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CAPÍTULO 4

Lunes 21 de diciembre

Protegiéndose los ojos con la mano como molesto por el resplandor de un sol brillante, el inspector en jefe Richard Jury parpadeó receloso hacia el superintendente en jefe Racer, sentado del otro lado de su inmaculado escritorio (era siempre muy rápido para sacarse el trabajo de encima y endilgárselo a otro) fumando con calma uno de sus cigarros caros. La otra mano del superintendente Racer jugueteaba con una cadena de oro que iba de un bolsillo del chaleco al otro. La camisa de puño doble era de color verde azulado y el traje de tweed Donegal hecha a medida. El inspector Jury pensaba que su superior tenía algo de dandy, algo de dilettante y, muy poco, de detective.

No porque el inspector Jury alimentara la engañosa impresión de que sus colegas de New Scotland Yard fueran todos poseedores de una integridad a toda prueba ni que rebosaran de calidez humana, una especie del clásico policía de Londres, con su sombrero abovedado, guiando a los turistas por la ciudad. Ni que los superiores como él mismo hicieran su aparición, vestidos con trajes impecables, ante puertas oscuras y le dijeran a la dueña de casa, vestida en bata: “Una investigación de rutina, señora”. No, no todos eran defensores de la ley y el orden de cabezas frías y brillante ingenio. Pero Racer no contribuía mucho a ese agradable estereotipo. Ahí estaba sentado, con un espantoso aire pedante, pensando, probablemente, en la cena de esa noche o en su última conquista, dejando que los Jury del mundo se ocuparan de las complicaciones.

Jury lo miró desde debajo de su mano.

– ¿Le metieron la cabeza en un barril de cerveza? – Aún esperaba que Racer le dijera que todo era una broma de mal gusto.

Racer se limitó a sonreír con acidez.

– ¿Nunca oíste hablar del Duque de Clarence? – Al superintendente le gustaba medir su ingenio con Jury, y, al estilo de los verdaderos masoquistas y apostadores, seguía haciéndolo aunque nunca ganaba.

– Lo ahogaron, al menos eso dice la historia, en un tonel de vino de Malmsey – dijo Jury, con tono aburrido.

Racer hizo chasquear los dedos como si llamara a un perro.

– Los hechos, vamos a los hechos.

Jury suspiró.

– La primera víctima, William Small, hallada en la bodega de la posada The Man with a Load of Mischief. Asfixiado con un alambre y con la cabeza metida en un barril de cerveza. El propietario hace cerveza para su uso personal…

Racer lo interrumpió.

– Hay demasiadas cervezas de marca en esas viejas posadas. Yo prefiero que los dueños hagan cerveza casera. – Sacó un pequeño escarbadientes de oro y, al tiempo que comenzaba a trabajar sobre sus molares, le hizo una seña a Jury de que continuara.

– La segunda víctima, Rufus Ainsley, hallada en la posada Jack and Hammer, en una viga de madera encima del reloj, sobre la cual se apoya la figura tallada de un herrero… – Una vez más Jury miró a Racer, esperando que le dijera que todo era una broma. Pero es superintendente en jefe seguía allí enfrente; ya había terminado con el palillo y daba la impresión de que los duendes nocturnos que se dedican a coser los zapatos también le habían cosido los labios correosos. Lo que desconcertaba a Jury era que a Racer no le llamara la atención nada de eso. Al parecer, uno no tenía por qué extrañarse ante una cabeza adentro de un barril de cerveza.

Jury continuó.

– Una camarera de la posada, Daphne Murch, fue la primera en encontrar el cuerpo de William Small, y llamó al propietario, Simon Matchett. Había algunas personas en el bar y todas declararon no conocer al muerto. Según el propietario, Small había llegado ese mismo días pidiendo alojamiento. Ese fue el primer asesinato. El segundo tuvo lugar veinticuatro horas después. El cuerpo de Ainsley fue colocado en una viga en lugar de la figura tallada en madera… – la voz de Jury se apagó. La idea de un asesino que se comportaba como un bromista el día de Guy Fawkes le helaba la sangre.

– Sigue.

– Al parecer sacaron el cuerpo de Ainsley por la ventana de un depósito que hay justo encima de la viga. La altura de la viga y la nieve explican que nadie lo haya visto por horas. – se preguntó si estaría soñando. – Ambas víctimas eran forasteros en Long Piddleton, y llegaron con una diferencia de un día o dos.

– ¿Un día o dos? ¿Qué es esto, muchacho? ¿Qué te parece que estás haciendo, Jury? ¿Adivinando? ¿Jugando en los charquitos? ¡Un policía tiene la obligación de ser preciso! – Y volvió a enchufarse el grueso cigarro en la boca, mirando fijamente a Jury mientras sonaba el intercomunicador. Racer oprimió el botón. – ¿Sí?

Era una de las chicas que trabajaba en C-4. Traía el expediente de los asesinatos de Northamptonshire.

– Que lo traiga, que lo traiga – dijo Racer irritado.

Fiona Clingmore entró con total conciencia de prioridades y le sonrió con calidez a Jury antes de entregarle el sobre de papel madera a Racer. Llevaba uno de esos conjuntos estilo 1940 que parecían gustarle tanto: zapatos negros de taco alto con presilla y botón sobre el empeine, pollera negra apretada, blusa negra con mangas largas que parecían de un camisón. Como siempre, el escote era muy pronunciado y la pollera muy corta. Fiona parecía siempre usar la ropa a media asta: quizás el luto se debiera a la muerte de su castidad, pensó Jury.

Jury observó los ojos del superintendente quitándole la ropa a la joven como quien pela una cebolla, capa por capa.

– Eso es todo – dijo Racer, despidiéndola con una palmada.

Con otra sonrisa y una guiñada a Jury, ella salió. Racer dijo con sarcasmo:

– Eres el preferido de las mujeres, ¿no, Jury? – y luego, con otro tono -: ¿Te parece que podamos seguir trabajando? – Extendió algunas fotos del expediente y señaló la primera con el dedo. – Small, William. Asesinado entre las nueve y las once de la noche del jueves 17 de diciembre, según la opinión de los muchachos de Northampton. Ninguna identificación. Sólo conocemos el nombre porque firmó el registro. Small se bajó de un tren en Sidbury, pero no sabemos dónde lo tomó. No hay modo de relacionarlo con nadie del pueblo. Eso es todo. Algún loco suelto, sin duda. – Racer comenzó a limpiarse las uñas con una navaja.

– Ojalá nos hubieran llamado de inmediato, ahora las huellas están frías.

– Pero no lo hicieron, ¿no, muchacho? Así que irás allí y retomarás esas huellas frías. ¿Esperas que las cosas te sean fáciles, Jury? La vida de un policía está llena de pesares. Es hora de que lo sepas. – Cerró la navaja y empezó a limpiarse el oído con el meñique. A Jury le habría gustado que terminara su arreglo personal en su casa.

Jury sabía que a Racer lo ponía furioso adjudicarle un caso. Todos en la división crían que Jury debía ser el superintendente. Por su parte, a Jury no le importaba demasiado. No quería estar a cargo de una división, y Dios sabía que no quería perder el tiempo investigando quejas contra otros policías. Al no tener ni esposa ni hijos que dependieran de él, podía permitirse un sueldo inferior, que era holgado para sus modestas necesidades. ¿Qué importaba todo, además? Jury había conocido hombres invalorables por su pericia y sabiduría incluso en las alturas olímpicas del comisionado.

– ¿Cuándo quiere que salga, señor?

– Ayer – gruñó Racer.

– Todavía tengo el asesinato del Soho…

– ¿El asunto ése del restaurante chino?

El teléfono los interrumpió y Racer lo levantó de un manotazo.

– Sí. – Escuchó un momento, dirigiéndole miradas a Jury -. Sí, está aquí. – Escuchó un poco más, con una sonrisa desagradable sobre los labios finos. – ¿Más de un metro ochenta, pelo castaño, ojos gris oscuro, lindos dientes y una sonrisa arrebatadora? – dijo en tono aflautado -. Claro que es nuestro Jury. – La sonrisa desapareció. – Dígale que luego la llamará. Ahora estamos ocupados. – Racer colgó el teléfono con brusquedad, haciendo saltar varias lapiceras. – De no ser por lo de “sonrisa arrebatadora” esa descripción podría valer para un caballo.

Jury preguntó paciente:

– ¿Puedo preguntar quién era?

– Una de las camareras del restaurante del Soho. – Racer miró el reloj. La llamada pareció recordarle su propia cita. – Tengo una cita para cenar. – Arrojó el expediente a Jury encima del escritorio. – Vete a ese pueblo dejado de la mano de Dios. Llévate a Wiggins. No tiene nada que hacer más que sonarse la nariz.

Jury suspiró. Como siempre, Racer ni siquiera le había ofrecido que eligiera a su propio sargento. Wiggins era un muchacho joven avejentado por la hipocondría. Era agradable y eficiente, pero siempre parecía estar a punto de desplomarse.

– Me pondré en contacto con Wiggins y saldremos mañana temprano – dijo Jury.

Racer ya se había levantado de la silla y estaba poniéndose su sobretodo, de corte perfecto. Jury se preguntó de dónde sacaría tanto dinero. ¿Aceptaría sobornos? A Jury no le importaba.

– Muy bien, llámalo, entonces. – El superintendente miró su delicado reloj de oro. – Debo ir al Savoy. Me espera una chica. – Sonrió con lascivia mientras dibujaba una figura en el aire. En la puerta se volvió y dijo: – Y por el amor de Dios, Jury, no te olvides de que trabajas aquí, ¿eh? Cuando llegues a ese pueblito, mantenme informado, para variar.

Jury caminó por el corredor: esos corredores le parecían grises comparados con la elegancia victoriana del viejo edificio. No había ni mármol ni caoba, por supuesto. A pesar de lo atestado y estrecho del viejo edificio de Scotland Yard, él lo prefería. Al llegar a la puerta de su oficina, encontró a Fiona Clingmore revoloteando, como si hubiera llegado allí por puro accidente. Se estaba abotonando un tapado negro.

– ¿Por fin libre de servicio, inspector Jury? – la voz sonó esperanzada.

Jury sonrió, extendió la mano y descolgó su tapado del perchero. Sus compañeros ya se habían ido, así que apagó la luz y cerró la puerta. Mirándola a la cara, la chica era menos joven de lo que parecía a la distancia y atraía menos el cabello rubio recogido sobre el que se encaramaba un sombrero redondo. Jury le dijo:

– Fiona, ¿sabes en qué me haces pensar? – Ella negó con la cabeza, pero lo miró con expectativa: – En esas viejas películas de guerra donde los yanquis llegan en bandadas a Londres y se enamoran de las chicas.

Fiona rió.

– Fue antes que naciera, creo.

Era cierto. Pero ella parecía de otra era. No había pisado aún los cuarenta, pero estaba lo bastante cerca como para rozarlos.

– Y no creo que a mi novio le agrade que me hable así, inspector Jury – dijo afectadamente.

Ella hablaba siempre de su novio. Nadie lo había visto. Jury comprendió que no había tal novio. Miró a Fiona, le sonrió, y sintió un súbito impulso de cercanía.

– Escúchame – dijo Jury, mirando el reloj -. Tengo que ir al Soho por trabajo. A un restaurante. Como todavía no cené… ¿qué te parece? ¿Me acompañas? Yo me merezco una tregua.

La cara de ella se iluminó. Luego bajó las pestañas maquilladas y dijo:

– No sé qué diría mi novio, pero…

– Tu novio no tiene por qué enterarse, ¿no? – Ella lo miró, y Jury le guiñó un ojo.

Era casi medianoche para cuando terminó con el restaurante en el Soho y la charla incesante de Fiona. Al salir de la estación del subterráneo sintió un terrible cansancio y no le hizo ninguna gracia la idea de tener que tomar un tren para Northamptonshire temprano al día siguiente. Se consoló pensando que el hecho de salir de Londres algunos días, o incluso semanas, sería agradable. No tenía adónde ir para Navidad, de todos modos, excepto a la miserable casa de su prima en Potteries, para ser torturado por sus dos hijos.

Jury agarró un ejemplar del Times en el quiosco a la salida de la estación del subterráneo, arrojó unas monedas sobre el resto de la pila y empezó a caminar hacia su casa.

Había empezado a nevar, una nieve fina y liviana, no los copos húmedos y pesados que se pegan a las pestañas y lastiman el rostro. A Jury le gustaba la nieve, pero no la de Londres, que cada vez caía más pesada, granulada como azúcar, mientras él avanzaba por Islington High Street hacia Upper. Dobló en el Pasaje Camden, que le gustaba mucho a esa hora de la noche, con sus pequeños negocios fantasmagóricos y la noche turbada sólo por el sonido de los papeles que el viento movía. El Camden Head estaba cerrado y los pequeños puestos levantados por los anticuarios habían sido desmantelados. Cuando trabajaban al aire libre el lugar estaba atestado de gente y a Jury le gustaba recorrerlo a veces y ver trabajar a los mecheros. Su ratero preferido, Jimmy Pink, operaba siempre en el Pasaje Camden. Podía vaciarle el bolsillo a cualquiera sin que se diera cuenta. Jury lo había pescado tantas veces que le sugirió a Jimmy poner un puesto.

Salió del Pasaje por la Plaza Charlton, y de allí fue el callejón Colebrook, un precioso semicírculo de casas donde no habría tenido inconveniente en mudarse. Caminó dos cuadras hasta llegar al sitio donde vivía. La mayoría de las casas de la cuadra habían sido reformadas y convertidas en edificios de departamentos. Era un poco más sucio, pero no desagradable, pues enfrente había un parque cerrado. Todos los vecinos tenían una llave para entrar en él.

El departamento de Jury estaba en el segundo piso. Había otros cinco, pero él apenas veía a los vecinos en razón de sus horarios. Sólo conocía a la mujer que vivía en la planta baja, la señora Wasserman. Vio que había luz en su casa, detrás de las ventanas con seguras rejas y pesadas cortinas. Dos geranios flanqueaban la escalera de entrada, en verano y en invierno. La señora Wasserman estaba levantada, como siempre.

Jury entró y encendió la luz arriba. La habitación se inundó de luz y, como siempre, se sintió consternado al ver el desorden. Parecía como si unos ladrones acabaran de desvalijarle la casa a toda velocidad. Era por los libros, más que nada. Desbordaban los cajones y las mesas. Fue hacia la ventana en arco, que daba al parque, donde tenía su escritorio. Dejó el expediente allí y se sacó el sobretodo. Después se sentó y volvió a mirar las fotografías. Increíble.

La primera había sido tomada en la bodega de las posada The Man with de Load of Mischief y estaba oscura y borrosa, pero se podía ver con sorprendente claridad el cuerpo casi sin torso. La víctima había sido a medias sumergida en el barril usado para la preparación casera de cerveza de modo que la cabeza y los hombros estaban dentro y el resto del cuerpo colgando fuera de éste.

Jury se preguntó por qué. William Small había sido estrangulado con un alambre, y no entendía por qué el asesino se había tomado el trabajo de ese grotesco embellecimiento.

La fotografía de la posada Jack and Hammer era aún más grotesca. El cuerpo de Rufus Ainsley había sido sujetado a la angosta barra de metal donde se apoyaba la figura tallada. Habían pasado la barra por debajo de la camisa de la víctima y atado una cuerda a su alrededor; por encima le había puesto la chaqueta del traje, abotonada. Aún le quedaban copos de nieve en los hombros. Allí quedó el cuerpo, oculto a la vista de todos, en el mejor lugar para ocultar algo: debajo de los pies o por encima de la cabeza de la gente. La víctima era un hombre más bien pequeño, de modo que era un buen sustituto para la figura tallada. Difícil decir cuánto tiempo más habría permanecido allí si no hubiera ladrado el perro; de todos modos, la gente ve sólo lo que quiere ver.

Juntó las fotos, abrió el cajón del escritorio y guardó el expediente junto a una pequeña fotografía enmarcada. Estaba en el cajón boca abajo. Jury la había sacado de arriba del escritorio pero no podía resignarse a tirarla. De joven, Jury no pensaba mucho en matrimonio. Pero con el tiempo, comenzó a hacerlo. En cuarenta años, rara vez se había encontrado con una mujer especial. Maggie había sido una de ellas.

Jury dejó la fotografía en su lugar, boca abajo, cerró el cajón y le estaba poniendo llave cuando oyó golpear a la puerta.

– Inspector Jury – dijo la mujer, restregándose las manos cuando él le abrió -, está ahí afuera otra vez. No sé qué hacer. ¿Por qué no me deja tranquila?

– Acabo de llegar, señora Wasserman…

– Ya lo sé, y no querría molestarlo, pero… – abrió las manos en un gesto de impotencia. Era una mujer pesada, con un vestido negro; en el pecho llevaba un broche de filigrana. El pelo negro estaba peinado tirante hacia atrás con un rodete similar a un resorte.

– Bajo con usted – dijo Jury.

– Son los mismos zapatos, inspector. Ya sabe; siempre me doy cuenta por los zapatos. ¿Qué quiere? ¿Por qué no me deja tranquila? ¿Le parece que la reja es lo suficientemente fuerte? ¿Por qué vuelve una y otra vez? – sus preguntas le llegaron a Jury mientras bajaban las escaleras hacia el departamento de la mujer.

– Voy a echar un vistazo.

– Sí, por favor. – Ella se llevó las manos a la cara, como si el hecho de que Jury mirara por la ventanita del frente pudiera ponerlos a los dos en peligro. Frente a su puerta había una ventana, al nivel de la vereda.

– No hay nadie, señora Wasserman. – Jury sabía que así sería.

Pasaba cada dos meses. Al principio Jury intentó convencerla de la verdad: no había nadie. La señora Wasserman pasaba mucho tiempo mirando los pies de los transeúntes sobre la vereda, los pies y las piernas sin cuerpo que pasaban por su ventana. Había un par de pies, de zapatos, sobre los que se había fijado en especial y decía que volvían una y otra vez a acosarla. Se detenían. Esperaban. Ella estaba aterrorizada por LOS PIES.

Jury había intentado convencerla de que LOS PIES no estaban allí, de que ÉL no estaba allí, hasta que por fin comprendió que decirle eso la trastornaba más. Necesitaba creerlo. De modo que durante el último año Jury la había ayudado a volver su departamento tan inexpugnable como una fortaleza: rejas más fuertes, candados, cadenas, alarmas contra robo. Pero ella seguía recurriendo a él. Jury hacía algo entonces (otra cerradura, quizás otra alarma) y ella siempre mostraba alivio. Él le aseguraba que sería más fácil desvalijar New Scotland Yard que entrar en su departamento y ella se reía.

Miró por la ventana, no vio nada, probó las rejas por mero formulismo. Ella lo miraba ansiosa. Él sabía que si demoraba demasiado, ella perdería la confianza. Sacó del bolsillo un pedacito redondo de metal y se lo mostró.

– Señora Wasserman, no debería hacerlo, es ilegal – dijo, con una gran sonrisa que ella le devolvió, compartiendo el secreto -, pero le voy a poner esto a su teléfono – levantó el teléfono y colocó el disco en la chapa de metal. – Ya está. Si alguien llega a molestarla, levante el auricular y mueva este disco hacia el costado. Sonará en mi teléfono arriba. – A ella se le iluminó la cara. – Pero, escúcheme bien, úselo sólo si es imprescindible, si es una emergencia, porque suena también en el Departamento y me voy a ver metido en un lío muy grande.

El alivio resplandeció en la cara de ella y fue patético verlo. Él sabía que no lo usaría; sólo necesitaba la seguridad, y él estaría a salvo por otros dos meses. Luego la tensión volvería a aumentar. Era casi como la tensión de un desviado sexual o un drogadicto. Había escasísimas cosas para distraerla de su obsesión. A menudo reflexionaba sobre la vida hueca de la señora Wasserman. A veces miraba en sus ojitos oscuros y veía su propio reflejo.

– Oh, inspector Jury, ¿qué haría yo sin usted? Es una tranquilidad tan grande que viva aquí, un verdadero policía de Scotland Yard. – Se dirigió hacia la estufa, donde ardía un leño eléctrico, y tomó un paquete de la repisa blanca de yeso. Se lo extendió. – Para Navidad. Adelante, ábralo. – Hizo un movimiento torpe con las manos urgiéndolo.

– No sé qué decirle. Gracias. – Desató la cinta y abrió el papel de seda. Era un libro. Hermoso, de cuero con adornos de oro y un marcador de seda negra. La Eneida de Virgilio.

– Lo vi leyéndolo un día, ¿se acuerda? Sé que le gusta leer. Yo no entiendo esas cosas difíciles. Es como si fuera griego para mí. – Jury sonrió. – Yo leo fotonovelas, ese tipo de cosas. ¿Le gusta? – Parecía verdaderamente preocupada por saber si había elegido bien el libro.

– Es una maravilla, señora Wasserman. En serio. Feliz Navidad. ¿Está más tranquila ahora?