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Eran las once en punto cuando Lynley se encontró con la sargento Havers en lo que Bredgar Chambers denominaba el Aula Magna, situada en el lado sur del cuadrilátero principal. Era la primera dependencia que había existido en el campus, una sala de paredes blancas, revestimientos de roble y una bóveda muy trabajada. En la pared sur se habían practicado ventanas a gran altura, y bajo ellas colgaban los retratos de todos los rectores que habían pasado por el colegio, desde que Charles Lovell-Howard tomara las riendas de la autoridad en 1489.
La sala estaba vacía en aquel momento; un vago olor pulposo a madera húmeda impregnaba la atmósfera. Cuando cerraron la puerta a sus espaldas, la sargento Havers caminó hacia las ventanas y recorrió la hilera de retratos, siguiendo la historia del colegio hasta llegar a Alan Lockwood.
– Tan sólo veintiún rectores en quinientos años -se maravilló-. Da la impresión de que venían para quedarse. Fíjese en éste, señor. ¡El tipo que precedió a Lockwood fue rector durante cuarenta y dos años!
Lynley se reunió con ella.
– Eso explica en parte la necesidad de Lockwood de mantener en secreto el asesinato de Matthew Whateley, ¿no? Me pregunto si otros muchachos fueron asesinados bajo el mandato de anteriores rectores.
– Es una idea, pero murieron chicos bajo el mandato de todos ellos, ¿no es cierto? Y también chicas. El memorial de la capilla es una amplia prueba de ello.
– Exacto, pero una muerte súbita e inesperada ocasionada por la guerra o la enfermedad es otra cosa, Havers. Es difícil imputarle las culpas a alguien. Sin embargo, un asesinato es muy diferente. Se busca un culpable. Se debe buscar.
Mientras hablaban, se oyeron voces fuera de la sala. Docenas de pasos resonaron en una escalera. Lynley abrió su reloj de cadena.
– El recreo de la mañana, imagino. ¿Qué ha descubierto en sus andanzas por el colegio? -Levantó la vista y observó que la sargento Havers estaba mirando por la ventana, con el entrecejo fruncido-. ¿Havers?
La mujer se agitó.
– Estaba pensando.
– ¿Y?
– Nada. Lo que usted decía sobre la culpa. Me pregunto quién carga con las culpas cuando un estudiante se suicida.
– ¿Edward Hsu?
– Bien amado estudiante.
– Yo también me he preguntado sobre él. Sobre el interés que Giles Byrne le demostraba. Sobre su muerte. Pero si Matthew Whateley fue asesinado en este colegio el pasado viernes, o incluso el pasado sábado, ¿cómo podemos culpar a Giles Byrne? A menos, por supuesto, que estuviera aquí. Es dudoso, pero vale la pena investigarlo.
– Quizá no fue él, señor.
– ¿Quién? ¿Brian Byrne? Si apunta en esa dirección, destruye la primera relación que está intentando establecer, sargento. Edward Hsu se suicidó en 1975. Brian Byrne tendría unos cinco años en aquel tiempo. ¿Está culpando de un suicidio a un niño de cinco años?
– No lo sé -suspiró ella-. Pero sigo dándole vueltas a lo que Brian dijo acerca de su padre.
– Combine eso con el conocimiento de que detesta a su padre. ¿No le dio la impresión de que Brian se sentiría muy satisfecho dejando en ridículo a Giles Byrne, a la menor oportunidad? Y nosotros se la dimos ayer, ¿verdad?
– Supongo que sí.
Havers recorrió el largo de la sala hasta el estrado del extremo este, sobre el cual se había tallado un bajorrelieve que describía con gran lujo de detalles a Enrique VII a lomos de un caballo enjaezado, preparado para cargar. Debajo había una mesa de refectorio y sillas. Havers apartó una y se dejó caer en ella, extendiendo las piernas.
Lynley tomó asiento a su lado.
– Estamos buscando un sitio donde Matthew Whateley pudo ser confinado desde el viernes por la tarde hasta el viernes por la noche, o hasta el sábado por la noche, del cual se llevaron al muchacho o a su cadáver. ¿Qué ha encontrado?
– Poca cosa. Despensas junto a la cocina, que hemos de descartar, pues desapareció después de comer y habría demasiada gente trajinando en esa zona. Hay dos lavabos que ya no parecen utilizarse. Están asquerosos por dentro, y las tazas están rotas.
– ¿Alguna huella de haber sido utilizados recientemente?
– Yo no vi ninguna. Si el chico estuvo allí, el secuestrador hizo desaparecer todas las señales.
– ¿Algo más?
– Habitaciones para guardar baúles en todas las residencias, pero cerradas con llave y sólo los directores de las residencias y las amas de llaves las tienen. También hay desvanes encima de las habitaciones para secar la ropa, en todas las residencias, pero asegurados con candado. Como en el caso anterior, las llaves están en poder de los directores de la residencia y las amas de llaves. Trasteros en el edificio de ciencias y un enorme depósito de agua sobre el acuario, donde podrían haber ahogado a Matthew Whateley, aunque no retenerle durante mucho tiempo, a menos que le ataran y amordazaran y su asesino supiera que nadie aparecería durante el resto de la tarde. Además de esto, el teatro tiene camerinos y trasteros detrás del escenario, y una cabina de iluminación encima. Si no se había previsto ninguna actuación y si alguien tenía acceso, imagino que el teatro es el lugar ideal. Había alumnos allí esta mañana. Por cierto, vi a nuestro Chas Quilter. Por su aspecto, parecía como si Yorick hubiera regresado de entre los muertos y no le hiciera ninguna gracia la perspectiva. Sin embargo, estaba vacío el viernes después de la comida, y es un lugar idóneo para que hubieran ocultado en él a Matthew Whateley, considerando sobre todo que está lejos de los campos de deportes donde se habían congregado los estudiantes.
– ¿Y cómo se puede acceder, sargento? Tengo la impresión de que el teatro, abarrotado de carteles, equipo, trajes y todo eso, ha de ser uno de los edificios mejor vigilados del colegio.
– Oh, estaría cerrado con llave, desde luego, pero eso no representa ningún problema. Lo investigué antes de empezar. Frank Orten nos dijo que las llaves se guardan en dos sitios; en su oficina y en los casilleros que hay fuera de la sala de descanso de los profesores. Su oficina no está cerrada con llave durante el día, y si Orten estaba ausente, cualquiera pudo entrar sin que nadie le viera, coger las llaves que llevaran la etiqueta «teatro» y confiar en su suerte. Y si de día es arriesgado realizar una maniobra semejante, una tarjeta de crédito o cualquier objeto de plástico similar basta por la noche para entrar en la oficina en menos de quince segundos. Su seguridad es patética. Me parece imposible que no les hayan robado hasta la camisa.
– ¿Qué sabe de los casilleros que hay al salir de la sala de descanso de los profesores?
– Peor aún. Frank Orten nos dijo que la sala de descanso está cerrada con llave, que sólo los profesores y las mujeres de la limpieza tienen llaves, ¿verdad? Bien, esta mañana no estaba cerrada. Entré sin el menor problema. Y los casilleros no sólo llevan una etiqueta con el nombre del profesor, sino que de la mitad, como mínimo, cuelga la llave. Basta con saber qué profesor utiliza determinada llave, y después colarse en la sala de descanso y ya está.
– Estamos como al principio. Todo el mundo tuvo acceso. Todo el mundo tuvo la oportunidad.
– ¿De qué?
– De secuestrar a Matthew después de comer y esconderle en algún sitio hasta poder disponer de él libremente. Pero ¿quién no tuvo la oportunidad? -Lynley reflexionó sobre la pregunta. Algo que John Corntel había dicho aguijoneó su memoria-. Vamos a buscar a Cowfrey Pitt.
Aunque el recreo de la mañana aún no había terminado, el profesor de alemán no se hallaba con los demás profesores en la sala de descanso. Lynley y Havers le localizaron en su aula de la primera planta, en el lado oeste del patio cuadrangular. Estaba escribiendo con letra apenas legible en la pizarra, trazando descuidados signos en diversos sitios, como una modalidad privada de código Morse. Cuando Lynley pronunció su nombre, siguió escribiendo y no se volvió hasta haber concluido el trabajo a plena satisfacción. Ilustró este punto retrocediendo, examinándolo con aire crítico, borrando algunas palabras y reescribiéndolas con escasa mejora. Luego, dedicó su atención a los visitantes.
– Ustedes son de la policía -dijo-. No se molesten en presentarse, su reputación les ha precedido. Tengo clase dentro de diez minutos.
Proporcionó la información con indiferencia, limpiándose manchas de yeso diseminadas sobre la manga de su toga. El gesto implicaba una falta total de interés por su apariencia, pues el color de la toga era más gris que negro, y los hombros estaban cubiertos de caspa y polvo.
La sargento Havers cerró la puerta y se quedó cerca de ella. Dirigió una mirada a Pitt que logró ser al mismo tiempo indiferente y expresiva. Comunicó al profesor de alemán que, si bien su clase empezaba dentro de diez minutos, la iniciaría cuando la policía lo considerase apropiado, pero no antes.
– No tardaremos mucho -dijo Lynley a Pitt-. Clarificaremos unos cuantos puntos y nos iremos.
– Un grupo de sexto superior aparecerá de un momento a otro, ¿saben? -Pitt dio la noticia como si bastara para determinar la duración del interrogatorio que iba a padecer. La sargento Havers se apoyó contra la pared, insinuando que no tenía prisa por marcharse. Al observar su actitud, Pitt continuó-. Bien, clarifique, inspector, clarifique. Hágalo, por favor. No permita que yo se lo impida.
Lynley caminó hacia la ventana. El aula daba al patio cuadrangular, y frente a ella se alzaba el campanario. La altura del tejado constituía una tentación que, sin duda, ningún alumno de Bredgar deseoso de demostrar su valor podía resistir.
– ¿Qué puede decirme acerca de la hoja de dispensa que permitió a Matthew Whateley librarse del partido de hockey del viernes por la tarde?
Pitt no se movió de detrás de su escritorio. Apoyó los nudillos sobre la superficie. Se veían agrietados y doloridos.
– Muy poco. Era un formulario de la enfermería y llevaba su nombre escrito. Nada más.
– ¿Sin firma?
– ¿Se refiere a la de Judith Laughland? Sin ninguna firma.
– ¿Es normal recibir una hoja de dispensa con el nombre del chico, pero sin la firma de la responsable de la enfermería que verifique su autenticidad?
Pitt se removió inquieto. Levantó una mano hacia su cabello grasiento. Se tiró de un mechón que se rizaba alrededor de su oreja izquierda.
– No. Suele firmarlas todas.
– Suele, pero ésa no iba firmada.
– Es lo que he dicho, inspector.
– No hizo nada para comprobar su autenticidad, ¿verdad?
– Exacto. No la verifiqué.
– ¿Por qué no, señor Pitt?
– No tuve tiempo. Iba a llegar con retraso al partido. Ni siquiera le presté atención. Matthew Whateley ya se había excusado de algunos partidos. La última vez fue hace tres semanas, de hecho. Si pensé en algo cuando vi la nueva dispensa, fue que había vuelto a utilizar el viejo truco y que iría a verle después, pero se me olvidó. Si eso es un delito, deténgame.
– ¿Qué ocurrió hace tres semanas?
– Me trajo en persona una hoja de dispensa, firmada por la señorita Laughland. Si quiere que le dé mi opinión, era falsa. Trataba de fingirse enfermo y hasta tosió para demostrar su autenticidad, pero si la señorita Laughland cayó en la trampa, ¿quién era yo para protestar? Le dejé marchar.
– ¿Adónde?
– A la cama, supongo. A su cuarto, o a la sala de estudio. No tengo ni idea. No le seguí.
– Yo, en su lugar, habría sospechado al ver una segunda hoja de dispensa tan pronto después de la otra, señor Pitt. Sobre todo si ésta no iba firmada y la anterior sí.
– Pues yo no. Así de claro. Le eché un vistazo y la tiré a la papelera. -Pitt cogió un trozo de tiza de su escritorio. La hizo rodar sobre su palma, guiándolo con el pulgar. Un timbre sonó en el exterior. Anunciaba que faltaban cinco minutos para la clase siguiente.
– Ha dicho que iba a llegar con retraso, pero era después de comer, ¿no es cierto? ¿Se había alejado del campus?
– Fui a Galatea. Me había… -Suspiró, pero parecía tenso, más a la defensiva que derrotado-. Muy bien. Si quiere saberlo, me había peleado con mi mujer. Perdí la noción del tiempo. El único motivo por el que me paré en mi casilla y vi la hoja fue que iba cargado con un montón de papeles a mi aula. Vi la hora en el campanario y comprendí que no tendría tiempo de llevarlos a mi aula y volver al campo de deportes antes de que los chicos empezaran a destrozar el césped.
– ¿Por unos cuantos minutos de retraso? ¿Habría sido un delito, señor Pitt, dejarlo todo y correr hacia el campo?
– Un delito espantoso para Lockwood, sobre todo en mis circunstancias, casado con una mujer muy aficionada a la botella. ¿Quiere que me exprese con mayor claridad, inspector? Tenía demasiados problemas en la cabeza para preocuparme por Matthew Whateley.
Los alumnos se llamaban entre sí en el pasillo. La sargento Havers no se había apartado de la puerta. Pitt la miró y tiró la tiza sobre el escritorio.
– Tengo una clase -insistió.
– Me parece que el señor Lockwood y usted no se llevan muy bien -contestó Lynley con placidez. Observó la reacción de Pitt en los músculos que rodeaban sus ojos.
– Lockwood está buscando una excusa para despedirme, porque no encajo en sus proyectos para Bredgar Chambers. La está buscando desde el momento en que nos conocimos.
– Sin éxito, por lo visto.
– Su principal problema es que, a pesar de mi mujer y de mi apariencia, soy un buen profesor, y el número de mis alumnos que superan los exámenes de ingreso en la universidad lo demuestra. Así que no puede deshacerse de mí. Y es consciente de que sé más cosas sobre él que la mayoría de los profesores. -La última frase de Pitt era una clara invitación a profundizar en el tema. Lynley le siguió la corriente.
– ¿Por ejemplo?
– Conozco sus antecedentes, inspector. Hice cuanto pude por averiguarlos. Él quiere despedirme, y yo no tengo la menor intención de rendirme sin luchar. Por lo tanto, me guardo un par de datos en la manga por si la junta de gobierno decide poner en entredicho mi aptitud.
Pitt era un experto en proporcionar información para lograr un efecto máximo. Lynley no dudó de que empleaba el mismo método para tratar con superiores y colegas. No facilitaba el trato con él.
– Señor Pitt -indicó Lynley-, tiene una clase a esta hora, como ha dicho antes. Terminaremos esta entrevista antes si va al grano.
– No hay grano que valga, inspector. Sé todo sobre la actuación mediocre de Lockwood en la Universidad de Sussex, sobre su interesante convivencia con tres jovencitas antes de casarse con Kate, sobre su trabajo en la última escuela pública, desde la cual sus colegas le enviaron a Coventry, porque siempre que se pasaban de la raya les denunciaba para escalar puestos. Al rector le encantaría expulsarme, inspector, si estuviera seguro de que no iba a contarle a la junta de gobierno todo lo que sé sobre él.
– Al parecer, ha descubierto muchos trapos sucios.
– Voy a conferencias. Me reúno con otros profesores. Ellos hablan. Yo escucho. Yo siempre escucho.
– De todos modos, este colegio tiene bastante prestigio. ¿Cómo logró Lockwood ser nombrado rector, si su pasado es tan negro como usted lo pinta?
– Manipulando algunos datos. Pisoteando a los débiles. Lamiéndole el culo a la gente que podía ayudarle en su carrera. Por un precio, desde luego.
– ¿Giles Byrne?
El rostro de Pitt expresó aprobación.
– Es usted rápido. Bravo. ¿Por qué cree que le concedieron a Matthew Whateley la beca de la junta de gobierno? No porque fuera el mejor o el más brillante. No lo era. Era normal. Un chico excelente, pero nada del otro mundo. Eso es todo. Había media docena de candidatos más merecedores de la beca. La decisión dependía del rector, pero Giles Byrne quería a Matthew Whateley. Matthew fue elegido quid pro quo. De paso, Byrne demostró a los demás miembros de la junta de gobierno la magnitud de su poder. Él es así, ¿sabe? Bueno, todos somos iguales. El poder es una droga. Cuanto más tienes, más quieres.
El aforismo podía aplicarse a la vida de Pitt. El conocimiento era poder, y durante los últimos minutos había exhibido el suficiente para denigrar al rector de todas las formas posibles, como si mancillar la reputación del hombre repercutiera en beneficio de la suya, como si centrar la conversación en Lockwood eliminara la posibilidad de que invadieran una parcela más cercana y sensible.
– Usted intercambió guardias de fin de semana con John Corntel -señaló Lynley-. ¿Por qué?
– Mi mujer quería ver una obra de teatro en Crowley. Yo quería complacerla, y le pedí a John que cambiáramos el turno.
Para alejarla de la botella, sin duda, pensó Lynley.
– ¿Qué obra fueron a ver? -preguntó en voz alta.
– Un compromiso comprometido. -Pitt sonrió ante la ironía del título-. Sé que es una obra antigua, pero aún no la habíamos visto.
– ¿El viernes o el sábado por la noche?
– El viernes.
– ¿Y el sábado?
– El sábado, nada. Nos quedamos en casa por la noche. Vimos la televisión. Leímos. Hasta intentamos entablar una conversación.
– ¿Vio a Emilia Bond el viernes o el sábado?
La cuestión acicateó el interés de Pitt. Ladeó la cabeza.
– Por la noche, no. La vi durante el día, por supuesto. Vive en la residencia Galatea. Es difícil no toparse con ella, pero no la vi ninguna de ambas noches. Según recuerdo, su puerta estaba cerrada cuando entré en el edificio. -Al observar que la expresión de Lynley cambiaba, Pitt prosiguió-. Cuido de mis niñas, inspector. Al fin y al cabo, soy el director de la residencia. Para ser sincero, vale la pena no quitarles el ojo de encima.
– Ah, ¿sí?
Pitt enrojeció.
– No me refería a eso.
– Pues explíqueme a qué se refería.
Un estallido de carcajadas en el pasillo les indicó que los alumnos de Pitt empezaban a impacientarse. Ni Lynley ni Havers se movieron un milímetro.
– Causan problemas innecesarios en el campus, inspector. Provocación. Tentación. Ya he visto a dos expulsadas el año pasado por conducta licenciosa, una de ellas con un jardinero, aunque le parezca mentira, y otra se marchó con todo sigilo, afligida por el tipo de desgracia que sus padres etiquetaron eufemísticamente de «traslado a otro colegio». -Lanzó una especie de carcajada-. Y eso es tan sólo en Galatea. Dios sabe lo que ocurrirá en Eirene.
– Tal vez sea debido a que no haya una directora, sino un director -apuntó Lynley-. Ha de ser difícil vigilar a las chicas si deben respetarse ciertas normas de intimidad.
– No sería difícil si Emilia Bond realizara su trabajo con más empeño, pero como no puedo confiar en ella, lo hago yo mismo.
– ¿De qué modo?
Pitt se encrespó visiblemente.
– No estoy interesado en las quinceañeras, inspector. ¿Qué tiene que ver todo esto con la muerte de Matthew Whateley? Sólo le trataba durante los partidos. ¿Por qué no se va a otro sitio y habla con alguien que pueda decirle algo valioso, inspector? Yo no soy la persona adecuada. Los tres estamos perdiendo el tiempo. Sé muy poco sobre el trabajo policial, pero me da la impresión de que debería buscar a alguien aficionado a tontear con jovencitos. No soy su hombre, francamente. Y tampoco sé quién es. Me conformo con decirle… -Frunció el entrecejo de repente.
– ¿Señor Pitt? -preguntó Lynley.
– Bonnamy.
– He oído el nombre. Matthew iba a visitarle. Como Voluntario de Bredgar, era el trabajo que tenía asignado. ¿Por qué le ha mencionado?
– Soy el responsable de los Voluntarios. Conozco a ese hombre. Antes de que llegara Matthew, ningún alumno había sobrevivido a la primera visita. A Bonnamy le gustó Matthew desde el primer momento.
– ¿Está insinuando que el coronel Bonnamy es el hombre al que le gusta tontear con jovencitos?
Pitt sacudió la cabeza con brusquedad.
– No; pero si alguien del colegio perseguía a Matthew en ese sentido, el chico sólo se lo habría confesado al coronel Bonnamy.
Se trataba de una posibilidad bastante cierta, admitió Lynley. Sin embargo, tampoco pasaba por alto que Pitt había alzado varias pantallas de humo durante la conversación, en forma de alusiones a Alan Lockwood, referencias a Giles Byrne, críticas a Emilia Bond y, ahora, la amistad del coronel Bonnamy con el muchacho asesinado. Se daba de nuevo en Bredgar Chambers excesiva información en el curso de un interrogatorio, como si fingir colaboración pudiera borrar la huella indeleble de la culpa.
Lynley miró a la sargento Havers, que aún custodiaba la puerta.
– Déjeles entrar, sargento -dijo.
Ella abrió la puerta. Entraron a la vez cuatro alumnos, tres chicos y una chica. No miraron ni al profesor ni a los detectives, sino que dirigieron miradas furtivas al pasillo, acompañadas de sonrisas maliciosas. Una segunda chica se dispuso a entrar en el aula, pero una figura deforme y encorvada, que llevaba una capa negra y un espantoso maquillaje, se apoderó de ella, levantándola del suelo, y la inmovilizó en el umbral.
– ¡Asilo! -rugió la aparición, aferrando a la chica que se debatía entre sus brazos-. ¡Esmeralda! ¡Asilo! -Avanzó tres pasos, tambaleándose, y cayó de rodillas sin soltar a la muchacha.
Los demás alumnos se rieron cuando el muchacho inclinó la cabeza, hundió el rostro en el cuello de la chica y besó sonoramente sus labios, dejando restos de maquillaje en su piel y en el jersey.
– ¡Suéltame! -chilló ella.
Cowfrey Pitt intervino.
– Ya es suficiente, señor Pritchard. Hemos disfrutado considerablemente. Ha conseguido que nos sintamos agradecidos porque la película fuera muda.
Clive Pritchard aflojó su presa y la chica cayó al suelo. Era baja, carente de atractivos, de facciones afiladas y huesudas, y su rostro cubierto de acné. Lynley la reconoció de su visita del día anterior a la clase de química de Emilia Bond.
– ¡Pequeño…! -La muchacha se estiró el jersey amarillo-. ¡Mira lo que has conseguido! ¡Tendré que lavármelo!
– Te ha encantado -respondió Clive-. Nunca habías estado tan cerca de un hombre, ¿verdad?
Ella se puso en pie de un salto.
– Debería…
– Basta. -Pitt no necesitó alzar la voz. Su tono ominoso fue suficiente-. Pritchard, quítese ese ridículo maquillaje. Le doy diez minutos para hacerlo, más ocho páginas de traducción para mañana por este fascinante espectáculo con que nos ha regalado. Daphne, puedes ir a asearte.
– ¿Eso es todo? -gritó Daphne, cerrando los puños, torciendo el rostro de tal manera que sus ojos desaparecieron-. ¿Ocho páginas de traducción? ¿Ese va a ser su castigo? ¿Cree que lo hará? -No esperó respuesta-. ¡Aléjate de mí, bastardo! -siseó cuando pasó junto a Clive.
Lynley miró a la sargento Havers, pero comprendió que no hacía falta darle indicaciones subrepticias. Se había hecho cargo de la situación y ya estaba siguiendo a la muchacha.
Barbara Havers no solía sentir escrúpulos por utilizar un momento de trastorno emotivo para aprovechar la coyuntura en beneficio de un caso. Sin embargo, mientras seguía a Daphne por el pasillo y una corta escalera hasta entrar en un lavabo, notó cierta resistencia en su interior. Sabía el motivo. Le gustara o no, deseaba evitar todo daño a aquella adolescente poco desarrollada, de cabello sucio, gestos torpes y pecho hundido. Aunque no se parecían físicamente, ambas eran inadaptadas. Procedían de diferentes medios sociales, como adivinó Barbara por el acento de la chica, pero el aislamiento que padecían en sus respectivos medios era idéntico.
Barbara vio desde la puerta que la chica abría el agua de un lavabo. La habitación olía a desinfectante. Hacía mucho frío. En el borde del lavabo había una pequeña pastilla verde de jabón. Daphne se enjabonó las manos, hizo una mueca y se frotó la mancha que el maquillaje había dejado en su cuello.
– Bastardo -masculló al espejo con los puños crispados-. Asqueroso bastardo.
Barbara se acercó a ella y le tendió un pañuelo doblado.
– Utiliza éste -dijo.
– Gracias -dijo la chica. Lo cogió y se secó la piel.
– ¿Siempre se comporta así?
– Más o menos. Patético, ¿no? Todo con tal de llamar la atención.
– ¿La atención de quién?
Daphne mojó el pañuelo y lo frotó contra el jersey.
– De cualquiera. Le odio. Bastardo. -Parpadeó rápidamente.
– ¿Te acosa muy a menudo?
– Clive acosa a todo el mundo, pero me prefiere a mí porque sabe que yo no… Tonto del culo. Canalla. Se cree que es la hostia.
– Conozco el tipo. Un regalo de Dios.
– Finge que todo es para divertirse, una broma que yo no le sigo como hacen los demás, pero lo que ellos no saben es que cuando se pone encima de mí en el suelo, me aprieta contra su… para que pueda notar lo grande que… -Se mordió su labio tembloroso-. A él le excita. ¡Me pone de malhumor! -Se inclinó sobre el lavabo. Su cabello pegajoso y lacio le ocultó el rostro.
Barbara comprendió la dinámica de la relación con bastante facilidad. El verdugo y su víctima.
– ¿Por qué no le denuncias?
– ¿A quién?
Formuló la pregunta con amargura, ofreciendo una oportunidad con dos sencillas palabras. Barbara la aprovechó, procurando hablar con indiferencia.
– No lo sé. Yo no fui a un colegio como éste, pero si no quieres que un adulto se entere, aunque no entiendo por qué te incomoda tanto, seguro que otro alumno… quizá alguno con influencia…
– ¿Se refiere a Chas Quilter, nuestro piadoso prefecto superior, nuestro ejemplo paradigmático? ¡No me haga reír! Aquí, todos son iguales. Forman un frente común. Cumplen su papel. Chas no es distinto. Es peor.
– ¿Peor que Clive? Me cuesta creerlo.
– Ni hablar. Ni hablar. La hipocresía siempre es peor que la ignorancia. -Daphne se pasó los dedos por el cabello.
Barbara experimentó una punzada de excitación, pero habló con cautela.
– ¿Hipocresía?
No obtuvo éxito. Al oír la pregunta, la chica se replegó. Incluso ahora, la llamada a la lealtad era más fuerte que la sed de venganza. Dobló el pañuelo y se lo dio a Barbara.
– Gracias -dijo-. El jersey no tiene remedio, pero he podido quitarme el maquillaje de la piel.
Su respuesta a la pregunta de Barbara hizo inútil cualquier otro subterfugio. No había nada que perder si atacaba con una pregunta directa.
– Estás en la clase de química de sexto superior que da la señorita Bond, ¿verdad?
– Sí.
– Vives en…
– Galatea.
– Ella es la preceptora de la residencia. La debes conocer bastante bien.
– Imagino que como las demás alumnas.
– ¿Quieres decir como Chas, o como Brian Byrne?
El nuevo enfoque del interrogatorio pareció sorprender a Daphne.
– No tengo ni idea. La señora Bond es amable con todo el mundo, ¿no?
– La debes de ver mucho en la residencia, puesto que es la preceptora.
– Sí. Bueno, no. Yo… No lo sé. La veo de vez en cuando. No pienso en ello.
– ¿Y el fin de semana pasado?
La comprensión alumbró en el rostro de la muchacha. Desvió la vista hacia la puerta.
– El señor Pitt me está esperando. Muchas gracias por el pañuelo.
Barbara la dejó marchar, y se quedó para reflexionar sobre la única información que parecía viable: el comentario de Daphne sobre Chas Quilter y la hipocresía. Que el prefecto superior no era lo que aparentaba había sido evidente desde el primer momento que entraron en la residencia Erebus y vieron el desorden que reinaba en ella. Incluso antes, un comentario sin importancia lanzado por un chico que pasaba «Que te den por el culo, Quilter» hablaba de una especie de cáncer que corroía tanto la autoridad del prefecto como el cargo que ejercía en el colegio. Pero ese cáncer carecía de una clara definición. Había que ver si guardaba alguna relación con la muerte de Matthew Whateley.
El coronel Andrew Bonnamy y su hija vivían a un kilómetro del pueblo de Cissbuy, en una casa que formaba parte de un grupo de cinco, ocultas en parte del sendero que las bordeaba por un seto particular, necesitado de un urgente podado. Como los demás edificios, la casa de Bonnamy era pequeña, de madera combinada con argamasa y juncos, encalada pero con señales visibles de su antigüedad. Las grietas corrían sobre su superficie como fallas geológicas, trepando desde los cimientos hasta el techo, al que prestaban su sombra castaños altos y angulosos, cuyas ramas se doblaban hasta rozar las tejas.
Cuando Lynley y Havers entraron en el breve camino privado situado a un lado de la casa, vieron que una mujer bajaba por una pendiente hacia un huerto. Vestía una falda de dril descolorida, una chaqueta azul marino con la cremallera subida hasta el cuello y unos pesados zapatones. Cargaba a la espalda una bolsa de basura, y con la otra mano sostenía unas tijeras de podar y un rastrillo. Cuando se acercó a ellos, vieron que su cara estaba manchada de polvo. También observaron que acababa de llorar, pues las lágrimas habían dejado regueros en su piel. Aparentaba unos cuarenta años de edad.
Al ver a Lynley y Havers dejó caer la bolsa de basura junto a una pila de leña y caminó hacia ellos, sin soltar las tijeras y el rastrillo. Lynley se dio cuenta de que no utilizaba guantes para protegerse las manos, que estaban muy sucias. La mugre dibujaba medias lunas bajo sus uñas.
Lynley extrajo sus credenciales y se presentó, haciendo lo propio con Havers.
– ¿Es usted Jean Bonnamy? -preguntó-. Hemos venido para hablar con usted y su padre acerca de Matthew Whateley.
Ella asintió con la cabeza. Su garganta no consiguió evitar que emitiera un sonido, a pesar de sus denodados esfuerzos. Recordaba a un plañido.
– Esta mañana dejé un mensaje en el colegio, diciendo que llegaría tarde a recogerle. Me pusieron con el señor Lockwood. Él me lo contó todo. Matt siempre venía a vernos los martes. Venía a ver a mi padre. Supongo que a mí también, aunque yo nunca lo tuve presente. Hasta hoy. -Miró las herramientas que transportaba. Fragmentos de tierra y ramas rotas se habían quedado adheridos al rastrillo-. Tan repentino. Tan inesperado. Me resulta insoportable pensar que haya muerto tan joven.
Lynley comprendió al instante el tipo de información que Alan Lockwood había proporcionado a Jean Bonnamy.
– Matthew Whateley fue asesinado.
La mujer alzó la cabeza con brusquedad. Intentó y no consiguió repetir la palabra.
– ¿Cuándo? -logró articular por fin.
– El viernes o el sábado, probablemente. No lo sabremos con seguridad hasta conocer los resultados de la autopsia.
Aturdida, apoyó el rastrillo contra el tronco de un castaño, tiró las tijeras de podar al lado y buscó ella también la solidez del árbol.
– El señor Lockwood no… -Su voz adoptó un tono apremiante, teñido de irritación-. ¿Por qué no me lo dijo?
Era una pregunta ambigua, con una docena de explicaciones diferentes. Lynley no quiso ahondar en ella.
– ¿Qué le dijo? -preguntó.
– Prácticamente nada. Que Matthew había muerto. Que el colegio esperaba saber los detalles. Se me sacó de encima por teléfono, diciendo que volvería a llamarme en cuanto pudiera darme un «informe completo». También dijo que me comunicaría el lugar y fecha del funeral, para que papá y yo acudiéramos. -Un torrente de lágrimas anegó sus ojos-. ¿Asesinado? Era un niño tan encantador. -Se frotó el rostro húmedo con la manga de su chaqueta. La tela se ensució-. Voy hecha un asco -dijo al darse cuenta y ver sus manos tiznadas-. Tenía que trabajar. Tenía que hacer algo. Papá no quiere hablar. Está… Tuve que salir de casa, siquiera por unos minutos. El huerto requiere cuidados. Me pareció oportuno que los dos estuviéramos un rato a solas, pero él aún no sabe lo peor. ¿Cómo voy a decírselo?
– Ha de saberlo. Es importante que lo sepa. Necesitamos hablar con él acerca del chico, y no podremos hacerlo hasta que sepa la verdad.
– Tengo miedo de que eso le mate. No. Sé que está pensando en la ridiculez y dramatismo de esa afirmación, pero mi padre no está bien, inspector. ¿Se lo dijeron en el colegio?
– Sólo me dijeron que Matthew, como Voluntario de Bredgar, le visitaba.
– Sufrió una apoplejía hace diez años en Hong Kong, cuando estaba en el ejército. Abandonó el servicio activo, y como mi madre ya había muerto, vino a vivir conmigo aquí. Ha tenido tres ataques más desde entonces, inspector. En todos se creyó que iba a morir, pero no fue así. Y yo… Hemos vivido juntos durante tanto tiempo que no soporto la idea de que algo… -Carraspeó.
– Si sabe que el chico ha muerto, ya sabe lo peor, ¿no cree? -preguntó la sargento Havers, con su habitual franqueza.
Jean Bonnamy pareció darse cuenta de que Havers decía la verdad, pues al cabo de unos momentos asintió lentamente.
– Déjenme hablar antes con él -dijo-. ¿Les importa esperar aquí un instante?
Lynley accedió. La mujer se marchó, subiendo por una rampa de madera hasta la entrada de la parte superior de la casa.
– ¿Durante cuánto tiempo cree que Lockwood pretende ocultar lo sucedido? -preguntó Havers a Lynley, cuando se quedaron solos.
– Todo el que pueda, sin duda.
– Se está comportando de una manera irracional. Tarde o temprano, los periódicos publicarán la noticia, si no lo han hecho ya. Tenemos a un chico de trece años que fue encontrado desnudo, asesinado, torturado, en un cementerio que se halla a kilómetros de distancia de su casa y del colegio. Tenemos una historia que apunta hacia la perversión, la homosexualidad, el sadismo, el rapto y Dios sabe cuántas cosas más. ¿Cómo demonios piensa Lockwood que logrará controlar la situación?
– Creo que no le preocupa tanto que la historia salga a la luz, como que Bredgar Chambers sea mencionado. Si pudiera mantener al colegio al margen, no me cabe duda de que sería el primero en pregonar la noticia desde la esquina más próxima. Pero como no puede hacerlo sin implicar al colegio, su única posibilidad es ocultar la verdad a todos los que no están directamente involucrados.
– ¿Todo por la primorosa reputación del colegio? -se burló Havers.
– Y por la suya. «Ojos que no ven…», Havers. Lockwood no es idiota. Sabe que su futuro depende en gran parte de su nombre y su reputación. Ambos están inextricablemente ligados a Bredgar Chambers.
– ¿Y si da la casualidad de que alguien a quien Lockwood otorgó un puesto de confianza es nuestro asesino…?
– Entonces, imagino que pasará un mal rato intentando explicar a la junta de gobierno cómo cometió un error tan grave.
– ¿Y le despedirán? ¿Será el primer rector de Bredgar Chambers que no muera con las botas puestas?
Lynley sonrió con ironía.
– En una palabra, sargento.
Jean Bonnamy les llamó desde lo alto de la rampa.
– Ya estamos preparados, inspector.
Si el estilo del edificio no indicaba la edad de la casa, sí lo hacía la cocina en que entraron. El techo era bajo y de forma peculiar; las ventanas, sin cortinas, se hallaban encastadas en muros de treinta centímetros de espesor. Era como retroceder en el tiempo, a un período en que la vida no era cómoda ni fácil. Lynley tuvo la impresión de que Jean Bonnamy lo prefería así. El aroma a sopa de verduras que surgía de una gran olla parecía confirmar este hecho. La mujer removió la mezcla con una cuchara de madera ennegrecida por la edad, antes de conducirles a una sala de estar a la que se accedía por una puerta baja.
Era sin duda el lugar favorito de su padre, pues lo llenaban recuerdos de su vida en Hong Kong, representados por fotografías de juncos en un puerto al anochecer, una amplia colección de jade tallado y otra de marfil, una antigua silla de manos con cortinas laterales de brocado grueso y descolorido. Incluso la chimenea de amplia boca ocupaba un lugar en la decoración de la sala, pues sostenía un dragón, un monstruo con cabeza de cartón piedra y cuerpo de seda roja, al estilo de los que suelen desfilar por las calles de las ciudades durante el Año Nuevo chino.
A pesar del extenso muestrario de objetos, que le daban aspecto de museo, la sala olía sobre todo a perro, y el culpable, un perdiguero negro como el carbón, de hocico grisáceo y ojos húmedos, estaba tendido sobre una manta frente a una estufa eléctrica. Se limitó a levantar la cabeza poco a poco cuando Lynley y Havers entraron en la sala.
El coronel Bonnamy estaba sentado en una silla de ruedas al lado del perro, dando la espalda a la puerta. Delante tenía una mesa baja de cerezo, sobre la cual se desplegaban piezas de ajedrez, indicando que se estaba jugando una partida. No se veía ni rastro del contrincante.
– Ha llegado el inspector, papá -dijo Jean Bonnamy-. Y la sargento.
– Que el diablo se los lleve -replicó el coronel Bonnamy. Hablaba con perfecta claridad, sin que el ataque hubiera dejado secuelas.
Su hija se acercó a la silla de ruedas y la cogió por los asideros.
– Lo sé, papá -dijo con ternura, girando la silla. Procuró no tocar la mesa sobre la que descansaban las piezas de ajedrez.
Aunque Jean Bonnamy les había hablado de los ataques de su padre, no les había preparado para los estragos causados por la apoplejía. Aunque su salud no estuviera deteriorada, habría presentado un aspecto poco reconfortante. Grandes mechones de pelo gris brotaban de sus orejas. Enormes manchas oscuras, semejantes a costras, cubrían su cabeza calva. La nariz era bulbosa, y en su fosa nasal izquierda crecía una verruga deforme.
La persistente mala salud había exacerbado su desagradable apariencia. Los ataques habían afectado la parte izquierda de su cuerpo; los músculos faciales se contorsionaban en una mueca permanente y su mano izquierda se había quedado inmovilizada en una garra, de uñas recorridas por cutículas. A pesar de la estufa eléctrica que calentaba la habitación, llevaba zapatos gruesos, camisa de franela y pantalones de lana. Se cubría las rodillas con una manta de angora.
– Inspector, sargento, siéntense, por favor -dijo Jean Bonnamy.
Apartó un montón de revistas de un sofá protegido por una funda y acercó la silla de ruedas a la policía.
Había un taburete de ratán al otro lado de la mesa de ajedrez, y lo cogió para sentarse junto a su padre, apoyando una mano en la silla de ruedas. Se había lavado después de trabajar en el huerto, y la proximidad de su mano a la garra blanquecina de su padre la dotaba de un aspecto desaliñado y vivaz al mismo tiempo.
– ¿Cómo se entra en contacto con los Voluntarios de Bredgar? -preguntó Lynley-. Por lo que me dijo en el colegio el señor Pitt, Matthew no fue el primer Voluntario que vino a visitarle.
– El primero con un poco de sentido común -murmuró el coronel Bonnamy. Tosió y aferró la silla con su mano buena. Su brazo derecho tembló.
– Papá es un poco cascarrabias cuando le da la gana -dijo su hija-. No lo niegues, papá. Ya sabes que es verdad. Me pareció una buena idea proporcionarle otra compañía que no fuera la mía. Me enteré de la existencia de los Voluntarios por el tablón de anuncios de la iglesia, así que telefoneé al colegio y llegué a un acuerdo. Fue durante el cuarto trimestre del año pasado.
– Todos eran idiotas, hasta que llegó Matt -añadió su padre, con la cabeza inclinada hacia adelante y los ojos clavados en el regazo.
– Probamos seis o siete, de todas las edades. Chicos y chicas. Ninguno funcionó, excepto Matt. Papá y él se entendieron desde el primer momento.
– Hoy. -La voz del coronel se endureció-. Tenía que venir hoy, Jeannie. Las piezas están como las dejamos el martes pasado. Igual que las dejamos. Y ustedes dicen que -alzó la cabeza con visible esfuerzo y miró a Lynley. Sus ojos eran grises y transparentaban inteligencia-. Ha sido asesinado. ¿Asesinado?
– Sí. Lo siento. -Lynley adelantó el cuerpo. A su lado, la sargento Havers pasaba las páginas del cuaderno-. Le encontraron en Stoke Poges, coronel Bonnamy. Su cuerpo estaba desnudo, con muestras de haber sido torturado. Sin embargo, sus ropas seguían en el colegio.
El coronel no tardó en asimilar los datos.
– Algún profesor. Algún marica con cara de santo. Eso es lo que tiene en mente, ¿no?
– No sabemos qué pensar. En principio, se creyó que Matthew había intentado escapar haciendo autostop, y fue recogido por alguien que le torturó por placer y después le asesinó, una vez terminada la diversión.
– Un chico como él no habría escapado. Matt Whateley era un luchador. -Removió la manta que tapaba sus rodillas. Su hija se la ajustó alrededor de las piernas-. En aquel colegio no están acostumbrados a ese tipo de luchadores, pero, en cualquier caso, lo era.
– ¿Qué clase de luchador?
El coronel Bonnamy señaló su sien.
– De los que combaten con el cerebro.
– Parece que usted conocía al chico mejor que la mayoría -dijo Lynley-. ¿Le hizo alguna confesión?
– No necesitaba hacerlas. Yo lo adivinaba todo.
– Pero, como ha dicho antes, usted tenía la impresión de que combatía con su cerebro.
– Ajedrez -replicó el coronel.
Jean Bonnamy, pensando que la respuesta de su padre no clarificaba la descripción del muchacho, intervino.
– Papá enseñó a Matt a jugar al ajedrez. Nunca se rendía, por más difícil que le resultara aprender, por más veces que papá le ganara. Creo que ni siquiera se sentía desalentado. Entraba en casa todos los martes por la tarde, preparaba el tablero y empezaban otra partida.
– Un luchador -repitió su padre.
– ¿Le habló alguna vez del colegio, de las clases, los amigos o los profesores?
– No. Sólo decía que sus notas eran buenas.
– Papá insistía en saber sus notas -añadió Jean Bonnamy-. Los dos hablamos con él sobre lo que quería hacer cuando fuera mayor.
– Saqué la impresión de que sus padres deseaban algo de tipo tradicional -dijo el coronel-. Aunque Matt no hablaba mucho acerca de ellos. Pienso que le empujaban hacia la ciencia, las leyes, la arquitectura o las finanzas. Muy típico de su mentalidad. Una carrera de ese calibre dignifica el honor de toda la familia. Mamá, papá, los abuelos, todos. Sin embargo, el pequeño Matt era un artista nato. Y de eso hablaba. Cuando hablaba del colegio o del futuro, hablaba de arte.
– Papá le alentaba -dijo Jean Bonnamy-. Matt le prometió que algún día le regalaría una de sus esculturas.
– Un chico ha de ser lo que quiere ser, no lo que sus padres deciden sin contar con sus deseos. Estas familias siempre hacen lo mismo. Lo he visto cientos de veces. Respeto total hacia los padres. Sometimiento absoluto de la personalidad. Has de llegar a ser lo que ellos te han dicho. Cásate con quien te han dicho que te cases. Forma parte de su cultura. No hay forma de evitarlo, a menos que, por supuesto, el niño cuente con un consejero que le ayude a superar la desaprobación de sus padres, una vez decidido el camino que quiere seguir.
Mientras escuchaba, Lynley empezó a comprender que, aunque la idea pareciera incongruente y a pesar de la luz que el coronel Bonnamy estaba arrojando sobre la vida y muerte de Matthew Whateley, el caso iba a complicarse mucho más de lo que suponía al principio. A medida que el coronel hablaba, su nerviosismo fue aumentando.
– Al menos, Matt tenía la ventaja de que sólo uno de sus progenitores estaba obsesionado por el tema del honor familiar y la maldita tradición relacionada con él.
– ¿Sólo un progenitor?
El coronel asintió con la cabeza.
– La madre. No la conozco, pero el apellido Whateley no da a entender que su padre sea chino. Por lo tanto, supongo que es su madre. Nunca hablamos del tema. Imaginaba que Matt ya tenía bastante con ser un mestizo en ese elegante colegio para hablar de ello cuando no estaba allí.
Lynley percibió el movimiento de la sargento Havers en el sofá. Él también ardía en deseos de ponerse en pie de un salto, cruzar la sala y abrir de par en par puertas y ventanas. No hizo nada de todo esto. Se esforzó en recordar las fotos que había visto del muchacho, recreando el cabello oscuro, la piel de color almendra, los rasgos delicados, los ojos casi negros. Los ojos… Ojos que no eran chinos, sino bien redondos y perfectamente dibujados. Tal vez galeses, incluso españoles, pero chinos no, desde luego. Era imposible. No tenía sentido.
– Usted no sabía que Matthew era mestizo, inspector -dijo Jean Bonnamy lentamente.
Lynley sacudió la cabeza, más en señal de confusión que de negación.
– ¿Tienen una foto del chico que les visitaba?
La mujer se levantó.
– Voy a buscarla.
– Si buscan un asesino -dijo el coronel, cuando ella salió de la sala-. Mi opinión es que deberían empezar por los racistas, el tipo de gente que no soporta estar cerca de alguien un poco diferente. Gente ignorante, gente que destruye lo que es incapaz de comprender.
Lynley oyó las palabras, pero sólo podía pensar en la imposibilidad de que Matthew Whateley fuera diferente de lo que se les había presentado desde el primer momento: el hijo de Kevin y Patsy Whateley, vástago de una familia de clase obrera, beneficiario de una beca, entusiasta de los trenes en miniatura.
Jean Bonnamy volvió con la fotografía y se la entregó a Lynley. Éste la examinó y miró a Havers.
– El mismo chico -dijo, volviendo a mirarla. Plasmaba a Matthew y al coronel encorvados sobre el tablero de ajedrez. La mano de Matthew estaba extendida, como si le hubieran sorprendido en el momento de mover una pieza, pero su rostro se hallaba girado hacia la cámara, y sonreía de la misma forma que Lynley había visto en la fotografía tomada a orillas del Támesis en compañía de Yvonnen Livesly, su amiga de Hammersmith.
– He conocido a los padres de Matthew -dijo Lynley al coronel-. Ninguno es chino.
El coronel no aparentó sorpresa o desconcierto ante la noticia.
– El niño era mestizo -repuso con convicción-. Viví treinta y cinco años en Hong Kong. Reconozco a un niño mestizo en cuanto lo veo. Para ustedes, Matt parecía occidental, pero para alguien que haya vivido en Oriente, el muchacho era medio chino. -Sus ojos tristes se desplazaron hacia la chimenea y se detuvieron en la cabeza del llamativo dragón-. A cierta gente le gusta destruir lo que no puede comprender, como se aplasta una araña con el tacón del zapato. Eso es lo que usted debe buscar. Ese tipo de fealdad. Ese tipo de odio, que habla de la supremacía de una Inglaterra blanca y predica el desprecio a todos los demás. Investigue en ese colegio. Me atrevería a decir que allí lo encontrará.
Demasiadas cosas en qué pensar, demasiados datos que evaluar, pero aún era necesario aclarar algunos puntos, en especial lo que Lynley consideraba la verdad acerca de la familia de Matthew Whateley.
– ¿Le habló Matthew de esto alguna vez? ¿Sobre los orígenes de su familia, sobre si existían prejuicios en el colegio, sobre problemas con algún profesor, estudiante o miembro de la plantilla?
El coronel negó con la cabeza.
– Sólo hablaba de sus notas, y cuando yo se lo preguntaba. No hablaba del colegio para nada.
– No te olvides del lema, papá -intervino Jean Bonnamy. Regresó a su taburete y habló a Lynley-. Matthew había visto el lema del colegio en alguna parte… En la capilla, o en la biblioteca. No me acuerdo, pero a él le sorprendió mucho.
– No he visto el lema -dijo Lynley-. ¿Cuál es?
– No sé qué significa en latín, pero alguien se lo tradujo y nos lo dijo -contestó Jean Bonnamy-. Tenía algo que ver con el honor. Él estaba…
– Me había olvidado, Jeannie -interrumpió el coronel con aire pensativo-. «Que el honor sea nuestro sostén y nuestro guía.» Ésas eran las palabras exactas. Le fascinaban. Quería pasar toda la tarde hablando sobre su significado. Honor sit et baculum et ferula.
– Un tema de conversación curioso para un niño de trece años -comentó la sargento Havers.
– Para ese chico, no -replicó el coronel-. Llevaba el honor en la sangre. Es el núcleo de su cultura.
Lynley deseaba evitar este tipo de discusiones.
– ¿Cuándo tuvo lugar esta conversación? ¿Cómo siguió?
El coronel pidió ayuda a su hija con una mirada.
– ¿Cuándo, Jeannie?
– Hará un mes, más o menos. En el colegio, durante una clase de historia, había hablado acerca de… lady Jane Grey, eso es, que murió en nombre de sus creencias, en nombre de la religión. Sí, estoy segura. Recuerdo que Matt te preguntó si creías que el honor exigía hacer lo debido. Tú le preguntaste quién le había metido esa idea en la cabeza. Él dijo que lady Jane Grey y su decisión de morir antes que aceptar el deshonor de renunciar a su religión.
– Quería saber qué era más importante para nosotros, un código de honor o un código de conducta -asintió el coronel.
– Tú contestaste que no había diferencia entre ambos, ¿verdad?
– Exacto, pero Matt no estuvo de acuerdo. -El coronel miró la foto que Lynley había devuelto a Jean Bonnamy-. Era su parte occidental la que hablaba, aunque su sangre china le decía que eran exactamente lo mismo.
Lynley sintió una punzada de irritación ante las continuas referencias a un linaje cuya existencia carecía de confirmación.
– Sin embargo, usted nunca le comentó que él era chino, a pesar de su evidente amor por esa civilización.
– Como tampoco se me ocurriría comentarle a usted su ascendencia noruega, de la que ha heredado su hermoso cabello, inspector. Todos tenemos una parte de otra cultura, ¿verdad? Algunas personas están más cercanas a esa otra cultura que usted y yo, pero todos procedemos de otra fuente. Aceptar esto es aceptar la vida. Los que la destruyen son aquellos incapaces de aceptarlo. Es lo único que puedo decirle.
El coronel dio por finalizada la entrevista de esta manera, y Lynley se dio cuenta de la tensión a que le había sometido la conversación. Sus miembros temblaban. Los párpados le pesaban de cansancio. No tenía sentido insistir en obtener más información. Se puso en pie, dio las gracias al anciano y, acompañado de la sargento Havers, siguió a Jean Bonnamy por el mismo camino que habían recorrido al entrar. Ninguno de los tres habló hasta que llegaron al camino particular.
– Permítame hacerle una pregunta, señorita Bonnamy -dijo Lynley-. No quiero causarle dolor, pero sí comprender por qué su padre cree que Matthew Whateley era chino. Su padre ha sufrido cuatro ataques. No habrá salido indemne de ellos.
La mujer desvió la vista hacia el seto privado. Tres pájaros chapoteaban alegremente en un charco de agua que había en la base.
– ¿Son imaginaciones suyas? -Preguntó Jean con una sonrisa-. Ojalá pudiera facilitarle las cosas, inspector. Se las facilitaría si le diera la razón, ¿verdad? Pero no puedo. Viví en Hong Kong hasta los veinte años. En cuanto Matthew Whateley puso el pie en nuestra casa, el pasado septiembre, supe sin lugar a dudas que era un niño mestizo. Por lo tanto, el hecho no tiene nada que ver con la mente de mi padre o su plena posesión de facultades. Porque aunque él no la tenga, no importa. Yo sí. -Se rascó la suciedad adherida a las arrugas de sus palmas-. Ojalá pudiera cambiar algunas cosas, inspector.
– ¿Por ejemplo?
Ella se encogió de hombros. Sus labios temblaron, pero se controló y habló con calma.
– Cuando le acompañé al colegio el pasado martes por la noche, era tarde. Dejé atrás la casa del conserje para llevarle directamente a la puerta de Erebus. Sin embargo, me hizo parar en el camino que va al cobertizo de los vehículos, porque allí me sería más fácil dar la vuelta. Dijo que iría a pie hasta la residencia. Pensaba en todo. Matthew era así.
– ¿Fue la última vez que le vio?
Ella asintió y prosiguió, como si sus palabras pudieran exorcizar la pena.
– Salió del coche y empezó a caminar. Entonces, un minibús apareció en el sendero y sus faros iluminaron a Matthew. Me acuerdo muy bien porque oyó al autobús y se volvió. Se despidió de mí agitando la mano. Y sonrió. -Se secó los ojos-. La sonrisa de Matthew era adorable, inspector. Cuando la vi en su rostro el martes por la noche, me di cuenta de cuánto había llegado a quererle. Ojalá se lo hubiera dicho.
– Encontramos el borrador de una carta dirigida a usted entre las pertenencias de Matthew. ¿La recibió? -Lynley sacó de su bolsillo la hoja de papel y se la tendió.
Ella la leyó, asintió y se la devolvió.
– Sí, recibí una nota como ésta el viernes. Siempre que venía a cenar con nosotros escribía una nota dando las gracias. Siempre.
– Menciona a un chico que le vio. Es evidente que usted le acompañó al colegio después del toque de queda.
– Papá y él se enfrascaron en una larguísima partida y perdimos la noción del tiempo. Telefoneé a Matthew el miércoles para asegurarme de que no había tenido problemas. Dijo que uno de los chicos mayores le había visto.
– ¿Le había denunciado al rector?
– No, desde luego. Todavía no. Creo que Matthew quería hablar con él, de todos modos, para explicarle dónde había estado.
– ¿Cabía la posibilidad de que le aplicaran medidas disciplinarias por llegar tarde, a pesar de que había estado con ustedes?
– Eso parece. Se supone que los estudiantes han de responsabilizarse de llegar al campus a tiempo, sean cuales sean las circunstancias. Eso demuestra madurez, imagino.
– ¿Qué castigo se le habría infligido a Matthew si le hubieran descubierto después del toque de queda?
– Le habrían confinado en la residencia durante una semana. Quizá una reprimenda. No se me ocurre otra cosa.
– ¿Y el otro chico?
Jean Bonnamy frunció el entrecejo.
– ¿El otro chico?
– El que vio a Matthew.
– No lo entiendo.
Era un giro de las circunstancias que Lynley no había visto hasta aquel momento. Hasta entonces, sólo tenía en cuenta el hecho de que el prefecto de la residencia de Matthew, Brian Byrne, no había informado sobre la desaparición de un chico después de comprobar que todos estuvieran en la cama. Ahora, reparaba en una nueva perspectiva del caso. Si Matthew Whateley había llegado el martes por la noche después del toque de queda, no había sido el único.