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– ¡Apenas me enteré vine directamente! – dijo Lady Ardry desde el asiento de atrás del Bentley de Plant. Iban a toda velocidad por la carretera que conectaba Sidbury con Dorking Dean.
Jury intentaba controlarse.
– ¿Por qué no me llamó el imbécil de Wiggins? No habríamos perdido la media hora que le debe de haber llevado a usted llegar en la bicicleta.
Ella tarareaba y miraba los campos nevados que pasaban rápidamente por la ventanilla.
– Supongo que no sabía dónde estaba.
Jury se volvió en su asiento y, con voz férrea, dijo:
– Usted lo sabía, Lady Ardry.
Ella se alisó la falda.
– No tenía idea de que seguía en lo de Plant, tomando café.
La posada The Swann with too necks quedaba a un kilómetro y medio de Dorking Dean. Cuando llegaron, había tres patrulleros en el pequeño estacionamiento frente a la posada. Varios curiosos se habían detenido desordenadamente en la carretera. Apenas el Bentley de Plant se detuvo, Wiggins se acercó corriendo.
– Lo siento muchísimo, señor. Llamé a todos lados, y…
Jury lo tranquilizó diciéndole que no era culpa suya.
– Estaba en Ardry End – dijo.
– Desayunando – agregó Agatha, saliendo con esfuerzo del auto.
Pratt se aproximó.
– El equipo ya recorrió todo el lugar, así que puede verlo tranquilo. Tengo que ir a Northampton. El jefe está… bueno, y se imaginará. Wiggins puede darle los detalles. – Pratt esbozó un saludo al subirse al auto que se detuvo junto a él.
Melrose Plant se había confundido con la multitud, arrastrando consigo a la furiosa Lady Ardry, que parecía convencida de que la investigación se había visto entorpecida por su ausencia.
– ¡Pluck – llamó Jury -, saque a esa gente de aquí! El forense tiene que entrar con su auto. – Había bastantes niños también, esperando ver sangre y tripas. Reconoció a los chicos Double entre ellos y los saludó. Ellos le devolvieron el saludo, ruborizados.
– ¿Dónde está el cadáver, Wiggins? ¿Quién lo encontró?
– En el jardín, señor. Lo encontró la señora Willypoole, la dueña.
Varios periodistas se abrieron paso hasta él.
– ¿Estamos frente a un psicópata, inspector?
– No lo sé. Eso es, al parecer, lo que piensan ustedes, según lo que he leído en los diarios.
– Pero hay elementos comunes. Otro asesinato en una posada, inspector.
– Avísenme qué significan esos elementos comunes cuando lo averigüen – dijo Jury, y pasó entre ellos.
Antes de entrar, se detuvo a mirar el letrero de la posada que chirriaba por el viento en su barra de hierro. El dibujo estaba descolorido, pero aún se veía con claridad que era un cisne de doble cuello y dos cabezas que apuntaban en dirección opuesta. El cisne flotaba serenamente en lo que en un tiempo habría sido un río verde, y no parecía muy consciente de su extraña deformidad.
– ¿Cómo diablos se les ocurren? – masculló Jury.
– ¿Cómo dice, señor? – preguntó Wiggins, perdida la voz entre los pliegues de un pañuelo.
– Los nombres, Wiggins, los nombres.
Jury abrió la puerta cancel de vidrio que daba al bar. Una mujer que él supuso sería la señora Willypoole estaba bebiendo un vaso de gin como una señal de victoria.
– La señora Willypoole – dijo Wiggins -. Fue quien lo encontró.
– Inspector Jury, señora, de New Scotland Yard. – Jury le mostró su identificación, que a ella le costó enfocar. Un gato amarillento, enrollado sobre sí mismo encima del mostrador, abrió un ojo. En apariencia satisfecho con las credenciales de Jury, bostezó y siguió durmiendo.
– ¿Toma algo, mi amor? – le ofreció. Jury negó con la cabeza -. Me va a perdonar, mi amor, pero no estoy acostumbrada a estos sustos. Le voy a decir una cosa, cuando salí y… – se cubrió el rostro con las manos.
– Por supuesto, comprendo, señora Willypoole. Primero me gustaría ver el jardín y luego hacerle algunas preguntas. – Ella pareció no oírlo, y él decidió que, a menos que quisiera tener un testigo inconsciente, sería mejor no ser tan pomposo con ella. Se acodó en el bar e intentó ponerse a tono.
– Claro que le entiendo. Pero escúcheme, mi amor, no se entusiasme con eso. – Tocó la botella con el dedo. – Voy a necesitar su ayuda. – Y le guiñó un ojo.
Ella lo miró y dejó el vaso.
– Me llamo Hetta. – Aunque ya estaba en los confines de la madurez, aún quedaban en Hetta restos de un antiguo encanto. Ella tapó la botella y dijo: – El jardín queda saliendo por esa puerta.
Hacía mucho frío.
– ¿Por qué vino aquí afuera a tomar cerveza? – preguntó Wiggins mientras miraban el cuerpo inerte apoyado contra la mesa blanca de metal. Junto al cuerpo había un vaso de cerveza a medio beber.
– Porque tenía que encontrarse con alguien, supongo.
– Ah, ¿con quién, señor?
Jury miró a Wiggins, que parecía esperar una respuesta.
– Ojalá lo supiera, sargento. Mire esto. – Jury señaló un libro debajo de la mano del hombre asesinado. Como Pratle había dicho que el equipo de laboratorio ya había trabajado en todos lados, no tenía por qué preocuparse por las huellas digitales, y con cuidado tomó el libro. – Bueno, bueno. Si es una de las obras de nuestro querido señor Darrington.
– Eso ya es algo – dijo Wiggins -. ¿Una pista falsa, le parece, señor?
A veces Wiggins maravillaba a Jury. Era capaz de hacer preguntas realmente estúpidas, como la de hacía unos segundos, y a veces se descolgaba con deducciones perfectas. Quizá tuviera que ver con el estado de su nariz.
– No me sorprendería, sargento. Ahora explíqueme un poco.
Wiggins sacó su caja de pastillas, y Jury esperó paciente a que la abriera y se pusiera una en la boca.
– Se llamaba Jubal Creed, señor. Según el registro de conducir vive en un pueblo en East Anglia llamado Wigglesworth. Eso queda en Cambridgeshire. Los hombres de Weatherington están tratando de ponerse en contacto con la familia. Encontramos el auto en el estacionamiento. También se lo llevaron a Weatherington. Paró aquí anoche, cenó y esta mañana desayunó La señora Willypoole dice que se ubicó aquí afuera a eso de la diez y media.
Jury asintió y apoyó una rodilla en el suelo para examinar mejor a Creed. Una marca roja en el cuello, la cara algo azulada y unos ojos que lo decían todo. Wiggins se los había cerrado, pero se notaban abultados bajo los párpados. La marca en el cuello habría sido producida por un alambre, como en el caso de Small. Había cortado la piel. No parecía haber habido mucha resistencia.
– Prolijo, limpio y silencioso. Uno se acerca a la víctima por atrás, unos segundos y… – Jury se levantó.
– Llamé al superintendente Racer, señor. Espero haber actuado bien.
– Gracias. Supongo que quedó encantado.
Wiggins se permitió sonreír.
– Me preguntó por qué no había llamado usted. Le dije que estaba ocupado.
– Si Lady Ardryría ubicado no hubiera estado tan ansiosa por contármelo ella misma, usted me habría ubicado mucho antes. Bien podríamos reinstituir la política de matar al mensajero que trae las malas noticias.
– Iba por la carretera en la bicicleta y un automovilista que pasaba le dio la noticia. Eso dice ella, al menos.
Jury bufó.
Wiggins rió, de modo que tuvo que sacar el inhalador. Era un mártir del asma.
– Averigüé cuándo y por qué salió Creed de Cambridgeshire.
Jury miró mejor a Creed, cuya cara emergí apenas desde debajo del brazo, donde estaba apoyada la cabeza.
– Wiggins, ¿qué diablos es esto? – Jury señaló lo que parecía ser un corte en la nariz. Había sangrado hacía poco. Jury le movió la cara. No era un corte; eran dos. Como si una mano con una hoja de afeitar hubiera pasado dos veces por el puente de la nariz. Casi toda la sangre se había deslizado por la otra mejilla. Los cortes no eran profundos, pero igual hicieron estremecer a Jury. ¿Otra vez el bromista? ¿Pero cuál era la broma?
Antes de que Wiggins pudiera hacer ningún comentario sobre los cortes se abrió la puerta del jardín y apareció un hombrecito enérgico que se presentó como el doctor Appleby, y se disculpó por no haber llegado antes. Dijo, de mal humor, que también tenía que ocuparse de los vivos. Después examinar a la víctima rápida y eficientemente, dijo:
– Bueno, lo mismo. Estrangulamiento por detrás. La laringe recibió casi toda la presión. La piel está levemente cortada. Probablemente un alambre, como en los otros casos. Rápido, limpio y, si se me permite, – Appleby observó a Jury por encima de los anteojos, con las cejas levantadas-, el tercero del mismo asesino.
– ¿Es un hecho, entonces? – dijo Jury -. ¿Por qué en Londres no me dijeron estas cosas?
Appleby refunfuñó.
– Después de la autopsia quizá pueda decirle algo más, pero no mucho, si es como los otros dos. La hora del deceso puedo estimarla ahora mismo Entre las nueve y el momento en que se halló el cuerpo, pasaron cerca de tres horas.
– Podemos reducir el margen aún más. A las 10:30 todavía estaba vivo. – Jury le ofreció un cigarrillo a Appleby, que éste aceptó. – Supongo que no hay razón para no creer que esto pudo haber sido obra de una mujer tanto como de un hombre.
– Ninguna. Todos eran hombres muy pequeños, pesos livianos. Además, y superamos la idea de que las mujeres son el sexo débil, ¿eh? Aunque no es un método femenino. Veneno, pistolas, ésa es la clase de instrumentos que las mujeres eligen.
– Qué machista, doctor Appleby – dijo Jury, con una sonrisa-. ¿Qué piensa de los cortes en el puente de la nariz?
– Eso es muy raro – Appleby levantó la cara del muerto para mirar otra vez y luego la dejó caer -. Honestamente, no lo sé. Es reciente. Quizá fue el asesino.
– No fue mientras se afeitaba, eso es seguro.
– Bueno, me voy. – Appleby miró el cadáver y dijo: – La sábana de goma y la camilla llegarán en seguida. Nos vemos, inspector.
Jury se levantó el cuello del sobretodo y metió las manos en los bolsillos. Miró la escena del crimen. Era un jardín cerrado, un patio de unos quince metros cuadrados, embaldosado en parte y el resto con césped. A la izquierda había un viejo establo, modernizado y convertido en los baños para damas. La pared de los otros tres lados era altísima.
– ¿Alguna salida por esa pared, Wiggins?
– No, señor.
Jury se volvió y miró la parte de atrás de la posada. Paralelas al muro había dos alas que encerraban la terraza embaldosada donde Creed había muerto. Había dos ventanas, una en cada extremo de estas alas, pero incluso si alguien hubiera querido mirar, no habría visto al hombre asesinado, pues la mesa estaba en la curva formada por las dos las. No había otras ventanas y la terraza estaba cubierta por uno de esos baratos techos de plexiglás para resguardar a los comensales de las inclemencias del tiempo. Práctico para el asesino, que así n dejaría huellas en la nieve. A pesar de ser un lugar tan público, allí tenían un rincón bastante escondido. La puerta de atrás era el único peligro.
– ¿El equipo ya recorrió la parte de afuera de ese muro, Wiggins?
– Sí, señor. Los hombres de Pratt revisaron todo. Pero no hay huellas. De todos modos, nadie podría haber trepado esa pared de prisa; es demasiado alta.
– Ajá – dijo Jury -. Muy bien, hablemos con la señora Willypoole. ¿Había otros huéspedes?
– No que se hospedaran durante la noche. Pero dos personas de Long Piddleton pasaron a eso de las once cuando abrió el bar. La señorita Rivington y el señor Matchett.
Jury levantó las cejas.
– ¿Ah, sí? ¿Cuál de las Rivington?
– Vivian Rivington.
– ¿A qué?
– La señora dice que vinieron a almorzar.
– ¿Habló con ellos?
– No, señor. Se habían ido cuando llegamos.
– ¿Les avisó?
– Mandé a Pluck para que les dijera que queríamos interrogarlos. Están en Long Piddleton.
Jury quedó en silencio un momento, estudiando el jardín.
– ¿Está pensando lo mismo que yo, señor?
Jury se sorprendió al oír que Wiggins había pensado. Por lo general dejaba esta actividad en manos de Jury.
– ¿Qué cosa, sargento?
– Bueno, el que lo hizo tuvo que venir desde adentro de la posada. Pero la señora Willypoole dice que el señor Matchett y la señorita Rivington no se movieron de la mesa. Y está tan segura porque ella no se movió tampoco de allí. De modo que cada uno de los tres es la coartada del otro.
– Muy bien, Wiggins. Entonces, según usted, como nadie pudo haber trepado esa pared, nadie pudo cometer este asesinato.
Wiggins sonrió.
– Así es, señor.
– Pero alguien lo hizo, ¿no? Vaya a revisar el lado externo de ese muro.
– ¿Dice que lo encontró muerto cuando vino a ver por qué se demoraba tanto tiempo afuera?
– Así es – dijo la señora Willypoole -. No sé por qué quiso salir, para empezar. Y ahí estaba, desplomado encima de una mesa. Al principio pensé que se había descompuesto. Pero algo me dijo que no lo tocara. – Se estremeció y le pidió un cigarrillo al Jury.
– ¿Estaba alojado aquí?
Ella asintió.
– No tengo demasiadas camas, y mucho menos en invierno. Pero me llamó hace dos días para hacer la reserva…
– ¿Llamó? ¿Desde dónde?
Ella se encogió de hombros.
– No sé. Dijo que necesitaba una habitación por una noche, y eso fue todo. Me sorprendió. Me refiero a que alguien conozca este lugar fuera de la gente de Dorking Dean o de Long Piddleton.
– Entonces usted sabía que era un forastero.
– Sí, para mí, sí. Si hubiera venido de Dorking Dean, ¿para qué querría una habitación?
Jury inspeccionó el registro de conductor.
– “Jubal Creed”. ¿No le dijo de qué se ocupaba? – Ella negó con la cabeza. – ¿Dijo por qué quería ir afuera a tomar su cerveza?
– Que quería respirar un poco de aire fresco.
– ¿Mucha gente de Long Piddleton viene a The Swan?
– Bastante. Por lo general lo hacen de camino a Dorking Dean, o cuando van más lejos. Esta mañana vinieron dos; ya se lo dije al sargento.
– ¿El señor Matchett y la señorita Rivington? – ella asintió. – ¿Los conoce?
– A él sí; es el dueño de la posada The Man with a Load of Mischieff. – se le dulcificó la mirada. – Tan amable siempre, el señor Matchett. Simon es su nombre. Ella ha estado varias veces, también, pero no la conozco tanto.
– ¿A qué vinieron?
– ¿A qué? A comer algo, un almuerzo rápido, ¿sabe? Pan, queso y demás.
– ¿Qué hora era?
– Alrededor de las once. Un poco temprano para almorzar.
– ¿Vinieron juntos?
– Bueno, entraron juntos. Pero supongo que vinieron en dos autos y se encontraron aquí.
– ¿Dice que era cerca de las once?
– No lo sé con exactitud, pero sé que acababa de abrir el bar para el muerto.
– ¿Se sentaron en el mostrador a charlar, o qué?
– Oh, no. Les serví el almuerzo en esa mesa ahí atrás. – señaló la mesa más apartada de una docena que había en el salón.
– Así que usted no oyó nada de lo que hablaron.
– No.
– ¿Alguno de los dos se levantó de la mesa?
– No. Y yo no me moví de aquí, así que estoy segura.
– ¿La única vía de acceso al jardín es a través de esa puerta? – ella asintió.
– ¿Conoce a alguno de esos, Hetta? – Jury recitó rápidamente los nombres de todos los que habían estado en la posada de Matchett la noche en que Small fue asesinado.
– Han estado aquí alguna vez, todos. Incluso el vicario. No sé si podría describírselos, pero me son todos conocidos.
– ¿Cuánto tiempo se quedaron el señor Matchett y la señorita Rivington?
Ella se pasó un dedo pintado por la ceja.
– Mmmm. Alrededor de una hora, o cuarenta y cinco minutos.
En ese momento entró Wiggins por la puerta del frente, con aire de satisfacción.
– Lo encontré, señor. Una ventana. Venga.
– Muchas gracias, Hetta – sonrió Jury -. Me ha sido muy útil.
Hetta pareció recordar que nunca es demasiado tarde. Se alisó el vestido y se pasó la mano por los rulos pelirrojos.
– Yo siempre digo, si uno no puede mantener la cabeza fría en una crisis, mejor no tener un negocio. He puesto a muchos de patitas en la calle en mi época, señor Jury. Los hombres tienen que aprender a no poner las manos donde no deben; es algo que siempre digo. – miró a Jury con una sonrisa.
– Por supuesto. Quizá tenga más preguntas, ¿estará por acá?
– Sí, claro. – la sonrisa se hizo aún más pícara.
– En el baño, señor – dijo Wiggins, señalando hacia arriba. Estaban parados del lado externo del muro, en la parte formada por el antiguo establo. – No es demasiado difícil. Yo empujé la ventana, salí por ella y aparecí en la puerta del patio.
Jury miró de la ventana al suelo La nieve casi se había derretido y el suelo era duro. No dejaría casi huellas. Jury se agachó.
– Los hombres de Pratt habrán estado acá ya. Me pregunto si…
Oyeron un crujido a sus espaldas. Jury miró a su alrededor para determinar la dirección y vio una cabecita esconderse detrás de un roble.
– ¿Qué fue eso, señor? – preguntó Wiggins, mirando a todos lados y levantándose el cuello del sobretodo como si su gesto lo protegiera de cualquier extraña criatura del bosque.
– Creo que sé de quién se trata – dijo Jury, mirando hacia el árbol. La cabeza volvió a aparecer, y luego otra encima de ésta.
– ¡Salgan de ahí! – dijo Jury, apelando a su tono más autoritario.
A los pocos segundos aparecieron los niños Double, con expresión más furtiva que nunca. La manito de la niña se aferraba al ruedo de su abrigo.
Jury suavizó un poco el tono.
– ¿Qué están haciendo ahí, James y James?
El varón parecía ser el más valiente de los dos, pues miró a Jury y luego a Wiggins, estudiando a éste último con cautela y volvió a mirar a Jury, con un claro mensaje en sus ojos: Que se vaya ése o no hablamos.
– Wiggins, vaya a ver si Hetta ha recordado algo más, ¿quiere?
Apenas se hubo ido el sargento, la niñita empezó a saltar, incapaz de contener su entusiasmo, y el varón dijo, con voz casi reverente:
– ¡Huellas! – Apuntó con el dedo hacia el bosque. Junto al muro había algunos robles que se espesaban hasta convertirse en un bosque.
La niñita tenía los ojos como platos fijos en la cara de Jury, fascinada de poder poner en práctica la lección aprendida.
James susurró nervioso mientras arrastraba a Jury.
– Hicimos lo que usted dijo, señor. Buscamos cosas raras. Usted dijo que siempre que hay un asesinato tiene que haber cosas raras.
¿Había dicho eso?, pensó Jury, mientras los niños lo llevaban casi a la rastra. En seguida lo soltaron y salieron corriendo hacia los árboles. En el bosque la nieve no se había derretido tanto como cerca del muro de The Swan y, cuando los alcanzó, James señalaba la huella de un zapato o una bota. Un poco más allá había otra, donde la nieve no se había derretido. Caminaron unos seis metros y llegaron a un pequeño claro donde el suelo era duro y trillado.
James señaló la carretera Sidbury – Dorking Dean, oculta por los árboles, y dijo:
– Antes había una vieja carretera aquí. Pero ahora no la usa nadie. Iba a Dorking.
Había huellas viejas de ruedas y, cuando Jury se agachó y miró con atención, vio fragmentos de otras que no parecían tan viejas. Al parecer, un auto se había salido de la carretera de Sidbury a Dorking Dean y se detuvo ahí. Jury se incorporó.
– James – dijo – y James. – apoyó la mano en la gorra tejida de la niña. – Ambos son brillantes. – Los niños se miraron azorados de oír esa palabra, reservada para las estrellas y la luz del sol, aplicada a ellos. Jury sacó la billetera y dijo: – Scotland Yard suele dar recompensas por este tipo de información. – Le dio a cada uno un billete de una libra, que los niños aceptaron entre risitas. – De más está decir, que no deben mencionar a nadie este descubrimiento. – Las risitas se desvanecieron, ambos niños asintieron con la cabeza y reinó una nueva solemnidad. – Ahora vayan a casa. Y tengan cuidado. Los voy a necesitar más tarde. – Los hermanitos Double se perdieron entre los árboles, pero al segundo el varón estaba de vuelta, y le puso algo en la mano a Jury.
– Es para usted, señor, la hice yo. – El chico se fue bailando entre los árboles, luego ambos se volvieron, se despidieron de Jury con gesto enérgico y se fueron.
Jury miró el regalo. Era una honda bastante precaria. Sonrió. Luego hurgó en la nieve en busca de piedras, encontró algunas, y probó su puntería contra los árboles. Cuando tenía la edad de James era capaz de romper toda una hilera de ventanas en la escuela desde una distancia de treinta metros.
Luego, con vergüenza, miró por encima del hombro para constatar que nadie lo hubiera visto. Se guardó la honda en el bolsillo interior del sobretodo y volvió a The Swan.
– El piso estaba durísimo, pero logramos sacar la impresión de las huellas de las ruedas – dijo el inspector Pratt, con los pies apoyados en el escritorio del agente Pluck.
– No creo que sirvan de mucho. Nadie por aquí usa botas de esa medida. Si es lo suficientemente inteligente como para cambiarse las botas, será igualmente inteligente como para cambiarle las ruedas a su auto.
– Mmm. Bueno, las estamos examinando, de todas maneras. Ése era un buen lugar para estacionar. – Pratt cerró los ojos como visualizando otra vez el auto entre los árboles. Oculto a la carretera principal por lo árboles y esa elevación. Abrió los ojos y miró a Jury. – En cuanto a esos cortes en la nariz…
Pero Pratt fue interrumpido por el sargento Pluck, que anunció la llegada de Lady Ardry.
– ¿Usted la mandó llamar, señor? Eso dice ella. – Pluck estaba estupefacto, como si Jury hubiera perdido el juicio.
– Sí – dijo Jury -. Cuando lleguen la señorita Rivington y el señor Matchett, hágalos esperar un poquito, por favor.
Pero Lady Ardry ya estaba en el habitación, abriéndose paso alegremente a pesar de Pluck por el sencillo método de plantarle el bastón en el pecho. Pratt bebió lo que le quedaba de té y dijo que tenía que irse. Hizo una inclinación de cabeza y salió.
Agatha se sentó con su enorme capa en la silla y aferró el bastón con las dos manos.
– ¿Quería verme por el caso Creed?
Jury se sorprendió.
– ¿Cómo sabe su nombre, Lady Ardry?
– Por el pregonero del pueblo – dio ella sonriendo mezquinamente -. El sargento Pluck. Lo está contando a todo el mundo. – Luego infló los carrillos y le ofreció su conclusión. – ¿Y, inspector? ¡Parece que este lunático sigue merodeando por Long Piddleton!
– ¿No creerá en serio que es un forastero que recorre el pueblo esperando la oportunidad de atacar?
– ¡Dios santo, no estará sugiriendo que es alguien que vive aquí! – Bufó. – Estuvo hablando con el loco de Melrose…
– Me temo que el lunático, si lo es, está entre ustedes, Lady Ardry. Usted me dijo que iba en bicicleta por la carretera a Dorking Dean. ¿Qué hora sería?
– Después de que lo dejé a usted charlando con Melrose, por supuesto.
– ¿No podría ser un poco más precisa? ¿Cuánto le llevó ir hasta la carretera desde Ardry End?
Ella frunció el entrecejo haciendo un esfuerzo por recordar.
– Quince minutos.
– Entonces se encontró con ese auto…
– ¿Auto? ¿Qué auto?
Jury se obligó a tener paciencia.
– El auto que, según tengo entendido, se detuvo para informarle de lo sucedido en The Swan.
– ¿Ah, ese auto? ¿Por qué no me lo dijo? Yo estaba en la carretera de Dorking. Fue Jurvis, el carnicero, que había visto el movimiento frente a The Swan y se detuvo a contarme.
– La posada quedará a unos ochocientos metros de ese lugar – calculó Jury -. Le habrá llevado algunos minutos.
– Sí, en caso de que yo hubiera querido ir. No soporto a esa mujer Willypoole, es una loca.
Jury la interrumpió.
– Quise decir que usted podría haber salido de aquí en bicicleta a eso de las once y media y llegar a The Swan antes de las doce. – Jury esperó a que ella interpretara lo que había dicho.
Así fue.
– ¿Y para qué iba a hacer eso?
Jury ocultó una sonrisa.
– Tengo buenas noticias que darle. – Miró el papel sobre el que había estado calculando los horarios. – No se lo diría a ninguna otra persona – susurró.
Ella casi se trepó encima del escritorio en su ansiedad por oír el secreto.
– Soy una tumba – dijo, poniéndose un dedo sobre los labios.
– Hay una persona que tiene una coartada perfecta.
Agatha ladeó la cabeza como un gran pájaro y dijo, con una sonrisa tonta:
– Yo, por supuesto.
Jury simuló el asombro.
– Oh, no, señora. No es precisamente de usted de quien estaba hablando. Me refería a Melrose Plant. – le dedicó su sonrisa más encantadora. – Sabía que con esta noticia usted se sentiría mejor.
Ella abrió la boca y volvió a cerrarla. Su cara estaba roja como un tomate.
– Pero…
– Fíjese. Entre las once y media y la hora en que usted volvió a Ardry End, el señor Plant estuvo conmigo. Antes de esa hora, estuvo con usted.
Ella permaneció jugueteando con el bastón y mirando a su alrededor con ojos extraviados. Luego se le iluminaron los ojos.
– ¡Pero eso también me da a mí una coartada! – exclamó, con aire de haber dicho algo muy inteligente. Luego apoyó el mentón en la mano y los codos sobre el escritorio.
– Pero es como dijimos. Creed fue asesinado entre las diez y media y el mediodía. Hemos establecido la hora a la que usted salió de Ardry End y cuánto le lleva ir en bicicleta hasta The Swan.
Por fin Lady Ardry comprendió. Él observó los colores que le subieron por la garganta y le llegaron a la cara. La vieja dama se levantó como una montaña.
– ¿Algo más, inspector? – le temblaba la voz y Jury supo lo que ella querría hacer con el bastón.
– No, por ahora. Pero esté disponible porque habrá más preguntas – Jury esbozó una sonrisa.
Apenas la vasta figura desapareció por la puerta, Jury se volvió a la ventana que tenía a sus espaldas, apoyó la cabeza en los brazos y se echó a reír.
Apena oyó que la puerta a sus espaldas se abría y volvía a cerrarse, porque seguía riéndose. La voz lo hizo volverse.
– ¿Inspector Jury?
Sin pensar, giró en redondo, todavía con el rostro sonriente.
– Soy Vivian Rivington. El sargento me dijo que podía pasar. – La joven lo miraba con expresión sorprendida.
Jury s quedó tieso, con una sonrisa idiota en el rostro, incapaz de moverse. Miró a Vivian Rivington por primera vez y se enamoró perdidamente de ella.
Era cierto. Como había dicho Lady Ardry, Vivian llevaba un suéter marrón oscuro, con un cinturón, pero no tenía las manos metidas en los bolsillos, sino que jugueteaba nerviosamente con el borde del suéter, como la niñita Double se tironeaba de la pollera. Su cabello tenía los colores de un día de otoño, uno de esos paisajes castaños, dorados, con toques de rojo oscuro. La cara era triangular, sin maquillaje; los ojos ámbar, con puntos de luz que podrían haber sido fragmentos de piedras preciosas. Pero fue la atmósfera particular que la rodeaba lo que hizo que Jury recordara a Maggie: una cualidad triste, melancólica, que, paradójicamente, se sentía como un resplandor. Para él, eso era un estigma.
Su tos incómoda lo hizo volver en sí. Jury salió de detrás del escritorio y le tendió la mano, la retiró y volvió a tendérsela. Ella miró la mano dubitativa, como si pudiera volver a desaparecer, dejándola con la suya en el aire.
Estaba esforzándose por comenzar la entrevista diciendo algo, cuando Wiggins asomó la cabeza por la puerta para decirle a Jury que el señor Matchett había llegado.
– Gracias, lo veré en un momento – dijo Jury-. Por favor, venga y tome notas, sargento Wiggins. – No reparó en la mirada sorprendida de Wiggins.
– Señorita Rivington – dijo, pasándose la mano por el pelo como si la cara de ella fuera un espejo-, soy el inspector Jury, Richard Jury. Tome asiento, por favor.
– Gracias.
Entrelazó las manos encima de la mesa e intentó mostrarse tremendamente serio. Demasiado, al parecer, pues ella apartó la mirada y la dirigió hacia Wiggins. Wiggins le sonrió y ella pareció tranquilizarse un poco.
Jury trató de suavizar su expresión.
– Señorita Rivington, usted estuvoen The Swan en el momento en que… – quería decirlo con delicadeza pero no sabía cómo.
– Que mataron a este hombre, sí. – Ella bajó los ojos.
– ¿Podría por favor explicarme qué estaba haciendo allí?
– Por supuesto. Estaba almorzando. Me encontré allí con Simon Matchett.
Matchett. Jury se había olvidado por un momento que se decía que Matchett iba a casarse con esa mujer. Podría preguntárselo a ella. No, no todavía.
– ¿Dije algo malo, inspector?
– ¿Malo? No, no, claro que no. – Seguramente había fruncido el entrecejo, a juzgar por la preocupación de ella. Le dirigió la mirada ceñuda a Wiggins, dando a entender que allí radicaba todo el problema. – ¿Lo tiene todo, sargento Wiggins?
Wiggins levantó la cabeza bruscamente.
– ¿Cómo, señor? Oh, sí, por supuesto.
Jury asintió en dirección al sargento y se volvió a Vivian Rivington.
– Continúe, señorita Rivington.
– No tengo nada que decir, en realidad. Simon tenía que ir a Dorking Dean, y decidimos reunirnos para almorzar en The Swan a las once.
– ¿Van ahí a menudo?
– No, pero me gusta ir a veces. Me permite salir de Long Piddleton, y, como él tenía que ir a Dorking… – su voz se apagó.
Jury rompía pedacitos del secante de Pluck. Carraspeó.
– ¿No vio a ese hombre? – Ella negó con la cabeza -. ¿No se levantó de la mesa mientras estuvo en The Swan? – Ella volvió a negar con la cabeza. – ¿Y la señora Willypoole estuvo en el salón todo el tiempo?
Vivian se concentró para recordar.
– Sinceramente, no recuerdo. Creo que sí.
– ¿Usted y el señor Matchett se fueron antes del mediodía?
– Sí. – Se había echado hacia adelante en su silla y apoyó los dedos en el borde. – ¿Qué pasa, inspector? – Jury le miró los dedos; tenía las uñas sin pintar, como una cadenita de ópalos. Luego apartó su propia mano del secante.
– Eso es lo que queremos averiguar. – sabía que su respuesta había sonado terriblemente hueca. – ¿Llegó después que el señor Matchett o llegaron juntos?
– Fuimos en autos separados. Llegamos al mismo tiempo, en realidad. Yo no podía creer… – apoyó la cabeza en las manos, pero la levantó de inmediato, como si el gesto hubiera sido excesivamente dramático. Se enderezó en el asiento, como una niñita sermoneada. Jury tuvo la impresión de que Vivian Rivington mantenía a menudo ásperas charlas consigo misma. – Es que ese hombre debió de ser asesinado mientras yo estaba ahí. No puedo soportarlo, le aseguro que no puedo.
Jury tampoco.
– ¿Inspector? ¿Se siente bien? – Ella se inclinó hacia él, con aire preocupado. – Habrá estado trabajando mucho.
– Estoy bien. Escuche, tengo varias preguntas para hacerle, pero ahora me gustaría ver al señor Matchett. – Se moría por preguntarle sobre Matchett. Se humedeció los labios, pero no dijo nada. Sólo se volvió hacia Wiggins. – Acompañe a la señorita Rivington, sargento. Luego dígale al señor Matchett que lo veré en un momento.
– Sí, señor – Wiggins se levantó, pañuelo y libreta en mano, y le abrió la puerta a Vivian, que, después de mirar indecisa al inspector, se volvió y salió de la habitación.
Jury se dejó caer en la silla y aspiró hondo varias veces. Grandísimo estúpido, se dijo a sí mismo. Zoquete.
Jury aún se estaba reprochando su comportamiento cuando entró Matchett y se sentó.
Luego de ofrecerle un cigarrillo Jury le hizo las mismas preguntas que a Vivian Rivington
– Tengo las incómoda sensación – dijo Matchett – de que yo voy a ser el sospechoso número uno.
– ¿Por qué?
– Vamos, no se haga el inocente conmigo, inspector. Sé que Pratt ya debe de haberle pasado la información sobre mi esposa. ¿Hay algún otro sospechoso que tienen con un asesinato en su pasado? – intentó sonreír, pero no fue muy convincente.
Jury entendió por qué.
– Supongo que todo el mundo tiene algo que ocultar, señor Matchett.
Simon Matchett estudió su cigarrillo con gesto adusto.
– No el asesinato de su esposa, diría yo.
Jury lo observó detenidamente. A diferencia de Oliver Darrington, Matchett no se sentía atraído por los trajes de seda italiana los sastres de Saville Row. Jury pensaba que tenía gustos caros pero que no era tan ostentoso ara exhibirlo. Matchett tenía una especie de modestia en cuanto a ropa, modo de hablar y modales. Llevaba una camisa de algodón arremangada y jeans azules. Muy sencillo. Sólo alguien con gran capacidad de observación como Jury podía darse cuenta de que la camisa era de un caro linón Liberty, y que la misma tienda había provisto los pantalones. Era mucho más sutil que Darrington. Darrington era una linda exhibición. Matchett podría transmitirle a cualquier mujer que deseara que lo que ocultaba estaba al alcance de sus manos.
– Hablemos de este crimen, señor Matchett. ¿Hubo alguna razón especial para elegir The Swan para almorzar?
– Queda de camino a Dorking.
Jury lo miró. Existen las coincidencias, por supuesto. Pero a él no le pagaban para creer en coincidencias, ¿no? Matchett agregó:
– Me parece muy raro que ese hombre se quedara en el jardín con ese frío.
– Bueno, no tiene por qué haber estado vivo todo el tiempo.
Matchett se sobresaltó.
– ¿Estoy atrayendo a los asesinos?
– No lo sé. ¿Usted qué dice?
– Es la segunda vez que ando cerca cuando se comete un crimen.
Al menos tenía la galantería de no mencionar a Vivian Rivington.
– ¿La señora Willypoole estuvo en el salón todo el tiempo mientras estuvieron ustedes allí?
Matchett pensó un momento y luego asintió.
– Sí. Estaba tomando una copa y leyendo el diario, detrás del mostrador.
– ¿No vio a nadie más? ¿No entró nadie por la puerta que da al patio?
– No, de eso estoy seguro. Estábamos sentados frente a esa puerta.
– Cuénteme de su esposa, señor Matchett. Leí el informe, por supuesto, pero usted podría aclararme uno o dos puntos.
– Vivíamos en Devon. Éramos dueños, es decir, ella era dueña de varias posadas. The Goat and Compasses era una de esas posadas. Yo pensé que sería divertido montar alguna obra de teatro en el patio. Hicimos hacer las construcciones necesarias: el escenario y unos bancos para el público. También lo usábamos para ubicar a la gente en el verano. No era el Festival Chichester, pero tenía su éxito. Hicimos colocar reflectores para las representaciones nocturnas. ¿Ya le dije que yo era actor? No muy bueno, quizá, pero tuve pequeños papeles en el West End. Allí conocí a Celia, mi esposa. Ella también era actriz, y apareció en algunas producciones de verano en Kent. Probablemente el padre le compró el papel. Tenía muchísimo dinero, casi todo en propiedades. Todas esas posadas, ¿se da cuenta? Había otras dos en Devon. Cuando Celia se hizo cargo, fue muy estricta, créame. No voy a negar que había muchas razones para que yo estuviera disconforme con mi matrimonio. A los cinco años de casados la odiaba. Era posesiva. Yo apreciaba mucho mi libertad. Tuvimos varias peleas muy feas, le aseguro. También lo aseguraron los sirvientes – agregó con acidez -. A la policía.
– ¿Por qué no la dejó?
– Iba a hacerlo. Entonces llegó Harriet Gethvyn-Owen. Era encantadora, realmente encantadora. Actriz aficionada también. Pero tenía talento, y bastante. Bueno, es la historia de siempre. Nos enamoramos. Lo cual me dio otra buena razón para dejar a Celia. Ese verano estábamos haciendo Otelo. Ambicioso de mi parte pero siempre había querido hacer ese papel. Harriet hacía de Desdémona. Celia sospechaba que había algo entre nosotros y se instaló en oficinita en una habitación justo al otro lado del corredor que daba al escenario. ¿Sabe que esas posadas fueron las precursoras de los teatros? Eso fue lo que me dio la idea. Bueno, la oficina de Celia estaba a pocos metros del escenario, como le decía. Así era de posesiva. La noche en que la mataron una mucama llamada Daisy le había llevado su bebida caliente de siempre. No más de media hora después, la cocinera, Rose Smollet, fue a retirar la bandeja y encontró a Celia desplomada sobre el escritorio. Estaba muerta. – Matchett le dio una larga pitada a su cigarrillo. – Habían revisado el escritorio y la caja con el dinero estaba abierta y vacía. Adjudicaron el crimen a “persona o personas desconocidas”.
– Pero no de inmediato.
Matchett rió con amargura.
– Por cierto que no. Como se imaginará, yo fui el primer sospechoso. Dios santo, había infinidad de motivos posibles. Si no hubiera estado en el escenario cuando mataron a Celia, estoy seguro de que habría ido a parar al cadalso. Y supongo que Harriet también. Habría sido la alternativa obvia: marido y amante que matan a esposa celosa Pero no funcionó. Se estaba representando la obra en ese momento.
– Habría muchos dispuestos a jurar que usted estaba en el escenario, ¿no?
– Treinta o cuarenta. Suficientes testigos. – Matchett sonrió.
– La coartada perfecta.
Matchett apagó el cigarrillo y se inclinó hacia adelante.
– Inspector, en todas esas novelas imbéciles de Darrington la gente habla siempre de “coartadas perfectas” o “coartadas irrefutables”. Siempre con el tono irónico que usted acaba de usar. A mí me parece, sin embargo, que si una coartada no es perfecta, no es una coartada. ¿No es un poco redundante de su parte? Redundancia que yo podría tomar a mal.
– Por cierto tiene razón, señor Matchett.
– Además, si los inocentes tienen esas coartadas “perfectas” es precisamente porque son inocentes.
– También tiene razón. Pero yo no quise insinuar nada.
– Un carajo – masculló Matchett.
Jury lo dejó pasar.
– ¿Su esposa no tenía enemigos?
Matchett se encogió de hombros.
– Supongo que no. No era muy querida, eso es cierto. Pero no había nadie, diría yo, con motivos suficientes como para matarla. – Matchett se pasó las manos por la cara en un gesto de extremo agotamiento. – Después de eso, Harriet se fue. A los Estados Unidos.
– ¿Por qué hizo eso? Por fin tenía vía libre. Podían estar juntos, a pesar de las tristes circunstancias. ¿Por qué se fue?
– Supongo que se sintió agobiada. La publicidad. Era una persona muy sensible. Algo retraída.
Jury no le creyó.
– Decidió irse – continuó Matchett -. Dijo que no podía vivir conmigo, con la muerte de Celia rondando sobre nosotros… – Matchett movió la cabeza como tratando de apartar los recuerdos -. Bueno, ya hace dieciséis años de eso. Y no hay que remover el pasado. – miró a Jury. – Al menos yo espero que no se lo remueva. Pero, a decir verdad, lo dudo.
– Nada termina para siempre, ¿no? – Jury sonrió, y se dijo mentalmente que debía pedirle a Wiggins que solicitara a Weatherington el legajo de la muerte de Celia Matchett -. Ahora bien – dijo, intentando hablar en un tono casual -, ¿qué me dice de esos rumores de que se va a casar con la señorita Rivington? Con Vivian Rivington.
Matchett quedó sorprendido por la pregunta.
– ¿Y eso qué tiene que ver con todo esto?
Jury sonrió desolado.
– No tengo idea. Por eso le pregunto.
– Bueno, no puedo negar que hay algo entre Vivian y yo.
– “Algo” puede querer decir muchas cosas.
– Digamos que le pedí que se casara conmigo, sí. Pero eso no quiere decir que haya aceptado.
– ¿Por qué?
Matchett se encogió de hombros y sonrió.
– ¿Quién sabe qué pasa por las cabezas de las mujeres, inspector? – encendió un cigarro.
No fue el carácter menospreciativo del comentario lo que resultó tan irritante sino que mezclara a Vivian Rivington con las mujeres en general.
– Yo diría que sería mejor que supiera lo que pasa por la cabeza de la señorita Rivington si quiere casarse con ella. – Jury sabía que era absurdo defender a una mujer que había conocido hacía menos de una hora. Pero el comentario banal de Matchett le molestó porque su trabajo lo ponía en contacto muy cercano con el corazón de las cosas como para aceptar esa hueca generalización.
Matchett simplemente aspiró su cigarro y miró a Jury con ojos entrecerrados.
– Supongo que sí.
Jury tomó un lápiz y comenzó a hacer garabatos.
– ¿Está enamorado de ella, señor Matchett? – preguntó.
Matchett hizo girar el cigarro en la boca, y estudió la cara de Jury.
– Qué pregunta tan cínica, inspector. Acabo de decir que quiero casarme con ella.
¿Qué tal una respuesta directa, compañero?, quiso decirle Jury, pero agregó, en cambio:
– Tengo entendido que la hermana sabe de esta relación.
– Creo que sí. Diría que la aprueba.
Jury sabía que ese hombre no era estúpido ni insensible, ¿por qué simulaba, entonces?
– Sería duro para su hermana mayor que Vivian se casara. Es decir, así como están las cosas, Isabel tiene cierto poder de decisión sobre todo el dinero.
– ¿Usted dice que puede tener que quedarse en la calle? Vivian nunca haría eso. Además, Isabel adora a Vivian.
Una vez más, Jury estuvo seguro de que Matchett no creía en lo que había dicho. Volvió a su tono interrogatorio inicial.
– ¿De modo que usted llegó a The Swan a las once?
– Correcto. Abren a esa hora.
– ¿Dónde estuvo a eso de las diez? ¿O entre las diez y las once? – había media hora sin explicar en la coartada de Matchett.
– En Dorking Dean, haciendo compras.
– ¿A qué hora salió de allí?
– A las once menos cuarto. Me metí en un embotellamiento de tránsito en la rotonda; estuve allí más de quince minutos. Por las compras de Navidad.
– Ya veo. Bueno, supongo que eso es todo por ahora, señor Matchett. Lo llamaré.
Cuando Matchett salía, Pluck asomó la cabeza por la puerta y le dijo a Jury que el señor Plant estaba afuera y que quería hablar con él. Jury le dijo que lo hiciera pasar.
Melrose Plant habló con urgencia.
– Creo que tiene que venir al vicariato, inspector. El vicario tiene cierta información que podría ser útil. Estuvo frente a The Swan un rato antes de que llegáramos nosotros y oyó a los policías decir algo sobre el estado del cuerpo.
– ¿Qué cosa, señor Plant?
– El vicario dice que oyó que la cara del hombre éste estaba cortada. Unos cortes en la nariz o algo así. Muy raro.
Jury deseó que la policía pudiera mantener la información en reserva.
– Sí, así es. Tiene razón, es muy extraño.
– Bueno, el vicario sabe lo que eso significa. Eso dice él.
– Es una deformación del significado real, ¿se da cuenta? – El reverendo Denzil Smith señalaba una figura en un libro de emblemas de posadas. El libro estaba abierto sobre la mesita entre Jury y Plant, junto a una bandeja con sándwiches y vasos de cerveza que les había servido el ama de llaves del vicario. Jury se maravilló de la inventiva del pintor de emblemas o de quienquiera que hubiese pensado en un cisne con dos cuellos.
– Antes – continuó el vicario – las aves reales eran marcadas con dos muesquitas en el pico. Los vinateros hacían lo mismo, tengo entendido, de modo que podía distinguirse a quién pertenecían los cisnes por las muescas. En realidad, el emblema de esta posada era o debía ser un cisne con dos “muescas”. [1] Lo que vemos aquí es el trabajo de un pintor de emblemas bastante analfabeto, que no supo entender el verdadero nombre de la posada. – El vicario se reclinó en su asiento complacido, luego de servirse un sándwich de queso y pickles.
– Dios mío – dijo Jury, aún mirando la figura -. Entonces esas marcas fueron hechas por el asesino a modo de muescas.
– Eso diría yo – dijo el vicario -. Estaban en la nariz, ¿no?
– ¿Pero por qué diablos…? – preguntó Plant -. ¿Una broma?
Jury encendió un cigarrillo.
– ¿Una broma? No, no lo creo. Probablemente otra pista falsa.
– Hay otros ejemplos de deformación… – comentó el vicario.
Pero Jury intentó desviar su atención hacia el tema concreto de los asesinatos.
– Le agradezco muchísimo la información, vicario. Ninguno de nosotros, la policía, quiero decir, lo habría averiguado jamás. – El vicario sonrió, resplandeciente. – Usted estuvo en la posada del señor Matchett el jueves por la noche y querría hacerle una o dos preguntas.
– ¡Qué horrible asunto!, ¡qué terrible! – su relato de la cena la noche en que habían matado a Small fue menos detallado que los informes de los otros huéspedes. El vicario había estado jugando a las damas con Willie Bicester-Strachan entre las nueve y las diez, dijo.
– No puedo creer que esto esté pasando en Long Piddleton. Hace cuarenta y cinco años que vivo aquí. Al principio vine como párroco. Mi esposa murió hace nueve años, Dios la tenga en su gloria. Pero la señora Gaunt me ha cuidado muy bien, junto con las mucamas que he tenido. Como Ruby. – Su expresión pareció adquirir un aire de asombro. – Ruby ha estado ausente más tiempo que de costumbre esta vez
– Hablemos de Ruby Judd. Tengo entendido que debía volver pero no apareció. ¿Cuándo fue exactamente?
– El miércoles, creo. ¡Cielo santo!, hace una semana. Cómo vuela el tiempo. Me pidió permiso para irse por unos días a visitar a su familia en Weatherington.
– Ya veo. ¿Hay alguna foto de Ruby en algún lado? ¿En su cuarto, puede ser?
El vicario pareció sorprendido ante este pedido.
– No lo sé. Quizá la señora Gaunt pueda fijarse. – llamó a la señora Gaunt, una dama esquelética y de aspecto triste, y le pidió que subiera al cuarto de Ruby en busca de una foto, si es que había alguna.
La señora Gaunt emitió un ruido con la garganta que podría haber sido destinado a cualquiera de ellos y se retiró.
El reverendo Smith dijo en un susurro:
– A la señora Gaunt no le gusta mucho Ruby. Dice que se pasa todo el día leyendo fotonovelas, incluso cuando se supone que está barriendo la iglesia. La señora Gaunt la pescó una o dos veces sentada, en la iglesia, en lugar de trabajar.
– ¿Es una muchacha muy religiosa? – preguntó Jury.
El vicario se rió.
– En absoluto. Se estaba pintando las uñas.
Al menos el anciano no era excesivamente piadoso, pensó Jury. El comportamiento de Ruby parecía resultarle algo sumamente divertido.
La señora Gaunt regresó a paso ligero, con los labios apretados. En la mano sostenía dos instantáneas.
– Estaban en el espejo – dijo como si hubieran sido fotos obscenas de almanaque de gomería. Aspiró por la nariz y se fue.
El vicario se las alcanzó a Jury.
– No estará pensando que le pasó algo a Ruby, ¿no? Puede preguntarle a Daphne Murch por ella. Eran muy amigas, tienen la misma edad. Es más, fue esa chica Murch la que me consiguió a Ruby.
Jury se guardó las fotografías en el bolsillo.
– Usted no parece preocupado, vicario. ¿Ruby hace esto a menudo?
– Bueno, se ha ido una o dos veces antes. Creo que tiene un novio. En Londres, quizá. Ruby no es una mala chica. Pero como casi todos los jóvenes, es un poco atolondrada.
Jury cambió de tema.
– Usted es muy amigo del señor Bicester-Strachan. Sé que no querría entrar en terreno de confidencias, pero, ¿podría darme algún detalle de ese asunto que lo hizo irse de Londres? – Jury no agregó que no sabía nada en absoluto de “ese asunto”. Contaba con que la debilidad del vicario por los chismes fuera más poderosa que sus sentimientos más nobles y no fue decepcionado. Por cierto, Smith intentó una protesta. Balbuceó un poco pero en seguida se dispuso a contar lo que sabía.
– Bicester-Srachan era funcionario subalterno en el Ministerio de Guerra y hubo un “incidente”: al parecer, cierta información cayó en manos de quien no debía poseerla, información la que sólo Bicester-Strachan y algunos otros tenían acceso. Nunca fue llevado a juicio; nadie pudo probarle nada, por lo que yo sé. A él no le gusta hablar de eso, como se imaginará. Pero eso explica que se haya retirado tan joven. Bicester-Strachan no es tan viejo como parece. No tiene mucho más de sesenta año aunque aparente ochenta. Creo que eso se debe a la impresión de ese asunto. – El reverendo Smith se inclinó en su asiento y anunció sentencioso: – Agatha piensa que son los comunistas que están detrás de todo esto, y podría tener razón.
Melrose Plant había guardado paciente silencio durante toda la visita, pero en ese momento no pudo menos que preguntar:
– ¿Y cómo se las arregla mi tía para hacerlos intervenir?
El vicario pensó un momento.
– No sabría decirlo. Usted sabe que Agatha es muy reservada.
– ¿Reservada? – era la primera vez que Melrose oía esa característica adjudicada a su tía.
– Ajá. Estábamos barajando teorías, y ella pensó que, con la historia de Bicester-Strachan…, bueno, es posible, ¿no? ¿No podrían querer matarlo él?
– ¿Conoce bien al señor Darrington, vicario? – preguntó Jury, tratando de apartar su atención de los agentes dobles.
– No muy bien, en realidad. No es muy asiduo visitante de la iglesia. Sé que trabajaba en una editorial en Londres. ¿Sabe que escribió unas novelas de misterio? – pareció disfrutar su siguiente observación: – Hay momentos en que dudo de que la señorita Hogg sea, como dice él, su “secretaria”.
– Hay momentos en todos lo dudamos – dijo Melrose.
Según el informe de Pratt, el vicario no había estado presente en la posada Jack and Hammer la noche en que mataron a Ainsley. Sin embargo, Jury e preguntó:
– ¿Estuvo cerca de la posada Jack and Hammer la noche del viernes, vicario?
El vicario pareció casi decepcionado por tener que responder:
– No, me temo que no podré ayudarlo. Ése es un emblema muy poco común. ¿Saben? Hay sólo otro igual, en…
Jury lo interrumpió.
– En cuanto a ese asunto de las muescas… Ese tipo de cosas no las conoce la gente común. ¿Se lo ha mencionado a alguien por aquí?
El vicario enrojeció.
– Tengo que admitir que me gusta mucho hablar de las historias de estos viejos lugares. Sí, estoy seguro de habérselo mencionado a varias personas. No recuerdo a quién, en realidad. Se ha cometido más de una asesinato en las posadas. Hubo uno en Colnbrook…
Melrose Plant se apresuró a interrumpirlo. No tenía intención de escuchar todas las aventuras de la puerta-trampa de Colnbrook.
– Me parece que el inspector Jury se refiere a otra cosa, reverendo.
– Bueno, por supuesto, yo no creo que Matchett ni Scroggs tengan nada que ver con estas muertes tan espantosas… aunque hay algo desagradable acerca de la esposa de Matchett. Es una pena que el pasado venga a fastidiar el presente. – Su mirada se dirigió hacia Jury, al parecer deseoso de encender una llamita por ese lado. – Crime passionel, algo así. Matchett tenía una amiga…
Jury sonrió.
– La policía consideró en su momento que el señor Matchett no había tenido nada que ver con la muerte.
– Se sorprendería de la cantidad de asesinatos que tenemos que caratular así. Es bastante decepcionante ver cuán incompetente es en realidad la policía. – El vicario se ruborizó y Jury se puso de pie. – Gracias por su ayuda, señor. Ahora debo retirarme.
Una vez afuera con Plant, Jury se detuvo a mirar la hermosa ventana de la iglesia que daba al este.
– Si quiere entrar… – dijo Plant.
Jury negó con la cabeza.
– “Un lugar serio en una seria tierra es éste”.
Los dos miraban las torres del campanario.
– ¿Le gusta la poesía, inspector? – preguntó Plant.
Jury asintió.
– Vi que Vivian iba a la comisaría. A hablar con usted, supongo. Dígame, ¿qué le pareció?
Los ojos de Jury se fijaron en una fascinante ramita a sus pies.
– Bueno – se encogió de hombros -, me pareció… bastante agradable.
La viuda de Jubal Creed llegó a la estación de policía de Weatherington poco después de las cuatro y desde allí la llevaron a la morgue del hospital del condado a identificar los restos mortales de su esposo. Cuando salió de allí, su color no era peor que cuando entró, pues la señora Creed poseía un cutis que sugería que la Naturaleza había escatimado sus dones con ella. La señora Creed no había tenido más suerte con el cuerpo que con la piel: era como un espantapájaros viviente vestido con ropa antigua y horrible.
– El señor Creed se jubiló de la policía de Cambridgeshire hace cinco años. No estaba arrepentido de haberlo hecho.
– ¿Consideraba que no se habían portado bien con él?
– Algo así. Lo pasaron por alto con las promociones. Terminó como sargento en Wigglesworth. Se amargó mucho Y tenía razón. – La dama aspiró por la nariz, como censurando a toda la policía en general y a Jury y a Wiggins en particular.
– Señora Creed, ¿tiene idea de alguien que quisiera hacerle daño a su marido?
Ella negó vigorosamente con la cabeza. Jury no creía que la dama estuviera dominada por la emoción y suponía más bien que el matrimonio de los Creed había sido, en el mejor de los casos, una relación civilizada. La señora Creed, aunque irreprochable, no impresionó a Jury como una mujer de sentimientos especialmente profundos.
– ¿No tenía enemigos?
– No. Llevábamos una vida tranquila.
– En el curso de su trabajo, ¿pudo haberse hecho de algunos?
– Si así fue, yo nunca me enteré.
Jury hacía las preguntas por mero formulismo sabiendo por instinto que semejante interrogatorio sería infructuoso. Dudaba de que la muerte de Creed tuviera algo que ver con su pasado personal. Jury abrió un sobre de papel madera y sacó una foto del cadáver acicalado de William Small. De todas maneras no era muy agradable.
– Señora Creed, ¿reconoce a este hombre?
Ella lo miró, apartó la mirada en seguida y negó con la cabeza.
– ¿Le suena el nombre William Small?
Los ojos de ella estaban empañados por las lágrimas no derramadas. A pesar del largo silencio, Jury tenía la impresión de que no estaba pensando con mucho cuidado.
– No, para nada. – La respuesta fue la misma ante la foto de Ainsley. Pero en seguida volvió a mirarla. – Espere un momento, ¿no es ésa la foto del hombre que mataron… espere, no son estos dos los hombres que mataron en un pueblo cerca de aquí? ¿Cómo es el nombre?
– Long Piddleton. Queda a treinta y dos kilómetros de aquí.
Ella quedó completamente azorada.
– ¿Quiere decir que el señor Creed fue asesinado allí también? ¿Tienen a un asesino suelto y se queda ahí sentado haciéndome preguntas tontas?
Habían recibido un informe completo de la policía de Cambridgeshire sobre la carrera de Creed, carrera interrumpida de manera bastante brusca, según el superintendente Pratt.
– Una cosa es lograr a veces una comida gratis por ser policía y otra cosa es lo que hacía Creed. Recibía comisiones de algunos talleres de reparaciones por mandarles clientes. Sus superiores no se habrían dado por enterados. Lo de Creed no llegaba a ser un soborno propiamente dicho, pero andaba cerca. Tenía casi un negocio paralelo. Sin embargo, le permitieron que “renunciara”. De todos modos, les pregunté a sus antiguos compañeros sobre ese asunto y no tienen ninguna pista. Creed era un don nadie. No era muy bueno en su trabajo. Es muy improbable que hubiera llegado a inspector. Tampoco parece que conociera a estos otros, a Small y a Ainsley. Sus compañeros no lo veían ya. – Las largas piernas de Pratt descansaban sobre un escritorio de la estación de policía de Weatherington. Aún tenía puesto el pesado sobretodo y trataba de encender una pipa vieja. – La cosa es que la prensa nos está matando; los periodistas me acorralan como lobos. Al menos se quedan allí y no pegados a nuestros talones, ¿no? – Chupó la pipa varias veces más y por fin consiguió encender un rescoldo débil. – Yo leo todo lo que me cae en el escritorio, y le juro que le encuentro ni pies ni cabeza al asunto. Lo que más me intriga es si las víctimas fueron elegidas al azar o si hay un motivo. – Pratt se rascó la mandíbula con la boquilla de la pipa. Hizo un ruidito áspero. – Quizá fueron cometidos para enmascarar, y sólo uno sea la víctima real.
– A mí se me ha ocurrido que quizá la víctima real aún no ha sido asesinada.
Pratt entornó sus ojos enrojecidos.
– ¡Dios! ¡Qué idea tan agradable! – La pipa se le apagó otra vez. – Cree que es alguien del pueblo, ¿no?
– No sé. Es una posibilidad.
– El asesino de Small no entró por la puerta del sótano, eso está claro. Así que usted ha reducido los sospechosos, creo, a los que estaban en la posada de Matchett esa noche.
– Menos uno, que podemos descartar sin temor a equivocarnos: Melrose Plant. Claro que no tiene coartada para dos de los crímenes, pero es muy difícil creer que haya más de un asesino.
Pratt volvió a rascarse el mentón.
– Entonces estamos mucho más cerca de atraparlo, si ése es el caso. La próxima vez que me llame el superintendente Racer le diré que usted ha hecho considerables progresos. Perdóneme que le pregunte, pero, ¿tiene él algo en su contra? Parece siempre irritado cuando se trata de usted.
– Ah, él es así – dijo Jury.
Jueves 24 de diciembre
A la mañana siguiente, Jury estaba sentado en el destartalado escritorio de madera de Pluck. Estudiaba los dos libros de Darrington que tenía uno junto al otro sobre el escritorio.
– Hay una tremenda diferencia de calidad entre los dos. El estilo es casi totalmente diferente. Mejor dicho, uno parece una torpe imitación del estilo el otro.
Wiggins sacudió la cabeza y se encogió de hombros.
Jury cerró los libros.
– No creo que Darrington haya escrito el primero. Creo que con el segundo intentó copiar el estilo y metió la pata. El que escribió el primer libro también escribió el tercero. – Jury lo separó de la pila. – Sí. Esos dos fueron escritos por la misma mano. Pero no los otros dos. Darrington debió de haberse apropiado de dos manuscritos y los publicó separados.
– ¿Pero quién supone usted que escribió los dos buenos?
– Ni idea. Esto sugiere la interesante posibilidad de que alguien más sepa de este plagio y haya decidido chantajear a Darrington.
– ¿Small, por ejemplo? ¿Qué tendrían que ver Ainsley y Creed?
– Podrían haber estado todos en el negocio. Quiero que llame a Londres y haga investigar la editorial donde trabajaba Darrington. Bien pudo haber conseguido allí los manuscritos. – Jury se levantó y se guardó su paquete de cigarrillos. – Iré a preguntárselo directamente, cara a cara. Veremos qué pasa.
En el momento en que Jury se subía al Morris azul, Melrose Plant detuvo su Bentley y bajó la ventanilla.
– ¿Adónde va, inspector Jury?
– A lo de Oliver Darrington.
– Mañana es Navidad. Me gustaría muchísimo que viniera a cenar conmigo.
– Será un placer, si las circunstancias lo permiten.
– Bien. Ahora mismo iré a Sidbury a comprarle el regalo a Agatha.
– ¿Qué le va a comprar?
– Pensé que un juego de pistolas sería muy lindo. Con cachas de nácar, para ocasiones especiales.
Jury rió mientras Plant arrancaba. Luego enfiló el Morris hacia Sidbury Road
Esta vez fue Darrington el que le abrió la puerta y empezó a hablar apenas vio a Jury.
– ¿Qué diablos es esto? ¿Es cierto que encontraron un ejemplar de mi libro en las manos del muerto de The Swan? – Le brillaban los ojos. Obviamente, le preocupaba mucho más el material de lectura del cadáver que el cadáver mismo.
– ¿Puedo pasar, señor Darrington?
Darrington abrió la puerta y Jury vio a Sheila Hogg en la sala. Lucía hermosa, preocupada y nerviosa. Entró y se sentó en el mismo lugar del día anterior. Oliver lo miraba con el entrecejo fruncido y Sheila pasaba la mano por el respaldo del diván frente a él, jugando con un hilo invisible. Esa tarde estaba completamente vestida, pero igual lograba dar la impresión de estar desnuda.
– Querría hacerle algunas preguntas, señor Darrington. – Ninguno de los dos amagó sentarse, de modo que Jury los hizo esperar mientras encendía un cigarrillo. – Por lo visto, ya se enteró de que ha habido otro asesinato. Quería preguntarle dónde estuvo ayer entre las diez y las doce.
– Aquí, Sheila estuvo conmigo.
Jury no vio nada sospechoso en las caras de los dos, pero nadie mejor que un culpable para mirar a los ojos en plena mentira. Sonrió y dijo:
– También quería devolverle esto. – Le tendió los libros. – Son muy interesantes, especialmente en sus diferencias. – Observó los gestos nerviosos de Sheila. – A propósito, dan la impresión de que alguien lo hubiera ayudado un poco. – Jury fue tan sutil que se sorprendió cuando Darrington giró en redondo y enfrentó a Sheila.
– ¡Hija de puta!
– ¡No le dije nada, Oliver! ¡Te lo juro!
Su enojo se disipó con la misma rapidez con que había aparecido y suspiró.
– Bueno, otra farsa que termina. Díselo.
– Fue mi hermano – dijo Sheila -. Se mató en un accidente con la motocicleta. Cuando estaba revisando sus cosas después de su muerte, encontré la carta que Oliver le había escrito con referencia a su libro. Yo no sabía siquiera que Michael, mi hermano, había escrito un libro, mucho menos que quería publicarlo. Creo que nadie lo sabía. Era muy reservado. Fui a la compañía de Oliver, supongo que con la intención de hacer que de alguna manera el libro fuera publicado, como una especie de recordatorio. Oliver era el editor que lo había recibido. Fue muy comprensivo, almorzamos y hablamos sobre el libro de Michael. Después volvimos a encontrarnos para almorzar y para cenar, hasta que… – Sheila suspiró -. Me enamoré de él. Lo que creo era, si no me equivoco – le dirigió a Darrington una mirada áspera -, su intención, ¿no es así, mi amor?
Darrington se limitó a observar su copa.
– Había otro manuscrito, entre las cosas de Michael en un baúl. Oliver lo leyó y dijo que era tan bueno como el primero. La tentación resultó demasiado fuerte para él: podía publicar el primero con su propio nombre y dejar el otro para más adelante. – Sheila rió artificialmente. – Pero cuando Oliver escribió la segunda novela por sí mismo, tuvo tan malas críticas que…
– Gracias – dijo Darrington.
– De nada, mi amor – dijo ella con amargura. Y agregó, dirigiéndose a Jury: – Eso es todo; un asco, una inmundicia. ¿Qué más puedo decir?
Un buen recordatorio, pensó Jury. Él la había arrastrado a ese deshonor y ni siquiera era capaz de proponerle matrimonio.
– Guardó el segundo manuscrito de Michael como un resguardo por si el libro de su verdadera autoría era un fiasco. Y lo fue.
Oliver levantó la cara. Al menos era capaz de sentirse humillado.
– Así es. Yo intenté escribir Creí que podría hacer algo decente, pero no fue así. Soy un pésimo escritor. Cuando el segundo libro tuvo críticas tan malas saqué el otro manuscrito de Hogg y eso me devolvió prestigio. Pensé que en el siguiente intento lo lograría. Pero ahora… – Extendió las manos en un gesto de impotencia. Luego al parecer recordó que el tema en cuestión no era el problema principal. – Espere un minuto, inspector. ¿Qué tiene todo esto que ver con el hombre que encontraron esta mañana?
– ¿No lo conocía?
Darrington explotó.
– ¡Carajo! ¡Claro que no!
Jury disfrutó por anticipado de lo que estaba a punto de decir. Lo consideró una pequeña venganza por la manera en que Oliver trataba a Sheila.
– Qué raro. Era admirador suyo. Tenía el libro, ¿sabe? – Jury simuló que se le acababa de ocurrir una nueva idea, y chasqueó los dedos -. Quizá no fuera un admirador, después de todo. El chantaje es un muy buen motivo para cometer un crimen.
Darrington se levantó de un salto.
– ¡Dios! ¡Yo no lo maté! No lo había visto nunca en mi vida.
– ¿Cómo sabe eso, señor Darrington?
– ¿Qué?
– ¿Cómo sabe que no lo había visto nunca si no sabe quién es?
– ¿Está tratando de atraparme? Supongo que el hecho de que tuviera mi libro en la mano lo da todo como servido en bandeja, ¿no?
Sheila mostró más clase e inteligencia que Darrington.
– Por todos los cielos, Oliver. No me parece que el inspector Jury crea que tres personas diferentes vinieron aquí a chantajearte, ¿no, inspector?
Oliver los miró alternadamente, como un niño que se pregunta si sus padres están confabulados en su contra. ¿Qué diablos veía Sheila en ese hombre?
– El libro sugiere que usted no lo mató. – Jury se levantó y guardó los cigarrillos. – Porque, si lo hubiera matado, no habría dejado una pista tan obvia en las manos del muerto, una pista que lo señalara tan directamente. Sería muy extraño, ¿no le parece? Sólo una persona muy osada, con una calma férrea, para no hablar de cierto toque macabro, se atrevería a hacer algo así. Y no he observado en usted, señor Darrington, ninguna de esas cualidades.
Sheila se echó a reír a carcajadas.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a>The swan with two nicks, en ingles, “El cisne con dos muescas” (N. de la T.)