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A Iñaki Artetxe no le fue difícil conseguir una entrevista con la familia de Begoña. En realidad no tenía muchos parientes: su tío Jesús Larrabide y su prima Pilar. La madre de esta última hacía varios años que se había divorciado de su marido y vivía en las Islas Canarias con un ex hippy reciclado en empresario hostelero y promotor inmobiliario quince años más joven que ella.
Quedaron un domingo, ya que durante la semana el señor Larrabide no tenía tiempo para nada; «los problemas de la integración en la Unión Europea y la competitividad de nuestras empresas me traen todo el día de cabeza, señor Artetxe, ya que además de mis propios negocios soy miembro ejecutivo de Confebask y la CEOE; ustedes, los autónomos, no saben la suerte que tienen en el fondo, sin todos estos líos que acaban por producirnos úlceras sangrantes, así que lo siento pero el único día que puedo recibirle es el próximo domingo y me temo que no le concederé mucho tiempo».
Larrabide había huido de Neguri, pero no había disminuido de estatus. Tenía un chalet en los terrenos de la Sociedad Bilbaína, en Laukariz, encima del embalse. Un chalet individual, separado de las urbanizaciones de viviendas unifamiliares adosadas que habían proliferado en los últimos tiempos, pero no muy alejado de las dependencias del Club de Campo. Pese a lo mal señalizado de la zona, Artetxe había recibido unas indicaciones muy concretas y no tuvo dificultad en llegar hasta la vivienda.
Un guarda jurado le preguntó el motivo de su visita.
– Estoy citado con el señor Larrabide.
– ¿Es usted el señor Artetxe?
– En efecto.
– ¿Le importaría enseñarme su documentación?
Aunque el vigilante no tenía ninguna autoridad o jurisdicción para solicitar la documentación, Artetxe se la enseñó. Al fin y al cabo aquello era una propiedad particular y si quería entrar, tenía que acceder a los deseos de sus propietarios. Por otra parte, ya que el dueño de la mansión no le había puesto ninguna objeción al solicitarle la entrevista, sería un detalle feo que él se pusiera borde con quien no hacía más que obedecer las órdenes recibidas.
– Aquí está -dijo enseñando el carnet de conducir-. ¿Es suficiente?
– Todo bien, señor Artetxe, disculpe las molestias. -Quizá la urbanidad no formara parte de la preparación de los guardas jurados, pero éste había asimilado la de sus patronos-. Siga por el camino que empieza detrás de la barrera, por el jardín, y llegará a la vivienda. No tiene pérdida -añadió mientras desde la garita accionaba el mecanismo que levantaba la barrera.
El camino a la vivienda tenía la anchura necesaria para que se cruzaran dos vehículos sin ninguna dificultad, y su firme era mejor que el de muchas carreteras. Si todo estaba en consonancia -y lógicamente debía estarlo-, Artetxe pensó que no iba a interrogar a alguien con muchos millones de pesetas, sino con miles de millones de ecus, marcos o dólares, no estaba muy seguro de cuál debiera ser la referencia.
Junto al porche que había en la entrada de la casa se hallaba un mayordomo con inequívoco aspecto de estar esperándole. Cuando detuvo el coche, se acercó a él para hablarle.
– ¿Señor Artetxe? El señor Larrabide le está esperando. Si tiene la bondad de seguirme, por favor. Por el coche no se preocupe; uno de los criados lo aparcará convenientemente.
Larrabide le estaba esperando en un jardín que había en la parte posterior de la vivienda, dentro del cual podía vislumbrarse una piscina de tamaño olímpico. Cuatro jóvenes presumiblemente desconocedoras de la utilidad de los trajes de baño, dignas de aparecer en la portada de la revista Play-Boy y que parecían haberse criado a base de yogures, estaban sentadas al sol, aprovechando que aquel domingo de mediados de julio lucía excepcionalmente hermoso. Junto a una mesa circular se hallaban sentados tres hombres que rebasaban cada uno la sesentena.
– Señor -dijo el mayordomo dirigiéndose a uno de los tres hombres-, el señor Artetxe.
– Gracias, Esteban, puedes retirarte, pero antes, señor Artetxe, ¿qué desea tomar? Whisky, coñac, ginebra, pacharán, lo que quiera.
– Whisky estará bien, gracias.
Nada más oír lo anterior, Esteban se acercó a un pequeño ambigú que había en el jardín y le trajo una copa y una botella de whisky escocés.
– ¿Hielo, señor? -preguntó, cogiendo la cubitera que había sobre la mesa.
– Con dos será suficiente.
Una vez servida la bebida y acomodado Artetxe en una silla junto a los otros tres hombres, el dueño de la casa tomó la palabra.
– Señor Artetxe, permítame que le presente. Don José Ignacio Urazurrutia y don Ricardo Albizuribe. Don Iñaki Artetxe-. Mientras se estrechaban las manos calurosamente, el ordenador que había en la cabeza de Artetxe le informaba de que los visitantes de Larrabide no tenían nada que envidiar a su anfitrión, por lo menos en el aspecto económico. -Antes que nada quiero disculparme con usted. Sé que le había prometido concederle una entrevista para hablar sobre los temas que a usted le interesan, y que lógicamente esperaría tenerla a solas. No se preocupe que así se hará, pero le ruego que nos conceda un rato de su tiempo, siempre que no tenga otra cita dentro de poco.
– Nada que no pueda esperar -contestó.
– Estupendo, señor Artetxe, ya que no es nuestra intención producirle ninguna extorsión. Todos los domingos nos reunimos aquí cuatro amigos para echar una partida de mus, pero hoy nos ha fallado el cuarto, así que nos haría un favor si se nos une a nosotros. ¿Sabe usted jugar al mus, me imagino?
– Bueno, no lo hago del todo mal, aunque hay que pararme, ya que soy propenso a dar y admitir ordagos.
– En ese caso, será mi pareja. Y si perdemos, no se preocupe, que yo me haré cargo de las pérdidas.
– ¿Qué es lo que se juegan? -preguntó Artetxe.
– Ahí lo puede usted ver -contestó entre risotadas y señalando a las cuatro jóvenes sentadas junto a la piscina, el hombre al que le habían presentado como Ricardo Albizuribe-. No pensará usted que son nuestras legítimas esposas, supongo -añadió consiguiendo sacar una estruendosa carcajada de las gargantas de sus dos compañeros.
La primera partida se la llevaron de calle, tres a cero. En la segunda, Urazurrutia y Albizuribe cogieron mejores cartas y les ganaron tres a uno. La buena, en cambio, estaba más disputada. Iban empatados a dos y a falta de dos piedras Artetxe y Larrabide, y de un amarreco sus contrincantes, para acabar. A Artetxe, que era mano, le salieron de primeras dos reyes y dos caballos. Cuando pasó a la mayor, Albizuribe, que era postre, dio un ordago que no fue aceptado. Larrabide envidó a la pequeña, sin obtener respuesta positiva de los contrincantes, por lo que se pusieron a una piedra de la victoria final. Los cuatro tenían pares. Artetxe pasó, Urazurrutia y Larrabide hicieron lo mismo. Albizuribe, en cambio, pegó un ordago. Artetxe sabía que no debía aceptarlo, pero era mano, tenía dos reyes y dos caballos, no se había dado mus y no había detectado ninguna seña entre Urazurrutia y Albizuribe, así que sin decir nada, con el simple gesto de echar las cartas boca arriba, sobre la mesa, aceptó. Albizuribe tenía cuatro reyes. Juego, set y partida para Urazurrutia y Albizuribe.
– El que no se arriesga no pasa la mar -comentó sentenciosamente Larrabide, intentando quitar hierro al fallo de Artetxe-. Otra vez será. Ahora, si quiere, puede unirse a nosotros tres para pasar un rato agradable -sonrió con picardía- o me acompaña a mi despacho para sostener la entrevista. Estoy seguro de que cualquiera de las cuatro chicas preferiría estar con usted que no con estos dos carcamales.
– ¡Mira quién fue a hablar! -contestaron los aludidos casi al unísono.
– Se lo agradezco mucho, pero me gustaría liquidar lo nuestro cuanto antes.
– Como usted prefiera. Esperadme, chicos -dijo a los dos amigos-, que vuelvo en seguida, y como no está mi pareja, no me quedará más remedio que atender yo sólito a dos de las chavalillas. ¡Menuda envidia vais a tener!
El despacho era sobrio pero cómodo. Estaba claro que cuando Larrabide lo calificaba de despacho se refería a él en el sentido de lugar para trabajar. No había en su interior ninguno de los toques de lujo que se podían observar en el resto de la casa. A una indicación de su anfitrión, Artetxe se sentó en una silla que había frente a la mesa que había ocupado aquél.
– Bueno, señor Artetxe. Estoy a su disposición. Por teléfono me comentó que estaba buscando a mi sobrina Begoña, ¿me equivoco?
– En absoluto. He sido comisionado por su novio, Carlos Arróniz, para que la busque.
– ¿Significa eso, por tanto, que Begoña ha desaparecido?
– Desaparecer es un término quizá inadecuado para una persona que es mayor de edad. Digamos que se ha ido de casa sin dar noticias a nadie, ni familia ni novio, de su nueva dirección.
– Entiendo. Entonces, ¿debemos interpretar que esa desaparición, permítame que por comodidad siga denominándola así, ha sido voluntaria?
– Nunca se puede estar seguro. Puede ser voluntaria o bien inducida por terceras personas. Incluso podría tratarse de un secuestro, pero esto hay que descartarlo por la propia actitud de su entorno más próximo y porque esas cosas acaban saliendo a la luz, antes o después.
– En ese caso, ¿dónde está el problema?
– Eso es lo que deseo averiguar. No es que se trate de algo insólito, pero sí parece un tanto raro que desaparezca sin que nadie sepa nada: ni padre, ni novio, ni amigos. Incluso ha habido actitudes por parte del padre de la joven un tanto sospechosas.
– ¿Sospechosas? ¿En qué sentido?
– Digamos que algo violentas.
– Sí, eso es muy típico de él, pero en definitiva, ¿en qué puedo ayudarle?
– En primer lugar quisiera saber si se ha puesto en contacto con usted o su hija.
– En lo que a mí respecta la respuesta es negativa, lo lamento. En cuanto a mi hija, si le parece bien podrá hablar con ella cuando acabemos, ya que le comenté que quizá usted quisiera charlar también con ella y me dijo que se quedaría en casa, pero de todos modos no creo que sepa gran cosa.
– ¿No recurrirá a ustedes, en algún momento, por falta de dinero tal vez?
– Si, como me dijo por teléfono, usted ya ha hablado con mi cuñado, ya sabrá que tiene dinero suficiente para vivir de modo independiente. Por manirrota que fuera, tardaría muchísimo tiempo en necesitar recurrir a la familia.
– ¿Conoce algún lugar en el que pudiera haberse refugiado?
– Su padre tiene casas en Marbella, las dos Bayonas, la gallega y la del País Vascofrancés, y en Nueva York, que ahora recuerde. Supongo que tiene algunas más, pero es improbable que haya aparecido por ninguna, ya que en todas tiene gente a su servicio que le hubieran informado. Posiblemente se haya ido lejos, de viaje, o haya alquilado algún apartamento en cualquier sitio.
– Por lo que me dice, su lugar de refugio puede ser el mundo entero.
– Ése es uno de los privilegios de tener dinero, señor Artetxe.
– Ya veo. Lamento tener que hacerle una pregunta delicada, pero creo que puede ser importante. ¿Cómo eran las relaciones entre Begoña y su padre?
– Creo que correctas; aunque vivían en la misma casa (por cierto, ¿se ha dado cuenta de que estamos hablando en pasado?), funcionaban de modo bastante independiente.
– He oído decir que Begoña no era hija, en realidad, del señor González Caballer.
– Escuche, señor Artetxe, no voy a hacerme el mojigato. Ya ha comprobado usted mismo que me permito todos los placeres que puedo, sin recatarme para nada, pero no me ha gustado esa observación. Mi hermana era muy joven cuando se casó y estaba recién salida de un colegio de monjas; me atrevo a decir que su moralidad era irreprochable. No es concebible que hubiera engañado a su marido.
– Tal vez sí en el caso de que no estuviera enamorada de él, sino de otro, y que hubiera tenido que casarse impulsada por las circunstancias. ¿Pondría usted la mano en el fuego por ello?
– En mi caso no pondría mi mano derecha en el fuego ni siquiera por mi mano izquierda, pero aun admitiendo esta hipótesis, ¿qué consecuencias podría haber tenido?
– Hubiera podido ser el detonante de su marcha. Por lo que sé ésta se produjo al cabo de un mes de enterarse de la noticia.
– Pudiera ser como usted dice, pero en ese caso lo lógico hubiera sido separarse tan sólo de su supuesto padre, ¿por qué iba a alejarse también del novio o del resto de la familia?
– Bueno, ésa es una de las cosas que tengo que averiguar.
Acabada la entrevista, el propio dueño de la casa le acompañó hasta el dormitorio de su hija Pilar.
– Pili, éste es el detective del que te hablé. Os dejo solos para que habléis con más comodidad.
Pilar Larrabide no tenía nada que ver con su prima. Divorciada y con cuarenta y dos años, era un exponente perfecto de las mujeres que habían decidido manejar con uñas y dientes su propio destino. Su aspecto parecía conjugar una serena madurez con una belleza que le daba un curioso toque juvenil. Artetxe pensó que posiblemente metía muchas horas en salones de belleza. Todo en ella conspiraba para delatar la clase social a la que pertenecía, incluso su pelo rubio y sus ojos azules parecían indicar que había una diferencia genética entre ricos y pobres. Aunque vestía de un modo informal, no parecía que hubiera nada dejado al azar: ni su apretada minifalda, ni su ceñida blusa blanca en la que se podían vislumbrar bien marcados los pezones de unos pechos que no necesitaban usar sujetador. Estaba tumbada indolentemente sobre un sofá escuchando música.
– Ponte cómodo -dijo a Artetxe una vez desaparecido su padre, palmeando con su mano el cojín del sofá contiguo al suyo, aunque el detective prefirió mantener las distancias y sentarse en una butaca.
– Si prefieres quedarte ahí no me importa, pero te aviso que no te voy a comer -añadió.
– Espero que no pero, por si ha pensado intentarlo, le advierto que soy bastante correoso.
– De tú, hombre, de tú. Si quieres que seamos amigos, debemos dejarnos de ceremonias. Además, no pareces demasiado viejo.
No era ésa precisamente la intención de Artetxe, al que no le gustaba tutear sin más ni más a la gente, pero si quería información no podía permitirse el lujo de enfadar a la prima de Begoña.
– Como quieras -respondió con una sonrisa-. No sé si tu padre te habrá contado algo, pero estoy buscando a tu prima Begoña.
– ¿Y se puede saber por qué la buscas o es un secreto profesional?
– Podría haberlo sido, pero estoy autorizado para desvelar el misterio. La busco por encargo de Carlos.
– ¿Del bueno de Carlos? ¡Pobre idiota!
– ¿Por qué dices eso?
– Menudo detective eres si tienes que hacerme esa pregunta.
– Precisamente haciendo preguntas es como nos enteramos de las cosas.
– Touché -dijo riéndose-. Se nota que eres un tío listo. Me quería referir a que Carlos tenía que estar contento por perderla de vista.
– ¿Por qué? Según él estaban muy enamorados y pensaban en casarse.
– Según él sí, pero según ella no. Le gustaban los hombres más que a mí, y a mí me gustan una barbaridad -añadió en tono insinuante-, y le ha puesto a Carlos más cuernos que los que puede haber en todas las ganaderías de Andalucía juntas. Hombre del que se encaprichaba, hombre con el que se encamaba. Quizá sea la carencia de la madre, porque a mí me pasa prácticamente lo mismo, pero soy feliz así y no pienso ir a consultar a ningún psiquiatra para que me lo aclare, no sea que me cure y entonces sí que la habremos jodido.
– En ese caso, ¿crees que ha podido irse con otro hombre?
– Sinceramente no. Aunque no está enamorada de Carlos dudo mucho que se enconara con otro lo suficiente como para fugarse. Ella es así. Le gusta follar con los tíos, pero sin comprometerse. De hecho, posiblemente acabe casándose con Carlos, aunque cuando se case seguramente no cambiará de vida, pero alguna vez me ha comentado que sí, que se casará con él, ya que le puede dar un toque de estabilidad y seguridad que, aunque no lo necesita, puede hacerla sentir más cómoda en el ambiente en que nos movemos. ¿Te escandaliza lo que estoy contándote?
– Hace tiempo que he superado la edad de los escándalos y sólo me interesan los hechos.
– Me alegra que no te escandalices por nada. Puede ser muy estimulante.
– ¿Has tenido alguna noticia de Begoña en los últimos días?
– Lo siento, pero no.
– ¿Qué tal os lleváis?
– ¿Begoña y yo? Divinamente. Incluso nos intercambiábamos tíos; así que ya ves, es algo francamente estimulante. Ella me pasa jovencitos impetuosos y yo le proporciono maduros experimentados; como verás, muy satisfactorio para ambas, pero no he sabido nada de ella últimamente. Es más, la primera noticia de su desaparición me la dio hace unos días mi padre, que se enteró al hablar contigo.
– ¿Sabes de alguien que pudiera conocer dónde se esconde?
– Quizá, no estoy muy segura. Tenía su grupo de amigos, pero el trato era muy superficial. Se juntaban para ir de vacaciones, a fiestas o de copeo, incluso a veces se iba a la cama con alguno, pero por lo que yo conozco, no creo que haya dicho a ninguno de ellos dónde está. Puede haberles pedido, en algún momento, ayuda si la necesitaba, aunque es dudoso, pero en todo caso no diría a nadie dónde está si quiere esconderse. Es gente que va a lo suyo, nada leal, aunque hago mal en criticarlos, porque yo soy como ellos, tal vez algo peor porque tengo más años. Ya ves que hablo con sinceridad.
– Entonces, ¿no hay nadie con quien tuviera la suficiente confianza?
– Que yo sepa, si excluimos lógicamente a Carlos, sólo una persona, su ama de cría, Karmele Ugarte, que en la actualidad trabaja como cocinera de mi tío. Es la única persona a la que se lo diría, exceptuándome a mí, naturalmente.
– Ya he hablado con ella y dice que no sabe dónde está.
– Podría estar mintiendo.
– Sí, podría estar mintiendo, como todo el mundo.
– Yo no te miento, sobre todo cuando digo que te encuentro muy interesante -respondió, provocadora, Pilar.
– Antes has dicho que aparte de Karmele Ugarte, en ti sería en la única persona que confiaría Begoña -dijo Artetxe pasando por alto el último comentario de su interlocutora.
– Así es. Ya te he dicho antes que nos llevamos divinamente. Además, somos primas, y pese a la diferencia de edad tenemos los mismos gustos, ya me entiendes. Sí, no te miento cuando te digo que ella confía en mí, o eso es lo que he pensado hasta ahora, ya que ni me dijo que pensaba escaparse ni se ha puesto en contacto conmigo después de hacerlo. Si quieres, te avisaré en el caso de que se ponga en contacto conmigo.
– Te estaría infinitamente agradecido.
– Eso de infinitamente agradecido es algo muy etéreo. ¿Por qué no me lo agradeces ahora? -respondió Pilar, quitándose la blusa y dejando al aire libre dos hermosas e insinuantes tetas-. Yo he colaborado en todo lo que me has pedido, ¿qué te parece si tú colaboras conmigo para pasar un rato divertido? Tienes que admitir que, por esperarte para hablar contigo, me he quedado un domingo estupendo sin salir de casa -añadió quitándose la minifalda y demostrando que tampoco usaba bragas, pero sí un coño perfectamente afeitado.
– Creo que no es una idea sensata. Estamos en casa de tu padre…
– Mi padre lleva un rato retozando con una chica que podría ser mi hija, no seas gilipollas. ¿Tan mal estoy?
Artetxe iba a contestar que no, que estaba muy buena, pero que en esos momentos estaba intentando rehacer su vida con la mujer a la que amaba y que había decidido serle fiel, pero le fue imposible articular tan atinadas palabras. Para cuando iba a abrir la boca, Pilar ya le había desabrochado la bragueta y le había empezado a lamer lo que hasta ese momento había intentado esconder. Si no puedes con tu enemigo únete a él, pensó, y se resignó a pasar el resto de la tarde de un modo que no había imaginado. Además, no era cuestión de ir a una comisaría para denunciar que había sido violado por una cuarentona de buen ver, admitió filosóficamente en el momento de cambiar de postura para poder saborear convenientemente los placeres escondidos en el afeitado sexo de la moza.