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Sábado 19 de diciembre
Un perro aulló afuera de la posada Jack and Hammer.
Melrose Plant estaba sentado en el arco de la ventana semicircular, oculta su visión de la Calle Mayor, bebiendo Old Peculier y leyendo a Rimbaud.
El perro emitió un aullido profundo y comenzó a ladrar otra vez, algo que venía haciendo intermitentemente durante los últimos quince minutos.
El sol que atravesaba el cielo azul y el diseño coloreado del cristal de la ventana producía reflejos que parecían un arcoíris sobre la mesa. Melrose Plant se levantó y miró hacia afuera. El perro sentado en la nieve fuera de la posada era un animal zaparrastroso perteneciente a la señorita Crisp, que atendía el negocio de muebles usados de enfrente. Por lo general dejaba oír sus ladridos desde una silla que le ponían en la puerta. Pero ese día había cruzado la calle para adueñarse del frente del Jack and Hammer. Seguía ladrando.
– Quiero hacerte notar – dijo Melrose Plant -, el extraño incidente del perro…
Del otro lado de la habitación Dick Scroggs, el cantinero, dejó de lustrar el espejo biselado que había detrás del mostrador.
– ¿Cómo dijo, milord?
– Nada – respondió Melrose Plant -. Parafraseaba a Sir Arthur.
– ¿A quién, milord?
– A Conan Doyle. Sherlock Holmes. ¿Entiendes? – Melrose bebió un trago de su cerveza y volvió a Rimbaud. Pero no había avanzado mucho cuando ya el perro ladraba otra vez.
– Aunque en realidad – dijo Melrose, cerrando el libro -, creo que esto es peor que un perro.
Scroggs seguía limpiando el espejo.
– ¿Por qué no se deja de ladrar ese perro del demonio? Me está volviendo loco. ¿No basta con lo nervioso que está uno después del asesinato de Matchett? – Dick, a pesar de su altura y su tamaño, era una persona muy nerviosa. A raíz del asesinato en Long Piddleton pasaba todo el día mirando por encima del hombro y sospechando de cualquier forastero que entrara en el Jack and Hammer.
Melrose supuso que había sido el asesinato lo que lo había hecho pensar en Conan Doyle. Un asesinato real era mucho menos fascinante que un asesinato en la ficción. Aunque debía admitir que ese asesinato tenía su elegancia: le habían metido la cabeza a la víctima en un barril de cerveza.
El perro aún ladraba.
No era esa clase se ladridos que se oyen cuando los perros se saludan por encima de un cerco, ni era tampoco demasiado fuerte. Pero sí era enloquecedoramente persistente, como si el animal hubiera elegido ese lugar junto a la ventana del Jack and Hammer para montar guardia y hacerle llegar al mundo su mensaje canino.
Dick Scroggs arrojó la toalla y fue hacia las ventanas más allá de la mesa de Plant, que daban a la Calle Mayor. Scroggs abrió una y un poco de nieve se coló por la hendija. Le gritó al animal:
– ¡Voy a romperte la cabeza de una patada, si sigues ladrando!
– ¡Qué poco británico de tu parte, Dick! – dijo Plant, acomodándose los anteojos de aro de oro sobre su delicada nariz y volviendo a Rimbaud. Era el regalo que se había hecho a sí mismo para su cumpleaños número cuarenta: una edición temprana en francés de Las Iluminaciones, por la cual había pagado un precio exorbitante, diciéndose que se lo merecía y preguntándose luego por qué.
Los gritos de Scroggs sólo sirvieron para exacerbar los ladridos, pues ahora el perro creía que había llamado la atención de alguien y no iba a desperdiciarla. Dick Scroggs abrió la puerta de un golpe y salió para mostrarle al perro que hablaba en serio.
Plant había logrado leer parte de “Infancia” cuando oyó farfullar a Scroggs:
– ¡Dios mío, milord, venga rápido!
Plant levantó los ojos y vio la cabeza del cantinero enmarcada por la ventana cubierta de nieve. La cara se veía gris y cadavérica, la versión viviente de los mascarones que adornaban la parte inferior de la viga del lado de afuera y le daban al antiguo edificio un aire pintoresco y eclesiástico.
Plant se dirigió a la calle. Avanzó trabajosamente por la nieve, en la que se hundía hasta los tobillos, hasta donde Dick Scroggs y el perro marrón estaban, el uno al lado del otro, mirando hacia arriba.
– Dios santo – murmuró Melrose Plant cuando el reloj dio las doce el mediodía y otro montoncito de nieve cayó de la figura que había arriba de la viga de madera que sobresalía del techo. La figura no era el herrero mecánico de siempre, cuyo martillo simulaba golpear una fragua.
– Es ese señor Ainsley que vino anoche, milord. Quería un cuarto. – La voz de Scroggs se quebró, ronca -. ¿Cuánto hará que está ahí arriba?
Melrose Plant, por lo común un hombre de sumo control, no supo muy bien cómo sonaría su propia voz. Carraspeó.
– Difícil decirlo. Pudo haber estado ahí horas, incluso toda la noche.
– ¿Y nadie lo vio?
– Está a seis metros de altura y cubierto de nieve, Dick. – Mientras hablaba, otro montoncito de nieve derretida por el sol cayó a sus pies -. Sugiero que uno de los dos vaya corriendo a la estación de policía y llame al agente Pluck.
Pero no era necesario. Los ladridos del perro y la atención dedicada por Plant y Scroggs a ese asunto macabro parecían haber despertado a la calle de su nevado sueño y la gente aparecía en las puertas de los negocios, en las ventanas y por la acera cubierta. Melrose vio que el agente Pluck estaba en la puerta de la comisaría con un sobretodo azul oscuro sobre los hombros.
– Pensar que mi mujer me acaba de preguntar si le prepararía el desayuno – dijo Dick con un susurro ronco.
– Yo diría que al señor Ainsley le da lo mismo – comentó Melrose Plant, limpiándose los anteojos.
La posada Jack and Hammer estaba ubicada entre el negocio de antigüedades de Trueblood y una mercería con el sensato nombre de El negocio, que sólo cambiaba los objetos de la vidriera (consistentes en hilos, cubreteteras, mitones y artículos varios de mercería) para Navidad y Pascuas. En la vereda de enfrente había un pequeño garaje con una ventana, la carnicería Jurvis, un oscuro negocio de bicicletas y lo de la señorita Crisp. Más lejos justo antes del puente que se tendía sobre el río Piddle, estaba la estación de policía de Long Piddleton.
La posada había estado pintada en otro tiempo de un vívido color azul marino. Pero su rasgo más inusitado era la estructura agregada a su frente: parado encima de una gruesa viga había un herrero tallado en madera, que sostenía una réplica de un martillo de herrero del siglo diecisiete. Cuando el gran reloj detrás de la viga daba la hora, el herrero levantaba el martillo y golpeaba la fragua invisible.
La viga estaba a seis metros del suelo, y era de unos dos metros de largo por medio metro de ancho. Sobresalía por encima de la vereda. La figura tallada (ausente ya de la viga) era casi de tamaño natural. Originalmente, le habían pintado un saco azul brillante y pantalones azul marino, pero la pintura se había descascarado y perdido color. El herrero era el blanco predilecto de bromas y payasadas, en especial entre los niños del pueblo, que a veces lo disfrazaban y a veces lo bajaban. Trataban a esta figura de madera como un trofeo de rugby, algo que bien podía ser secuestrado por elementos juveniles del cercano pueblo de Sidbury y rescatado más tarde por otros niños, de Long Piddleton. Era, en cierta manera, la mascota del pueblo.
El Día de Guy Fawkes varios niños se habían deslizado en la posada mientras Dick y su mujer dormían profundamente. Subiendo por las escaleras traseras llegaron al altillo que daba a la viga. Sacaron al herrero del palo que lo sostenía (pues ya estaba flojo de tanta payasada a través de los años), lo llevaron al cementerio de la iglesia St. Rules y lo enterraron.
– Pobre herrero – se había lamentado la señora Withersby desde su puesto junto al fuego en la posada -, ni siquiera un entierro cristiano, lo enterraron donde están los perros. Mala suerte para todos, hágame caso. Pobre herrero.
Como los poderes oraculares de la señora Withersby habían sido algo reducidos por el gin, pocos le prestaron atención. Pero es cierto que trajo mala suerte. Una noche antes del descubrimiento del cuerpo del señor Ainsley, habían hallado otro cadáver en una posada a un kilómetro y medio de la calle principal de Long Piddleton. Era el cuerpo de un tal William Small.
Ante la noticia de que había un asesino suelto, la gente del pueblo no se apartaba de sus casas y sus hogares, algo que de todos modos la nieve los habría obligado a hacer. Hacía dos días que nevaba en todo Northamptonshire, en realidad, en todo el norte de Inglaterra. Una nieve hermosa, suave, que se acumulaba en los techos y se acomodaba en las esquinas de las ventanas, cuyos vidrios se convertían en cuadrados de oro y rubí debido al reflejo del fuego del hogar. La nieve que caía y el humo que se elevaba de las chimeneas hacían de Long Piddleton una postal de Navidad, a pesar del reciente asesinato.
La mañana del 19 de diciembre la nevada cesó y un sol brillante se mostró lo suficiente como para permitir que se vieran las cabañas pintadas casi con profusión. La calle principal era, hasta el puente, fascinante, o seductora, o fantasmagórica, según el gusto de cada uno. Parecía haber sido decorada por una convención de pintores locos. Quizás aburridos por la piedra caliza habitual en la región de Northamptonshire, se pusieron a jugar con colores vivos: un atisbo de rojo por aquí, un amarillo frutal allí, y, más allá, un resplandor verdoso que se convertía en una pincelada de esmeralda. Cuando el sol estaba en el cenit la calle resplandecía. La luz del sol daba al puente color bermejo una intensidad tal que parecía casi caoba. Para los niños era como caminar entre pastillas de goma hacia un puente de chocolate.
Extraño lugar para un crimen, por no decir dos.
– ¿Podría decirme qué ocurrió, señor, las circunstancias en que fue hallado el cuerpo? – preguntó el inspector Charles Pratt, de la policía de Northamptonshire, que había estado en Long Piddleton también el día anterior.
Melrose Plant explicó lo ocurrido, mientras el agente Pluck tomaba notas diligentemente. Pluck era tan delgado que parecía esquelético, pero tenía una cara querúbica, rosada, más rosada aún por el frío del invierno, que lo asemejaba a una manzana en un palito. Era un buen hombre, aunque un poco chismoso.
– Por lo que usted sabe, entonces, este Ainsley era forastero en la región. Como el otro… – Pratt consultó su libreta y la cerró -, William Small.
– Por lo que yo sé, sí – dijo Melrose Plant.
El inspector Pratt ladeó la cabeza y miró a Plant con sus ojos azules y suaves que parecían inocentes pero que, a Melrose no le cabía duda, estaban lejos de serlo.
– ¿Entonces tiene razones para creer que estos hombres no eran desconocidos entre sí, señor?
Melrose levantó una ceja.
– Naturalmente, inspector. ¿Usted no?
– Sírveme un whisky, Dick. Puro, por favor.
Después de que Pratt se fue llevándose consigo a su equipo de laboratorio, Melrose Plant y Dick Scroggs se quedaron otra vez solos en la posada Jack and Hammer.
– Y sírvete uno tú también, Dick.
– No me vendría mal – dijo Dick Scroggs -. Lindo problema, ¿no? – Habían pasado varias horas, pero Dick seguía pálido, pues había observado de cerca el examen del forense y el procedimiento de retirar el cuerpo, envuelto en una bolsa de polietileno. El superintendente había dejado a Pluck encargado de que sellara la habitación del muerto. Allí experimentaron la sorpresa de descubrir que el asesino había agregado un toque grotesco: la figura en madera del herrero yacía sobre la cama de la víctima.
No era de extrañar que Dick Scroggs estuviera aún tembloroso cuando recibió la moneda de cincuenta peniques que Melrose Plant depositó sobre el mostrador. Ambos estudiaron sus vasos por un momento, cada uno a solas con sus pensamientos.
Solos, a excepción de la señora Withersby, que a veces limpiaba el lugar para conseguir dinero para beber. En ese momento estaba sentada en su taburete preferido, de cuando en cuando escupiendo al fuego que no se había apagado en cien años.
Al ver que la materia esencial de su vida circulaba libremente, se incorporó del taburete y fue arrastrando los pies con las pantuflas por el piso. Tenía una colilla de cigarrillo en la comisura de sus labios y saliva alrededor. Retiró la primera con el pulgar y el índice y se secó la segunda con el dorso de la mano. Dijo, o gritó, más bien:
– ¿Paga algo su señoría?
Dick levantó la ceja interrogando a Melrose Plant.
– Claro – dijo Melrose, dejando un billete de una libra sobre el mostrador -. Todo es poco para la mujer con la que bailé toda la noche en Brighton.
Dick estaba por servir la cerveza cuando la señora Withersby cambió de idea.
– ¡Gin! Me voy a tomar un gin, no ese orín de gato. – Y se sentó a la barra junto a su benefactor, con su pelo amarillento y descolorido como una peluca absurda. Controló minuciosamente la medida que le servía Dick. – Si se agregara una pizca de cuero de topo en ese gin, estaríamos a salvo del paludismo.
¿Cuero de topo? pensó Plant, sacando su delicada cigarrera de oro y extrayendo un cigarrillo.
– O quizás era la malaria. Mi madre siempre guardaba un poco de cuero de topo por ahí. Hay que tomárselo con gin a las nueve de la mañana y uno anda fuerte como un roble.
O cae debajo de la mesa, pensó Melrose mientras le ofrecía un cigarrillo a la señora Withersby.
– ¿Respondió a las preguntas del inspector Pratt, señora?
Los dedos artríticos agarraron dos cigarrillos; luego se llevó uno a la boca y guardó el otro en el bolsillo de su vestido a cuadros.
– ¿Quiere decir si le dije la verdad? Claro que le dije la verdad – replicó con voz aguda -. Es más de lo que puedo decir del mariposón de al lado. – Señaló con el pulgar en dirección a la casa de antigüedades de Trueblood. Las convicciones sexuales de su propietario habían sido muchas veces objeto de la deliberación en el pueblo.
– Bueno, no empiece a decir calumnias irresponsables – dijo Plant, que acababa de pagar la cura para el paludismo y la malaria que ella se llevaba a los labios. Le encendió el cigarrillo y fue recompensado con una bocanada de humo en la cara.
Luego ella se le acercó y su aliento, mezcla de tabaco, cerveza y gin, lo envolvió como una ola.
– Ahora tenemos a este loco asesino, que se la agarró con nosotros, pobres inocentes – resopló -. Pero no ha sido ningún hombre. Es el diablo en persona, háganme caso. Yo sabía que alguien iba a morir aquel día que se cayó ese pájaro por la chimenea, Dick Scroggs. Y ya hace cinco años que no hacemos vigilia la víspera de San Marcos. ¡Los muertos se van a levantar de sus tumbas! ¡Háganme caso! – Casi se cae del taburete por el entusiasmo y Melrose pensó que quizá los muertos estaban a su lado en ese preciso momento. Pero ella se tranquilizó al posar la mirada sobre su vaso vacío; nadie le prestaba ya ninguna atención. Agregó, solapadamente: – ¿Cómo está su querida tía, milord? – Melrose le hizo una seña a Scroggs para que le llenara el vaso. Habiendo conseguido el segundo gin, ella continuó: – Vive muy sencillita, no se da aires, y viene todos los años con su canasta de Navidad…
Mientras la mujer continuaba ensalzando las virtudes de la tía de Melrose, éste estudió el reflejo de los dos en el espejo y se preguntó quién sería el sapo y quién la hermosa princesa. Estaba a punto de comenzar a comer sus huevos revueltos cuando a Dick le dio un violento ataque de tos, para el que la señora Withersby tenía listo su remedio.
– Dígale a su mujer que le prepare un poco de ratón asado. Mi madre siempre tenía un poco de ratón asado en la casa para la tos convulsa.
Melrose miró los huevos que descansaban en el plato y decidió que no tenía tanta hambre después de todo. Pagó su cuenta (la de todos) y se despidió cortésmente de la señora Withersby, farmacéutica, borracha y oráculo del pueblo de Long Piddleton.