174095.fb2 Las perfecciones provisionales - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

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25

Nada más llegar al bufete, los asuntos pendientes me abdujeron como en una película de ciencia-ficción. Una criatura gelatinosa y viscosa me aspiró hasta su interior y me tuvo allí encerrado hasta el anochecer, cuando por fin se aburrió y me dejó libre, en las condiciones físicas y morales de un semi-digerido. Entre otras cosas, en vista de que el viaje a Roma del día siguiente era un compromiso no programado, tuve que reorganizar la agenda, disponer quién me sustituiría en los juzgados y cambiar varias citas de fecha.

Cuando llegué a casa, exhausto, le di sólo algunos puñetazos a Mister Saco, para expresarle mi amistad, pero no conseguí entrenar como es debido. Gasté más agua de la necesaria en darme una larguísima ducha caliente, con la puerta del baño abierta de par en par y Bruce Springsteen a todo volumen, y a eso de las once estaba otra vez en la calle, en mi bicicleta. Llevaba mi vieja cazadora de cuero negra, vaqueros descoloridos, zapatillas de deporte y, en definitiva, tenía el aspecto de lo que era: un señor que había pasado holgadamente de los cuarenta, que se viste como un jovencito, y que se cree que así le toma el pelo al tiempo.

Me dije que lo sabía de sobra y que me importaba un bledo. Aunque era consciente del mecanismo, el asunto me ponía de buen humor de todos modos.

Cuando entré en el Chelsea reconocí a bastantes clientes habituales, ellos me reconocieron a mí y alguno esbozó un gesto de saludo. Era el tipo raro que, aunque no era gay, venía con frecuencia él solo, a comer, beber, y escuchar la música. Tuve una sensación de familiaridad que me gustó mucho, como si, de alguna forma, ese lugar se hubiera vuelto mío. Una sensación protectora.

Eché un vistazo alrededor pero Nadia no estaba. Me sentí un poco mal por eso y estuve a punto de preguntar por ella a la de la barra, pero su expresión, tan cordial como un cabezazo en la nariz, me disuadió de ello.

Así pues, me senté, comí un plato de orecchiette con chantarelas y me tomé un vaso de primitivo, logrando concentrarme exclusivamente en la comida y la bebida.

Nadia llegó justo cuando yo ya me iba.

– Hola, Guido -dijo alegremente -. He tenido que ir al cumpleaños de una amiga. Una chica muy maja, pero con los amigos más aburridos del mundo. Había un catering alucinante, con timbales de pasta al horno en moldes de estaño. Un colega tuyo, uno con caspa y su buena curva de la felicidad, me ha tirado los tejos. ¿Te vas ya?

– Bueno, sí, son las doce y media.

Me di cuenta de que mi tono de voz acusaba un ligero resentimiento, como si el que ella no estuviera allí cuando yo había llegado hubiese sido una deliberada falta de cortesía hacia mi persona. Ella, por suerte, no se dio cuenta.

– Ya, siempre se me olvida que los demás trabajan por la mañana y que tienen que levantarse temprano.

– En realidad, mañana puedo levantarme más tarde. Voy a Roma, por un tema de trabajo, y el avión sale a las once.

– Entonces quédate un poco, anda… Tengo que recuperarme de la fiesta. Te daré para que pruebes algo.

– ¿Una nueva marca de absenta?

– Algo mejor. Dame unos minutos para ver si necesitan ayuda por aquí, aunque yo diría que no, y me siento un rato contigo.

Cinco minutos después estaba sentada en mi mesa con dos vasos y una botella con la etiqueta anticuada y atractiva.

– Has cenado, ¿no? Esto no se puede beber en ayunas.

– ¿Qué es?

– Un whisky irlandés. Se llama Knot. Pruébalo y dime qué te parece.

No parecía un whisky. Estaba perfumado como un ron y recordaba, sin ser empalagoso, al Southern Confort.

– Está bueno -dije después de vaciar el vaso.

Ella me lo rellenó y se sirvió a su vez una dosis generosa.

– A veces pienso que esto me gusta demasiado.

– A veces yo pienso lo mismo.

– Está bien, nos plantearemos el problema otra noche. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– Así que mañana te vas a Roma… Una de estas semanas iré yo también. A saludar a alguna amiga y a gastar un poco de dinero.

Me pregunté cómo podía sacar el tema de mi investigación y de las preguntas que quería hacerle, pero no daba con las palabras apropiadas. Fingí que estaba concentrado en el whisky y en su color oro pálido, pero evidentemente debía parecer más falso que un billete del Monopoly.

– ¿Quieres preguntarme algo? -dijo ella, ahorrándome, al menos, una parte del trabajo. Me pregunté durante unos instantes si debía contarle una mentira, una cualquiera; me respondí a mí mismo que era una pésima idea.

– Sí, la verdad es que sí.

– Dime entonces.

Le conté, sintetizando todo lo que pude, la historia completa, aunque omití los detalles que, a mi juicio, no eran fundamentales. Entre estos detalles no fundamentales y, por lo tanto, dignos de ser omitidos, incluí la modalidad de mi viaje a Roma. Vamos, que no le dije que no iba a ir solo.

Cuando llegó el momento de hacerle la pregunta por la que estaba allí no conseguí evitar mirar alrededor con aire circunspecto.

– Así que me preguntaba si entre los clientes del Chelsea no habrá alguno que esté relacionado con ese mundo, con la cocaína y el tráfico de drogas, quiero decir. Que quede claro: no tengo ninguna idea concreta. Cuando mi cliente me ha dicho que había recabado información de un amigo suyo gay se me ha ocurrido que podía preguntarte a ti y ver si, por un casual, salía a relucir algo que me fuera útil.

– No sé cómo ayudarte, la verdad. Si alguno de mis clientes tiene algo que ver con la droga (algo bastante probable), yo no sé nada. Aquí, obviamente, no la consumen (tendrían que vérselas con Hans y con Pino), y nunca hemos notado actividades sospechosas, como alguien vendiéndola fuera del local. Ya no sé nada de ese tema.

– ¿Por qué has dicho «ya»?

– Bueno, en mi otra vida era frecuente ver farlopa. Varios clientes la consumían y yo conocía a alguno que la vendía, aunque no la he esnifado nunca, menos aún comprado. Te estoy hablando de hace mucho, en cualquier caso. Es un mundo que sólo rocé y del que ahora estoy alejadísima. Siento no poder ayudarte.

– No te preocupes. Era una idea estúpida, de detective aficionado.

Seguimos charlando mientras el local se iba quedando vacío. Luego se fueron también los empleados, uno por uno, y nos quedamos solos, con la mayoría de luces apagadas y la música escuchándose aún, a un volumen bajo. Ella fue a recoger a Pino-Baskerville del coche y lo metió dentro para que estuviera con nosotros. Pareció acordarse de mí porque se me acercó, se dejó acariciar, y luego se tumbó debajo de la mesa.

– A veces me gusta quedarme aquí sola con Pino, después de cerrar. El local se transforma, se vuelve distinto. Y, además, puedo fumar porque cuando está cerrado ya no es un lugar público. Es mi casa, y en mi casa hago lo que quiero. Pino no tiene problemas con el tabaco y no protesta.

– ¿Puedo soltar una idiotez?

– Suéltala. Tú mismo.

– ¿Sabes que me parece increíble que hasta hace unos pocos años se pudiese fumar en los bares y los restaurantes? Me cuesta hasta recordarlo, tengo que hacer un esfuerzo y repetirme que el tabaco existía y que había lugares donde el aire era irrespirable. Es como si la prohibición interfiriese en mis recuerdos, manipulándolos.

– No sé si eso último lo he entendido muy bien.

– Te lo explico con un ejemplo. Hoy por la tarde estaba sentado en un bar, esperando a una persona. Mientras estaba allí, solo, me he acordado de una vez en la que, hace muchos años, estuve en ese mismo bar con unos amigos. Era la época de la universidad y al menos tres de nosotros fumábamos, seguro. Y, seguramente, durante aquella tarde de hace muchos años, nos fumamos varios cigarrillos. Sin embargo, en la escena que me ha venido a la cabeza no había tabaco, como si la prohibición tuviese una especie de efecto retroactivo sobre los recuerdos.

– Efecto retroactivo sobre los recuerdos. Dices cosas extrañas. Pero bonitas. ¿Por qué te has acordado justo de esa tarde?

– Hablábamos de novelas y de sus personajes. Cada uno de nosotros iba diciendo con qué personaje de novela se identificaba más.

– ¿Y tú, con qué personaje te identificabas?

– Con el Capitán Fracassa.

– ¿Ahora también?

– No, no creo. El Capitán Fracassa sigue siendo uno de mis personajes preferidos, pero si hoy jugase a lo mismo diría otro.

– ¿O sea?

– Charlie Brown, Carlitos, sin ninguna duda.

Soltó una carcajada repentina, como una pequeña explosión.

– Venga, en serio, dime tu personaje.

– Charlie Brown, de verdad.

Dejó de reírse y me miró a la cara para comprobar si estaba bromeando o hablaba en serio. Llegó a la conclusión de que no bromeaba.

– Hemos dicho personajes literarios.

– ¿Sabes lo que dice Umberto Eco de Schulz?

– ¿Qué?

– No estoy seguro de reproducir la cita exacta, pero la idea es ésta: si poesía quiere decir capacidad para llevar la ternura, la piedad, la maldad a niveles de extrema transparencia, como si una luz pasase a través, entonces Schulz es un poeta. Y yo añado: Schulz es un genio.

– ¿Por qué Charlie Brown?

– Como sabes, Charlie Brown es el prototipo del perdedor. Su equipo de béisbol no gana jamás un partido, los otros niños se burlan de él, y él está perdidamente enamorado de una niña (la niña pelirroja) a la que nunca se ha atrevido a dirigirle la palabra y que ignora hasta que Charlie existe…

– ¿Y qué tiene que ver contigo un pobre desgraciado como Charlie Brown? No consigo imaginarme…

– Espera, déjame acabar. ¿Has leído esa serie de tiras en la que se va de campamento con la cara cubierta por una bolsa de papel, con dos agujeros para los ojos?

– No.

– Cuando Charlie Brown se pone una máscara, se disfraza con una bolsa de papel con dos agujeros para los ojos, de repente, incomprensiblemente, se vuelve simpático, popular, los otros niños del campamento acuden a él para pedirle ayuda o consejo. En definitiva, se convierte en otro. Pocos libros me han hecho sentirme tan identificado con lo que cuentan como ese álbum de los Peanuts. Charlie Brown, convirtiéndose en alguien sólo cuando lleva la cara cubierta con una bolsa de papel, soy yo.

Permaneció en silencio, mirándome. El perro, debajo de la mesa, se dio la vuelta, voluptuosamente, sobre un costado y emitió unos sonidos que parecían los ronroneos de un gato gigantesco. Keith Carradine cantaba en voz baja «I am easy».

– A mí me gusta leer, pero siempre me ha resultado más fácil identificarme con los personajes de las películas. El cine es lo que más me gusta. Me gusta todo, lo que más, el momento en que se apagan las luces de la sala y la película está a punto de empezar.

Tenía razón. Cuando se apagan las luces y todo está a punto de empezar es un momento perfecto. Durante un rato, permanecimos en silencio. Yo dejé vagar la mirada por los carteles de películas colgados de las paredes.

– ¿Dónde los compras? -le pregunté al cabo de unos minutos.

– Te anticipo que son casi todos originales. Sólo son reproducciones algunos de los más antiguos. Empecé a coleccionarlos hace ya bastantes años, entonces había que buscarlos en chamarilerías, viejas distribuidoras, librerías especializadas en cine. Ahora se encuentra todo en internet. Pero a mí me gusta todavía ir a buscarlos a esos sitios polvorientos.

Había de todo; desde La dolce vita a Manhattan, desde Nuovo Cinema Paradiso a El club de los poetas muertos, con Robin Williams llevado a hombros por los alumnos, sobre un fondo amarillo que parecía oro repujado.

– Seré muy simple, pero al final de esa película, cuando los chavales se ponen de pie sobre los bancos, tuve que hacer un esfuerzo enorme para no echarme a llorar -dije, señalando hacia el cartel.

– Yo soy mucho más simple que tú y me ahorré el esfuerzo. Lloré como una niña. Y cuando volví a ver la película, volví a llorar exactamente de la misma forma.

– Hay una frase que siempre recuerdo de esa película…

– … «Capitán, mi capitán…»

– «… nuestro tremendo viaje ha acabado». Pero no me refería a ésa.

– ¿A cuál entonces?

– A una que Keating-Williams les dice a los chicos: «No importa lo que digan por ahí, las palabras y las ideas pueden cambiar el mundo».

– Sería bonito que eso fuera verdad.

– Quizá lo sea.

Ella adoptó una expresión de seriedad, como quien toma nota mentalmente de algo, y le gusta.

– Me gustan las películas que emocionan.

– A mí también.

– Yo conozco más que tú.

– ¿Hacemos una competición?

– De acuerdo. Empieza tú.

– El cartero, con Massimo Troisi y Philippe Noiret.

– La vida es bella, de Benigni. Mi escena preferida es en la que cita El gran dictador de Chaplin.

– Ya que hablamos de Chaplin, Candilejas.

– Beau geste.

– ¿Con Gary Cooper?

– Sí.

– Tienes razón, es el melodrama en estado puro.

– Te toca a ti.

– Carros de fuego. Mi escena preferida es ésa en la que el entrenador Moussabini, que no ha tenido el valor de ir al estadio, ve desde la ventana de su hotel cómo se eleva la bandera inglesa, comprende que Abrahams ha ganado, se echa a llorar y rompe su sombrero de un puñetazo de alegría.

– Million Dollar Baby. Clint Eastwood es un genio y, decididamente, también mi tipo.

– Braveheart, con Mel Gibson. La escena final. Él está en el patíbulo y grita «libertad» mientras el verdugo está ya con el hacha preparada. Unos segundos antes de que le ejecuten ve a su chica que avanza entre la multitud. Ella lo mira a distancia y le sonríe, y también él sonríe, un segundo antes del final.

– Ghost.

– Gladiator.

– La milla verde.

– La lista de Schindler.

– Estás apostando fuerte, ¿eh? Tal como éramos, todo, sobre todo la escena final y la banda sonora.

– Nuovo Cinema Paradiso. La secuencia de los besos censurados.

– Es verdad, es maravillosa. Según creo yo, el Oscar se lo dieron justo por esa idea, es la típica cosa que vuelve locos a los americanos. ¿Y qué me dices de la escena final de Thelma y Louise?

– ¡Es verdad! Maravillosa. En esa película hay una frase que siempre he soñado con poder pronunciar, algún día.

– ¿Cuál?

– Harvey Keitel está interrogando a Brad Pitt y, para convencerle para que hable, le dice: «Muchacho, tu infelicidad va a ser mi misión en la vida». Eso sí que es amenazar como está mandado.

– Te sigue tocando a ti.

– Jesucristo Superstar. María Magdalena cuando canta al lado de la tienda de Jesús, mientras él está durmiendo.

– «I don't know how to love him».

Mientras ella pronunciaba el título de la canción de María Magdalena, la prostituta enamorada de Jesús, me di cuenta de la metedura de pata que acababa de cometer.

Ella no hizo caso. Mejor dicho, hizo tanto caso que la volvió irrelevante.

– Como comprenderás, ésa es una escena en la que me vi muy reflejada.

Al llegar a ese punto, inevitablemente, se produjo una pausa.

– Bueno, yo me identificaba con María Magdalena, ¿y tú? -dijo Nadia por fin.

– Yo me identifiqué con los dos protagonistas de Philadelphia al tiempo, Denzel Washington y Tom Hanks.

– ¡Dios, la secuencia final, en la que están montadas todas las películas en súper-8 de Tom Hanks cuando era pequeño! La recuerdo como si la estuviera viendo ahora mismo. El columpio, los niños jugando en la playa, la madre vestida a la moda de los sesenta y con un pañuelo en la cabeza, el perro, él disfrazado de vaquero…, la música de Neil Young. Se te parte el corazón de una forma insoportable.

– La escena final es la más conmovedora, pero mi preferida es una del juicio, cuando Denzel Washington interroga a Tom Hanks.

– ¿Por qué es tu preferida?

– Si quieres, te la recito, así quizá lo entiendas mejor.

– ¿Recitármela? ¿Es que te la sabes de memoria?

– Más o menos.

– No me lo creo.

– ¿Te acuerdas de qué va la historia?

Me miró como si a un jugador del Grande Slam alguien le preguntara si se acuerda de cómo se da un revés. Levanté las manos en señal de rendición.

– Está bien, perdona. Entonces, estamos en el momento crucial del juicio, Denzel Washington interroga a Tom Hanks, que en la película se llama Andrew. La enfermedad está ya en una fase muy avanzada y a él le queda poco tiempo de vida.

»¿Es usted un buen abogado?

»Soy un excelente abogado.

»¿Qué le convierte en un excelente abogado?

»Amo el Derecho.

»¿Qué es lo que le gusta del Derecho?

»Muchas cosas… (tiene un momento de confusión, está enfermo, cansado)…, ¿qué es lo que más me gusta del Derecho?