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»El hecho de que algunas veces, no siempre, pero a veces, se convierte en parte de la justicia. La justicia aplicada a la vida.
» Gracias, Andrew.
Tras un breve silencio, Nadia empezó a aplaudir.
No hacía algo así desde hacía mucho tiempo. Años atrás, me resultaba muy fácil repetir de memoria las palabras de las películas, las canciones, los libros, las poesías. Luego, por diversas razones, me fue resultando cada vez más difícil.
No hay nada que evoque con tanta fuerza la inquietante idea del paso del tiempo como presenciar el derrumbe de una habilidad con la que creías que ibas a contar para siempre. Es, más o menos, lo que ocurre en el gimnasio. Estás entrenando con alguien y ves, no sé, que el otro empieza con un golpe directo por la derecha. Sabes exactamente qué hay que hacer en esos casos, agacharte, esquivar, levantarte y contraatacar, todo en un mismo y fluido movimiento. Tu cerebro envía la orden al pecho y a los brazos, pero la orden llega con una fracción de segundo de retraso, el otro te golpea y tu contraataque es lento -eso te parece- y desajustado. No es una sensación tranquilizadora.
El hecho de que aquella noche los diálogos de la película me hubiesen brotado así de la memoria, con esa facilidad, esa nitidez, hizo que me sintiera bien. Como si hubiera retomado el contacto con algo esencial.
– ¿Cómo lo consigues?
– No lo sé. Siempre me he aprendido de memoria y repetido con facilidad las cosas que me gustan (y ese diálogo me gusta muchísimo), pero desde hacía un tiempo parecía como si hubiese perdido esa capacidad. Yo soy el primer asombrado de que haya conseguido hacerlo. Aunque habría que comprobar si el diálogo es así exactamente.
Ella me miró; parecía que estaba buscando las palabras apropiadas. O la pregunta apropiada.
– ¿Te gusta muchísimo porque te identificas con lo que dice Andrew?
– Creo que sí. Es algo de lo que no suelo hablar por ahí. Soy abogado por casualidad, siempre he observado mi trabajo como si fuera una concesión, casi con vergüenza. Y siempre me ha costado (ante mí mismo, así que imagínate ante los demás) reconocer cuánto me gusta.
Ella sonrió de una forma maravillosa. Una de esas sonrisas que te indican que la otra persona te está escuchando realmente. No dijo nada, pero no hacía falta. Me estaba animando a que siguiera.
– La verdad es que siempre he observado mi trabajo con una cierta suficiencia. Me matriculé en Derecho porque no sabía qué hacer. He tenido siempre una imagen estereotipada del oficio de abogado y me he negado el derecho a sentirme orgulloso de lo que hago. Nunca he tenido realmente el valor de revisar la idea infantil de que la abogacía es un trabajo éticamente dudoso. Un asunto de liantes y picapleitos.
– ¿Y no es así? Salvo contigo, no he tenido muchas experiencias con abogados.
– La verdad es que muchas veces sí que es así. La profesión está llena de granujas, liantes, semianalfabetos, incluso hay algún que otro delincuente. Por otra parte, tampoco hay escasez de sinvergüenzas entre los magistrados, o entre cualquier otra categoría. La cuestión no es si hay o no hay canallas e incompetentes, o si el oficio de abogado tiende a subrayar algunos de los peores aspectos de la inteligencia o de las personas.
– ¿Y cuál es la cuestión?
– La cuestión es que éste es un trabajo en el que puedes ser una persona libre. Es un trabajo que te permite cosas como…, eso es, hay pocas cosas comparables a obtener la absolución de un imputado que corría el riesgo de ser condenado a una pena altísima, puede que hasta a cadena perpetua, cuando sabes que es inocente.
– Yo no era inocente -dijo Nadia, sonriendo.
Era cierto. Técnicamente no era inocente. Había admitido el delito de favorecer la prostitución, es decir, de haber puesto en contacto a unas cuantas chicas guapas con otros tantos hombres ricos, percibiendo una compensación económica por su labor de intermediaria. Nadie se había visto obligado a hacerlo, nadie había sufrido chantaje alguno, nadie había salido herido. La idea de que se pueda acabar en la cárcel, de que te puedan privar de la libertad por cosas así, cada vez me indigna más.
– Si te hubieran condenado, habría sido injusto. No le habías hecho daño a nadie.
Estuve a punto de añadir algo que hubiera estado totalmente de más. Algo parecido a: en último término, has hecho un bien. Algo que, dirigido a una ex prostituta y ex madame, no es precisamente elegante. La frase me atravesó el cerebro, recorrió, velocísima, todos los estratos neuronales y llegó hasta el umbral de mis labios donde, en el último instante, conseguí bloquearla.
– Eres un buen abogado.
La entonación de sus palabras era casi imperceptible. Parecían un híbrido entre una pregunta y una afirmación.
– ¿Eso es una pregunta?
– Sí y no. Es decir, ya sé que eres bueno, recuerdo cuando el juez entró en la sala y leyó la sentencia… Jamás hubiese creído que, con todo lo que salía en las escuchas, fueran a absolverme.
– No podían ser utilizadas. Había un fallo de procedimiento que…
– Sí, lo sé, recuerdo palabra por palabra todo lo que dijiste en la exposición. Pero me parecía que eran cosas que decías, no sé, para demostrar que te ganabas el sueldo. Estaba segura de que el juez iba a condenarme, fue increíble que me absolviera. Fue como si me hubieran hecho un regalo que no me esperaba.
– Sí, bueno, la verdad es que salió bien.
– ¿Y sabes una cosa?
– ¿Qué?
– Me hubiera gustado abrazarte en esos momentos. Estuve a punto de hacerlo, pero pensé que estaba loca y que te iba a poner en una situación muy incómoda, así que no hice nada.
Y luego, tras una pausa:
– En cualquier caso, era una afirmación, pero también una pregunta.
– ¿O sea?
– ¿Te consideras un buen abogado?
No contesté en el acto. Antes respiré profundamente.
– A veces. A veces me parece que las palabras, los conceptos, mi forma de actuar son los correctos. Si me comparo con la mayoría de mis colegas, pienso que soy más bien bueno, pero si me comparo con un estándar abstracto, entonces no. Me siento una especie de pillo, soy desordenado, ineficaz, con frecuencia no tengo ganas de trabajar, improviso mucho más de lo que sería aconsejable y prudente.
»Mi idea de un buen abogado es la de alguien que consigue mantener una disciplina, que si tiene que redactar algo (un recurso, por ejemplo, o una memoria) se sienta en su mesa y no se levanta hasta que ha acabado. Yo, en cambio, me siento y escribo un par de frases. Al poco, me parece que he equivocado del todo el enfoque, y empiezo a ponerme nervioso. Entonces, empiezo a hacer cualquier otra cosa, algo, obviamente, menos importante y urgente. O, incluso, salgo a la calle, voy a una librería y me compro un libro. Luego vuelvo al bufete y me pongo otra vez a escribir, pero, cómo decirte, con desgana, perdiendo el tiempo. No aprieto y escribo y produzco hasta el último momento. Y siempre me quedo con la sensación de que he hecho un apaño. Y de que he engañado a mi cliente. Y, en general, de que he engañado al mundo entero.
Nadia se rascó una sien, mirándome como se mira a un tipo realmente extraño. Luego se encogió de hombros.
– Estás loco. No encuentro una forma mejor de decirlo.
Ésa no había sido una pregunta. Era una afirmación y, de alguna forma, con ella el asunto se daba por concluido. Yo estaba loco, y no había una forma mejor de decirlo.
– ¿Y tú qué haces bien?
No sé por qué seguía metiendo la pata de esa forma. ¿Cómo podía haberle preguntado qué hacía bien a una mujer que había sido prostituta y actriz de películas porno?
– Me gustaría ser buena en algo, pero digamos que estoy todavía buscando en qué. Sé dibujar, incluso pintar, pero no diría que lo hago realmente bien. Sé cantar, entono bien, aunque mi voz tenga poca consistencia. Si escucho un tema soy capaz de reproducirlo al momento, hasta de grabarlo en una cinta. El oído es una de las cualidades que he desaprovechado.
La autocompasión la sacudió un segundo, pero consiguió controlarla enseguida.
– Y se me da bien escuchar a la gente. Me lo dice todo el mundo.
– Sí, ya me has contado que algunos de tus clientes lo que querían era, sobre todo, hablar. Querían contarte sus cosas sin sentirse juzgados.
– En efecto. Si le pagas a alguien por dedicarte su tiempo, no tienes que preocuparte por la prestación. Tanto si hablas como si follas. Tuve un cliente de unos cincuenta años que era guapísimo, rico, con éxito, con poder. Podría haber tenido gratis a todas las mujeres que quisiera; sin embargo, acudía a mí, pagando.
– Porque contigo no sufría ansiedad.
– En efecto. Me pagaba, así que no tenía que plantearse el problema de estar a la altura de las expectativas, tanto en lo referente a la conversación como en lo referente al sexo. No tenía miedo de mostrarse tal y como era.
Hizo una pausa, sonriendo, antes de proseguir.
– Digamos que podía quitarse la bolsa de papel de la cabeza.
La frase se quedó en el aire, disolviéndose luego lentamente en un polvillo ligero.
Teníamos las copas vacías y se había hecho muy tarde.
– ¿Nos tomamos la última y nos vamos a dormir?
Asentí, con aire grave y los ojos ligeramente neblinosos. Ella llenó los dos vasos, pero no me dio el mío. Se quedó con los dos delante de ella, como si tuviese que cumplir con una formalidad.
– ¿Sabes una cosa?
– ¿Sí?
– Me he dado cuenta de que cuando hablo contigo busco las palabras apropiadas.
– ¿Qué quieres decir?
– Es como si quisiera hacer un buen papel delante de ti. Busco las palabras apropiadas, intento decir cosas inteligentes.
No contesté. Todas las respuestas que se me ocurrían eran -precisamente- poco inteligentes. Así que, mejor evitarlas.
– Bueno, me he dado cuenta de eso porque quería hacer un brindis original, o ingenioso, o puede que las dos cosas a la vez, y no se me ha ocurrido nada.
Cogí mi vaso y lo choqué contra el suyo, que aún estaba en la mesa.
– Brindemos sin palabras -dije.
Tras unos segundos de vacilación, ella lo cogió, lo levantó mirándome con una sonrisa incierta, y los dos apuramos la copa.
Desde afuera, desde la oscuridad, nos llegaban los ruidos atenuados y casi abstractos de un tiempo suspendido.