
– ¿Tiene autorización judicial?
– No, señora, no la tengo. No servirá de prueba si eso es lo que quiere insinuar.
– De acuerdo, grabe si quiere. No tengo nada que ocultar, aunque conozco de sobra cómo pueden tergiversarse las palabras que uno pronuncia.
En la lejanía se veía la meseta de Pamplona, destacando en la llanura, y las murallas de la ciudad, y su gran catedral pardusca, y las siluetas de las otras iglesias. Detrás de las mesetas se alzaban otras montañas, y a cualquier parte que se dirigiera, la vista topaba siempre con otras montañas, mientras que hacia delante la carretera se prolongaba blanca y recta cruzando la llanura en dirección a Pamplona.
Ernest Hemingway
Fiesta, Cap. X
«No sé decirle exactamente cuándo me atrapó este sórdido asunto», le dije, «pero puedo contarle lo que sé.» Mentía. Supongo que todos los reos mienten. La mentira es algo así como la banda sonora en que nada toda desesperación; la melodía prohibida que se interpreta cuando el miedo se agarra a las entrañas. Mentí. Lo hice con orgullo, supongo que como todos los reos, pensando que en aquel frío valle en el que las falsas palabras se conjugan, yo era más hábil que aquel policía de pueblo que pretendía acongojarme en la habitación. Naturalmente me equivocaba. El inspector Iturri era sagaz. El cazador es más listo que la presa, esclava de sus mentiras encadenadas. Quizás porque él no ha de pagar el coste de tener el corazón roto y encogido por el miedo o la vergüenza, quizás porque el hombre de uniforme puede tararear el ritmo sin forzar la partitura.
Sonrío al recordar mi torpeza… Traté de componer una mentira creíble empleando retazos de verdad. Todo lo que dije se acercaba notablemente a la realidad, todg salvo que omití lo fundamental. Le narré los hechos accesorios e hice permanecer, toscamente oculto, el fundamental. Aguantó diez minutos, y me cortó.
– ¿Cuándo vamos a empezar, Lola? -me dijo con reproche.
– ¡Pero si llevo más de media hora hablando!
– Diez minutos. Ha hablado durante diez minutos, haciéndome perder el tiempo. Verá, mi ideal no es pasarme las horas en una incómoda silla de hospital escuchando las memeces de una señora pelirroja. No me interprete mal. Todo lo que usted dice es muy respetable, quizás hasta interesante. Pero a mí me importa un bledo su familia, la ciudad donde vive o el número que calza. Quiero que me diga lo que sabe, por su bien. En otro caso, me levantaré, me iré a casa y le dejaré en manos del inspector Ruiz. Y que Dios reparta suerte.
Afortunadamente, supe comprender a tiempo el juego. Sólo eran dos las opciones que se me brindaban, ambas peligrosas: Iturri o el inspector Ruiz. El primero deseaba atrapar al culpable: si llegaba a la conclusión de que yo lo era, acabaría inexorablemente ensartada en su anzuelo; el inspector Ruiz me quería a mí: era consciente de que emplearía su red para apresarme, fuera o no culpable.
– De acuerdo. Lo haré -respondí mirando fijamente aquellos ojos escrutadores de sabueso.
La voz me salía estropeada, cavernosa, envolviendo mis frases en un tono entre trágico y apócrifo. Al principio me costó hilvanar letras y silencios, luego cogí ritmo. No esquivé los desangelados días ni confisqué las noches que destilaban amargura. Abrí las compuertas y derribé los muros que contenían mis alambicadas miserias, empezando, naturalmente, por aquella famosa cátedra que había sido citada como causa preferente en mi detención. Cuando para muchos comenzaba una nueva y radiante mañana sanferminera, yo acabé mi peregrinaje hacia no se sabe dónde. Juan Iturri escuchó con atención las miles de palabras que vomitaron mi boca y mi corazón, palabras de amor y de odio, de sutil alegría y de densa tristeza. Las palabras de una vida que de la noche a la mañana se había convertido en un completo fiasco.
Las gafas de fea pasta marrón estuvieron en todo momento en sus manos o en su regazo. En varias ocasiones posé tímidamente mis ojos en el interlocutor que absorbía como una esponja mis palabras. Terminé por convencerme de que aquellas estúpidas lentes y aquel fachoso bigote eran un disfraz. Si alguien me hubiera preguntado, o lo hiciera ahora, por Iturri, sólo hubiera podido hacer referencia a las gafas pasadas de moda y a al mostacho canoso. Iturri no tenía facha de cura ni de tirano, no era ni alto ni bajo, ni grueso ni delgado; simplemente, no era. Sólo los ojos, verdes e infinitamente profundos, escapaban de su camaleónica personalidad: descubrían sus pensamientos como si fueran su perrito faldero. Eran capaces de contar desde una pálida caricia decimonónica a la más encendida de las cóleras; halagaban o condenaban con un único gesto.
– ¿Tan importante era esa oposición, Lola? -preguntó a bocajarro.
Por aquel entonces no estaba muy convencida. Yo que siempre había presumido de intuición, de genes de bruja irlandesa, debía haberme dado cuenta de que algo no iba bien. Sin embargo, fui incapaz de atisbar el peligro hasta que la tela de araña estaba tejida y me envolvía sin remedio.
– Sí, creo que todo empezó allí -contesté con tibieza-. Tras perder la oposición, me fui unos días de vacaciones. Me costó mucho volver. Siempre es difícil pisar el terreno donde has sido derrotado, pero a la rabia le puede la necesidad. Hasta que Alejandro tomara posesión de su plaza, la ocuparía yo, y necesitaba esa nómina. Gracias a Dios, no me encontré con nadie en la puerta de la facultad de Derecho, ni tampoco en los aledaños de mi despacho, de manera que pasé a encerrarme en él en riguroso silencio. Sobre la mesa se acumulaba el correo: revistas científicas, call for paper, cartas de solidario pésame… y una de un despacho de abogados de Pamplona: Eregui y asociados. El sobre tenía una soberbia apariencia: papel manila, membrete en relieve, lacre rojo…
– ¿Un sobre lacrado? Casi nadie emplea ya ese sistema. Es más sencillo colocar un trozo de celofán.
– Más sencillo y más eficiente: era un bonito lacre, pero estaba despegado; y el sobre, abierto.
– ¿Despegado? Pues no es frecuente si está bien puesto. Otra cosa es que se rompa. Quizás alguien intentó abrirlo. ¿Conserva el sobre? Si se manipuló, es seguro que dejaran un rastro.
– Lo siento, creo que acabó en la papelera.
– No se preocupe; continúe, por favor.
– Comencé a leerlo con cierta prevención. «Estimada señora», decía. Aunque pueda resultarle ridículo, deje inmediatamente de leer. Detesto ese tratamiento, me recuerda que los años me persiguen e ineludiblemente me alcanzan. Sin embargo, en este caso, más que dolor, el encabezamiento me produjo recelo. Cuando unos abogados se dirigen a ti con un «estimada señora» es más que probable que tengas que pedir consejo a otro abogado. Leí de corrido el texto, atragantándome con aquellas palabras escritas con tanto decoro. Cuando acabé, volví a empezar, sorbiendo pausadamente su contenido. El testador no era otro que mi maestro de profesión y vida: don Niccola Mocciaro. No podía creerlo. ¿Cuándo había muerto? ¿Cómo era posible que no me hubiera enterado?
– Un momento, por favor -me interrumpió nuevamente el inspector Iturri, apagando la grabadora-. ¿Se acuerda de lo que hizo usted con la carta?
– La guardé. De hecho, cuando vinimos me la traje para saber la dirección exacta del despacho Eregui, pero lo cierto es que esta mañana (quizás fue ayer, he perdido la noción del tiempo) la he buscado en la habitación del hotel sin encontrarla. El orden y yo no somos buenos amigos. En fin, no ponía mucho más de lo que le digo.
– Por ese extremo no se preocupe. Tenemos las copias del fallecido y de su hermana. Y la escritura de ustedes.
– ¿Puedo saber cómo y para qué?
– Hemos obtenido sus firmas del registro del hotel, por orden judicial. El documento que llevaba el finado tenía escritos dos números de móvil en el reverso. El primero es el de su marido; el segundo, figura como sustraído. Pero no se inquiete. El informe pericial caligráfico indica que los escribió el difunto, aunque, como digo, desconocemos a quién pertenece uno de esos móviles.
– Es decir, que ya hay un cabo suelto.
– En efecto, así es. Otro pequeño detalle, si es tan amable. Dígame, ¿no le desconcertó que les convocaran aquí? Al fin y al cabo, él vivía entre Madrid y Valladolid, como todos los legatarios. ¿Por qué entonces Pamplona?
– Yo formulé la misma pregunta. Me dijeron que había sido voluntad expresa de don Niccola que así se hiciera.
– ¿Y no le extrañó?
– En parte, pero sólo en parte. Don Niccola había vivido muchos años en Pamplona allá por los años 50. Acababan de inaugurar la universidad de Navarra y él vino como miembro del claustro con el fin de formar a los futuros profesores de la materia. Entonces esa universidad no era más que una semilla, hoy es un frondoso árbol reconocido en todos los ámbitos del saber. Creo que hizo muy buenas migas con los navarros y que mantenía relaciones muy cordiales con la universidad. Seguía siendo miembro de una sociedad gastronómica, a la que acudía una vez al año, tenía un abono para los toros… El abogado Gonzalo Eregui era amigo suyo desde entonces, y le nombró su albacea. Ese es un nombramiento marcado por la confianza y la amistad más que por cualquier otra cosa. En fin, aunque me extrañó, entendí que él deseaba, por algún motivo, que estuviéramos aquí, en la Fiesta que tanto le gustaba.
– Continúe, por favor. Me estaba diciendo que en esa carta se le informaba de la muerte de don Niccola Mocciaro y se le convocaba a la lectura de su testamento. ¿Qué hizo entonces?
– Pues ¿qué iba a hacer? ¡Llorar! Luego me fui a casa.
– No, Lola. ¡Así no me ayuda! Necesito conocer los detalles, conocerla a usted. Verá, en alguna medida los inspectores de policía somos como los médicos. Un buen doctor no te pregunta dónde te duele, sino qué te pasa. Y como tú no lo sabes exactamente, él te pide que le cuentes todo lo que te ocurre, porque es posible que un dato que para ti es insustancial, carente de importancia, a él le ofrezca la clave para hacer un diagnóstico certero. Cierre los ojos, imagine que yo no estoy aquí, y hable. Volveré a encender el magnetófono.
– De acuerdo, bajaré al infierno de los detalles… Verá, nuestra relación con el profesor Mocciaro era muy especial, le queríamos como a un padre, aunque, desde que se había instalado en Madrid, le veíamos menos. Jaime y yo sabíamos que don Niccola estaba enfermo. Nada nos había dicho, y nosotros nos abstuvimos de preguntar, pero cada vez resultaba más notoria su delgadez. No habían transcurrido más de tres semanas desde que nos habíamos visto. Un tono cetrino teñía su rostro. Jaime y yo nos asustamos, y le insistimos en que se quedara una temporada con nosotros. No hubiera sido la primera vez. «¿Y abandonar mi agitada vida madrileña?», protestó con ironía. Hacía meses que evitaba cualquier reunión social. «¿De qué vivirían las fundaciones? ¿De quién se reirían mis antiguos discípulos? Watson, sabes que no he nacido para vivir en provincias descoloridas», concluyó guiñándome un ojo. «Por favor, considérelo», repliqué. «Allí vive solo, aquí no lograría estarlo nunca. Me encantaría martirizarle un poco más con mis torpes preguntas. Y, además», insistí, poniendo toda la carne en el asador, «me lo debe. Ya que no voy a ser nunca catedrático, ni siquiera simple titular, al menos déjeme ser sabia.»
»Enseguida me di cuenta de que había tocado su fibra más sensible. Lo sentí de veras. No quería hacerle daño, sino obligarle a aceptar nuestra invitación, y demostrarle que nuestra amistad estaba por encima de aquella mala jugada. Cabizbajo, me prometió que vendría en breve. Pero nunca lo hizo, y no sé por qué. No pude evitar la pena y llamé a Jaime, creí que así disminuiría mi duelo. Nadie contestó.
– Siento volver a interrumpir su relato. Pero hay algo que no entiendo.
– Dígame qué es. Intentaré explicarme mejor.
– Me ha contado cómo se sintió al conocer la suerte de su maestro, con el que, según veo, mantenían un trato que excedía del meramente profesional. Él era el maestro, usted la discípula, sin embargo ha dicho textualmente «me lo debe». ¿Qué le debía?
– No recuerdo con exactitud lo que he dicho, pero sí el sentido. En realidad, si alguien estaba en deuda era yo, pero acababa de perder una cátedra que había sido ganada por su hijo y que yo creía merecer. Niccola Mocciaro no formaba parte del tribunal, pero tenía el poder.
– Le agradecería que me explicase ese extremo con detalle. No entiendo bien cómo funcionan las cosas en el ámbito de la universidad.
– Somos funcionarios como cualesquier otros, por eso es fácil de comprender. La plaza de catedrático no nacía ex novo, sino de la amortización de mi posición de profesor titular. Quiero decir que se anularía una titularidad y con ese montante, sumado a la nueva dotación presupuestaria, se crearía una cátedra. Inicialmente firmé yo sola la oposición. Siendo yo la que ocupaba la plaza que iba a salir a concurso y disponiendo de méritos suficientes, resultaba lógico el desenlace del concurso. Para agregar seguridades, los demás catedráticos del área habían dado informalmente su placet. Sin embargo, cuando quedaba poco más de una semana para que culminara el plazo para la presentación de solicitudes, contra todo pronóstico, Alejandro Mocciaro formalizó la suya. Cuando el rectorado discutía si dotar o no la cátedra de la que hablamos, Alejandro manifestó su disposición a presentarse. Alegó que era mayor que yo y que, por tanto, la plaza le correspondía. Me consta que su padre habló con él para quitarle aquello de la cabeza. Según el profesor Mocciaro, su hijo no estaba todavía preparado para una oposición así. Le advirtió que tener los mismos genes no iba a ayudarle en absoluto. Pese a todo, presentó su instancia y fue admitido. En cuando corrió el rumor, otras doce personas siguieron su ejemplo: ninguna tenía posibilidades objetivas de éxito. Algunas acudieron como mero entrenamiento, otras por aquello de que a río revuelto… Todas fueron eliminadas en el primer ejercicio.
– De modo que en el segundo quedaban dos candidatos potenciales.
– En efecto. Sé con certeza que don Niccola intentó que la plaza fuera para mí. De hecho, fueron muchas las lindezas que me dijeron (lo que no es muy habitual), y muchas las críticas que Alejandro escuchó (eso es corriente cuando a alguien no se le va a asignar esa plaza). En este caso, las críticas fueron objetivas. Era como si el tribunal justificara ante el profesor Mocciaro y el resto de la humanidad su decisión.
»Mientras que, uno tras otro, los insignes académicos vertían sobre él reproches y recomendaciones, Alejandro sonreía cínicamente, como si aquellas censuras le resbalaran. Antes de que quienes habían de juzgarle se retiraran a deliberar, pidió la venia para dirigirse al tribunal. Tras serle concedida, se acercó al estrado y entregó sendos sobres a los miembros que ejercían labores de presidente y secretario. Cuando retornaba a su posición en la sala de grados, se desvió ligeramente para entregar otro sobre idéntico a su padre.
»Tras tres horas de espera, en las que don Niccola fue telefoneado en varias ocasiones, el tribunal otorgó el grado de catedrático a Alejandro, mientras yo veía desvanecerse al mismo tiempo mi puesto de trabajo y mi orgullo.
– Don Niccola prefirió a su hijo…
– Ese fue el resultado, sí. Nunca he entendido bien qué pasó, pero, desde luego, ocurrió algo.
– ¿Supo usted después qué contenía ese sobre?
– No, nunca llegué a saberlo, pese a que se lo pregunté directamente al profesor. No quiso responderme. También me hizo desistir de la impugnación.
– No comprendo ese extremo.
– Es fácil de explicar. Yo no estaba de acuerdo con la decisión del tribunal. Entendía que sus miembros no habían actuado con objetividad y deseaba que otra instancia superior revisara la oposición.
– Sin embargo, no llevó a efecto esa impugnación.
– No. ¡Y no me faltaron ganas ni razones! Don Niccola me pidió que no ejerciese ese derecho y, por respeto a su persona, no lo hice. Entendí que, al fin y al cabo, Alejandro era su hijo. También me rogó encarecidamente, casi me ordenó, aunque ése nunca fue su estilo, que olvidara todo aquel asunto. Me dijo que él se encargaría de buscar otra cátedra para mí.
– Pero no lo hizo.
– No, no tuvo tiempo…
– Ahora tiene otra oportunidad…
– Si quiere verlo así…
– En fin, volvamos a la oposición. Permítame un comentario, no puedo evitar decirle que, además de la razón que acaba de exponer, hay otras posibilidades que pueden barajarse, por ejemplo que el joven Mocciaro hiciera mejor oposición que usted…
– Es posible, no puedo juzgar ese extremo, pero creo que usted no comprende de qué estamos hablando. Esta profesión es muy especial.
– Supongo que, como en todas las profesiones, en el ámbito universitario existirán unas reglas destinadas a discriminar qué individuos cumplen los requisitos y las condiciones necesarias para ocupar determinados puestos y cuáles no. Entiendo que, si bien los méritos que se evalúan en los cuerpos de seguridad del Estado son unos y los de la universidad son otros, al fin y a la postre estamos hablando de lo mismo. En su caso deberán medir la sabiduría, en el nuestro el servicio y la profe-sionalidad.
– Déjeme que le haga una pregunta capciosa, inspector. ¿Cree usted que el afamado policía de la capital, el tal Miguelón Ruiz, enlace con no sé qué ministerio, ha alcanzado tan magna posición por su refinado olfato, por su servicio a la comunidad o por su excelsa profesionalidad criminalística?
Iturri guardó silencio. Yo también. Como no recibí respuesta, seguí hablando.
– Los que creen que ésta es una profesión bucólica para gentes con gafas de miope, cuya existencia discurre entre la paz que otorgan los buenos libros y la reflexión pausada, simplemente han visto el nodo, pero no la película.
»Cuando es noticia, cuando sale en televisión, la universidad se cuida de mostrar la bella parafernalia, la liturgia antigua, las serias vestes académicas y los birretes de vivos colores, pero todo eso no es más que apariencia: donde debería haber nogal y arte, hay pasta policromada y mucho cuento. La liturgia de cada día es más bien ésta: largas mentiras soportadas con ánimo estoico y forzada sonrisa; ásperas y groseras discusiones, completamente alejadas del lenguaje cortés e ilustrado que cabría esperar; trapicheos, trueques, compras y ventas mercantiles, sobornos, chantajes… Y, por si esto fuera poco, una nutrida colección de puñaladas traperas. ¡Si usted supiera que hercúlea es la tarea de convertir a un sabio en catedrático!… Aunque, ahora que lo pienso, quizás sea más titánica la empresa de hacer de un catedrático un sabio.
– Me sorprende su ácido lenguaje, señora.
– Me lo imagino, yo también lo juzgaría agrio si estuviese en su pellejo. Pero lo que digo es la pura verdad. Si estuviera dentro, pronto caerían sus legañas. Por otro lado, es más que probable que ocurra lo mismo en su profesión. Ustedes, por ejemplo, salen en los desfiles sobre caballos blancos, luciendo medallas, pero no creo que esas condecoraciones sean siempre objetivamente otorgadas.
– Siempre no, claro. Pero no pintan bastos de continuo como usted insinúa. Las medallas son importantes, pero no tanto.
– ¡Qué suerte! Conjeturo que, debido a su vocación, sus vidas girarán en torno a palabras tan nobles como servicio, honor, dignidad, deber… En aquellos lejanos y añorados días en que el sueño universitario excitaba a sus vastagos, nosotros también aspirábamos a bañarnos en las mareas de la sabiduría, apetecíamos rozar aquel grado de excelencia que elevó a la fama universal a los sabios de Atenas, los legisladores romanos o los iluminados sacerdotes egipcios. ¡Era un hermoso sueño, paladear el néctar refinado! Era un bonito viaje en busca de El Dorado, de esa ilusión perpetua, porque, ya se sabe, sólo el muerto no puede aprender nada.
»Pero los sueños siguen siendo sueños. Hoy hemos perdido la vocación. Ahora ya no buscamos la sabiduría, sino los honores, las glorias, los reconocimientos; las subidas, en definitiva, de categoría y sueldo. La posesión de éstos pasa inexcusablemente por obtener una cátedra, aunque todo sea puro espejismo: tal y como está diseñado el sistema, una oposición no cambia a una persona; el que era débil, continúa siéndolo; el ignorante, también.
»Somos, en definitiva, una especie de vampiros. En público vestimos decentemente (siempre y cuando esta palabra se tome en sentido laxo); procedemos con compostura (en el más relajado de los sentidos) e impartimos nuestras clases de la mejor manera posible, es decir, sin llamar la atención ni por exceso de celo ni por defecto de forma. Cuando nadie nos ve, con alevosía, nocturnidad y (si cabe) saña, vamos en busca de sangre fresca; de una cátedra a la que hincar el diente, de un sueldo que chupar, de una posición que alcanzar.
– Es posible, Lola, que lo que le moleste sea la competencia. Dígame qué le parece esta nueva versión: usted deseaba pasearse sola por esa oposición y Alejandro Mocciaro le estropeó su momento de gloria. Ha tardado, pero por fin ha cosechado su venganza.
– ¿De qué competencia me habla? -respondí, sin hacer caso al dardo emponzoñado que me lanzaba-. ¿Me habla de la competición de los equipos de fútbol? Suponiendo que los arbitros sean capaces y neutrales, los clubes pueden mirarse a los ojos y decirse entre ellos: hoy has sido mejor tú, ¡llévate la corona de gloria! Mañana quizás lo sea yo, para ello voy a prepararme. Si habla usted de esa competencia, ¡bienvenida sea! Aunque ninguna ganancia se efectúa sin que otra persona incurra en una pérdida, los que intervienen saben que el sistema beneficia a todos, y especialmente al espectáculo. Pero no se engañe; aquí de lo que hablamos es de otro tipo de competencia. Esto es la arena romana. El emperador siempre tiene el pulgar inclinado hacia abajo. Es una lucha a muerte, vencer de una vez para siempre.
– ¿Y los maestros, esos ancianos catedráticos que siguen leyendo libros y formando equipos? ¿Y su maestro?
– Para ser justa debería decir que en ocasiones, pocas, te topas con algún ser puro. Pero apuesto la cátedra por la que supuestamente he matado, a que está disfrutando de su jubilación. Si estuviera en activo, no albergo duda alguna de que llevaría coraza y hoja de doble filo. Y aun así, todo depende.
»Puede que todavía empuñe su arma en pro de algún esponjoso discípulo cuyo éxito provocará en el catedrático un placer estúpido, pero del todo real: saber que, pese al paso de los años, aún conserva su poder. Digo que es un placer estúpido. Lo digo y me reafirmo porque la estadística no falla. Ese dulce y tierno discípulo que trae pastas el día de tu onomástica y te abre las puertas con sumisión y modestia te apuñalará por la espalda en el preciso momento en que, colmadas sus aspiraciones, ya no le seas útil. Así de cruel, así de real. La vida misma.
»Es posible que a usted o al policía de Artajona que está vigilando la puerta les resulte insólito mi lenguaje. Es posible. Pero si a alguno le extraña, es que sin duda nunca ha formado parte de la ilustre y magnífica corporación universitaria, donde morir no es tan terrible como perder el poder.
– Una corporación a la que lleva perteneciendo… ¿Cuántos? ¿Quince? ¿Veinte? -me interrumpió.
– Diecisiete. Sí, tiene usted razón. Estoy en activo y esa cátedra podría haber sido mía. Sin embargo, quizás sea inmodestia, pero…
– ¿Me va a decir que su perfil no coincide con el que acaba de describir? -me preguntó. Me estaba retando, pero yo no estaba preparada para combates de ninguna clase. Era mi vida la que estaba en juego y estaba muy cansada.
– Carezco de fortuna -le dije-. Aparte de mi casa, una docena de monedas de oro de Isabel II y un Ford Fiesta no poseo nada que me permita borrar de mi mente dinero para investigación, impuestos y deducciones de la cuota. Tener cuatro hijos no ayuda.
Me detuve unos segundos. Respiraba agitadamente. Mi cuerpo parecía haberse visto invadido por un tumulto de sentimientos. Sopesando el hecho de que mi corazón no pasaba por su mejor momento, Iturri se puso en pie y estuvo a punto de frenar en seco aquella charla; no lo hizo. Es más fácil atrapar a la presa cuando está acorralada. Me figuro que eso fue lo que le animó a continuar escuchando, atento, agazapado, alerta, como el paciente cazador que era.
– ¿Sabe lo que le digo, inspector? Que renuncio a pedir la admisión en ese club. No quiero ser catedrático ni acabar mis días con el estómago destrozado por la bilis. Renuncio a la carrera. Para siempre.
– No me lo creo.
– Pues debería. Al parecer, estoy esposada a una cama por haber sido tan insensata como para desear esa vida.
– Lo de las esposas… Ya sabe que no es habitual, pero… -el inspector Iturri parecía verdaderamente azorado.
– No se disculpe. No es importante -contesté sinceramente. Sabía que la orden no era suya-. Lo que sí lo es para mí es que me comprenda. Respecto a esa cátedra, tengo que decir que las cosas no son como parecen. No sé si me creerá, pero a veces los hechos se empeñan en mostrarnos la cara equivocada de las cosas. Le pido que me escuche: no es lo que usted piensa.
– No sabe lo que pienso, pero puede contarme lo que cree usted.
– No me tengo por mala persona. Nunca he sido cruel ni cínica. Soy suficientemente tonta como para que se me vea venir y suficientemente lista como para esquivar una estocada… En fin, lo que quiero decir es que no mataría por una cátedra. Nunca, jamás. Mi moral me dicta que matar es algo intrínsecamente malo; perverso en términos absolutos, sin paliativos. Pero es que, además, soy muy cobarde.
– ¡Ah, ésa es una razón de peso!
Al principio me pareció irónico, pero cuando seguí hablando, me di cuenta de que había dicho lo que pensaba.
– No se ría, por favor. Debo reconocer que, aunque mi conciencia llegara a persuadirme de que acabar con la vida de un ser como Alejandro Mocciaro carece de importancia, al pensar en la cantidad de cosas que podrían salir mal en el proceso, desistiría. ¡Por Dios, he estudiado criminalística! Sé con certeza que sembraría la escena del crimen con restos de ADN; y que, en el fragor de la lucha, dejaría caer alguna pista. En fin, el miedo me habría hecho desistir. En eso he salido a mi abuelo materno, un maestro de la valentía. No trato de convencer a nadie, por supuesto. Tampoco de reafirmar mi débil personalidad. Yo sé que no maté a Calzón IV, pero está muerto. Quien me conozca bien sabe que el móvil no es suficiente. Sin embargo, no hago más que preguntarme quién habrá sido. Inspector, ¿no se habrá tratado de una simple sobredosis? Diga Clara lo que diga, era un drogadicto.
– Ha estado muy convincente. Sin embargo, pese a lo que usted afirma, veo que esa herida sigue abierta y supurando.
Tenía razón. Me estaba jugando la vida, pero todavía seguía pasionalmente enfadada por un asunto que, en aquellos momentos, resultaba del todo intrascendente. Recuerdo que aquello me causó un profundo dolor. Él notó el daño, y cambió de modulación, y su mirada se volvió envolvente.
– Ahora, Lola, me gustaría que se calmase. Debemos continuar con la sistemática. Pondré una cinta nueva en este aparato y me contará qué decía la carta. ¿Quiere un poco de agua?
– Sí, gracias, me vendría bien.
Con una delicadeza que me extrañó, el inspector acercó un vaso de plástico a la cama.
– Lo siento, parece estar como una sopa -lamentó.
– ¡No importa! Estamos en julio… De acuerdo, veamos, ¿dónde llegábamos?
– La carta de los abogados…
Curiosas briznas perdidas del nuevo sol se posaron en el cristal de mi reloj proyectando un pequeño círculo de luz en la pared. No me había dado cuenta del tiempo que llevábamos hablando, pero si entraba luz, es que la noche había dado paso al día. Jugué mecánicamente con la esfera hasta enfilar la luz hacia los ojos del inspector. Aunque le miraba, no le veía; estaba en otro lado: lejos, muy lejos, en mi mundo.
– Señora… La carta…
– Sí, perdone… -dije ensimismada-. La carta anunciando la muerte de Niccola Mocciaro… ¿Sabe, inspector? Se acordó de mí y quiso que me quedase con la pluma.
– ¿Con la pluma?
En algún recóndito rincón de mi mente, alguna neurona enchufó la clavija equivocada. Comencé a hablar con voz hueca, como concha marina. Hablaba más para mí misma que para el inspector; él se limitó a escuchar con atención, mientras la grabadora seguía dando vueltas a su noria de plástico.
– En la carta se me informaba de que el profesor me había legado su pluma (la Parker roja con la que tantas veces le había visto escribir). ¡Cuántos recuerdos acudieron a mí! Al pensar en aquella vieja Parker, comprobé cómo me invadía la nostalgia. Yo, por mi parte, no opuse ninguna resistencia.
»Al tocar aquella estilográfica, desfilaron ante mí muchos de los acontecimientos que han conformado mi vida, escribiendo irremediablemente mi biografía: mis temblorosos pasos iniciales, mis altivas y orgullosas meteduras de pata, mis aciertos… Se agolparon imágenes de mi tesis doctoral, la primera oposición, el acta de mi matrimonio, el nacimiento de mi primer hijo… Lejos estaba de imaginar en aquel momento que también aquella pluma teñiría mis manos de sangre.
– Esa expresión es terrible…
Con esa frase, el inspector Iturri intentó intervenir, pero yo no se lo permití. Estaba en mi máquina del tiempo, reviviendo aquellos momentos mientras los narraba.
– Me formé con él, junto a él -continué-. Fue para mí un maestro, en todo el sentido de la palabra. Tenía yo veintidós años cuando le conocí, pero él me tomaba ya en serio. Pronto descubrimos que, siendo tan diferentes, teníamos muchas cosas en común. Por ejemplo, a ambos nos fascinaban los enigmas, tanto que terminó dándome órdenes por medio de jeroglíficos y códigos lógicos, y llamándome querida Watson.
»Don Niccola Mocciaro fue mi maestro en la ciencia y, aunque nunca trató de influir en ella, también lo fue de mi vida. Me quedé huérfana de padre siendo muy joven. Él fue mi padrino de boda y también lo fue del bautismo de mi primer hijo: pensamos inicialmente en que fuera mi suegro, pero, naturalmente, desistimos. Cuando me lo presentaron, yo proyectaba mi boda. Él, que acababa de llegar a Valladolid en calidad de catedrático, me mandó llamar. Cuando entré en su despacho, después de los consabidos golpes de nudillos, el profesor miraba por la ventana. Tuve ocasión de juzgar a priori a mi interlocutor. Me hallaba ante un hombre de notable estatura y fornido esqueleto. Incluso de espaldas exhibía un pegajoso atractivo. Cuando se volvió y me hallé enfocada por sus maravillosos ojos azules, recordé aquellos sones de María Dolores Pradera: “Fina estampa, caballero; caballero de fina estampa”.
»”Me han dicho que planea contraer matrimonio próximamente: craso error señorita”, fue su recepción. Sin embargo, no lo dijo en ese tono limpio y glacial que cabría esperar. No sé cómo, pero envolvió aquellas frases en la estola mullida de la recomendación de un amigo o de un padre. No me estaba anunciando una carrera mediocre si era tan estúpida como para anteponer los sentimientos a la razón. No, lo que hizo fue ofrecerme un consejo.
»”Aún no me conoce, don Niccola”, argumenté segura de mí misma. ¡Entonces era muy estúpida! “Tendrá que fiarse únicamente de mi palabra cuando le digo que no se inquiete: soy capaz de trabajar con ambas manos a la vez”. “De acuerdo”, me respondió sin dudar, “aceptaré su palabra. Ahora soy yo quien le ruego que confíe en mí: concédame un año. Haré de usted una profesora que valga la pena. Luego, invíteme a su boda: prometo hacerles un buen regalo”.
»No sé que vio en mí. Yo era una niña de provincias; él pertenecía al distinguido grupo cuya principal ocupación estriba en repartirse el mundo. Era una niña entonces, pero no una chiquilla estúpida. Sabía que comprar implicaba endeudarse y la mafia obligaba siempre a pagar. Esa era mi duda: ¿por qué don Niccola iba a empeñarse por mí, comprando favores que habría de devolver con intereses usurarios? Yo no merecía tal esfuerzo. Además, todos sabíamos que el profesor Mocciaro tenía un hijo, Alejandro, que seguía sus pasos en el Derecho Penal. Lógico era que sus mejores apuestas fueran para su vástago. Tampoco sabría decir qué descubrí yo en él. Sin embargo, me fié de su estampa, de su voz… Aquella relación, aquella química en el primer encuentro, me costó una gruesa riña con Jaime, que no entendía cómo un señor a quien no había visto antes podía interferir de aquella manera en nuestros planes. Tanto se ofendió que, sin advertírmelo, se fue a hablar con él. Salió de allí fascinado, como yo. No volvimos a hablar del tema: retrasamos nuestros proyectos exactamente un año y medio. Algún tiempo después, la víspera de la lectura de mi tesis, le formulé la pregunta que desde aquel día rondaba mi cabeza: «Don Niccola, ¿por qué yo?» «Bueno, querida Watson», contestó con su habitual ironía, «¿por qué no?» Tras mi obtención del grado de doctor, un año después de nuestra primera conversación, Jaime y yo le regalamos aquella Parker. Nos costó seis meses de sueldo, pero valió la pena. Cuando vio aquella antigua pluma roja -idéntica a la que sir Arthur Conan Doyle había empleado para escribir las historias de Sherlock Holmes- perdió la compostura. No dijo nada, pero se emocionó y nos envolvió a ambos con un franco abrazo.
»El día de la lectura de mi tesis, conoció a mi madre. El flechazo fue inmediato, pero el corazón de mi progenitora se había vuelto de piedra. Llevaba ya bastantes años viuda pero había cerrado voluntariamente su álbum de fotos. A pesar de eso, don Niccola no perdía nunca la ocasión de verla. Nosotros solíamos ser su excusa, de modo que nos tratábamos dentro y fuera de la universidad. Nuestros hijos le adoraban. Nada más entrar en casa, ellos se ponían en fila para recibir un pasaje de avión, cosa que hacía empleando los dos brazos simultáneamente mientras me decía: «Querida Watson, no te inquietes, esto es pura física: no se me caerán».
»En fin, éramos casi una familia, aunque él tuviera otra de que ocuparse y yo me empeñara, para evitar cualquier maledicencia, en no apearle nunca el tratamiento.
– Es cierto -terció Iturri-. Él tenía su propia familia, concretamente dos hijos. ¿Cómo se llevaban?
– Nunca hablaba de ello, pero no hacía falta ser un superdotado para notar que sufría por sus dos hijos. Alejandro y Clara dilapidaban juntamente nombre y patrimonio.
– Hábleme de Alejandro…
– Qué quiere que le diga: tenía el encanto de la aristocracia decadente. Estaba orgulloso de su estirpe. Hablaba sin parar de sus antepasados, dogos en la época de esplendor de los estados italianos; de su madre, Andrea, nacida princesa (nunca dijo exactamente de dónde); de sus tierras en Mira… Pero todos aquellos afectados relatos se contraponían a su afición por lo sórdido, lo deshonesto, lo escandaloso, incluso lo vulgar. No es nuevo: la condesa emparejada con el torero; el marqués con la tonadillera… Mantener el afectado, casi amanerado, tono del sibaritismo y, simultáneamente, meter los pies en el fango. Ése era Alejandro.
»Adoraba a las prostitutas y a los chaperos; se codeaba con sus chulos en franca camaradería; trapicheaba en el sub-mundo de la droga; pasaba, sin solución de continuidad, de su exquisito apartamento a las chabolas de los delincuentes de todo tipo. En no pocas ocasiones, don Niccola hubo de sacarle de una celda. Menudeaban las veces en que el profesor desayunaba con el rostro de su hijo impreso en la portada de El Norte de Castilla, periódico por excelencia en la capital del Pisuerga, y no precisamente por algún mérito académico.
»No obstante, Alejandro no solía descuidar sus compromisos laborales. Puntualmente sus pies pisaban el aula a la hora acordada y en el día oportuno. Tenía pocos alumnos. Yo solía recoger a los que, hastiados, pedían cambio de turno con tal de variar de profesor. Habitualmente aquellas renuncias no se debían a quejas sobre su talla docente. He asistido a alguna de sus clases: Alejandro había heredado de su padre la brillantez expositora y la capacidad de síntesis. Los cambios se debían a la propia materia. Le encantaba encarnizarse en la violación, el estupro, el incesto… En fin, ensañarse en todos los delitos de naturaleza sexual que florecieran en el Código Penal.
»Sus escritos versaban irremediablemente sobre la penetración, en cada una de sus vertientes. Tanto que se le consideraba experto en la materia en grado tal que era llamado como perito en aquel pequeño volumen de casos en los que una violación llega a un juzgado. Obviamente, siempre era requerido por el reo, puesto que la teoría que Alejandro sostenía era que una penetración provocaba siempre un deleite en la víctima, placer que no llegaba a anular por el hecho de que la fuerza o el dolor fueran simultáneamente ejercidos. En el campus se comentó hasta el extremo el testimonio que prestó en el juicio por violación y asesinato de una niña de nueve años.
»Aquellos hechos llenaban a don Niccola de tristeza, pero no decía nada. ¡Pobre hombre! Le aseguro que no se lo merecía.»
El inspector seguía aquellas confidencias con atención. Fuera el día había estallado. Los rayos comenzaban a penetrar por el ventanuco. Había ido poco a poco olvidándome de que Iturri estaba allí. A medida que me liberaba, mi cuerpo lo hizo también. Sin embargo, cada vez que trataba de gesticular, el suero o las esposas me lo impedían.
Juan Iturri se levantó y, dejándome con la palabra en la boca, salió de la habitación. Dejó entreabierta la puerta, de modo que pude seguir la discusión al detalle:
– Felipe, quite las esposas a la detenida.
– Lo siento, inspector, pero no puedo.
– ¿Cómo que no puede? -pese a que Iturri no cambió de tono, dejó de llamar al policía por su nombre-. ¡Dirá usted, agente, que no le da la gana!
– No puedo, jefe. El poli de Madrid me avisó de que pasaría esto. Me dijo que usted es demasiado blando y que esa arpía…, en fin, esa señora, le engañaría. Me advirtió claramente que ante su petición contestara que no. ¡Jefe, me juego el cuello!
El inspector cambió de estrategia.
– Felipe, me conoce desde hace tiempo. Si lo piensa bien, verá que ese inspector habla sin conocimiento de causa. Pero, en todo caso, vamos a hacer una cosa. Déme las llaves. Yo abriré las esposas, así será responsabilidad mía.
– De acuerdo, jefe, pero si me mete en un lío, espero que sea usted mismo el que me saque.
– ¿No lo hago siempre?
Cuando entraron en la habitación para liberarme, me negué.
– No -dije-, quiero seguir así. Pienso poner una denuncia contra el inspector Ruiz en cuanto esto acabe. No merece la pena que tengan problemas por esto.
– Muy bien, gracias, agente; espere fuera, por favor. Señora, ¿desea tomar algo? ¿Tiene ánimo para continuar?
– Lo cierto es que estoy muy cansada. Querría dormir.
– Preferiría que no lo hiciera. O los asesinatos se investigan pronto o no se resuelven. Esa es la estadística.
– No crea que me sorprende su respuesta, inspector. ¿Qué más quiere saber?
– Me gustaría que me hablara de Clara.
– En ese caso, aceptaré otro vaso de agua. Una mujer así puede dejarme sin habla.
– Creo que causa ese trastorno en muchos hombres próximos -dijo con mala intención.
– ¿Lo dice por propia experiencia? -repliqué, con peor voluntad. El juego acabó ahí, radicalmente, demasiado rápido. Supuse que en realidad había dado en la diana.
– ¿Cómo la conocieron? ¿Hizo amistad con ustedes al mismo tiempo que su padre? En realidad no parece de su tipo.
– ¿Por qué lo dice?
– Bueno, es obvio.
– Sí, lo es. Nos la presentó su padre. Fue en un viaje del departamento, organizado por don Niccola, en el que invitó a los respectivos cónyuges, por aquello de estrechar lazos. Clara fue su acompañante. Ella acababa de regresar de un año sabático en el extranjero: «París, San Francisco y Sydney», comentó.
»Por lo que se refería a su hija, poco nos había dicho, salvo que físicamente se parecía mucho a su madre -una bella italiana, de grandes ojos verdes y pajizo pelo siciliano-. «En el carácter no», añadió. «Ella era culta y prudente; Clara un cúmulo de sentimientos sin domar… Pero, en fin, Dios siembra como quiere.»
»Pero el tiempo no sabe guardar secretos y pronto nos enteramos de su historia. A consecuencia de una enfermedad infantil, le colocaron un aparato ortopédico en una pierna. Las compañeras de su aristocrático colegio no tuvieron piedad. En primer curso ya respondía al sobrenombre de Thatcher: la dama de hierro. Algunos años después, una intervención quirúrgica terminó con el problema físico; lamentablemente, la tara psicológica estaba demasiado arraigada. Convertida en una agraciada mujer, no tardó en tomarse cumplida venganza. Lo hizo sin dudar, como una verdadera dama de hierro. Las compañeras del distinguido colegio que voluntariamente le habían hecho sufrir perdieron sus novios o maridos en sus brazos. Todas y cada una de ellas recibieron un sobre con una instantánea que inmortalizaba el acontecimiento.
– Disculpe, ¿sabe si se cuenta entre sus víctimas un tal…? – El inspector Iturri repasó las hojas de su libreta, hasta dar con lo que buscaba-. Sí, aquí está. ¿Un tal Rodrigo Robles?
– ¡Por Dios, inspector! ¿Cómo se ha enterado? ¡Debe de ser usted muy buen sabueso!
– Supongo que eso equivale a un sí.
– En efecto, Rodrigo Robles ocupó el último lugar en aquella tenebrosa lista. Creo que se resistió más de lo esperado. Estaba recién casado con una niña mona madrileña, hija única de un afamado catedrático de nuestra área. Su padre, don Nicanor, hombre de elevada fortuna, colmó a su hija con todos los caprichos. Fue un drama terrible cuando aparecieron las fotos. Ella pidió el divorcio, pero luego, no sé muy bien por qué, retiró la demanda. Naturalmente, Alejandro y Rodrigo perdieron su amistad, aunque siguieron tratándose en lo académico.
– Una cruel venganza…
– Sí, por supuesto, lo fue. Por lo demás, cuando la vendetta terminó, la dulce Clara comenzó a vivir apurando los días y las horas, tratando de recuperar lo que consideraba que había perdido. Tuvo buenos partidos, pero ella no deseaba eso: estaba peleada con el mundo, con Dios, con cada ser viviente. Estimaba que todos, sin excepción, habían sido injustos con ella. Su padre no le había hecho suficiente caso; su madre se había muerto cuando más la necesitaba; Dios había sido cruel sin motivo, encerrándola en una cárcel de hierro y caucho. Los caprichos del destino son difíciles de entender. Pero más lo son nuestras respuestas a sus inesperadas embestidas.
– ¿Por qué lo dice?
– Uno de mis hijos ha padecido esa misma enfermedad. No es grave, pero anula la movilidad: mientras los demás juegan al fútbol o saltan tratando de meter la pelota en la canasta de baloncesto, tú te limitas a mirar, a leer o a escribir. En sus cuatro años de parálisis forzosa, mi hijo se ha hecho arbitro de fútbol, ha aprendido a tocar la guitarra con cierto arte, ha leído todo lo que ha caído en sus manos, ha compuesto canciones y tenido dos guapas y fugaces novias. Ahora vive una vida normal. Supongo que esos años habrán dejado un rastro indeleble en su carácter, pero nadie lo diría. Clara actuó de otra manera. Es más, todavía se comporta según ese patrón. Su espíritu aristocrático añade a su proceder un nuevo atractivo, el picante que hace falta para que, lo que resulta sencillo a los veinte, siga funcionando dos décadas después. No se da cuenta, pero, creyendo que se venga de la humanidad, sólo consigue que el mundo se ría de ella. Más pronto que tarde, cuando el tiempo vaya cargándole de años, le embargará la depresión, luego la náusea. En fin, reconozco que, sin la esperanza en una vida futura, este mundo resulta un engaño cruel, una diversión macabra. ¡Espero que lo comprenda a tiempo!
– Lo dudo -sentenció tajantemente el inspector. Luego se dio cuenta de que se estaba implicando y rectificó-: Aunque en la vida todo es posible.
– Es verdad -respondí.
– He de hacerle una pregunta delicada, desagradable. Dígame si está preparada.
– Lo confieso, también he matado a Kennedy.
– No diga tonterías. ¿Está dispuesta?
– Inspector, no puedo más. ¡Necesito dormir!
– Sólo una cosa más.
– Una cosa desagradable, decía.
– Sí, me gustaría hablar de su marido.
– ¡Podría haber empezado por ahí! ¡Ése no es un tema desagradable ni delicado!
– ¿Cree que él mataría por algún motivo? ¿Le sería siempre fiel?
– No, no lo haría. Me refiero a lo de asesinar.
– ¿Por qué está tan segura?
– Llevamos quince años casados. Es suficiente tiempo para que dos personas se conozcan y la objetividad se imponga.
– ¿Le quiere?
– Sí, por supuesto.
– Eso no ha sonado sincero.
– Pues ese fallo habrá de apuntárselo al sonido. Le quiero mucho. Sé que personas como Clara dirían que eso no es amor, pero yo creo que lo es.
– Entonces es imposible que usted sea objetiva.
– En eso se equivoca. ¿Está usted casado?
– Soltero, de momento.
– Pues entonces tendrá que creerme.
– Respóndame: ¿Se encuentra usted entre los que creen que la fidelidad forma parte imprescindible del amor? ¿Lo está su marido?
– Pondría la mano en el fuego por los dos.
– Pero él es un hombre…
– ¿Y eso qué más da?
– Es obvio. Todos podemos meter la pata. Yo, usted, su marido… Y, sin embargo, no sería más que un error.
– Perdone que le lleve la contraria, pero esos errores tienen mucho de voluntario.
– ¡Por supuesto! Uno sabe cuándo se está metiendo en la boca del lobo. Pero es posible que alguna ocasión llegue sin avisar.
– Sé que Jaime me ha sido fiel.
– Lola, siento tener que hacer esto, pero necesito que oiga esta cinta. No me pregunte cómo la he obtenido. La mujer que habla es Clara Mocciaro, su interlocutor… En fin, escuche, por favor.
Mi corazón fue acelerándose. Sentí los latidos en la garganta en el mismo momento en que escuché la voz de Jaime. Parte de la cinta era inaudible, pero en otra parecía entreverse que entre las personas que hablaban había algo más que una leve amistad. «¡Jaime, necesito verte!», decía la voz femenina. «¡Por favor, baja a mi habitación! ¡Te prometo que Lola no se enterará! ¡Seguro que está roncando como un albañil!» «¿Y tu inspector? ¿Por qué no acudes a él?» «Sabes perfectamente que Miguelón es sólo un amigo, y además algo torpe. Anda por ahí buscando a los malos. Me urge verte…»
El inspector Iturri me sacó del ensimismamiento con una pregunta directa:
– Por su bien, necesito saber si hay algo entre ellos. No querría que fuera usted culpada por los delitos de otros.
Mientras el fantasma de la duda me rondaba, debí de perder el color, Iturri se asustó al verme. No me ocurría nada, sólo estaba dentro de la ostra, como en otras ocasiones. Acongojado por el silencio, Iturri me tomó la mano derecha, tratando de asegurarse de que estaba bien. Me zafé de ella nada más percibir su tacto. De improviso, mi cara mostró la honda pena. Iturri no debía esperar la erupción y se sorprendió, alejándose rápidamente.
– No hay nada entre ellos -contesté escuetamente, casi en un silbo-. Pero ahora, sinceramente, necesito descansar.
– Tras la muerte de su hermano, Clara Mocciaro hereda un número nada despreciable de propiedades. Sólo las rentas le permitirán vivir con boato el resto de sus días. Por otro lado, accede al título nobiliario. Es un buen partido. ¿No lo cree?
– Sí, por supuesto, en ese sentido lo es -respondí.
– Perdone, pero también lo es en otros muchos. Es una mujer aún joven, atractiva y goza de ese encanto aristocrático del que usted habló antes.
– Le creía inmune a esos encantos, inspector.
– Como su marido, yo también soy hombre. Aunque ella no es mi tipo, la historia se repite: es el motivo más viejo de asesinato de la historia de la humanidad.
– Se equivoca, inspector -expuse muy seria, con expresión gélida-. El más viejo de la historia es la envidia. Recuerde a Caín y a Abel. Por allí no había ninguna Clara.
– Touché!
– De todas formas, inspector, no sé dónde quiere ir a parar – dije, decidiendo que, si había que luchar, prefería hacerlo con todas las armas-. ¿Insinúa que Clara ha podido planear la muerte de su hermano? ¿Sugiere, por el contrario, que ha sido la caza de mi marido lo que ha preparado? En mi opinión, lo primero es imposible. He de salir en defensa de Clara: su capacidad intelectual no alcanza el grado que se requiere para planificar algo así.
– Así lo estimo yo también, pero pudo ayudarle alguien…
– ¿Su colega madrileño, por ejemplo? ¡Ya estoy viendo los titulares: «¡Agente de provincias detiene a un sheriff corrupto!».
– ¡No diga sandeces! ¡No estaba pensando en él precisamente!
– ¡Pues más sandez es lo que está haciendo en este momento, culpando a mi marido!
– ¡Por favor, no se obceque! Sólo trato de sacar a flote la verdad. Le voy a formular una pregunta muy sencilla y muy simple. Sólo ha de contestar sí o no. ¿Hay algo entre su marido y Clara?
– Eso forma parte de mi vida privada. Usted no podría entenderlo. Sólo le puedo decir que se equivoca al juzgar a Jaime.
– ¡Ya ha oído la cinta!
Los verdes ojos de Juan Iturri se clavaron en mí intentando taladrar mis sentimientos. Supongo que necesitaba constatar mi reacción. Sin embargo, lo que vio no fue más que un rostro seco; un monte yermo, pelado, cobrizo, sin más vida que la que gira en torno al fondo metálico de la esfera del reloj.
– ¿Qué me dice del contenido de esa cinta? ¡Es categórico!
– No, no lo es. Yo únicamente he oído un conjunto de lamentos pronunciados por Clara. Pero no demuestran que Jaime accediera.
– ¿Y no le parece raro que ella le llame y le pida que baje a su habitación?
– No conoce a Clara… Y, obviamente, ignora quién es Jaime. Hemos hablado de fidelidad… Verá, yo caería mucho más fácilmente que él. Si le conociera…
– Entonces, ¿por qué esa cinta?
– No es de su incumbencia. Vaya a la cárcel, hable con mi esposo. Después, si necesita más aclaraciones, venga.
Lo que comenzó como un murmullo fue ganando cuerpo. En el pasillo se oían carreras de zapatillas de suela de goma y risas ahogadas. Iturri se sobresaltó. Después, sin mediar palabra, abandonó la estancia. A los pocos segundos la puerta volvió a abrirse, pero en este caso fue una enfermera quien entró en la habitación.
– Buenos días -dijo con simpática voz-. ¿Ha dormido algo? Le pongo el encierro. El desayuno vendrá enseguida.
– No se moleste, no tengo ganas de…
Un gesto de supino estupor se adueñó del rostro de la enfermera.
– ¿Cómo? ¿No quiere ver el encierro? ¡Hasta el año que viene no podrá disfrutar de otro! ¡Ah, ya veo! ¡Hoy estamos chistosos! ¡Pues vaya ánimo tiene usted, con lo que le ha caído!
¿Para qué contestar? Observé desde mi prisión blanca cómo la enfermera encendía el aparato y sintonizaba Televisión Española. A mis oídos llegó la voz de Solano que vertía su experta opinión sobre la ganadería del día: Torrestrella.
Estaba agotada. Me dolía rabiosamente la cabeza. El calvario había instalado en mis sienes un zumbido persistente y tremendamente molesto. La angustia del día anterior, lejos de mitigarse tras la conversación mantenida con el inspector Iturri, se había transformado y agrandado para dar cabida a un nuevo elemento perturbador: Clara. Ansiaba, por encima de todo, dormir, olvidarme de vivir, pero me fue imposible. La televisión, luna bajo techo, ha ejercido siempre un cierto magnetismo sobre sus víctimas. Yo solía zafarme de su embrujo, pero no aquel día en que, sin fuerzas para combatir, me vi hipnotizada por aquella lujuriosa sucesión de colores blanquirrojos que ataban la voluntad e imponían la vigilia. En pocos segundos el ambiente me cautivó. La pantalla mostraba un recorrido más despejado, sin embargo, se percibía intacto el miedo. Según explicó el comentarista, en su cara más oculta, aquella ganadería gaditana llevaba asociado a las astas un particular infierno: dos cornadas por encierro. Recordó a Matthew Peter Tassio, el último norteamericano caído en tan particular combate. Las imágenes se sucedían, impactando en mi cansada retina. De alguna manera, yo me sentí solidaria con aquellas cornadas. El animal que a mí me perseguía no era un bello astado de Alvaro Domecq, sino un negro fantasma. Yo no tenía veintidós años como aquel pobre muchacho, pero intuía que también mi vida iba a ser segada sin sentido. Matthew pudo ver a Castellano, tuvo una oportunidad. Yo no tenía ninguna.
Los toros que salieron en estampida aquella mañana del 14 de julio presentaban buena alzada, estaban bien armados y exhibieron un trapío que hizo trabajar al Santo a destajo. La manada, que enfiló la cuesta de Santo Domingo arracimada, con los cabestros a la cabeza, pronto se dividió. Aislados y confusos, los toros fueron embistiendo a todos los mozos que se pusieron por delante. Pero las aparatosas caídas y las bellas carreras no dejaron saldo sangriento. El Santo moreno terminó el trabajo duro del año con la miel en los labios.
Cuando, tras el encierro, trajeron el desayuno, no me quedó más remedio que claudicar.
– Si es tan amable, necesitaría orinar.
– Por el suero no se preocupe. El soporte tiene rueda y se puede desplazar.
Levanté el brazo como pude. La enfermera tardó un tiempo en captar la ironía. Después, se fue hacia el cuarto de baño sin decir palabra.
Aunque el hecho de que la enfermera retirase mi ropa y encajase una cuña metálica fría no fue tan terrible como yo había imaginado, que lo hiciera sin dirigirme la palabra ni una fugaz mirada sí que lo fue. Confusa por su doble silencio, pensé que no estaba cooperando suficientemente y levanté un poco más la cadera. Medí mal el movimiento y la orina acabó en el colchón. No fue demasiado, pero lo suficiente para que tuvieran que cambiarme de ropa y mudar la cama. La enfermera comunicó al policía de la puerta que debía soltarme, al menos momentáneamente, aquella desagradable pulsera, y con ayuda de otra compañera, en perfecto silencio, hicieron profesionalmente su trabajo. Es curioso, siempre que hago memoria recuerdo mejor estos insignificantes detalles: aquellos silencios asaeteados de desprecio tan míseramente administrados, el tiempo desmedido que empleé en vaciar mi vejiga, los ruidos que, sin poder evitarlo, emití. Sin embargo, otros elementos importantes se han desdibujado casi totalmente.
Iturri no volvió a la habitación para despedirse. Yo lo tomé como un buen presagio, suponiendo que de la nada había emergido un nuevo e importante factor en la investigación. Con este deseo, cerré los ojos, e intenté dormir sin pensar en Clara.
Por la tarde se celebró una gran procesión en la que trasladaban a San Fermín de una iglesia a otra… Todo lo que pudimos ver de la procesión, entre la muchedumbre apretada a ambos lados de la calle y en las aceras, fueron los grandes gigantes, como los indios que en los Estados Unidos anuncian las tiendas de tabaco, pero de diez metros de alto; había moros y un rey y una reina que bailaban y giraban solemnemente al ritmo del riau-riau.
Ernest Hemingway
Fiesta, Cap. XV
Clara se había fijado en Jaime en aquel viaje que el departamento de Penal hizo a Friburgo. Sumida en su propio orgullo, observó y me juzgó indigno rival. Se equivocaba. Con movimientos resueltos, con la maestría que caracteriza a los depredadores, inició la caza. No hacer presa se volvió un acicate. Percibí que ocurría algo poco después. No quise culpar a nadie, pero no pude evitar la duda al observar cómo, en presencia de Clara, Jaime empleaba un tono displicente, sonreía con complacencia, escuchaba todas sus tonterías e incluso le prodigaba cariño. Los primeros meses fueron los peores: guardé silencio, alimentando aquella enfermedad en la soledad. Mi vanidad no me permitía confesarlo, pero me sentía completamente vulnerable. Comencé fisgando los bolsillos de la americana de Jaime; continué leyendo los mensajes que llegaban a su móvil, e incluso llegué a espiarle en la puerta del hospital. De allí vi salir en varias ocasiones a Clara. Cuando ya el dolor me descomponía, cuando iba a reventar, decidí enfrentarme a él. Había planeado el sitio y momento oportunos, pero el dolor que corroía mis entrañas desbarató todos los planes y me encaré con Jaime casi al mismo tiempo en que entraba por la puerta. Yo llevaba a la pequeña Susana en brazos.
– Jaime -solté a bocajarro-, ¿te has enamorado de Clara?
– ¿De quién? -contestó sorprendido, todavía con las llaves en la mano.
– Sabes perfectamente de quién estoy hablando. ¡De Clara Mocciaro!
– ¡Dios mío! ¿De Clara? ¡Pero eres tonta!
– No, no soy tonta, he visto cómo la tratas. He visto…
– ¡No digas sandeces! ¡Trato a Clara como al resto de mis pacientes!
– ¿Cómo? ¿Es paciente tuya? ¿Y por qué no me lo has dicho?
– Creo que en las capitulaciones matrimoniales no figura la obligación de proporcionarte la lista de los enfermos a los que asisto.
– Lo siento, en fin, yo…
– Cariño, sé que los celos son en ti una patología crónica, pero no puedo comprender cómo se te ocurren esas cosas. Si te has empeñado en buscarme una amante, al menos que merezca la pena.
– Clara es muy atractiva -me disculpé avergonzada.
– ¿Atractiva? ¡Está claro que hombres y mujeres diferimos en gusto! ¡Clara es una pobre enferma con el cuerpo remendado!
– Si te refieres a su enfermedad infantil, está restablecida hace tiempo.
– ¿Restablecida? ¡Clara padece cáncer de alma! Es la perfecta candidata al suicidio. ¡Parece mentira cómo te afectan los celos! Te hacen perder la objetividad.
– Sin embargo, cuando la miras…
– Verás, es posible que vestida, arreglada y pintada parezca otra cosa, pero yo la he visto desnuda. Créeme, no debes preocuparte. Si quieres hacerlo, vete a ver a mi nueva enfermera…
– ¿Tienes una nueva enfermera?
– ¡Sabía que caerías! ¡No! ¡No tengo nueva enfermera ni nueva amante ni amante vieja! ¿En tan poco te valoras? ¿Tan poco me aprecias a mí?
Yo sabía que Jaime tenía razón, pero él olvidaba que no estaba solo en el mundo y que la misma percepción que yo tenía de sus sentimientos la tenía Clara. Yo hubiera preferido que se mostrara inflexible, hosco, duro en el trato o que hubiera aconsejado a Clara que se buscara otro médico. Hubiera sido la mejor manera de evitar crear en ellas falsas expectativas. Pero él nunca razonaba así.
La grabación que el inspector me había obligado a oír encajaba perfectamente con los datos que tenía, aunque… «No, no es posible», pensé revelándome en mi duermevela. «Sólo es mi fobia, mi sueño de abono.» No me arrancó de aquella oscura caverna la razón, sino unos alegres cánticos que, removiendo la urdimbre de mi subconsciente, me sacaron a la superficie. Abrí los ojos sobresaltada, topándome con la espalda del inspector Iturri. Era obvio que el hombre estaba ensimismado con las imágenes de la televisión que, por imposición de la enfermera, seguía encendida.
Por la estrecha ventana entraban a raudales los agresivos rayos del sol, envanecidos por poder lucir sus nuevas hermosuras el último día de la Fiesta. El tórrido calor hacía que se transparentase la sudada camisa del inspector.
– ¿Ya está de vuelta? -dije cortante.
Él se giró raudo, enfocándome tras sus gafas de pasta marrón. Noté algo raro en su mirada. Me temí lo peor.
– ¿Jaime? -pregunté en un subido lamento-. ¿Ha hablado con él? ¿Hay alguna novedad?
– Sí, a ambas cosas. Tenía usted razón, no creo que Jaime Garache sea un asesino… Ni tampoco un adúltero.
– ¡Cuánto me alegra oírselo decir! ¿Saben ya quién lo hizo? ¿Han soltado a mi marido?
– Me temo que habrá de tener un poco más de paciencia.
– Bien, inspector, dígame qué pasa.
– Pasa que… Antes de nada debo pedirle disculpas.
– No se preocupe, ya me he acostumbrado a las esposas. El color metálico va bien con el tono de mi pelo…
– No me refiero a eso. Usted sabe que no ha sido decisión mía.
– ¿Entonces? ¿A qué se refiere? ¿Qué tengo que disculparle?
– Ayer le hice escuchar una cinta.
– Sí, lo recuerdo -dije intentando mostrar indiferencia.
– Pues ha de saber, Lola, que escuchó sólo lo que yo quise que escuchara. Omití el final de la misma…
– ¿Y qué hubiera oído? -dije expectante.
– A un buen hombre que ama a su esposa. Lo siento, necesitaba eliminar al sospechoso principal.
– ¿Y ha sido usted capaz de hacerme pasar este mal rato? ¿Es que no tiene corazón? ¡Es usted un cabrón, inspector Iturri! -chillé desaforadamente, mientras se me saltaban las lágrimas.
– No, no lo soy. Únicamente pretendía sacar a relucir la verdad.
– ¡Y, claro, como es usted policía, puede justificar los medios por el fin! ¡Podría habérseme reproducido la dolencia, haber muerto de un infarto!
– Por lo que veo, está usted mucho mejor…
– No será por su ayuda…
– Lola, ahora veo que la hipótesis carecía de consistencia, sin embargo no me hubiera atrevido a reproducir esa parte de la cinta si usted no me hubiera mostrado tácitamente sus temores. Tenía que comprobarlo, los celos no pueden matar a quien los padece, pero pueden incitar a asesinar a quien los causa…
– Sí, eso es cierto -admití más tranquila. Iturri tenía razón-, pero en este caso el muerto es Alejandro y no su hermana. Si hubiera sido Clara la que yaciese en el mortuorio, hubiera podido ser una buena candidata.
– Nunca se sabe, los delitos suelen andar por caminos de cabras, no por autopistas bien señaladas.
– Inspector -dije tras consumir algunos segundos-, ¿cómo está Jaime?
– Está bien: tranquilo y sereno.
– ¿Han averiguado algo más? Noto que pasa algo.
– ¡Buena intuición! Mis agentes han localizado al autor material del crimen.
– ¿Sí? ¡Eso es una noticia estupenda! ¿Y quién es? ¿Cómo lo han localizado en tan poco tiempo?
– Se trata de un yonqui de poca monta. Alguien le dio 500 euros y una jeringuilla, prometiéndole una buena cantidad de heroína si pinchaba con ella a Alejandro Mocciaro diez minutos antes del encierro.
– ¿Y les ha dicho quién es la persona que hizo ese encargo?
– No lo sabemos. El drogadicto estaba colocado y no recuerda casi nada. Dice que el encargo fue realizado por un hombre alto, moreno y de buen porte, vestido de blanco y rojo. ¡Vaya una pista! En la rueda de reconocimiento no ha mirado siquiera a su marido. Contó también que quien le hizo aquel pedido le instó a sustraer a su víctima el teléfono móvil y que él, al observar cómo brillaba su mechero de oro, se lo robó junto con el tabaco. Le hemos cogido cuando trataba de vender el Dupont. El juez Uranga tuvo una certera intuición respecto al tabaco.
– De manera que podemos irnos…
– Me temo que no. El inspector Ruiz ha retornado a la capital con ánimo de recabar nuevas pruebas contra usted y su esposo. Creo que tenía previsto acudir a Valladolid para revisar el laboratorio de su marido y analizar los registros de ketamina. Ha alegado que, por necesidades de la investigación, y para evacuar las citas previstas en las indagatorias, necesita que estén en prisión. Como usted bien sabe, la ley fija un plazo máximo de cinco días para tal fin y él pretende agotarlo. Está convencido de que usted es la culpable. Su amiga Clara, que por lo que se ve no está muy al día en legislación, dice que deberían sentarles a ustedes en la silla eléctrica.
– ¿Y usted qué hace? -inquirí con aspereza.
– Lo que puedo.
– ¿Y eso es suficiente?
– ¡Estoy aquí! ¡Llevo toda la noche en vela y seguiré así hasta que acabemos! Verá, falta un elemento en esta muestra; sin él no puedo encontrar la serie. ¡He de localizar esa pieza! Reconozco que este asesinato me tiene perplejo.
– ¡Mucho más que perplejos estamos nosotros!
Puerilmente me tapé la cabeza con la sábana en señal de enfado. No sé la razón por la que hice aquello, pero al inspector pareció molestarle. Lo sé porque al trasluz el algodón del lienzo transparentaba y pude observar cómo se daba la vuelta y nuevamente se enfrascaba en las imágenes del televisor. Supuse, erróneamente, que aquellos cánticos y aquel colorido multiforme facilitaban su pensamiento, sin embargo, cuando algo después me descubrí, hallé que Iturri sonreía complacido.
– ¿Qué es lo que mira, inspector? -pregunté.
– El canal local retransmite la última función religiosa de la Fiesta: la despedida al Santo por parte de la Corporación municipal. Verá, la fiesta de San Fermín sabe a poco y, como todas las festividades tienen su octava, el día 14 se hace un simulacro de repetición. La emisión ha empezado hace bastante tiempo, mientras usted dormía.
– ¿Roncaba? -pregunté de pronto, casi sin pensar.
– Me temo que sí.
– Lo siento, no puedo evitarlo -contesté avergonzada. Tratando de desviar la atención, aludí a las imágenes que emitía la pantalla-: A mí siempre me dieron miedo esas figuras -confesé-. Recuerdo que me escondía tras mi madre en cuanto veía acercarse a los gigantes y los cabezudos que bailaban por las calles.
– A muchos niños les pasa lo mismo, sobre todo los kilikis y zaldikos, y en especial Caravinagre, el capitán y el que más golpea. A mí, sin embargo, me agradan. Estas imágenes que ve corresponden a los bailes de los gigantes en la plaza del Ayuntamiento, donde acaba de regresar la alcaldesa y su séquito tras la misa solemne. ¿Ha ido a verlos?
– No, no he ido.
– ¿Y a la procesión de San Fermín? ¿Ha asistido a esa procesión?
– Tampoco -confesé-. Sólo llevo dos días aquí, y estando atada a unos barrotes, es difícil.
Si el inspector notó la ironía, no se dio por aludido.
– ¡Ah, pues ese acto sí es digno de verse! -exclamó.
Estaba allí en pie, fascinado ante el espectáculo que ofrecía la pantalla blanca y roja: era navarro de pura cepa
– Verá – continuó sin volverse, con la mirada fija en la la televisión-, el día 7 de julio, festividad de San Fermín, la Corporación Municipal, junto al Cabildo, todos ellos vestidos con sus mejores galas y con el mayor boato posible, pasean al Santo moreno por la ciudad, animados por los cánticos de La Pamplonesa, los gigantes y demás compañía. Se nos permite así a los pamploneses rendir sentido homenaje a uno de nuestros patrones.
»¡Mire! -exclamó emocionado-. ¡Están repitiendo ahora parte de las imágenes de la procesión de San Fermín! ¡Vea! ¡Ahora se acercan a la calle Mayor! Pararán allí, como es tradición, para que los Amigos del Arte y la sociedad gastronómica Napardi (a la que en vida pertenecía su maestro, por cierto) entonen jotas a pie de calle. Antes, eso no lo han repetido -explicó-, la Coral de Santiago de la Chantrea le habrá cantado la jota de rigor. Tengo que reconocer que siempre que oigo los sones de Al Glorioso San Fermín, se me saltan las lágrimas.
Delante van
chiquillos mil
con miedo atroz dicen: ¡Aquí!
un cabezón viene detrás
dando vergazos y haciendo chillar.
¡Riau-Riau!
Después vienen los muchachos
en un montón fraternal
empujando a los gigantes
con alegría sin par
porque llegaron las fiestas
de esta gloriosa ciudad
que son en el mundo entero
una cosa singular.
¡Riau-Riau!
»He de confesar que los txistularis interpretan bien el Agur Jaunak, pero como esa primera jota, ninguna.
– Veo que está hoy muy animado, inspector.
– ¿Animado? Quizás no sea ésa la palabra. Simplemente me emociono al ver al Santo por las calles. ¡Mire a la alcaldesa Barcina! ¡A ella también se le escapa el sentimiento por los poros! ¡Y eso que ha nacido en Burgos! ¡Cuánto me alegro de que estén repitiendo las imágenes! ¡Así podrá ver la otra Fiesta! ¿Por qué no repetirán el momentico?
– ¿El momentico? ¿Y eso qué es? -pregunté entre incrédula e intrigada. Nunca hubiera adivinado esa faceta del inspector Iturri.
– ¿No lo sabe?
– Pues no, sinceramente.
– ¡Pues es tan famoso como los encierros! ¡Todos los turistas acuden a verlo! Veo que no trajo usted muy estudiada su visita a Pamplona. Pero no se preocupe, hay una Fiesta cada año, y también un nuevo momentico.
– De acuerdo, si salgo con bien de ésta, prometo traer estudiada la lección la próxima vez, pero de todos formas, estoy segura de que usted va a avanzarme el contenido de ese acto -respondí, fingiendo curiosidad.
Sin percibir el sarcasmo, y sin volverse, Iturri siguió:
– ¡Naturalmente! Los gigantes bailan en el atrio de la catedral, al son de chistus y gaitas, mientras la centenaria campana María rocía a todos con su denso tañido. La Corporación regresa al Consistorio escuchando la romanza de Ali-Mon del…
– Del Asombro de Damasco. Eso sí lo conozco. Es una pieza muy bella. Habla de un califa que se disfraza por las noches y pasea por sus feudos con el ánimo de descubrir las injusticias que se producen en su pueblo. ¡Qué pena no contar con un califa así! ¡Me vendría muy bien!
Fue entonces cuando el inspector se percató de que había perdido completamente los papeles. Como por ensalmo, al oír la palabra injusticia, su rostro asumió de nuevo la mirada cesárea. Con rapidez, escrutó la habitación hasta dar con el mando a distancia, y cogiéndolo al vuelo, apagó el televisor. Posteriormente, se puso las gafas y tomó asiento.
– Nuevamente le suplico disculpas. Estoy algo fatigado.
– No se preocupe. Sólo dígame qué piensa hacer.
– De momento, seguir escuchándola. Cuénteme qué pasó exactamente después de que recibiera aquella carta que hablaba de la pluma Parker; aquellas páginas que empezaban con un «estimada señora»…
– Veo que me escuchó atentamente.
– Lo he hecho…; varias veces, para eso he grabado las conversaciones, pero ahora me veo obligado a pedirle que siga contándome su historia.
– ¡No quiero hacerlo!
– Es necesario.
– ¡Por favor, estoy agotada!…
El inspector, que se había sentado y conectado la grabadora, se incorporó y muy serio me miró fijamente:
– ¡Déjese de niñadas y actúe como un hombre!
Al escuchar aquella expresión tan manida, me eché a reír. Eran carcajadas tontas, fruto de la tensión y el cansancio, pero carcajadas al fin.
– De acuerdo, inspector, me comportaré como un hombre, pero antes debe quitarme estas esposas para que pueda ir al cuarto de baño. No quiero volver a enfrentarme con la cuña y las enfermeras. Le aseguro que, aunque quisiera, carezco de fuerzas para fugarme.
– Conforme, ahora entrará un agente.
Supongo que nunca he disfrutado más de un cuarto de baño que en aquella ocasión. Si además me hubieran permitido ducharme, creo que habría alcanzado fácilmente ese estado de felicidad y liberación que llaman nirvana. Sin embargo, ¡cuan presto se va el placer! En poco más de dos minutos -los que empleé en, agarrada al suero, arrastrar los pies descalzos hasta el pequeño cubículo y evacuar mi vejiga- me encontré de nuevo ante la grabadora y aquellos ojos verdes que me escrutaban curiosos.
Iturri tenía nuevamente las gafas entre los dedos. Jugaba con ellas como lo haría un musulmán con su rosario de cuentas. Tras un momento de silencio, con una sonrisa franca le dije:
– Bien, la carta del despacho Eregui. Gonzalo…
– Habla usted como si le conociera personalmente. De hecho ayer, cuando le expliqué que ese caballero, acompañando a su madre, intentaba comprar ketamina, sus ojos mostraron júbilo. Sin embargo, la lectura del testamento no ha tenido lugar…
– Ignoro si ha tenido lugar, pero yo, desde luego, no he estado presente. Sin embargo, he de admitir que le conozco desde hace algunas semanas…
– ¿Por motivos profesionales quizás, de abogado a abogado?
– Fue a raíz del testamento. Como bien sabe, Gonzalo Eregui es el albacea de don Niccola Mocciaro. Gonzalo vino a Valladolid a conocernos, a entregarme la pluma del profesor y a informarnos de las propiedades que me había legado…
– ¿Qué propiedades? -Me interrumpió. En cuanto oyó esa palabra, un resorte se soltó y de inmediato se puso en pie.
– Lo que el profesor nos dejó a Jaime y a mí. Bueno en realidad a mí, pero él sabía que muestro matrimonio tenía régimen de gananciales y que, en definitiva, era lo mismo. Si me deja continuar, lo entenderá enseguida.
– Adelante. Vaya paso a paso, y cuénteme todos los detalles.
– Como quiera. El contenido de la carta en que se hablaba de la pluma era escueto: don Gonzalo Eregui, abogado, socio principal del bufete Eregui y asociados, albacea de don Niccola Mocciaro, me informaba de que el susodicho acababa de fallecer y había dejado dispuesto que yo recibiese la pluma, los derechos de su Compendio de Derecho Penal, y otro presente que, por expreso deseo del fallecido, debía serme entregado en Pamplona el día del testamento.
– ¿Le legó los derechos de autor de su manual estando su hijo vivo?
– Así es.
– Un buen detalle, ¿no le parece?
– Sí, en efecto -respondí.
– Expliqúese, por favor
– ¿Explicarle qué? -El inspector empezaba a dar muestras evidentes de agotamiento. Las gafas (yo tenía ya el convencimiento de que eran falsas) llevaban rato fuera de su nariz y se le abría la boca cada pocos segundos.
– Verá -comenté-, usted está cansado. Yo también. ¿Por qué no va a echarse una cabezada y luego, más despejado, vuelve?
– No, eso no es posible. El inspector Ruiz… Hay que hacerlo ahora.
– Le propongo lo siguiente -dije muy decidida-: Cogeré ese magnetófono y le abriré de par en par mi corazón. Cuando termine de relatar lo que recuerdo, llamaré al policía de la entrada para que se lo hagan llegar.
– Conforme. Descanse, pero dicte. No omita los detalles, me son muy útiles. Yo volveré dentro de un rato. De paso localizaré a su madre y a ese abogado… Lola, tranquila, las cosas siguen su curso…
Ambos nos percatamos inmediatamente de que había empleado mi nombre de pila envolviéndolo en miel. Yo aproveché la muestra de debilidad para pedirle algo:
– Inspector, necesito que me haga un favor.
– No sé si podré, pero por pedir… -ahora el tono sonó cortante.
– Por favor, informe a mi marido de que estoy bien. Dígale que no se preocupe. ¡Estará sufriendo lo indecible! ¡Siempre que estamos enfermos se pone en la situación más extrema y cree que nos va a ocurrir algo verdaderamente serio! Supongo que en estos momentos estará angustiado.
– De acuerdo, lo haré en persona. De hecho, tengo que volver a hablar con él.
– Gracias -Esta vez la palabra estaba impregnada de su sentido original, pues era gratitud lo que contenía.
– No las merezco. ¡Ahora grabe esa cinta!
En cuanto salió de la habitación, me incorporé y coloqué como pude la almohada: me habían vuelto a esposar y no fue fácil. Además, tras horas de postración, mi cuerpo se resentía. De hecho, lo que más me molestaba era el trasero. Opté por ponerme de lado, mirando a la pared donde el ventanuco curioseaba mis andanzas. Encendí el aparato grabador, cerré los ojos y conté el resto de la historia:
«Tras retornar a mi puesto de trabajo, comenzó la solidaridad… Pasaron aquella mañana por mi despacho de la facultad de Derecho bastantes personas, de manera que hasta media tarde no conseguí liberarme para llamar al albacea de don Niccola. Al otro lado del teléfono, una voz femenina extremadamente cortés me informó de que el señor Eregui jugaba en ese momento un partido de golf, como tenía costumbre hacer cada jueves. No obstante, me pidió que esperara unos segundos, porque don Gonzalo, que esperaba desde hacía días mi llamada, llevaba abierto su móvil. No habían pasado dos minutos cuando la voz profunda de un simpático caballero sonó en el aparato.
Gonzalo Eregui resultó ser un hombre encantador, de exquisita elegancia. No me extrañó que don Niccola le hubiese nombrado su albacea, en muchos sentidos se parecían.
Hablamos largo rato del profesor, de su vida, de su enfermedad… Confesé mi extrañeza por no haberme enterado de su fallecimiento. Me explicó que don Niccola dispuso que no se publicara esquela en los periódicos ni se notificara públicamente. Sólo deseaba que fueran avisadas algunas personas, las que rezarían por él. Dejó que las habladurías informaran a los demás. «¿Cómo murió?», pregunté. «Tenía mal aspecto las últimas semanas, pero ninguno nos esperábamos un desenlace tan rápido.» Gonzalo coincidió conmigo. Aunque padecía cáncer de páncreas, a ambos el final nos pilló de improviso. «La tarde de su fallecimiento me citó en su casa», me dijo Gonzalo. «Tomé un avión a mediodía y me desplacé a Madrid. Cuando llegué estaba en pie, vestido, elegante como siempre. Me entregó su pluma para que se la hiciese llegar en mano. Yo sugerí que se la diera personalmente, porque supuse que a usted le haría ilusión. Pero se negó; pareciera que conocía su final. Así pues, accedí a localizarla y a convocarles a usted y a sus hijos en Pamplona para la lectura del testamento.»
Como le dije, inspector, me dejó los derechos de autor de su manual. Gonzalo me informó de que también me había legado un libro antiguo, encargándole que me dijera que «me complacería mucho, especialmente su dedicatoria». Por orden del profesor Mocciaro, me sería entregado el día del testamento. Aún no lo he visto.
A la mañana siguiente, el personal de servicio encontró su cadáver en el sillón donde estaba sentado con la ropa puesta. Sus hijos estaban ausentes: Alejandro en Harvard; Clara, en algún viaje exótico. Su hija no llegó a tiempo de amortajarle, lo hizo la criada. Alejandro no había podido dejar Norteamérica para el entierro.
Gonzalo Eregui se empeñó en desplazarse a Valladolid para entregarme en mano la pluma Parker. Le dije que no hacía falta; podía entregármela en la lectura del testamento. Dijo que no: «se lo prometí a Niccola», argumentó. Creo que la verdadera razón es que sentía curiosidad y quería conocernos. Don Niccola le había hablado mucho de nosotros, y sobre todo, de mi madre. Cuando me la describió por teléfono, no omitió detalle, aunque nunca se habían visto. (Creo haberle dicho ya, inspector, que el profesor llevaba años enamorado de mi madre, aunque nunca fue correspondido.)
El sábado siguiente debía participar en un trofeo de golf en Valladolid. Sugirió que nos viéramos. Toda la familia. Tras algunas reticencias, acepté. Quedamos citados en el palacio de Santa Ana a las ocho de la tarde.
Creo que aquella noche agoté las lágrimas. Un agujero doloroso se había instalado en mi estómago. Cuando llegué a casa, encontré a Jaime pletórico: una de las cepas de su experimento más importante había dado prometedores resultados, sin embargo, la noticia de la muerte de don Niccola aguó su triunfo.
No pudimos avisar a tiempo a mi madre. Estaba en Javea con una amiga y no había anunciado su llegada hasta el domingo. Llevaba móvil, pero siempre me salía el buzón de voz. No me pareció noticia para comunicarla de esa manera, así que nos dispusimos a acudir a la cita sin ella. Cuando salíamos en dirección al restaurante, apareció en la puerta. Lucía un bronceado intenso, casi hasta la mancha, y vestía, elegante como siempre, un traje sastre, creo que era azul. «Han pronosticado gota fría, nena. Por eso me he adelantado. ¿Vais a salir?» Le dijimos que íbamos a cenar fuera… «¿Con los niños?», dijo. «¡Magnífico! Me apunto. Y nada de peros, yo invito». Ella siempre ha sido muy rumbosa. No fuimos capaces de decirle nada, de modo que dejamos que los hechos discurriesen espontáneamente.
El palacio de Santa Ana es un antiguo monasterio del siglo XVIII, convertido por la cadena AC en un hotel de lujo. Dispone de magnífico claustro recubierto por una bóveda de cristal donde, sentado en una de sus cómodas butacas, el visitante puede tomar algún refresco antes de pasar al comedor. Lo cruzábamos a paso firme cuando nos salió al paso un caballero espigado, de abundantes cabellos blancos, un aspecto elegante, atlético, y un bronceado similar al de mi madre. Sus ojos negros poseían un brillo travieso. Con una jovialidad rayana con una alegría achispada nos recibió efusivamente. Nos habíamos retrasado mucho. Sobre la mesa, había cuatro vasos bajos que contenían restos, escasos dicho sea de paso, de algún licor. Ensayaba ofrecer mi estudiada explicación, cuando Gonzalo Eregui posó sus ojos en mi madre. Tanto insistió que el rubor cubrió el rostro de mi progenitura hasta convertirlo en una brasa ardiente. Olvidándose del resto de los recién llegados y, en mi opinión, animado por la desinhibición que suelen provocar las brumas del alcohol, se lanzó hacia su mano, que besó con fruición, pese al esquivo gesto de mi madre. «¡Querida señora, cómo me place conocerla! Ante su sola presencia he visto retratadas todas las beldades que la vida ofrece. ¡Ah, cuánta razón tenía Mocciaro! ¡Goza usted de un donaire natural en grado excelso!» Mi madre, que escuchaba aquella diatriba con gesto expectante y con el bolso preparado por si aquel señor, que claramente llevaba alguna copa de más, decidía pasarse de la raya, mudó su faz al oír mencionar aquel nombre, que era la razón del encuentro, aunque ella, de momento, lo ignoraba. «Perdone usted caballero. No hemos sido presentados. No tengo el gusto de conocerle. Tampoco sé por qué Niccola Mocciaro va hablando de mí a los extraños.»
Mi pobre madre se enteró de la muerte del profesor de aquella manera. Quizás hubiera sido mejor un mensaje en el móvil. No obstante, en aquella cena nació una nueva amistad. Sé que mi madre fue de paseo con Gonzalo Eregui al día siguiente y algunos más. Sé que compartieron palos de golf en varias ocasiones. Nunca lo comentó y nosotros no preguntamos. Sin embargo, se lo cuento porque eso explica que les encontrara juntos intentando comprar droga y que a mí el abogado de don Niccola no me fuera ajeno.
En aquella cena, Gonzalo me entregó finalmente la Parker duofold del profesor y comentamos cabizbajos los detalles de su muerte.
Un quinteto de cuerda sonaba en algún lugar del palacio, sin embargo, el protagonista fue el silencio. Recuerdo que me salté el régimen. Nada de césped aliñado, nada de huevos escalfados sin más alegría que una pizca de sal: solomillo al foie.
Después de aquel día volvió la vida normal, hasta que vinimos a Pamplona para la lectura del testamento. En fin, inspector, eso es todo. Ahora voy a dejar la grabadora, tengo que descansar.»
No lo conseguí. En un hospital resulta prácticamente imposible estar sola, y mucho menos dormir. El personal sanitario entra y sale sin pedir permiso. Toman al paciente la temperatura, entran de nuevo para medir la tensión arterial, luego pinchan un análisis, después hacen un electrocardiograma, y cuando ya no queda ningún motivo más para violar el descanso del paciente, entran para ver si éste necesita algo. Sin embargo, en este caso, el motivo de la falta de descanso de Lola fue otro: sor Rosario.
– Lola, ¿qué tal se encuentra?
– Bien, gracias. Pero ¿qué hace a estas horas fuera de la comunidad? ¡La superiora le va a reñir!
– Me ha dado permiso, no se inquiete. Para mí la obediencia no es una obligación, sino una virtud, el camino que me marca Nuestro Señor para llevarme por dónde Él quiere, no por dónde quiero yo. Sólo venía a asegurarme de que su estado era bueno. Y a contarle dos cosas.
– Primero las malas noticias, sor Rosario, aunque creo conocerlas de antemano.
– Me temo, querida, que tenía usted razón. Sólo he logrado que su suegro enviara un letrado para dar apoyo a su marido. Pero ha de saber, se lo he dicho a él también, que está equivocado. Decía Indalecio Prieto que no había «nada más peligroso que un requeté recién comulgado». Se equivocaba; lo hay: un requeté sin corazón. ¡Rezaré por él! Lo siento muchísimo.
– No se disculpe, no es culpa suya. En ocasiones, las heridas se cierran sin haber curado, y esas infecciones sólo producen frutos de amargura.
– Al abogado que mencionó no he conseguido encontrarle. Su número privado no figura en la guía, pero he dejado un recado en el contestador de su despacho. En todo caso, no se entristezca, la última noticia es estupenda: Mariangels, una amiga mía, esposa de un antiguo paciente del hospital, es cooperante de no sé qué ONG de la universidad que se ocupa de los presos. Esta señora acude cada día a la cárcel de Pamplona para impartir clases de francés. Ha conseguido, por indicación mía, acercarse a su marido. Ha de saber que se encontraba bien, animado, sobre todo desde que recibió la visita del inspector Iturri. También le manda un recado. ¿Se lo digo?
– Por favor, sor Rosario.
– Espere, lo tengo escrito en algún sitio.
Sin hacer caso de las recomendaciones de los médicos, reí a mandíbula batiente.
– ¡Sor Rosario, es usted un cielo!
– ¿Un cielo? ¡No, mi chica! -aclaró con la famosa expresión de la tierra-. Es que aún me conoce poco, pero tengo por seguro que, si Dios me ayuda, iré allí al poco de morir. ¡Aquí está! A ver, su marido dice lo siguiente: «Eres una chapucera preparando vacaciones. Stop. Al año que viene, las organizo yo. Stop. Todos los niños bien». Chistoso, ¿no?
– Sí, madre, lo es.
– ¡Eso está bien! La alegría es una gran cosa. ¿Le he contado cuando cambié las olivas por las cagurrutas de las ovejas, que se le parecen mucho? ¡Tendría usted que haber visto la cara de la superiora cuando se comió la primera!
Después del almuerzo fuimos al Iruña. Estaba lleno, y a medida que se aproximaba la hora del comienzo de la corrida iba llegando más gente. Se oía el murmullo ronco de las conversaciones de la multitud que se mezclaba entre sí, un murmullo peculiar que se repetía cada día de corrida. El café nunca había producido un murmullo semejante por lleno que estuviera. El murmullo continuaba y nosotros formábamos parte de él.
Ernest Hemingway
Fiesta, Cap. XV.
Juan Iturri se sabía un camaleón. Podía pasar completamente desapercibido sin siquiera proponérselo. Aunque estaba convencido de que ante ellas las damas desataban su instinto de protección, era bien consciente de las risas que sus gafas de desvalido provocaban en la Jefatura. No le importaba en absoluto. Quizás fueran tan fachosas como su bigote, pero ambos elementos cumplían su misión. Disfrazado de nadie podía ir a cualquier sitio sin preocuparse de que su placa o su rostro fueran detectados. Podía cubrir posiciones, escuchar conversaciones ajenas o captar movimientos extraños como lo haría cualquier transeúnte despistado. Sólo sus ojos verdes le delataban, por eso los cubría con el pudor de una virgen.
Las calles de Pamplona estaban casi repletas. Salvo las forasteras buscando peleas de gallos hispanos, en aquella masa blanca y roja pocas personas llamaban la atención. Por eso Juan Iturri se relajó mucho más de lo que hubiera hecho en otras ocasiones. A medida que avanzaba la mañana, la investigación había ido reuniendo nuevas evidencias. Desgraciadamente, cuando la verdad empezaba a salir de su escondite, él se veía forzado a enclaustrarse en el suyo, completamente agotado. Estaba torpe, su cabeza no funcionaba a pleno rendimiento, ni siquiera a un ritmo aceptable. Necesitaba dormir, volver a su guarida y descansar. Sin embargo, sabía que no debía hacerlo. Además, estaba convencido de que no lograría evitar que aquellos incidentales elementos de la investigación volvieran una y otra vez a su cabeza. Decidió concederse un pequeño descanso. Respirar el aire de la mañana, pasear por entre las alegres gentes, tomarse un café. «Tan solo una hora», se dijo, «y, naturalmente, con el busca encendido.»
Mientras se dirigía al centro urbano, andando sin prisas desde el hospital, fue ordenando mentalmente las piezas de las que disponía. Alguien había contratado a un tipo para que asesinara a Alejandro Mocciaro. De momento no tenía ni idea de quién era su rival, aunque su forma de actuar había dejado al descubierto aspectos cruciales del crimen. El asesino o la asesina -si es que actuaba en solitario, cosa que consideraba improbable debido a la aparente perfección del crimen- había dado instrucciones concretas. Eso evidenciaba que conocía bien la sustancia, sus efectos y los tiempos de actuación. La hipótesis más probable era que se tratara de un médico o de un veterinario. Sin embargo, se inclinaba a considerar del todo inocente al único profesional de la medicina que había aparecido en el escenario reciente. Al conocer más a fondo a Jaime Garache en su entrevista en la cárcel, al inspector Iturri le había parecido retrotraerse hasta más o menos el siglo XIX, tiempo en el que, según las novelas rosas que tanto le gustaban, el hombre era un caballero y la dama una frágil mujer a la que idolatrar. «Jaime Garache», pensó tras salir de su celda de aislamiento, «debería vestir levita y bombín inglés, y por supuesto, no debería estar detenido. Es posible que, en algún momento, haya tenido tentaciones, pero desde luego no es un adúltero ni un asesino.»
Los siguientes sospechosos serían los abogados quienes, por su profesión, podrían haberse topado con la droga y haberse visto obligados a estudiar detenidamente sus efectos sobre la salud humana. Lola MacHor había confesado haber actuado como letrado en un caso de venta de ketamina, por lo que sabía bien de qué hablaba. Iturri no imaginaba a la mujer negociando en los bajos fondos. No la veía exigiendo que robaran a Alejandro Mocciaro el teléfono móvil o prometiendo heroína. Era cierto que le había mentido en dos ocasiones, pero lo había notado. «No hubiera sido buena jugadora de mus», concluyó, «siendo incapaz de guardar una 31 real.» No obstante, parecía que, en este caso, abogados no faltaban: Gonzalo Eregui, el finado, el difunto profesor Mocciaro y todos los que, de una u otra manera, estaban implicados en esa fatídica cátedra. Una oposición que, por lo que le había narrado Lola MacHor, olía a podrido. Le hubiera gustado poder entrevistar al profesor Mocciaro. Un rayo fulminó su mente. El profesor Mocciaro había muerto recientemente. De hecho, habían venido a la lectura de su testamento. No sabía muy bien por qué, pero en su cabeza ambas muertes se hermanaban. «Tengo que preguntar detalles de ese testamento», se dijo.
Sabía que Clara y Alejandro eran los únicos herederos de don Niccola, amén del pequeño detalle de los derechos del Compendio y… No lo recordaba bien, pero Lola había aludido a otro regalo. Sí, un libro. Naturalmente, no había descartado de plano que se tratara de alguna persona involucrada en esas actividades delictivas a las que Alejandro Mocciaro se acercaba demasiado. Podría ser un ajuste de cuentas: una prostituta, un chulo extorsionador, una deuda de juego… Los miembros de su brigada estaban investigando esos extremos, aunque él no creía que la solución viajara por esa vía porque la ketamina desentonaba. Si se hubiera tratado de una sobredosis de heroína, o de coca… Pero la ketamina era psicodélica, cara y más fácil de rastrear. Finalmente, cansado de sus propios pensamientos se dejó llevar del todo y sacó su cachimba ennegrecida. Sabía que fumar en pipa estropeaba su disfraz. Era algo excepcional que, además, dejaba un rastro de olor que hacía que la gente se volviera. Siempre se podía identificar a alguien que fumaba en pipa. Pero durante un rato estaba fuera de servicio e iba a tomarse un café bien cargado en su sitio preferido, si es que lograba entrar. Quería oír hablar del encierro y de la corrida de la tarde, de Hemingway y de lo caro que se ponía vivir la Fiesta. Quería, en definitiva, olvidarse del mundo y zambullirse en las tertulias de tonterías.
Fumando despreocupado, Juan Iturri cruzó, sorteando los muchos obstáculos, la plaza del Castillo y enfiló hacia el café más famoso de la villa, el Iruña, al que tanto le gustaba ir. Sabía que estaría completamente lleno, pero no le importaba.
Desde tiempos antiguos, durante la Fiesta, muchos pamploneses habían cogido por costumbre visitar el antiguo café y su bohemio ambiente de gigantes de espejo, donde la esencia de la Pamplona de toda la vida alcanzaba el summum. Los extranjeros acudían en masa porque todas las guías turísticas recomendaban visitar el local. No debía el turista marcharse de Pamplona sin observar la atmósfera peculiar del local, donde el fantasma de Hemingway tenía sitio fijo -sobre la mesa, no sobre la silla- pues el norteamericano había bebido largamente en el local, llevándose tan grata impresión que había plagado Fiesta de comentarios sobre el Iruña. Todas aquellas razones eran muy respetables, pero ninguna motivaba que Juan Iturri acudiese a dicho café. A él, ciertamente, le encantaban su suelo, ajedrezado en blanco y negro; el rumor a conspiración envuelto en ese peculiar éter azul celeste que produce la nicotina de tabaco; las estanterías que lucían las más bellas formas de botillería fina; sus mesas de tapa de mármol blanco que evocaban historias de amores y encierros; los inmensos espejos embutidos en sus marcos dorados… Pero él iba allí por los churros. Su madre había sido camarera del local hasta su jubilación, y siempre que acudía a saludarla, le obsequiaba con algún churro: ni recién hechos ni calientes, pero a él le sabían a gloria.
Al llegar, comprobó con pena que la terraza estaba repleta. Era lo que primero que se llenaba. Aquel fresco mentidero de vanidades, que servía tanto para el pasacalle femenino como para el chismorreo fácil, estaba especialmente cotizado por navarros y foráneos. En el interior, sin embargo, no había tanta gente. Vio una mesa vacía en el extremo más alejado de los soportales. Se quitó las gafas y se dirigió allí con prisa. Sin embargo, poco antes de llegar, se paró en seco. Sentadas de espaldas a la puerta, reconoció a dos personas que cuchicheaban.
Avanzó despacio, se sentó y agudizó el oído. «Asesinatos en voz baja», se dijo al escucharles.
– Lo sé, querida. Pero el Derecho es como es.
– ¡Pues es injusto! ¿Por qué a ti, Gonzalo, que eres abogado, no te permiten hablar con ellos? ¿No dice la ley que todos tenemos derecho a un letrado?
– Lo dice, pero en el auto del juez Vergara se decretaba prisión incomunicada. Esa medida conlleva la limitación de algunos de los derechos del reo. Entre esas restricciones está la designación de un abogado particular. En su momento, se le impondrá uno de oficio, con el que no podrá siquiera mantener entrevistas reservadas tras la práctica de las diligencias.
– ¡Por Dios, eso es degradante, inhumano, injusto…! ¡No sé cómo calificarlo! Después oyes en televisión que un asesino en serie o un violador anda por la calle con total libertad… ¡No me digas que esto no es horrible! Mi hija, ¡mi hija única!, detenida, postrada en la cama de un hospital, enferma del corazón, y ni siquiera puedo verla. Mi yerno en la cárcel, rodeado de indeseables. Mis nietos en manos de una señora ucraniana que no entiende español. ¡Si al menos pudiera ver a mi Lolilla! ¡Por qué permites esto, Dios inmenso! -exclamó-. Gonzalo, ¿qué podemos hacer? ¿Por qué no vamos a ver de nuevo al inspector que lleva el caso? ¡Él tiene que entender que no puede ser cierto lo que alegan! ¡Si mira a mis hijos cinco segundos a los ojos, se dará cuenta de que es imposible que hayan hecho eso que dicen!
– No podemos ir en su busca porque no es hombre agudo ni de buen entendimiento. Un individuo que elige una opción careciendo de todos los datos y se pliega en banda para no cambiarla es, aparte de un idiota, un nefasto investigador. Es preferible que omitamos esa conversación, aunque quizás no fuera disparatado buscar un detective que investigara en los bajos fondos. Nosotros no damos la talla. La noche pasada nos lucimos con el intento de compra de ketamina. En el despacho tengo una lista de individuos que podrían sernos útiles…
– ¡Me parece estupendo! ¡Lo haremos de inmediato!
Tras escuchar nítidamente las últimas frases, Juan Iturri se incorporó y se acercó a la mesa de al lado.
– Creo que eso no será necesario -dijo.
Ambos ocupantes levantaron instintivamente la cabeza. Estaban de espaldas, pero el colosal espejo les devolvió el reflejo. Veían la silueta de un hombre común, tan normal que, a toro pasado, nadie hubiera sido capaz de describirlo, excepto por las gafas de barata pasta marrón y el olor a tabaco de pipa.
– ¿Me permiten que tome asiento junto a ustedes? En este magno entorno me gustaría presentarme como un pensador liberal o como un especialista en el encierro, pero creo que, en atención a las circunstancias que concurren, mis conocimientos, más pedestres, les serán más útiles: soy el inspector Juan Iturri, de la Policía Científica de Pamplona.
Dolores y Gonzalo se quedaron boquiabiertos, mirando al recién llegado sin saber qué responder. Empleando la antigua fórmula -«permiso»-, Juan Iturri retiró una de las sillas de madera que bordeaban la mesa de mármol y se sentó.
– ¿Desea tomar algo, inspector? -preguntó Gonzalo Eregui-. El café es magnífico.
– Gracias, pero tengo prisa. He estado hace un rato con su hija y con su yerno -confesó desviando la mirada hacia Dolores. Ella llegó a tiempo de coger el pañuelo del bolso, demasiadas emociones juntas-. Ambos están bien. La investigación continúa con pie firme.
– ¿Con pie firme? -protestó el abogado-. ¿Qué significa eso?
– Quiero decir que va bien
– ¿Bien para quién? -preguntó Dolores. Ya no lloraba.
– Para la verdad, naturalmente. ¿Qué otra cosa importa?
Los dos visitantes del Iruña se quedaron mudos, mirándose.
– En fin, señora, caballero, puedo informarles de que las cosas van por buen camino y en la dirección que ustedes desean.
– ¿Les han soltado?
– Me temo que todavía no, señora, pero ha de saber que la verdad es tozuda y éste, su servidor, también. Pese a que mi presencia aquí es totalmente casual, sin embargo me he acercado a su mesa para pedirles que no hagan nada que pueda entorpecer la investigación. Y, por supuesto, no necesitan un detective privado. Déjennos a los profesionales.
– Caballero -dijo Dolores, inquieta por la reciente aparición-, ustedes los policías han condenado a mi hija y a mi yerno, aunque son inocentes; les impiden ver a nadie, ni siquiera a su abogado…
– Perdone, señora, he dicho los profesionales, no los policías. En el Cuerpo hay, como en botica, de todo. Solemos ser concienzudos, meticulosos y humildes. Sin embargo, a veces alguno de nosotros, por estúpido orgullo, cree que una placa le faculta a no pensar. ¡Craso error! En este caso, estoy convencido de que no debe preocuparse: mi equipo es sensacional. Muy profesional y muy humilde.
– Disculpe, inspector Iturri; hemos conocido a otra persona, un tal inspector Ruiz, que nos ha asegurado que llevaba las riendas de esta investigación. Al parecer, ha venido directamente desde Madrid para resolver este crimen. Nada nos dijo de su presencia.
– ¿Mi presencia? ¿Qué presencia? -El gesto de Iturri, no exento de ironía, hizo sonreír a Gonzalo-. A su debido tiempo, hablaremos, señor, pero ahora quisiera que me respondieran a algunas cuestiones. Desde el primer momento, tengo dudas, quizás superficiales, pero que no me dejan dormir. En ocasiones, esos pequeños detalles marcan la diferencia entre una investigación y una chapuza. Muchas veces, además, esconden la llave que abre la puerta a la verdad.
– Por supuesto, inspector -Gonzalo se levantó de su asiento con discreción-. Esperaré en la barra, Dolores
– No se vaya, con quien quiero hablar es con usted -replicó el policía.
– Pues usted dirá -contestó extrañado. Al fin y al cabo, su papel allí era tangencial.
– Verá, don Gonzalo, inicialmente se pensaba que esta muerte estaba relacionada con la oposición que ganó Alejandro Mocciaro. Según la acusada, fue una cátedra concedida tras un proceso extraño. Pues bien, a mí lo que me ronda por la cabeza es la inexplicable, pero casi tangible, sensación de que hay algo que se me escapa alrededor de la muerte de don Niccola. Por ello necesito que me hable del testamento. Usted era su albacea.
– Sí, soy su albacea universal.
– Es decir, que usted lleva las riendas del negocio tras la muerte de don Niccola.
– Es una forma de expresarlo, sí, hasta que el testamento se ejecute.
– ¿Y ve usted en ese testamento algo extraño?
– Pues que quiere que le diga, objetivamente no. Eramos amigos desde hace lustros. Estaba enfermo, me pidió que fuera su albacea y acepté. Desde luego, cuando falleció me desvelé para disponer y pagar los sufragios y gastos de enterramiento de conformidad a lo que él dispuso; satisfice los legados en dinero y especie que me encargó, y me ocupé de tomar las precauciones oportunas para preservar los bienes que me habían sido confiados.
– Acaba de decir que objetivamente ese proceder no le pareció extraño. ¿Eso indica que subjetivamente tuvo usted alguna duda?
– En realidad, no son más que suposiciones.
– No se inquiete, que yo no soy abogado. Cuéntemelas, por favor.
– Pues para empezar me extrañó que hiciera venir a sus hijos y amigos hasta Pamplona y en época tan agitada como los sanfermines. Yo me hubiera desplazado donde me hubieran dicho. Pero quiso que fuera de esa manera y no de otra. Supuse que se trataría de alguna cuestión sentimental (él adoraba esta Fiesta) y no hice más averiguaciones.
– Aparte de lo dicho, ¿hay algo que le resulte singular?
– Pues ahora que lo menciona, siempre me pareció raro el modo en que murió. Soy hijo de médico. Mi padre siempre decía que morir no es tarea fácil. Salvo algunos fallecimientos fulminantes, no resulta sencillo abandonar esta vida. Sin embargo, Niccola murió vestido.
– Creo que no le comprendo -admitió el inspector. Dolores corroboró las dudas.
– Fui a verle cerca de las ocho de la tarde, quería comentar algunos extremos de su testamento. Me dio en mano su preciosa pluma Parker, se la debía hacer llegar a Lola MacHor. Luego me informó de que me llegaría en breve, por mensajero, otro presente para esa señora. Un libro antiguo que en esos momentos estaba encuadernándose; insistió en que lo importante era la dedicatoria.
»Tras tomar nota del recado, charlamos sobre los viejos tiempos. Me marché hacia las diez, dijo sentirse cansado. Todavía esperaba visitas. Tenía mal aspecto, pero no lo suficiente para que no le diera tiempo a cambiarse. Es más, salió personalmente a despedirme a la puerta. Era muy meticuloso con la ropa, y voluntariamente nunca se hubiese quedado dormido con ella puesta.
– ¿Se le practicó la autopsia?
– No. El médico que le trataba dijo que no hacía falta. Padecía, no sé si lo sabe, inspector, cáncer de páncreas. No obstante, también el doctor calificó el fallecimiento de prematuro. Quizás había acelerado el final algún disgusto.
– ¿Se le pasó por la cabeza en algún momento que se hubiera suicidado?
– Si le soy sincero sí, lo pensé entonces y lo sigo pensando ahora, aunque ese acto no casa bien con su forma de pensar. Era católico y ejercía.
– Perdone que le interrumpa, pero me gustaría saber qué decía esa dedicatoria. ¡Lola me ha contado lo de la pluma, pero ha omitido el resto!
– ¿Cómo? ¿Es que ha hablado con ella? ¡Como abogado debería habérselo impedido! ¿Ha grabado las conversaciones? ¿Ha firmado una declaración?
– Ella ha aceptado. Es por su bien, créame. ¡Por favor, temo que pueda pasar algo más! Hábleme del libro.
– De acuerdo, pero antes una matización: Lola no ha podido hablarle de ese libro porque aún no lo ha visto, está en mi poder. Debería habérselo entregado hoy durante la lectura del testamento.
– Entiendo… ¿Es un manual jurídico?
– ¡Ah, no! Es una novela de Conan Doyle.
– Seguro que es esa novela que tanto les gustaba a los dos: la que narra las andanzas de Sherlock Holmes -añadió Dolores.
– ¿Una novela? ¿Le hizo ir a su casa para hablarle de una novela y de una pluma?
– Sí, pero ni la pluma ni la novela eran normales. Esta última es una magnífica edición…
– ¡Tonterías!
Fue tal la fuerza que el inspector impuso a la expresión que sus interlocutores se quedaron petrificados.
– ¿Leyó la dedicatoria, Gonzalo? -preguntó con igual pujanza.
– En realidad no, pero Niccola me hizo anotarla en su casa, para que no me olvidara de recordar a Lola que lo importante era la dedicatoria.
– ¿Y la recuerda?
– Déjeme comprobarlo, inspector. Lo anoté en mi agenda.
El inspector Iturri hubiera esperado que el abogado sacara de su bolsillo una impecable libreta de piel y hubiera empezado a pasar hojas hasta alcanzar la buscada. Sin embargo, para su sorpresa, utilizaba una agenda electrónica. Tomó el lápiz óptico y pinchó tres veces la pantalla. Con cara de satisfacción continuó:
– ¡Aquí está! Sí, en efecto. «No te olvides de que Vermissa tenía 61 miembros.»
Los tres permanecieron unos minutos en silencio.
– ¿Alguno de ustedes sabe qué significa ese mensaje?
– Yo no -negó Gonzalo-. ¿Y tú, Dolores?
– Tampoco. Pero seguro que Lola lo sabrá. Ella y Niccola siempre andaban jugando a detectives.
De inmediato Iturri se levantó.
– Discúlpenme. Voy a preguntárselo.
– ¡Nosotros también! -dijeron Dolores y Gonzalo al unísono.
– ¡Ah, no! ¡No pueden entrar, el juez no lo permite!
– También usted conoce que las pruebas ilícitas son ineficaces, y es manifiesto que hace lo que le dicta su instinto.
– ¡Iremos de todas maneras! -respondió Dolores decidida.
– Haremos una cosa. Les dejaré pasar un momento, pero antes vaya a su despacho y traiga ese libro.
– De acuerdo, nos vemos en el hospital -aceptó Gonzalo.
Aunque la mañana había nacido soleada, pronto una fea nube matizó el azul del cielo con su manto gris. Sin embargo, cosa extraordinaria dadas las circunstancias externas e internas, yo estaba animada; casi contenta. El humor que rebosaba la nota que Jaime me había enviado a través de sor Rosario indicaba que, pese a los terribles pensamientos que suponía habrían de invadirle aislado en la celda de una inhóspita cárcel, con su mujer acusada de asesinato, su ánimo no se había derrumbado.
Comí con alegría. Salvo los vasos de leche tibia que acompañaban a las pastillas, no había probado un bocado decente desde el último desayuno en el hotel La Perla. Estaba hambrienta. Bajo la tapa de plástico había verdura, una enorme y dorada manzana asada y carne -no recuerdo exactamente cuál-. Lo que sí que recuerdo fue la decepción que sufrí a la primera cucharada: no tenía sal.
Pese a la falta de sabor, devoré aquellas viandas por completo, incluyendo las migas de pan y la dulce y crujiente monda de la manzana. En realidad, hubiera comido cualquier cosa que me hubieran puesto, salvo caracoles, naturalmente. Las fuerzas me volvieron de inmediato, y junto a ellas llegó un profundo sopor. Pero Juan Iturri entró en la habitación dispuesto a despertarme de nuevo.
– ¡Inspector! ¡Su tesón podría considerarse enfermizo! ¡Supuse que era tenaz, pero no me imaginé que tanto! Acabo de terminar de grabar la cinta. ¡Está ahí, a los pies de la cama!
Sin preámbulos, el inspector Iturri me preguntó:
– Lola, ¿sabe quién es Vermissa?
– ¿Vermissa?… Sí, lo sé. Sin embargo, sería más correcto decir dónde o qué.
– ¡Caramba, confieso que no me esperaba esa respuesta!
– Pues siento defraudarle, pero Vermissa no es exactamente una persona.
– Y entonces, ¿por qué ese mensaje?
– ¿Qué mensaje? No sé de qué me habla.
– Es cierto, usted no ha llegado a ver el libro. Verá, ese volumen antiguo que le legó don Niccola, y que debería haber recibido hoy en la lectura del testamento, tenía una dedicatoria: «No te olvides de que Vermissa tenía 61 miembros».
– ¿Cómo lo sabe?
– Eso no importa, lo trascendental es el mensaje.
– Disculpe, inspector, sí importa. -le interrumpí contrariada-. ¡Soy yo la que está esposada! Para usted soy un caso pendiente de resolución, pero son mi vida y la de mi esposo las que están en juego. Si ha llegado la hora de la verdad, usted también tendrá que colaborar. Dígame, ¿cómo se ha enterado de la dedicatoria? ¿Qué importancia tiene ese juego de palabras del profesor Mocciaro?
– He estado con su madre y con don Gonzalo. Han ido al despacho en busca de esa obra. Cuando lleguen, me avisarán. Ha sido el abogado el que me ha contado el mensaje postumo de don Niccola, aunque ninguno de nosotros sabemos qué significa.
– En realidad no significa nada, inspector. No es más que un escenario de uno de los casos de Sherlock Holmes: concretamente de El valle del terror.
– ¿Y por qué habría de enviarle ese mensaje tan estúpido en una dedicatoria? Don Niccola Mocciaro se tomó muchas precauciones para hacérselo llegar. Obligó a don Gonzalo a anotarlo delante de él. Además, no quiso que se le entregara el libro junto a la pluma, sino en su visita obligada a Pamplona. -De improvisó una extraña luz iluminó el rostro del inspector y un murmullo de asombro se escapó de sus labios-. ¡Qué estúpido he sido! ¡Es posible que, si buscamos en el libro que don Niccola le envió a usted, encontremos alguna anotación! ¡Sí! ¡Es muy posible! ¡Voy a enterarme de sí han llegado! Usted recuerde lo que pueda sobre Vermissa.
Mientras Iturri empleaba su móvil, yo rememoré el caso de Sherlock Holmes, y luego se lo conté pacientemente al inspector, aunque él no me prestaba excesiva atención.
– Pues verá, el caso de El valle del terror, que es donde se cita el nombre de Vermissa, narra las historias de una sociedad secreta norteamericana… Supongo que don Niccola me quería decir que tuviese cuidado, porque las cosas no son lo que parecen. No sé, en este momento no se me ocurre otra explicación. Lo único raro de ese mensaje es que, en realidad, la novela habla de sesenta miembros, no de sesenta y uno.
– Estoy seguro de que hay algo más. ¡A ver si traen de una vez ese puñetero libro! -Iturri tomó su teléfono móvil y preguntó, chillando, si no habían llegado aún. Cuando recibió la respuesta, se le alegró la cara-. ¡Ya suben! ¡Veremos de inmediato si hay algo escrito en ese capítulo!
Llamaron a la puerta, se me desbocó el corazón de nuevo. El abrazo fue denso, apretado, colmado de sentimientos, pero silencioso. Curiosamente, ni mamá ni yo lloramos. Gonzalo Eregui y Juan Iturri se mantuvieron en un respetuoso segundo plano, aunque a este último se le agotó pronto la paciencia.
– Por favor, señoras, tenemos que resolver este galimatías. Debemos sosegarnos y repasar el libro. El tiempo apremia.
– ¡Conozco este libro! -les dije-. ¡Es magnífico, y vale un dineral! Verá, don Niccola había ido reuniendo primeras ediciones de cada uno de los relatos de Conan Doyle. Este escritor no empezó escribiendo libros. Por el contrario, publicaba sus relatos por entregas en sendos magazines: Lippincott's Magazine, Strand Magazine, Collier s Weekly, etc. Lo hizo desde finales del siglo XIX hasta el primer cuarto del siglo XX. Tras su éxito, empezaron a hacerse ediciones completas, que son las que posee todo el mundo. No obstante, don Niccola se hizo con los ejemplares originales de esas revistas. Cuando tuvo todos los números, los encuadernó en piel… Sí, aquí está la dedicatoria: «No te olvides de que Vermissa tenía 61 miembros»…
– ¡Busque el caso de El valle del terror! ¡Quizás haya alguna anotación!
– Sí, ahora mismo lo busco.
Repasé la larga y emocionante prosa tres veces, pero para enojo de todos nosotros, especialmente de Iturri, fue perder el tiempo. El libro no parecía contener más secretos que los escritos por Conan Doyle. Mientras iba avanzando el reloj y las posibilidades se reducían, la inicial euforia del inspector se esfumó. Como por ensalmo, sin solución de continuidad, como la niebla en la atardecida, le asaltó el mal humor.
– ¿Qué es lo que ocurre, inspector? -pregunté preocupada.
– No se inquiete, no habrá pruebas concluyentes contra usted o su marido.
– En eso tiene razón -aseguró Gonzalo que, junto a mi madre, se mantenía voluntariamente en un segundo plano.
– ¡Esto no tiene lógica alguna! -protesté con desesperación-. Si se insiste en que Alejandro ha sido asesinado, ha de haber alguien que haya cometido el crimen. Y si no lo encontramos, tanto Jaime como yo estaremos siempre en entredicho.
– Salvo que la acusación sea probada más allá de una duda razonable, tanto usted como su esposo quedarán libres -informó asépticamente el inspector Iturri-. Debería usted saber, si es jurista, que en España se aplica el principio de in dubio pro reo.
– Conozco sobradamente la ley, pero aquí no hablamos de la ley, sino de la vida. Mi esposo, mis hijos, yo, todos habitamos en una sociedad en la que la apariencia es importante. Si los demás creen que soy culpable, terminaré siéndolo efectivamente. Pese a que la justicia me declare inocente por falta de pruebas, o por que aplique el principio de que en la duda, a favor del reo, a sus ojos seré culpable. Si alguna vez llego a alcanzar el grado de catedrático -¡qué insulsa, qué insustancial me parece ahora esa palabra!-, obtendré una cátedra manchada de sangre. No me atreveré a tener discípulos por miedo a que mis problemas les puedan salpicar; me veré obligada a bajar los ojos ante todo el mundo cuando nada he hecho. Mis hijos sufrirán esas iras en abundancia y acrecentadas: los niños suelen ser especialmente crueles. Y Jaime, mi pobre Jaime… Lo siento, soy de lágrima fácil.
»Lo que quería decirle, inspector, es que necesito aclarar los hechos, saber por qué han ocurrido y quién los ha causado. Pero en lo tocante a eso, sólo sé lo que le he dicho ya: que no he sido yo, ni tampoco Jaime, y la más beneficiada, Clara, carece de capacidad para planear un crimen de esta magnitud. Por eso digo que algo se nos escapa. Además, veo en sus ojos que a usted hay algo que tampoco le cuadra.
El inspector Iturri bajó la mirada. No deseaba confesar sus temores o suposiciones, lo cual era comprensible ya que en mí veía una potencial, aunque muy dudosa, implicada. También resultaba obvio que algo le inquietaba y que sentía la necesidad de compartir algún dato, un detalle, quizás un fleco de la investigación conmigo.
El policía se frotó los ojos. Se resistía a hablar. En su interior luchaban la prudencia y su instinto. Finalmente, éste último salió vencedor.
– De acuerdo. Bien.
Nuevamente guardó silencio.
– ¡Santa Madre del Amor Hermoso, inspector! ¡Tratar con usted incrementa la virtud de la paciencia! ¿Va a decir lo que piensa? Es posible que, si comparte sus ideas conmigo, descubra algún detalle. Es posible, a mí me pasa a menudo, que al expresar sus ideas en voz alta se dé cuenta del fallo de razonamiento, si es que existe.
– ¿Sabe cómo los buitres rondan el nuevo cadáver?
– Saberlo no lo sé -confesé-, pero puedo intuirlo.
– Pues así planea sobre mi cabeza la relación de estos hechos con don Niccola Mocciaro.
– ¿Don Niccola? ¿Por qué?
– Intuyo que ha querido decirle algo y hacerlo con urgencia. Me señalaba Gonzalo hace un rato que, aunque era muy cuidadoso con las formas, no se puso el pijama. Murió vestido, antes de lo que nadie preveía. Por otro lado, extraña la premura con la que hizo acudir a su albacea a su casa de Madrid. Esa pluma y ese libro antiguos no poseen tanto valor como para un montaje tan cuidadoso. Podía haber dejado el paquete en casa, a su nombre, o haber realizado una simple anotación señalando a quién deseaba legárselo. Pero no lo hizo así. Mandó el libro a encuadernar e hizo que lo enviaran a Pamplona por mensajería…
– ¿Me está usted diciendo que don Niccola intuyó su muerte?
– Sí, creo que tuvo miedo y trató de asegurarse de que el mensaje que quería trasmitir llegase a su destinatario. Supongo que juzgaría que usted iba a ser capaz de descifrarlo.
– Desgraciadamente, no soy tan sagaz como él pensaba.
– ¿Cómo interpreta usted los hechos? ¿En qué está pensando, inspector? -preguntó mi madre, siempre tan práctica.
– Verá, sin contemplar la hipótesis de un comportamiento criminal patológico, hay tres motivos fundamentales por los que una persona mataría a otra: el primero poseer algo que el muerto tiene: dinero, sobre todo, pero también es posible que sea un cargo, una posesión intangible o el mantenimiento de un poder. En ese sentido, según me acaban de comunicar mis investigadores, Alejandro no parecía tener deudas: ni de juego ni por drogas ni con ningún mafioso que deseara cobrar y no lo consiguiera. Las únicas personas que tendrían motivo para matarle serían Lola, que se quedaría con su cátedra, y Clara, que se haría simultáneamente con título y propiedades. Pero ninguna de ellas da el perfil. Por cierto, ¿sabían que la criminalidad en la mujer es aproximadamente un 10% menor que en los hombres? ¡Son buenas ayudantes y mejores inductoras de crímenes, pero nefastas asesinas!
– Pues la verdad es que no lo sabía -confesé-, pero me alegro de tener menos posibilidades de entrar en la cárcel.
– El segundo motivo más frecuente de asesinato es el pasional, pero tampoco parece que sea lo que buscamos. El tercero es el miedo: alguien podría desear silenciar a Alejandro Mocciaro. Eso podría explicar que se exigiese al delincuente que le robara el móvil. ¿Qué podía ocultar Alejandro? Y si en realidad está relacionado, ¿qué podría saber su padre?
– Sherlock Holmes ataría cabos.
– Adelante, Lola.
– Veamos. ¿Cuáles son los hechos que no cuadran? En primer lugar, la premeditación: alguien sabía de antemano que Alejandro iba a estar en Pamplona ese día. Teniendo en cuenta que se había ido a Harvard nada más sacar la oposición, y que planeaba quedarse allí bastante tiempo, ese alguien debía saber que vendría a la lectura del testamento y la fecha en que ésta se llevaría a efecto…
– Eso es cierto -afirmó Iturri-. Gonzalo, ¿quién lo sabía?
– Por mi parte, conocían esta circunstancia mi secretaria y uno de mis pasantes, que son de toda confianza. Por parte de Niccola, sólo un pequeño puñado de amigos íntimos supo de su muerte. Él no quiso que se celebrase ningún funeral público ni que el periódico publicase su necrológica. Respecto al testamento, sólo los directamente interesados, es decir los dos hermanos Mocciaro y Lola, fueron convocados. Les envié un correo lacrado y certificado.
– Yo no se lo he dicho a nadie, que yo recuerde -respondí-. Naturalmente, hablé con varios colegas de su fallecimiento, pero no creo haberle comentado a nadie que me venía a Pamplona salvo, naturalmente, a mi madre y a Jaime. Clara acababa de llegar de un recorrido turístico por Venezuela y Alejandro estaba en Norteamérica. Sin embargo, su asesino lo sabía…
– ¿Dice, Gonzalo, que envió el texto en un sobre certificado y lacrado?
– Así fue, en efecto.
– Lola, ¿no me comentó usted que cuando recibió la carta del despacho Eregui tenía el lacre despegado? Eso puede hacerse empleando vapor.
– Es decir, que alguien pudo manipular mi correo, alguien próximo a mí, que tenía acceso a él… Otro profesor.
– Sí. Alguien, por alguna razón que desconocemos, deseaba seguir el legado del difunto profesor.
– Pero, en ese caso, deberían haber abierto el correo de Clara o de Alejandro, porque para mí fue una sorpresa ser nombrada en ese documento.
– No sabemos el porqué, pero es posible que esa fuera la forma de enterarse de la fecha -sentenció Iturri.
– Sin embargo, inspector, eso no bastaba -repliqué yo-. Quien fuera debía saber, además, que correría el encierro. Una persona extremadamente próxima a él, con quien hablara frecuentemente.
– ¿Por qué? -preguntó Gonzalo-. No sigo el argumento.
– Según creo recordar, decidió que correría al día siguiente durante la cena con el juez Uranga y su esposa. Uranga es un antiguo corredor y nos explicó muchos detalles del encierro. A Alejandro se le encendió el ánimo, y decidió tener sus propias fotos…
– De forma que el asesino tuvo que informarse sobre la marcha: o estaba en aquella mesa o Alejandro se lo comentó después, por ejemplo, con una llamada desde el móvil. Si dispusiésemos del teléfono, podríamos ver las llamadas. Quizás por eso se lo robaron. De la primera hipótesis hemos de excluir al juez Uranga y a su esposa, de manera que quedamos Clara y nosotros. También es posible que alguien nos espiara, pero, con el ruido que había allí, era difícil oír nada.
– Clara nos informó de que, tras la cena, alguien llamó a Alejandro al móvil y cada uno se fue por su cuenta. De manera que es una oportuna explicación a esa sustracción tratar de ocultar las llamadas, aunque, obviamente, hay otras -dijo Iturri.
– ¿Por ejemplo?
– Que su asesino quisiera impedirle que comunicara a alguien que le habían pinchado y se encontraba mal… Siga su razonamiento, por favor.
– Sí, claro. Los datos… Por otro lado, resulta notable que los hechos acontecieran en plenos sanfermines. Es posible que el o los asesinos pensaran que con un muerto en un encierro, con la cantidad de personas que hay en la ciudad, y el número de delitos que mantienen ocupados a policía y jueces, se haría una autopsia simple y que, habida cuenta de los antecedentes de Alejandro con las drogas, no se detectaría la ketamina… Obviamente, no contaban con la profesionalidad del forense… Si unimos ambos cabos, tenemos que el o los asesinos conocían bien a la víctima y probablemente el procedimiento judicial y forense…
– Un inciso, Lola. ¿Por qué Pamplona? ¿Por qué durante las fiestas? Gonzalo dice que él se ofreció a acudir a la capital, a Valladolid o donde fuera para la lectura del testamento.
– En efecto -corroboró él-. Sin embargo, fue Niccola Mocciaro quien insistió en que dicha lectura tuviera lugar en Pamplona y en plenas Fiestas. Fue el profesor quien fijó el día: el 13 de julio.
– Desconocía ese dato, inspector -apunté yo-, pero es extraño: para fijar la fecha debería tener constancia de que ya no estaría entre los vivos. Si llamó a Gonzalo Eregui a finales de mayo, quedaban hasta julio dos meses escasos. Aunque estuviera, como estaba, verdaderamente enfermo, en tan corto espacio de tiempo no podía asegurar que habría fallecido…
– Salvo que planeara suicidarse… o que pensara que alguien iba a acabar con su vida.
– Suicidarse no era su estilo -negué yo-. Supongo que deberían concurrir unas circunstancias terribles para que eso aconteciera.
– He hablado con su médico -insistió Iturri-. Tomaba morfina para el dolor.
– No me estaba refiriendo a ese tipo de coyuntura. Don Niccola era muy duro, no se hubiese quitado la vida por evitarse un dolor físico. Además, hoy la medicina es capaz de volver cualquier sufrimiento soportable.
– Lola, hay otras locuras que pueden incitar al suicidio… Quizás tratara de evitar una gran vergüenza. Como bien sabes, en eso Niccola no era tan duro: le horrorizaba perder su honorabilidad.
– Tienes razón, Gonzalo. Cada vez que su hijo Alejandro hacía una de las suyas, él se marchaba de viaje para que nadie le viera. No obstante, sigo pensando que no era propio de él. Además, el suicidio es un acto desesperado, una persona se quita la vida para no tener que soportar una ignominia cercana, no piensa en suicidarse dos meses más tarde. Si hubiese algo turbio alrededor de la figura del profesor Mocciaro, ya nos habríamos enterado. Así las cosas, no es descabellado pensar que tuviese miedo de que alguien le matara y le impidiera realizar su última voluntad.
– Siento discrepar. Niccola era muy frío, si hubiera decidido suicidarse lo hubiera planeado detenidamente. No creo que, en ese caso, el motivo fuera el dolor físico, pero sí el dolor moral, o, quizás, podría haberse inmolado pensando en el beneficio de un tercero… Ese sí era su estilo.
– En resumidas cuentas, Gonzalo, ¿crees que se suicidó?
– Sí, así es. No hubo signos de violencia, nadie forzó la puerta ni se echó nada en falta. Murió como un señor, vestido y en su salón.
– Pudo ser el mismo cáncer el que le matara -aseveró mamá.
– El médico dijo que lo dudaba. Pero, en fin, sin autopsia es difícil asegurarlo con certeza.
– De acuerdo, podría haberse suicidado… En ese caso, ¿cuál fue el motivo de su suicidio? Dicen ustedes que debería existir un gran quebranto moral o que protegiera a alguien.
– Desgraciadamente, inspector, creo que eso no lo podemos saber.
– No se rinda tan pronto, Gonzalo. Sigamos desarrollando la hipótesis: supongamos que se suicidó, ¿qué tiene eso que ver con que exigiera que el testamento se leyera en Pamplona? ¿Por qué no en Madrid, dónde residía? La única diferencia notable es que Pamplona es una ciudad más pequeña…
– Es cierto -contestó el abogado dándole la razón-. Pamplona… ¿Por qué Pamplona? ¿Por qué durante las fiestas en honor a San Fermín? ¿Por qué durante unos días en que la población de la ciudad alcanza casi el millón de personas? Es difícil encontrar a alguien aquí…
– ¡Claro, inspector! ¡Lo que quería el profesor era que pasáramos desapercibidos! ¡Seríamos una gota en un océano blanco y rojo! Él sabía que estaría muerto, pero temía por Alejandro.
– Seguramente tiene usted razón. La cuestión, sin embargo, es ¿por qué? ¿De qué tenía miedo?
– Vamos a ver si lo he entendido bien -intervino mi madre-: Niccola supuso que alguien podía atentar contra su hijo y le hizo salir del ambiente habitual.
– Bueno, es sólo una hipótesis. Podemos seguir pensando. ¿Por qué alguien querría ver muertos al padre y al hijo? Salvo que se tratara de un asunto de familia, nada tenían en común. Excepto la profesión… ¡Nuevamente la dichosa cátedra! -bramó el inspector.
– ¡Le repito que nadie, ni siquiera yo, mataría por ese motivo! -dije.
– Todavía no sabemos el motivo de su presunto suicido -recordó Gonzalo.
– De acuerdo, volvamos a lo que sabemos con certeza: Vermissa. Dígame, ¿de qué trata esa narración de Sherlock Holmes?
– Se lo he contado antes: relata la historia de un policía infiltrado en una sociedad secreta norteamericana a quien sus miembros…
– ¿Una sociedad secreta? ¿Cómo? ¿Qué dice? ¿No me explicaba que Vermissa era un escenario?
– Sí, pero en ese relato el nombre identifica también a una logia, la 341 si no recuerdo mal. ¡Parece que estoy leyendo el pasaje: «Vermissa contaba con sesenta miembros…»
– ¿Sesenta?
– Sí, así es, sesenta miembros.
– Sin embargo, el recado que usted recibió del difunto Mocciaro fue que contaba con 61 miembros.
– En efecto, se lo he dicho hace un momento. Creo que no me prestaba atención.
– ¿Qué querría decir con eso el profesor? ¿Por qué 61?
– Quizás porque en esa sociedad hay un miembro más al que la gente no conoce. Alguien que nadie situaría allí. Quizás un infiltrado…
– ¡Él mismo! -chilló emocionado con su triunfo el inspector Iturri.
– ¿Cómo que él mismo? ¿Por qué él mismo?
– Vamos a ver si me he enterado bien. El relato en cuestión narra las andanzas de un policía que se ha infiltrado en una logia. Supongo que será dicho agente el que desenmascarará la trama.
– Lo ha captado perfectamente, aunque, desgraciadamente, en el relato de Sherlock Holmes, el policía es descubierto y ejecutado por los asesinos de la logia… ¡Dios mío! ¡El hombre camuflado, el número 61! ¿Es que don Niccola…?
– Es posible -dijo escuetamente el inspector Iturri, fingiendo una frialdad que no le dominaba.
– Yo no lo creo, ¡murió vestido!
– Disculpe, Gonzalo, pero está usted un poco pesado con lo del traje…
– En absoluto, inspector -replicó mi madre-, creo que Gonzalo tiene toda la razón. Si alguien le hubiera asesinado, le tenían que haber pillado desprevenido, y en ese caso, la mejor manera es en la cama. Además, un enfermo terminal que muere en el lecho con su pijama es mucho más creíble que un hombre que se sienta perfectamente trajeado en el salón de su casa a esperar la muerte.
– Puede que alguien le hubiera forzado a suicidarse: haciéndole chantaje o amenazándole con destapar algún turbio asunto.
– Podría haber tenido usted razón, inspector, salvo por el hecho de que Niccola no los tenía. ¿O tú sabes algo que yo desconozca, Lola?
– No, no sé de ningún asunto turbio en su vida, excepto los de Alejandro.
– Salvo esa posible sociedad secreta.
Permanecí en silencio unos segundos. La mente concentrada, el cuerpo tenso, la mano atada a una fría esposa metálica… Finalmente me rendí a la evidencia:
– Inspector, esto es la realidad. Quizás nos estemos engañando. Hemos dado por supuesto que el motivo del asesinato o del suicido es el miedo: don Niccola tenía miedo por sí mismo y por su hijo. También hemos concluido que quien lo causa es una sociedad secreta. La pregunta es ¿qué hacen Alejandro y don Niccola enredados en una sociedad secreta? ¡Es absurdo! Es más lógico que algún amigo despechado de Alejandro Mocciaro se lo cargase. ¡Le aseguro que frecuentaba gentes horribles! Es más, incluso resulta más plausible la hipótesis de que fuera Clara, ávida de títulos, quien le matara.
– No -respondió tajante-. Si existiese ese amigo despechado, ya habríamos dado con él. Estoy seguro de que hay algo más.
– Suéltelo ya.
– En realidad no lo sé -admitió el inspector-, por ahora.
– ¡Dígamelo!
– De acuerdo. Me preocupa el inspector madrileño. Su actitud nunca fue nítida. Vino demasiado pronto y actuó como si dispusiese a priori de información y conclusiones. Como si alguien dirigiera su comportamiento.
– Creo que se olvida de que fue Clara Mocciaro quien espontáneamente le llamó.
– Lo sé. Según me ha confesado, cuando vio mis zapatos supuso que yo era un inútil… En fin, habré de comprarme calzado nuevo. Pero mi olfato huele algo… ¡Fíese de mí!
– No crea que no me fío, pero de momento tendremos que atenernos a los datos que podemos constatar. Por ejemplo, el envío del famoso libro…
– ¡De acuerdo, bajemos a la realidad! Hábleme del libro, Lola, ¿qué le preocupa?
– Mandó encuadernarlo de nuevo… Eso fue lo que me contó Gonzalo.
– En efecto, a mí me lo envió directamente el encuadernador.
– ¿Por qué reparar un libro tan magnífico? ¡Debe tener algún sentido!
– Quizás estaba estropeado por el uso, quizás la piel…
– ¡No, absolutamente no! No ha transcurrido tiempo suficiente para que se requiriese una restauración. ¿Por qué volver a encuadernarlo? ¡No tiene sentido!
– Salvo que quisiera añadir alguna página. Así se aseguraba de que lo recibiera.
– A primera vista no me ha parecido ver nada extraño… Si lo cotejáramos con otro original…
– ¡Pediré uno de inmediato!
Iturri trató de salir de la habitación, pero al abrir la puerta se topó con un hombre ataviado con ropa hospitalaria que sujetaba una pequeña palangana que contenía una jeringuilla y un algodón con desinfectante. Impaciente, aún con la puerta entreabierta, ya instaba a los presentes a abandonar la sala. Mi madre accedió a regañadientes, aunque prometió no irse muy lejos.
Iturri no protestó. Estaba inquieto, desasosegado. Su mente tejía una idea. Inicialmente había sido una imagen desvaída, casi etérea, pero, poco a poco, aquella inquietud había ido tomando cuerpo. Cuantas más formas adquiría, más se descomponía el humor del inspector.
Los dos hombres y la mujer se dirigieron a la sala de espera contigua, pero finalmente Iturri no pudo más y se separó del grupo. Bajó a trompicones la escalera que daba a la calle, sacó su pipa negruzca y se regaló una generosa cazoleta. El humo le relajó, pero no consiguió atemperar la imagen. Se recordó que eran los hechos, no las corazonadas, las que tenían que gobernar sus actos, pero su mente era completamente canallesca cuando trataba de conseguir algo; era capaz de vender cualquier principio de racionalidad a cambio de su particular plato de lentejas. Además, que cortaran cada poco tiempo su hilo mental, le molestaba sobremanera. Lola MacHor tenía una preclara mente detectivesca, pero se dejaba enredar rápidamente por los sentimientos. Primero su madre, luego el enfermero… Así no había quien pensase. Para atravesar terrenos cenagosos como aquéllos, lo más importante era no pararse.
Chupaba la cachimba con fruición pensando en su inquietud: Rodrigo Robles. ¡Varias veces había sido nombrado durante la investigación! Sacó su pequeña libreta y fue comprobando uno a uno los motivos de las apariciones en escena de aquel individuo. La primera vez que su nombre había sido citado hablaba con Clara Mocciaro del tatuaje que su hermano tenía en la ingle, impreso sobre otro anterior. Ella le había explicado que ese nuevo grabado, en forma de flor de lis, suplantaba a otro más antiguo, una pequeña serpiente, que Alejandro y sus amigos de la facultad de Derecho, entre ellos Rodrigo Robles, se habían hecho tatuar como recuerdo de licenciatura. La primera conexión era simple: Rodrigo Robles y Alejandro Mocciaro eran amigos y colegas de profesión, y se hacían tatuajes. ¿No gustaban las sectas de los símbolos? Quizás ése fuera uno de ellos… Por otro lado, al preguntar a Clara cómo había sabido de su existencia, ella había confesado que, siendo amante de Rodrigo Robles, se lo había visto. De manera que Clara y el tal Rodrigo Robles habían estado fugazmente enredados. Lola MacHor había corroborado la relación entre ambos por ser la esposa de Rodrigo Robles, una de las compañeras de colegio de las que canallescamente Clara se había vengado. También le había informado de que, tras conocerse públicamente ese fugaz contacto sexual, las relaciones entre Clara Mocciaro y Rodrigo Robles se habían roto, y esa desagradable situación había salpicado también a Alejandro. Aquello resultaba, al menos, curioso, pero no indicaba nada de momento. También Lola le había informado de que, en su oposición a cátedra, Alejandro Mocciaro había entregado a última hora sendos sobres al presidente y secretario del tribunal, así como a su padre. Iturri había investigado los nombres de estos últimos y les había llamado para preguntarles qué contenía ese pliego. El primero, un venerable catedrático, dijo recordar vagamente que en aquella carpeta figuraba algún documento legal que no había sido entregado con anterioridad: una partida de nacimiento, o algo por el estilo. Inmediatamente llamó al secretario, Rodrigo Robles. Con lo que Iturri juzgó como azoramiento, aseguró que el citado sobre contenía un curriculum actualizado. Transcurridos apenas tres meses de aquella oposición, era inexplicable que el joven secretario olvidase el contenido exacto, aunque era probable que la falta de coincidencia estribase en que el añoso catedrático tuviese normales lapsos de memoria. No obstante, para estar seguro, pidió que las llamadas de ambos fueran rastreadas. La sorpresa no fue tal; en realidad, lo esperaba. Nada más colgarle, ambos se habían puesto en contacto. Lo que le sorprendió de verdad fue que la llamada había partido del catedrático de más edad. ¿Qué había en aquel sobre que había hecho perder la oposición a Lola MacHor? ¿Tendría algo que ver con la muerte de Niccola Mocciaro o de su hijo, o quizás de las dos? Todas las circunstancias en que Rodrigo Robles aparecía eran muy distintas, pero eran demasiadas coincidencias, y Juan Iturri no creía en ellas. Lo que en realidad pensaba era que la pieza que allí faltaba era el inspector Ruiz. Estaba convencido de que Rodrigo Robles y el inspector Ruiz tenían relación. Clara le había contado que un catedrático amigo de su padre le había presentado a Miguelón Ruiz hacía poco. Si ese catedrático hubiera sido Rodrigo Robles, todo cuadraría: en aquel sobre que Alejandro Mocciaro había entregado, podía estar el motivo de un chantaje o algo por el estilo… El presidente y secretario de ese tribunal podrían querer vengarse de Alejandro y de Lola… No había querido levantar la liebre llamando a Clara, porque ésta podría contarle la conversación a su amigo Miguelón Ruiz. Ahora debía hacerlo. Sin pensarlo más, en un arranque tomó el móvil y marcó.
– Señorita Mocciaro, soy el inspector Iturri. Buenas tardes. Perdone que le moleste con una cosa banal, pero usted me comentó que algún amigo de su padre le había presentado al inspector Miguel Ruiz; y yo… Sí, claro… ¿Agustín Pédrez? Sí, un catedrático de Derecho Procesal. Entiendo… ¿Y tuvo lugar esa presentación hace dos años?… Sólo hace unos meses, tras la muerte de su padre… Claro, sí… Pues nada más, sólo quería aclarar ese pequeño detalle… No, no es importante, es para el informe. Hay que ser muy preciso. Muchas gracias por su ayuda.
«¡Dios santo, me he vuelto a equivocar! ¡Me está fallando el olfato!»
Su teléfono sonó con aires de grandeza metálica.
– ¿Sí? ¿Cómo? ¡Subo de inmediato! ¡Que nadie toque nada!
Cuando el inspector Iturri entró en mi habitación, mi madre y Gonzalo atendían a sor Rosario, a la que habían sentado en el sillón de polipiel de la habitación. Gracias a Dios, aunque estaba magullada, no se había roto ningún hueso, lo que a los noventa y dos años era todo un milagro.
– ¿Qué ha pasado? ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? ¿Qué ha ocurrido?
– Demasiadas preguntas, joven -respondió la hermana de la Caridad con voz paciente. Iturri se dio cuenta enseguida de su falta de consideración-. Por favor, de una en una.
– De acuerdo, ¿está usted bien?
– Perfectamente. Creo que no me he roto nada. ¿Y usted quién es?
– Disculpe, hermana, soy el inspector Juan Iturri.
– ¡Inspector! ¡Tenía mucho interés en conocerle! ¡Sus hombres hablan maravillas de usted!
– ¿Mis hombres? ¿Y de qué conoce a los hombres de mi brigada?
– ¡Ah! Pues de que alguno ha estado aquí, de guardia en la puerta. Hemos charlado largo y tendido. ¡Majos chicos!
– Disculpe, ¿y usted es…?
– Sor Rosario, así es como me llamo. De soltera tenía apellido, pero lo abandoné cuando ingresé en la orden en el año 1936. Soy hermana de la Caridad, mi comunidad está aquí, en el hospital.
– Encantado, sor Rosario. ¿Me puede decir ahora qué hace en esta habitación y por qué se ha armado este estruendo?
– Pues verá, confieso que estaba esperando a que ustedes salieran para visitar a Lola y comprobar su estado. Al ver al enfermero, he identificado la ocasión. «Hermana, tiene que esperar fuera», me ha dicho. «No me voy a desmayar por ver un pinchazo, joven, después de lo que estos cansados ojos han contemplado entre estas paredes», argumenté, mientras penetraba en la estancia. «Por cierto, majo, no te conozco. Pensaba que ya no se contrataba a nadie. ¿Cómo te llamas, hijo? ¿Qué turno sueles hacer?»
Entonces el chico se ha puesto muy nervioso. Le he instado nuevamente a contestar, y él ha tirado la palangana y, empujándome, ha salido apresuradamente de la habitación. Me he caído al suelo, Lola ha chillado pidiendo ayuda y ha venido su gente. Eso es todo.
– Nosotros estábamos en la sala de espera -explicó Gonzalo-, y al escuchar el ruido de la palangana, salimos en estampía hacia aquí.
– ¿Es decir, que usted no ha reconocido a ese hombre como un miembro del equipo hospitalario?
– Así es, no le conocía ni de vista. Como llevo aquí miles de años, me codeo con todo el mundo, por eso le he preguntado de dónde había salido. Él se ha marchado corriendo, empujándome al pasar. Es como si le hubiera asustado. ¿Por qué alguien se asustaría de una monja de noventa y dos años? En fin, he caído al suelo, junto con la palangana y la jeringuilla que iba a inyectarle a doña Lola.
– ¿Dónde está lo que iba a suministrarle?
– Supongo que en el suelo, si es que no se ha roto -respondí.
– Se ha roto -suspiró sor Rosario-. Voy a buscar alguna gasa para limpiarlo.
– ¡No! ¡Ni se le ocurra! Don Gonzalo, avise al policía que se halla de guardia. Han de tomarse unas muestras.
Tras el proceso de recogida, Iturri se encaró con sor Rosario.
– Hermana, aún no me ha explicado por qué ha entrado en esta habitación. Sabía claramente que las visitas estaban prohibidas.
– ¡Ah! Vengo por el auxilio espiritual.
– ¡Ya! ¡Y yo por el café! ¡Vaya incomunicación! ¡Si se entera el juez!
En poco más de una hora, el laboratorio confirmó que nuevamente el clorhidrato de ketamina había hecho aparición. Nada pudo averiguarse del hombre que se había disfrazado de enfermero. En el corto periodo que duraron las primeras averiguaciones, sor Rosario se ganó el corazón del inspector hasta el punto de que permitió que permaneciera en la habitación. Es más, cobró su triunfo tan categóricamente que Iturri prometió contribuir con un donativo para la obra social con niños huérfanos que la orden de sor Rosario tenía en algún país sudamericano.
Aunque la tarde iba de retirada, el sol atacaba sin tregua. Las turbulencias de luz y calor impactaban en los rostros de las personas que allí nos congregábamos como golpes de pesados mazos. La concentración de calor y humanidad en las escasos metros de la pieza creaban, además, una agobiante sensación de amontonamiento. Todos permanecíamos en silencio, ni siquiera el inspector Iturri se atrevía a intervenir. La sensación de peligro cercano nos acogotaba. Él y Gonzalo permanecían de pie; mi madre, sentada a los pies de la cama, sujetaba cariñosamente mi mano. Sor Rosario, aún dolorida, seguía sentada en el feo sillón de polipiel.
Finalmente, Iturri decidió hablar:
– Bien, señores. Tenemos un crimen, quizás dos, y un intento de agresión -sentenció-; y por lo que veo, un curioso equipo de sabuesos -concluyó mirando en derredor-. Está claro que alguien tiene miedo de usted, Lola. En eso nos habíamos equivocado. Es probable que don Niccola quisiera protegerla a usted en vez de a Alejandro, o quizás a los dos simultáneamente.
– Lo sé, pero, por más que lo pienso, no logró adivinar qué conozco que no debiera. En realidad, le he contado todo lo que sé.
– Veamos, queridos amigos, creemos que con el libro y la dedicatoria Niccola quiso transmitirnos un mensaje, avisarnos de que algo como esto podría ocurrir. Quiso protegeros a su hijo y a ti, y quizás su potencial suicidio tiene algo que ver con eso, ¿no es así?
– Sí, Gonzalo -contesté-, es lo que creemos.
– Por otro lado-siguió el inspector-, intuimos que tiene que ver con la famosa oposición y con el contenido del sobre que Alejandro entregó. Secretario y presidente del tribunal no se ponen de acuerdo, y además se llaman urgentemente entre ellos cuando yo investigo. Si eso es cierto, al llamarles y decirles que investigo el asesinato y que doña Lola MacHor está detenida, he abierto la caja de Pandora: ahora piensan que usted también conoce el contenido del sobre.
A mi madre se le escapó una exclamación ahogada.
– No tema, doña Dolores, estamos sobre aviso, no va a pasarle nada a su hija.
– Gracias, inspector Iturri. Se lo agradezco.
– Bien -continuó-, ¿qué cabo nos queda por estudiar?: el libro. Estamos esperando a que traigan una copia del texto para poder compararlo.
– Muy bien, pero mientras tanto podríamos seguir cavilando -insistió Gonzalo-. Creo que hemos comprendido todo lo que ha dicho, sin embargo, en su exposición ha olvidado la posible injerencia de una extraña sociedad secreta, inspector. Al fin y al cabo, la parte central del mensaje de Niccola aludía a Vermissa, una sociedad secreta.
Mi madre protestó de inmediato, ella es tremendamente realista.
– Si es que una sociedad se ha entrometido. Siento ser tan escéptica, pero no ocurre más que en las películas. La gente normal no se va enredando en ese tipo de cosas.
– La gente normal no, mamá, pero no a todo el mundo puede aplicársele el calificativo.
– ¡Cuántas sorpresas nos llevaríamos si conociéramos a fondo la verdad acerca de las personas! ¿No es así, inspector? -sentenció Gonzalo-. Supongo que también usted en el desarrollo de su labor, como yo en el despacho, verá el lado oscuro del alma.
– Es cierto, pero creo que prefiero agarrarme a algo más plausible. Es posible que don Niccola no emplease ese nombre por la secta, sino para indicar la página escondida en la nueva encuademación, o algo por el estilo. ¿Qué estará haciendo el agente Galbis que no encuentra una copia para poder comparar los textos?
– Paciencia, estamos en fiestas, todo está cerrado.
El agente Galbis había conseguido localizar al encargado jefe de las bibliotecas de la universidad de Navarra. Le había arrancado de un desfile de gigantes y cabezudos y llevado hasta su puesto de trabajo. Las autoridades de la universidad habían accedido a que se abriese el recinto -cerrado durante la Fiesta- y a que se empleasen sus fondos. Galbis sabía que, de encontrarlo en algún sitio, el libro en cuestión estaría allí.
El edificio estaba sumido en un inquietante silencio. Hileras e hileras de estanterías se apiñaban en sus cinco plantas. Conforme andaba, los resortes escondidos distinguían la presión y encendían sendas luces con el ánimo de permitir escoger fácilmente el libro buscado. Pese a aquella forzada claridad, las 2.500 mesas blancas conformaban un paisaje espectral. De entre los 800.000 volúmenes con que contaba la biblioteca, cinco respondían a las características que Lola había especificado: contenido, idioma y año de edición. El agente firmó el correspondiente recibo y se los llevó todos, por sí acaso. En poco más de diez minutos, había abandonado el campus de la universidad y entraba en el Hospital de Navarra con las memorias de Sherlock Holmes bajo el brazo.
– ¡Gracias a Dios! ¡Cuánto ha tardado!
El pelo cortado a cepillo del agente Galbis pareció erizarse en protesta por aquella injusticia, pero no dijo nada. Entregó los libros y salió.
– Lola, aquí tiene lo que ha pedido: su ejemplar, y otros cinco vírgenes. Tómese el tiempo que necesite, pero localice qué quiso decirle don Niccola.
– Ahora sí que necesito que me suelte, inspector. Con una sola mano es difícil trabajar.
– Por supuesto. No se inquiete por su seguridad, Galbis se quedará de guardia. Yo voy a charlar con el juez Uranga, aunque ya no lleve el caso. Me entiendo bien con él. Y tiene buena cabeza…
– Por cierto, inspector, con la interrupción del enfermero asesino no terminó de explicarme sus cavilaciones sobre el inspector Ruiz.
– Mejor no haberlo hecho, eran suposiciones fallidas.
– Me gustaría que me las contara de todas maneras.
– Era un presentimiento, nada más, acerca de un nombre que había salido varias veces en la investigación: Rodrigo Robles. Era amigo de Alejandro, amante de Clara y secretario en el tribunal de su oposición. Le llamé preguntándole por el contenido del famoso sobre y me mintió.
– ¿Sabe qué contenía?
– En realidad no, pero las versiones del presidente y del secretario no concuerdan… Pensé que Rodrigo Robles era el catedrático que podía haberle presentado a Clara Mocciaro al inspector Ruiz. Sin embargo, la llamé para preguntárselo y me dijo que no, que había sido un tal Agustín no sé cuántos… Si esa conexión entre Robles y el inspector Ruiz se hubiera probado…
– No sería Agustín Pédrez, ¿verdad?
– Sí, en efecto, ése era el nombre.
– Entonces es como si se lo hubiera presentado Rodrigo: son amigos inseparables desde pequeños.
– Es decir, que en definitiva yo tenía razón -exclamó satisfecho-: tengo que investigar al inspector Ruiz, pero necesito una orden judicial. Usted siga con el libro, llámeme si descubre algo. Yo voy a buscar al juez Uranga.
Con la alegría de poder emplear ambas manos, me enfrasqué de inmediato en la labor, mamá y Gonzalo esperaron en silencio, adormilados por el cansancio y el calor. Sor Rosario había vuelto a su Comunidad un rato, pero pronto retornó con una reliquia de algún santo. Se sentó en el sillón de polipiel y se puso a rezar en voz baja mientras pasaba las cuentas del rosario.
Examiné hoja tras hoja. El trabajo era lento, casi tedioso. Tras dos horas de esfuerzo, nada había conseguido.
– ¡Se nos escapa algo!
– ¿Qué dices Lolilla? -Mamá se incorporó. Como Gonzalo, se había quedado adormilada, envueltos en el letargo vespertino.
– Perdona que te haya despertado. Sólo me quejaba en voz alta de mi falta de competencia. Hay algo que se me escapa.
– ¿Por qué página vas?
– Por la 445. Sin embargo, creo que estoy perdiendo el tiempo. El profesor era mucho más simple que todo esto. Debe de estar a la vista. ¿Qué es lo que sé? Únicamente que Vermissa tiene 60 miembros y él ha escrito 61.
– ¡Por tanto hay uno de diferencia!
– Sí, pero ¿qué significa ese 61? ¡He probado un montón de combinaciones, pero no me han llevado a ningún sitio! En fin, ya me queda poco, cuando vuelva el inspector Iturri lo habré acabado… y seguiremos como al principio…
– ¡No te desanimes, mujer, lo encontrarás! ¡Ha tenido que incluir alguna página!
No fue así, cuando terminé de examinar la bella obra no había encontrado nada extraño. Iturri no tardó en venir. Cuando le comuniqué los resultados, su cara era un poema.
Hablábamos en voz baja porque sor Rosario se había quedado dormida. No era extraño, soportando aquel calor. Por aquella rendija que llamaban ventana, el aire se renovaba a duras penas.
– ¿Y ahora, qué?
– Confieso que no lo sé. La investigación sobre el inspector Ruiz será difícil de llevar a cabo y hemos agotado el resto de las opciones.
– Todas menos la sociedad secreta -intervino Gonzalo-. ¿Vamos a olvidarnos de esa opción?
– No podemos dejar nada de lado, pero me llevará algún tiempo obtener datos sobre ese punto -exclamó Iturri escéptico.
– Gonzalo -intervino mi realista madre-, a mí también me parece que el tema de la secta suena a fantasioso, a explicación estúpida…
– Siento llevarte la contraria, querida, pero las estimaciones dicen que en la actualidad operan en España cerca de doscientas sectas o sociedades secretas que implican a miles de personas.
– ¿Tantas? ¡Pero eso es imposible! España es un país moderno.
– Estás equivocada, Dolores, es precisamente en las sociedades modernas donde proliferan.
– Pues confieso que no lo entiendo. ¿Para qué crear sociedades secretas en una democracia? Aquí cada uno puede opinar, asociarse o reunirse con quien quiera.
– No soy un experto. Conozco los datos porque mi despacho ha llevado el caso de una joven retenida por una secta. Pero puedo decirte que en la medida en que se decreta la muerte de Dios, toman su posición las hermandades, sociedades secretas, asociaciones diabólicas… Resulta comprensible: los hombres necesitamos creer que hay algo más y formular hipótesis acerca de nuestro destino. Despreciando lo auténtico, los substitutos emergen como las setas, tratando de ofrecer el mismo servicio, las mismas respuestas a esos deseos de inmortalidad que nos corroen.
– Yo pensaba -expuso mi madre tozuda-, que Dios había sido suplantado por el dinero, el confort, el éxito…
– Y pensabas bien. Pero el dinero, el éxito, el confort son aperitivos. Antes o después, llegan las grandes preguntas. Y allí están las sociedades secretas, con su falsa sapiencia, sus ropajes, mitos, rituales, solidaridades y leyendas bajo la luna…
– Disculpa, Gonzalo -me atreví a intervenir-, pero estas personas de las que hablamos: Alejandro, el profesor Mocciaro, el inspector Ruiz, etc., no son pobres ignorantes, son personas cultas, conocedoras de los entresijos de una ciencia. ¡No andarían por ahí matando gallos o jugando con sangre de animales! ¡Válgame Dios, ambos Mocciaro eran catedráticos!
– Pues ésa era nuestra última opción -dijo Gonzalo.
El silencio volvió a preñarlo todo unos instantes. Comencé a morderme convulsivamente las uñas, empezando por el esmalte que las adornaba. Iturri se quitó las gafas y se frotó los ojos. El caso parecía entrar en un callejón sin salida.
– ¿Es posible que exista una sociedad secreta así? -exclamó, por fin, mi madre.
– Creo que éste no es el punto de vista correcto. Es posible que exista -argumenté-. Lo que yo no puedo creer es que, existiendo, don Niccola tuviera parte en ella. Es imposible…
– Puede -argumentó Gonzalo- que no tuviera que ver directamente con ella, sino que se enterara de su existencia y los miembros de esa logia temieran que les delatara. Si eran catedráticos, les conocería…
– Siento decirles que se equivocan -sentenció Iturri, que de improviso se puso en pie-, él era miembro de esa secta.
– ¿Cómo puede afirmar eso tan categóricamente?
– Es fácil, en primer lugar, porque Vermissa tenía 61 miembros, no 60. Su maestro era el miembro que usted nunca hubiera adivinado. En segundo lugar, y éste es el punto crucial, porque en la famosa oposición a él también le repartieron el sobre. Es ese sobre el que le une al grupo.
Sus argumentos eran de peso, pero yo me resistía.
– ¿Y cómo explica el asesinato de Alejandro o que él se suicidara?
– Eso no lo sé, pero intuyo que el secretario de ese tribunal, Rodrigo Robles, podrá decírnoslo. El sobre contenía una información tan valiosa como para asesinar por ella.
– ¿Y si Rodrigo Robles no habla?-pregunté.
– Me temo que, entonces, será el suyo un nuevo caso sin resolver.
– ¡No, no me lo creo! ¡Don Niccola era bueno! ¡Era mi maestro, le quería como a un padre, como al bueno de papá! ¿Te acuerdas, mamá, de lo bueno que era?
Me abracé al libro llorando, abrí aquellas tapas de piel repujada en oro y las acaricié como hubiera querido hacer con el rostro de mi maestro, aunque las buenas formas siempre me lo habían impedido. Fue entonces cuando noté el bulto.
– ¡Inspector! ¡Venga aquí! ¡Palpe, hay algo escondido dentro de la cubierta!
– ¡Es cierto, voy por algo para extraerlo!
– ¿Lo va a cortar?
– Siento destrozar el ejemplar, pero necesitamos saber qué nos dice don Niccola.
Un bisturí seccionó la membrana que envolvía aquella obra de arte del mismo modo que lo que ocultaba amputó la mitad de mi alma. En el doloroso peregrinaje hacia la verdad, aquellas cuatro hojas, escritas de puño y letra por Niccola Mocciaro, crearon en mí un vacío inmenso, mezclado con un sentimiento de extrema repugnancia.
Sé que todos creemos tener derecho a juzgar a los demás, especialmente cuando se equivocan. Pero en realidad no somos quien para juzgar a nadie. Me voy a limitar a transcribir lo que aquellos folios, saqueados por la roja pluma Parker duofold, idéntica a la empleada por Conan Doyle, vomitaron sobre nosotros.
«Querida Lola, mi muy querida Lola:
»¡Hubiera dado todo lo que poseo por abrazarte antes de partir definitivamente! No creas que desprecié tu invitación, ¡se me escapaba el alma tras de ti y tu familia! Con gusto infinito hubiera pasado mis últimos días junto a Jaime y tus hijos, y sobre todo, junto a ti, mi muy querida niña. Sin embargo, era imposible. Si ellos me hubieran visto acudir a ti, ¿quién sabe lo que hubieran hecho? ¡No sabes lo que he sufrido pensando en que pudieran hacerte daño! Cuando vinieron a verme y me contaron sus planes -sus exigencias, más bien-, supe que debía protegeros. Supongo que, en Harvard, Alejandro estará seguro, al menos durante un tiempo. A ti te he obligado a ir a Pamplona para que nadie te viera con nuestro amigo Sherlock Holmes. Que estés leyendo esta carta es prueba de que acerté.
»Creí que hacía algo bueno, Lola. Sé que te será difícil de creer, sobre todo porque fui yo quien te enseñó a apreciar la justicia. Ahora comprendo que no era más que orgullo, pero cuando vi cómo esos políticos de tres al cuarto empleaban su poder para colocar a los engreídos ineptos en los cargos de responsabilidad, la mente se me nubló. Vinieron a verme proponiéndome un pacto entre caballeros destinado a elegir a los candidatos previamente a las oposiciones. Me pareció que era una buena opción, quizás la única; en otro caso, la ciencia, nuestra amada ciencia, quedaría en las manos de aquellos haraganes ignorantes cuyo único mérito era poseer un carné con siglas. Sabía que debía saltarme un principio inamovible, pero en mi necio orgullo pensé que, por una vez, el fin justificaba los medios. En realidad, no hacía nada ilícito, ni siquiera nada ilegal. Únicamente la Hermandad acordaba un nombre antes de acudir al tribunal. Al principio, el sistema funcionó sin tacha. Estudiábamos curricula, potencialidades, facultades docentes y valía humana de los candidatos. No obstante, poco a poco la elección se fue complicando. Lo que era una asociación en beneficio de la ciencia se convirtió en un cenáculo de intereses personales. No fue demasiado grave, pues sólo dos o tres candidatos fueron beneficiados por ser hijos, nietos o yernos de algún hermano. Sin embargo, pronto entró el dinero en escena y se propuso a candidatos que poseían poderes con los que comerciar. Al mismo tiempo, algunos de los más jóvenes, encabezados por Rodrigo Robles, propusieron adoptar emblemas, vestes y ritos. Sorprendentemente, no desagradó la idea, pero, gracias a mis protestas, se acordó que como único emblema cada uno de los miembros recibiría un anillo con el símbolo de la Hermandad por el que prometía perpetua fidelidad y silencio. El mío estará aún en mi caja fuerte. Con aquel anillo vinieron nuevos males: más ventas de puestos, más socios, menos moral… De ahí a las cenas en las que la confraternidad iba demasiado lejos mediaron pocos meses… Dejé de frecuentar la Hermandad hasta que tú entraste en escena. Cuando firmaste la cátedra, volví a una de las reuniones con el único fin de saber si se te apoyaría. «¡Por supuesto!», contestaron, «pero a cambio debes volver a la vida activa.» Me encontré obligado a acudir a su siguiente cita. Supongo que verme en aquel ambiente calmaba sus escrúpulos, si es que los tenían. ¡No sabes lo que fue ver a Nicanor, a Vitoriano o a Benito en aquella orgía! ¡No sabes lo que representó para mí verme rodeado de señoritas ligeras de ropa! ¡Todo por cuanto había luchado en el mundo se violaba en aquella sala! Arruña se permitió la licencia de golpear a una de aquellas jóvenes contratadas para la ocasión. La paliza fue sádicamente disfrutada mientras todos reían. Corrían el alcohol y el semen, uniéndose a aquella sangre fresca y joven. Fue una pesadilla.
»No volví a asistir a esas reuniones, sin embargo supuse que el mal rato había valido la pena, porque tú serías una buena catedrática… Hasta que Alejandro decidió opositar. No escuchó ninguno de mis argumentos, ni siquiera se molestó en contestarme. Sólo sonreía con un amago cínico, casi satírico. No comprendí su extraña actitud hasta que, tras el segundo ejercicio, me entregó aquel sobre. ¡No se daba cuenta, mi pobre y estúpido hijo, del error que estaba cometiendo!
»Al parecer me dejé la caja de seguridad del despacho abierta. Encontró el listado de miembros que yo, violando todas las promesas, había copiado, quizás para aligerar mi conciencia. Supongo que fue entonces cuando decidió sacar partido. Copió la lista de nombres, hizo varias reproducciones y se las entregó a Rodrigo y a Nicanor, secretario y presidente de tu tribunal. Ambos figuraban en aquella lista.
»Vinieron a verme a casa y me exigieron que acabara con aquella situación. No lo hicieron personalmente, claro. Delegaron el asunto en el engreído Rodrigo Robles, quien, además de ser un mal jurista, carece del más mínimo atisbo de educación. «Ha sido usted muy imprudente confeccionando esa lista. Sabía que poner esa relación por escrito violaba nuestro sagrado acuerdo. Además, se la confió a su hijo.» «Ya le he dicho, joven, que él la robó de mi caja fuerte.» «Como quiera, profesor Mocciaro, pero sea como sea usted ha creado un problema y debe resolverlo.» «¿Cómo? Sé que es una desgracia, pero ¿cómo puedo deshacer lo hecho? No obstante, creo que los hermanos no deben preocuparse: yo le haré entrar en razón.» «No le hará caso, y aunque lo hiciera, un día se pasará con la cocaína y cantará. La Hermandad necesita una respuesta definitiva.» «¿Y eso qué significa?» «Tiene treinta días, profesor Mocciaro. En otro caso, volveré. Créame; no le gustará que lo haga, ni por usted ni por su hijo.» «¡Evitar injusticias como ésta fue nuestro principal motivo!» «Siempre ha sido un ingenuo soñador, ¡un estúpido príncipe italiano! Nosotros buscamos la felicidad, no la justicia. ¡Treinta días, profesor!» «¡Como toque un solo pelo a mi hijo, estúpido ignorante, verá esa lista en la portada de todos los periódicos!» «¡No se atreverá! ¿Está dispuesto a que su nombre sea mancillado? Estoy seguro de que no.» «¡Qué poco me conoce, Robles!»
»Convencí a Alejandro para que se fuera una temporada a Norteamérica y le hice prometer que bajo ningún concepto volvería a Madrid hasta que yo le avisara. Preparé esta carta y su escondite, y ahora me preparo para morir…
»Ayer telefoneó ese presuntuoso jovencito. «Quedan catorce días», me ha dicho. «Creo que mañana le haré una visita… Tiene aún tiempo para pensarlo: es mejor para todos…»
»He llamado de inmediato a Gonzalo Eregui para concluir lo que desde aquella primera visita supe: que ya no hay marcha atrás.
»No creo que Robles se atreva a atentar contra mí en casa. Saben que estoy enfermo y que moriré pronto, por eso supongo que simplemente esperarán. El servicio ha recogido del tinte esta mañana el traje gris de raya pálida que tanto te gusta. Me lo he puesto para escribir esta carta. Lola, sé que si entregas esta carta perderás toda posibilidad de permanecer en el mundo académico. Sé que te pido mucho, pero me consta que lo harás.
»Pide perdón a Jaime, y a tu madre. Siento haberos defraudado. Rezad por mí. Sólo espero la misericordia de Dios.
»Una última cosa, Lola: ¡Ayuda a Clara, si puedes! Yo no he sabido hacerlo, no quiero que acabe en una cuneta llorando. ¡Por favor!
»La lista completa es la siguiente:…»
Antes de empezar a leer aquellos nombres y sus cargos sonó el teléfono.
El hielo se derretía rápidamente, pero yo le añadía permanentemente nueva carga al alto vaso de cristal. Cuando me lo acercaba a los labios, sentía cómo un frescor cortante me atravesaba la garganta. Quería que perforara mi cuerpo y enfriara las venas que, dentro de mí, todavía hervían. Mientras oía cómo las risas desbordaban la garganta de Jaime, respiré hondo. Cenábamos en La Perla. El restaurante Otano había mandado unas suculentas viandas y dos camareros. Rafael Moreno estaba al piano, desmigando un bolero que cantaba su esposa Beatriz que, sobre la marcha, cambiaba la letra para hacernos reír; en eso, ella es una artista.
Yo no hablaba. A duras penas habíamos conseguido que el hospital me diera el alta, y había prometido estar quieta y volver al primer síntoma de que algo fallaba. Sonreía por fuera; por dentro, la procesión era de duelo. Era incapaz de digerir aquella historia. Don Niccola… Me escocía sobre todo que me hubiera puesto como excusa sin siquiera consultarme… «¿No hay nada puro en el mundo?», pensé asqueada.
– No hay duda, nadie es perfecto, salvo, quizás, tu marido, que se acerca mucho. Sé de lo que hablo, soy juez y a la vez reo de mí mismo.
Gabriel Uranga me sonreía mientras hablaba. Se había acercado despacio sin que yo me hubiera dado cuenta.
– No puedes dejar que los fantasmas afecten a tu relación con Pamplona. Pasados los momentos de dolor, cuando hayáis asimilado todo este desconcierto, tenéis que volver y disfrutar de esta Fiesta.
– No temas, el dolor no se une a Pamplona, sino a ese hospital, a las esposas metálicas y a los caracoles.
– ¿Caracoles? -preguntó extrañado.
– Volveremos. He prometido al inspector Iturri ver la procesión y el momentico -dije, sin detenerme a explicar mis relaciones con los asquerosos babosos.
– ¡Iturri, qué gran policía! Se lo llevarán pronto de aquí. Sabía a quién encomendaba el caso, no creas que ha sido una sorpresa para mí que resolviera todo con bien y tan pronto.
Beatriz seguía rasgando el ambiente con sus graciosas ocurrencias. Gabriel y yo callamos. En verdad quería sonreír sin falsilla, pero no podía. Don Niccola venía una y otra vez a mi mente, vestido con su elegante traje de Zegna y tocado con su edulcorada pose italiana. No quería juzgarle, pero no podía dejar de hacerlo. «No debió dejarse chantajear, poniéndome a mí como excusa…»
– Estoy desecha, Gabriel -le dije, mientras me frotaba insistentemente la muñeca tratando de arrancarme la imagen de aquella esposa metálica-. Mi idolatrado maestro tenía causas íntimas, secretos inconfesables y patéticos.
– ¿Y eso te extraña?
– Sí.
– ¿Estás segura de cómo habrías obrado tú?
Los hielos se balancearon más de la cuenta en el vaso de cristal y el contenido se derramó.
– No, no estoy segura. En realidad, siempre he sido despiadada juzgando.
– Vente a la carrera judicial, allí podemos curar ese mal.
– Nunca se me hubiera pasado por la cabeza, pero es posible que acepte tu sugerencia.
Sentado ante su amplio escritorio de caoba de una pieza, Rodrigo Robles fingía leer una sentencia. Levantó los ojos. Ante él, en sus sarcófagos de plata, dormían varias fotografías que inmortalizaban sus éxitos: la de su boda con Ana, la hija única del catedrático decano del Derecho Penal en España; la que recordaba la imposición de la medalla del mayor grado académico, y la de su hijo Alvaro, el calco de sus genes, con los ojos verdes tapados por aquellos abundantes cabellos rubios extremadamente lisos.
Volvió a concentrarse en las hojas mecanografiadas que tenía delante. Fuera, un viento avieso y amenazador descomponía, para beneficio de los madrileños, la tórrida tarde. Con creciente enfado, el viento planeaba sobre la capital a toda velocidad. Parecía que, molesto con el mundo, estuviera buscando un blanco certero para taladrarlo con sus truenos y arrasarlo con sus dirigidas bombas de agua. En su tercera pasada, las ráfagas consiguieron secuestrar la luz del atardecer y todo el barrio de Salamanca quedó en tinieblas. Junto con el apagón, llegó la lluvia. Rodrigo Robles no había prestado atención al desapacible tiempo, tenía la cabeza en otro sitio. A ratos había oído, sin percibirlo conscientemente, cómo rachas de viento acosaban la ventana del despacho de su domicilio, una pieza de estilo inglés, confeccionada íntegramente en caoba oscura. No se había movido cuando los estruendos parecían cargar especialmente contra sus contraventanas abiertas. Sin embargo, cuando el cielo regaló un diluvio curvo que mojó las tablas del crujiente suelo, se rompió el hechizo. Se levantó y, tras cerrar el ventanal, vagó ciegamente por la amplia habitación, parándose ante el único espejo que había.
Rodrigo Robles era un hombre alto y moderadamente guapo, con una cierta tendencia al sobrepeso que combatía con largas sesiones de bicicleta estática. Tenía una en su dormitorio y otra, un modelo que permitía pedalear reclinado, en su despacho. Al percibir en el espejo su incipiente curva abdominal, se despojó de la chaqueta, se aflojó la corbata y se recostó en el ingenio mecánico. Le molestaba que el sudor mancillara su carísima ropa, pero ésta era una ocasión especial y pedalear le despejaría el cerebro. Descansando sobre su espalda, comenzó el suave ejercicio. Desde aquella posición se sintió envuelto por las docenas y docenas de libros que llenaban las estanterías. Paseó la vista por aquella selva de papel que lo rodeaba todo. De pronto un lomo granate llamó su atención. Se levantó y acudió en su busca. Lo extrajo de la estantería y lo abrió al azar. Fuera el agua gorgoteaba sobre las jardineras que adornaban la ventana. El ruido le hizo perder por un momento la concentración, pero, enseguida, volvió sus ojos hacia el volumen: el Compendio de Derecho Penal de Niccola Mocciaro.
«!Bye, bye, profesor! ¡Hasta nunca!» Y cerrando el volumen de un golpe, rió estruendosamente.
Todo parecía ir como la seda, y sin embargo, al oír el embate seco de las hojas al juntarse forzadamente, le invadió un extraño desasosiego. De improviso, el sentimiento se hizo tan grande que le llevó de nuevo hacia la bandeja de los licores. Llevaba ya tres güisquis aquella tarde, éste sería el cuarto, y probablemente, no el último.
Cuando la euforia retornó, se olvidó de la bicicleta y se sentó en el sillón de cuero negro del escritorio, repasando mentalmente los hechos. Naturalmente, don Niccola le había recibido con su habitual superioridad de marqués. Era un teórico, un estúpido idealista criado entre algodones. Rodrigo, por el contrario, no había nacido rico. Quinto entre siete hermanos, se había visto obligado a correr tras las oportunidades sin preocuparse de quién o qué quedaba en la cuneta. Sus métodos habían resultado notables; eso había reforzado su idea inicial: lo importante es saber dónde quieres llegar, no cómo vas a alcanzar ese puesto. Había dado amplia cuenta de su talento hasta la fecha y no estaba dispuesto a que los estúpidos Mocciaro le amargaran otra vez la vida.
El tocadiscos reproducía música clásica. A Rodrigo no le gustaba, pero era uno de los precios que debía pagar para permanecer en la high society. Clara Mocciaro había estado a punto de hacerle descender a la clase turista. Sabía que era una manzana envenenada, pero era tan atrayente a la vista como apetecible al tacto y se había dejado llevar. Tras ver aquella foto, parecieron abrirse todos los infiernos, y creyó que perdería simultáneamente vida y trabajo. Su suegro había aprovechado la ocasión. Sin embargo, don Nicanor no sabía con quién se jugaba los cuartos. Él había sucumbido al placer prohibido, pero en las cenas de la Hermandad el viejo tampoco se había comportado precisamente como un santo, y él tenía a buen recaudo las pruebas. Ana se había visto obligada a retirar su petición de divorcio, pero, desde aquel día, nunca había vuelto a tenerla entre sus brazos. Lo curioso es que, pese a haberse tratado de un simple acuerdo mercantil, ahora se daba cuenta de que añoraba su compañía. Soñaba con recorrer su espalda con los dedos y soltar la cinta que anudaba sus rizos abundantes y negros, mientras sorbía la fragancia de su perfume dulzón. Añoraba tener a alguien a quien proteger, alguien con quien compartir los éxitos. Sin embargo, ¡los dichosos Mocciaro!: Alejandro era un extravagante y un imbécil al que habían tolerado lo indecible, pero en aquella ocasión había traspasado los límites de lo razonable. Era obvio que, tras chantajear al mundo, no se podía pretender salir impune. Don Niccola se había negado a tomar medidas contundentes; era un merengue italiano vestido de escrúpulos. Se había limitado a enviar a Alejandro al extranjero con dinero suficiente para que no tuviese que volver. Pero más tarde o más temprano retornaría y trataría de chantajear a la Hermandad. Cuando lo hiciera, le estaría esperando. Había disfrutado con su segunda y definitiva visita al profesor Mocciaro. No había sido difícil obligarle a tragarse su propia muerte. El médico le administraba MST, una suerte de morfina, para combatir el dolor. Con cuatro cápsulas fue suficiente. Pasó un rato absorto, luego perdió la lucidez hablando entrecortadamente sobre Pamplona y su discípula MacHor. Siempre había sospechado que tenían una aventura. Se marchó de allí cuando dejó de respirar. Pensó que, tras el fallecimiento de su padre, Alejandro se vería obligado a volver. No fue así. No hubo funeral ni entierro públicos, ni siquiera una esquela. Pese a todo, esperaba que viniera. Miguelón Ruiz tenía vigilados los aeropuertos, y su presencia no se le hubiera escapado. Estaba claro que su padre le había avisado. Organizar su muerte en los Estados Unidos obligaba a correr riesgos innecesarios. Era mejor esperar a que volviera. Debería de hacerlo para la lectura del testamento… Al pensar en el documento, recordó los últimos minutos de vida de don Niccola y las frases vacilantes sobre los derechos de su Compendio. «¡Lola! ¡Lola MacHor! No podía ser otra», pensó. «Si alguien sabe algo, es ella.» Fue fácil acceder a su correo, aunque despegar el lacre rojo costó más de lo esperado. Sin embargo, el éxito fue completo: leyendo aquella carta todo cuadraba. También resultaba evidente que había que vigilar de cerca a Lola MacHor, no fuera que el profesor Mocciaro le hubiera comunicado algún detalle acerca de la Hermandad.
La vida le sonreía, como si todos los planetas y constelaciones se hubieran puesto de acuerdo para prepararle el terreno. El futuro pasaba por una Pamplona en fiestas. Se burló de buena gana del viejo. Si había pretendido que su hijo se perdiera en la marabunta, lo iba a conseguir: la masa le permitiría hacerle desaparecer sin levantar sospechas… Y la jugada de Lola MacHor había sido magistral: si sabía algo, quedaría totalmente desacreditada al aparecer involucrada en la muerte de Alejandro; si no sabía nada, sólo sería un efecto secundario más. Desde luego el toque de la ketamina había sido maestro. Miguelón Ruiz era algo torpe, pero se había comportado fielmente: la esperanza de poder tiene la facultad de crear sólidas lealtades.
La nave parecía ir en empopada cuando sonó aquel teléfono. El palurdo inspector Iturri había comenzado a indagar, pero estaba convencido de que Miguelón Ruiz sabría neutralizar a un policía de provincias. Había investigado al tipo. Parecía limpio como la patena. «Un iluminado», se dijo. «Eso ocurre por dar formación al pueblo llano: algunos se lo toman tan en serio que acaban intentando proteger a la sociedad. ¿Qué otra cosa se podía esperar de una madre camarera y un padre desconocido?»
Tras esa llamada, había forzado un poco la marcha del destino. Quizás demasiado, pero ahora Lola MacHor, la única capaz de relacionar los hechos, estaría muerta y ellos definitivamente libres. Más tarde se ocuparía de Clara. Deseaba saborear lentamente su venganza. Ahora quería su premio: quería otra vez a Ana y un vicerrectorado. Su suegro no podría negarse.
Ni siquiera levantó la mirada cuando la puerta corredera se abrió. Ana, nerviosa, le instó a concluir la tarea.
– Rodrigo, ha venido papá. Le acompaña el rector. Les he hecho pasar de inmediato al salón. Ambos están cariacontecidos. Han rehusado el café. ¡Muy serio debe de ser cuando papá desdeña un café! Creo que no debes hacerles esperar.
Rodrigo ordenó mecánicamente las fotos, recogió las páginas de la sentencia que leía y, mirando fijamente a su esposa, sonrió. Luego, sin mediar palabra, la siguió por el pasillo.
Permaneció unos segundos en pie ante ellos; la cabeza gacha, los hombros caídos. Había aceptado el riesgo y, por lo que leía en aquellos ojos, había perdido.
– Se han abierto diligencias previas por el asesinato de Alejandro Mocciaro y el intento de asesinato de Lola MacHor en Pamplona -le reprochó su suegro.
– ¿Intento de…? No hay que preocuparse. Un inspector amigo mío es quien se encarga de la investigación. Yo mismo he supervisado las medidas para que todo salga como está previsto.
– Ese inspector amigo tuyo está detenido y ha confesado hasta el lugar donde perdió su virginidad. Ya se ha cursado orden de búsqueda y captura contra ti. No era eso lo que estaba previsto. ¿Quién te ha facultado para tomar este tipo de medidas?
– ¡Alguien tenía que hacerlo! ¡Ninguno de vosotros tenéis lo que hay que tener!
– ¡Idiota incompetente! ¡Eres un ignorante además de un infeliz! ¡Te enviamos para advertir a Niccola Mocciaro! ¡Eso era suficiente!
– ¿Advertir? ¡Ninguna admonición sirve con un drogadicto como Alejandro! ¡Disponía de los nombres de la Hermandad!. ¡Don Niccola no debió confeccionar esa lista! ¡No debió tampoco guardarla en la caja fuerte si sabía que su hijo tenía acceso a ella! ¡Ya visteis qué pasó en la oposición! ¡Nos hizo chantaje! ¡Amenazó con delatarnos! Me he ocupado de don Niccola, me he ocupado de su hijo y de Lola MacHor… -Con risa de triunfo contó-: ¡Ha sido una jugada brillante, genial! Ya no hay que preocuparse de nada.
– Nosotros no, desde luego, pero tú sí.
– No lo entiendo -dijo extrañado.
– ¿Pero es que crees que te escamotearás a la acción de la justicia?
– ¡Por supuesto que sí! -chilló perdiendo los estribos-. ¡Porque si yo caigo, vosotros también caeréis!
– Estás muy equivocado -dijo el rector-. Nadie puede probar absolutamente nada. Para esos puestos contábamos objetivamente con los mejores. Los elegidos tenían los méritos suficientes. Además, la universidad no puede permitirse un proceso así… Todo se tapará. Sin embargo, tú has asesinado dos veces, has mentido, has sobornado…
– ¡Pobre hija mía! Espero que seas un hombre y pienses en tu familia. Sé que por una vez harás lo que sea más honorable. Me consta que tienes un arma. Me he ocupado de que esté cargada.
– ¿Honorable? ¿Tengo que ser honorable? -gritó con rabia.
– Si prefieres ir a la cárcel, allá tú. Serás un buen manjar para los presos.
– ¿Y tu hija, y tus nietos? ¿Y tu reputación?
– Debería haberlo hecho mucho antes. Pero enmendaré ahora mi error. Ya se ha instado el procedimiento de divorcio. En unos meses, ella te habrá olvidado definitivamente. Respecto a mi reputación, has de saber que no puede ser mancillada por un inepto como tú.
Al hilo de la conversación, Rodrigo Robles fue perdiendo su primigenia seguridad. No sabiendo qué hacer, salió corriendo y abandonó la casa.
– Es un imbécil. Lo siento, querido rector. ¿Te apetece ahora ese café?
Sin duda, Juan Iturri formaba parte de clan de la Pamplona de toda la vida. Vivía, así, en el casco más antiguo de la ciudad, en los terrenos sitos dentro de las antiguas murallas, junto a la catedral. Mientras subía a pie por la empedrada y empinada calle que conducía a su domicilio, oyó un repetido murmullo que iba cercando la plaza del Ayuntamiento.
Estaba muy cansado, casi exhausto. Deseaba regresar a casa, dar de comer a su canario y tomar una larga ducha. Sin embargo, miró el reloj, se detuvo y volvió sobre sus pasos. Eran cerca de las 12 de la noche. En la plaza del Ayuntamiento, pamploneses y pamplonesas, jóvenes y menos jóvenes, se daban cita para compartir la tristeza de haber consumido totalmente la Fiesta y también la esperanza de que vendría otra, si Dios así lo quería.
Cuando llegó a los aledaños del recinto, el reloj del Ayuntamiento marcaba el final matemático del día. Al acercarse al Consistorio, Iturri percibió las trovas:
«Pobre de mí, pobre de mí, que se han acabado las fiestas de San Fermín» -cantaban grandes y chicos, sosteniendo en la mano una vela encendida y levantando los pañuelos. Era la despedida oficial de la Fiesta, la vuelta a la rutina y a la vida sosegada, aunque la noche era aún joven, blanca y roja.
– ¡Pamploneses, pamplonesas! -recordó la alcaldesa desde el balcón-. ¡Ya queda menos para que llegue la fiesta de San Fermín! ¡Os emplazo a todos aquí el próximo 6 de julio, a las doce!
El inspector Iturri se apoyó en uno de los muros de la bella fachada. Se había perdido completamente la Fiesta. «El año que viene, cojo vacaciones en julio», dijo para sí.