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El jardín posterior de la casa situada en el paseo inferior de Hammersmith estaba adaptado para acometer tareas artísticas. Seis caballetes desvencijados de aserrar sustentaban tres planchas de pino nudoso que se utilizaban como lugar de trabajo y sostenían, como mínimo, una docena de esculturas de piedra en diversas fases de terminación. Un armario mellado de metal, cercano al muro del jardín, contenía las herramientas del artista: taladros, escoplos, cedazos, limas, gubias, esmeril y una colección de papel de lija en diversas fases de abrasión. Un trapo manchado de pintura, que olía fuertemente a trementina, formaba un bulto irregular bajo una silla medio rota.
Era un jardín a prueba de distracciones. Amurallado contra la curiosidad de los vecinos, también se hallaba protegido de los insistentes ruidos, en su mayoría mecánicos, del tráfico fluvial, de la autopista del Oeste y del puente Hammersmith. De hecho, los altos muros del jardín estaban construidos con tal habilidad, y se había elegido tan bien la ubicación de la casa en la alameda, que sólo el vuelo de alguna ocasional ave acuática quebraba el completo silencio del lugar.
Tanta protección no carecía de una desventaja. Como las brisas procedentes del río jamás conseguían atravesar los muros, una pátina de polvo desprendido al tallar la piedra lo cubría todo: la pequeña extensión oblonga de césped mortecino, los alelíes púrpuras que la bordeaban, el cuadrado de baldosas que hacían las veces de terraza, los antepechos de las ventanas y el tejado inclinado del edificio. Incluso una fina capa de polvillo gris se había adherido al artista como una segunda piel.
Pero esta empecinada suciedad no molestaba a Kevin Whateley. Con los años se había acostumbrado a ella por completo y, por otra parte, cuando trabajaba en el jardín no reparaba en su existencia. Éste era su refugio, un lugar de éxtasis creativo en el que no hacían falta ni comodidad ni limpieza. Una vez entregado a la llamada de su arte, Kevin hacía caso omiso de pequeñas molestias.
En este momento se hallaba entregado a la fase final de pulido. Tenía en gran consideración su obra actual, un desnudo femenino yaciente, esculpido en mármol, con la cabeza apoyada en una almohada, el torso girado, con la pierna derecha sobre la izquierda, y el arco ininterrumpido de la cadera y el muslo que terminaba en la rodilla. Recorrió con la mano el brazo, las nalgas y el muslo, buscando rugosidades, y asintió con satisfacción al sentir la textura de la piedra, como seda fría, bajo sus dedos.
– Pareces embobado, Kev. Creo que nunca te he visto sonreírme de esta manera.
Kevin rió entre dientes, se enderezó y miró a su esposa, de pie en la puerta de la casa. Se secó las manos con un paño de cocina descolorido y, al reír, se ahondaron las arrugas que rodeaban sus ojos.
– Pues ven aquí y pruébalo, muchacha. La última vez no me prestaste atención.
– Estás loco, Kev, de veras -repuso Patsy Whateley, pero su marido advirtió el rubor de satisfacción que aparecía en sus mejillas.
– Conque loco, ¿eh? no recuerdo que dijeras eso esta mañana. Fuiste tú la que se montó encima de un tío a las seis en punto, ¿verdad?
– ¡Kev!
Ella lanzó una carcajada y Kevin le dirigió una sonrisa, estudiando sus rasgos queridos y familiares, admitiendo el hecho de que, a pesar de haberse teñido el cabello durante una temporada para mantener una apariencia juvenil, su rostro y su figura correspondían a una mujer de edad madura; el primero estaba surcado de arrugas, y tanto la mandíbula como la barbilla habían perdido su firmeza. La segunda se había rellenado en determinados lugares, donde en otro tiempo aparecían las curvas más deliciosas.
– Estás pensando, ¿verdad, Kev? Lo veo en tu cara. ¿Qué piensas?
– Marranadas, muchacha, capaces de sonrojarte.
– Es por culpa de esas tallas, ¿no? ¡Mirando mujeres desnudas un domingo por la mañana! Es indecente.
– Lo que siento por ti sí es indecente, cariño. Acércate, no me hagas perder el tiempo en fruslerías. Yo sé cómo eres en realidad.
– Se ha vuelto loco -anunció Patsy al cielo.
– Loco como a ti te gusta -cruzó el jardín en dirección a la casa, abrazó a su esposa y la besó sonoramente.
– ¡Dios santo, Kevin, sabes a arena! -protestó Patsy cuando él la liberó. Una línea de polvillo gris manchaba su sien, otra se destacaba sobre su seno izquierdo. Se sacudió la ropa, murmurando para sí exasperada, pero cuando levantó la vista y su marido sonrió, la expresión de Patsy se suavizó-. Medio loco. Como siempre.
Él le guiñó un ojo y continuó trabajando. Patsy siguió mirándole desde la puerta.
Kevin sacó del armario metálico la piedra pómez pulverizada que empleaba para preparar el mármol antes de agregar su firma a la pieza concluida. La mezcló con agua y la distribuyó generosamente sobre el desnudo yaciente, aplicándolo a la piedra. Concentró su atención en las piernas, el estómago, los senos y los pies, trabajando el rostro con suma delicadeza.
Oyó que su mujer se removía inquieta en el umbral de la puerta. Observó que estaba mirando el reloj de hojalata rojo de la cocina, que colgaba sobre el horno.
– Las diez y media -dijo Patsy con preocupación.
Fingía hablar para sí, pero la falsa indiferencia no engañó a Kevin.
– Vamos, Pats -la tranquilizó-. No exageres. Te veo venir. Olvídalo, ¿quieres? El chico llamará en cuanto pueda.
– Las diez y media -repitió ella, sin hacerle caso-. Matt dijo que volverían a la hora de la comunión, Kev, y la comunión habrá acabado a las diez. Ya son y media. ¿Por qué no nos ha llamado?
– Estará ocupado deshaciendo las maletas. Ha de preparar los deberes, explicar lo divertido que ha sido el fin de semana, y almorzar después con los demás chicos. De modo que se ha olvidado de llamar a su mami, pero lo hará a la una. Ya lo verás. No te preocupes, cariño.
Kevin sabía que pedirle a su mujer que no se preocupara por su hijo era tan eficaz como pedirle al Támesis que dejara de fluir cada día, considerando que el cauce pasaba a pocos pasos de su puerta. Llevaba doce años y medio brindándole variaciones sobre el mismo tema, pero no servía de nada. Patsy se preocupaba por todos los detalles relativos a la vida de Matthew. Por la armonía de sus prendas de vestir, por quién le cortaba el pelo y cuidaba de su dentadura, por el brillo de sus zapatos y la longitud de sus pantalones, por los amigos que escogía y las aficiones que practicaba. Releía todas las cartas que escribía desde el colegio hasta aprendérselas de memoria, y si no la llamaba una vez a la semana se ponía tan nerviosa que nada podía calmarla, excepto el propio Matthew. Siempre solía hacerlo, por lo que la ausencia de llamadas telefónicas después de su fin de semana en las Costwolds era aún más incomprensible, pero Kevin no estaba dispuesto a admitirlo delante de su esposa.
«Adolescentes -pensó-. No se puede evitar, Pats. El chico se está haciendo mayor.»
La respuesta de Patsy sorprendió a su marido, que no se consideraba tan transparente.
– Sé lo que piensas, Kev. Se está haciendo mayor. No quiere que su mamá le dé la paliza todo el tiempo. Es verdad, y lo sé.
– ¿Y bien? -la animó.
– Esperaré un poco más antes de llamar al colegio.
Kevin sabía que no podía pedirle más.
– Ésa es mi chica -replicó, y volvió a su escultura.
Durante la hora siguiente se permitió el lujo de sumirse por completo en las delicias de su arte, perdiendo el sentido del tiempo. Como de costumbre, lo que le rodeaba quedaba reducido a la insignificancia, y la existencia se limitaba a la sensación directa del mármol cobrando vida bajo sus manos.
Su mujer tuvo que llamarlo dos veces antes de arrancarle del mundo crepuscular en que habitaba siempre que su musa le atraía a él. Había vuelto a la puerta, pero vio que esta vez, en lugar del paño de cocina, llevaba un bolso de vinilo negro. Se había puesto sus zapatos negros nuevos y su mejor chaqueta de lana azul marino. En el ojal se había prendido descuidadamente un reluciente broche de bisutería. Una esbelta leona con una pata alzada, a punto de atacar. Sus ojos eran como dos diminutas manchas verdes.
– Está en la enfermería -pronunció la última palabra con tono de pánico incipiente.
Kevin parpadeó, deslumbrado por la danza de luz emanada de la leona.
– ¿La enfermería? -repitió.
– ¡Nuestro Matt está en la enfermería, Kev! Ha pasado allí todo el fin de semana. Acabo de llamar al colegio. Ni siquiera fue a casa de los Morant. ¡Está enfermo! El hijo de los Morant no sabía nada. ¡No le ha visto desde la comida del viernes!
– ¿Qué estás tramando, muchacha? -preguntó Kevin con astucia. Conocía muy bien la respuesta, pero necesitaba un momento para pensar en la mejor manera de detenerla.
– ¡Mattie está enfermo! ¡Nuestro hijo! Dios sabe lo que habrá ocurrido. Bien, ¿vas a venir conmigo al colegio o piensas quedarte todo el día aquí, con las manos metidas en la descarada entrepierna de esa mujer?
Kevin se apresuró a apartar las manos de la ofensiva parte anatómica de la escultura. Se las limpió en los costados de sus téjanos de trabajo, añadiendo pasta blanca abrasiva al polvo y la tierra que ya jalonaban las costuras.
– Calma, Pats -dijo-. Piensa un momento.
– ¿Pensar? ¡Mattie está enfermo! Querrá estar con su madre.
– ¿Tú crees, cariño?
Patsy meditó sobre esta idea, apretando los labios como si intentara contener las palabras. Sus dedos anchos y chatos torturaban la hebilla del bolso, abriéndola y cerrándola sin cesar. A juzgar por lo que Kevin veía, el bolso estaba vacío. Con las prisas, Patsy se había olvidado de meter algo, calderilla, un peine, una polvera, cualquier cosa.
Kevin sacó un trozo de paño del bolsillo y procedió a frotar la escultura.
– Piensa, Pats. Ningún chico quiere que mamá vaya volando al colegio porque tiene un poco de gripe. Es muy posible que le moleste, ¿no? Ruborizado hasta las orejas porque mamá ha hecho acto de presencia, como si necesitara que le cambiaran los pañales y sólo ella pudiera hacerlo.
– ¿Estás diciendo que lo deje correr? -Patsy agitó el bolso en su dirección, para subrayar sus palabras-. ¿Como si me trajera sin cuidado el bienestar de mi hijo?
– No digo que lo dejes correr.
– Pues ¿qué?
Kevin convirtió el paño en un pequeño y pulcro cuadrado.
– Reflexionemos. ¿Qué te ha dicho la responsable de la enfermería cuando has llamado?
Patsy bajó los ojos. Kevin sabía lo que la reacción implicaba y rió por lo bajo.
– Hay una enfermera de guardia en el colegio y no la has llamado, ¿verdad, Patsy? ¡Mattie ha tropezado con una piedra y su mamá sale corriendo hacia West Sussex sin molestarse en llamar primero para averiguar lo sucedido! ¿Qué va a ser de la gente como tú, muchacha?
El rubor ascendió por el cuello de Patsy hasta sus mejillas.
– Llamaré ahora -consiguió articular con dignidad, dirigiéndose hacia el teléfono de la cocina.
Kevin la oyó marcar el número. Un momento después escuchó su voz. Al instante siguiente la oyó colgar el auricular. Gritó una sola vez, un sollozo aterrorizado que Kevin reconoció como su nombre. Arrojó el paño al suelo y entró corriendo en la casa.
Al principio pensó que su mujer sufría un ataque. Tenía el rostro gris y sus labios sugerían que contenía un aullido de dolor con gran esfuerzo de voluntad. Cuando se volvió al oír los pasos de su marido, éste vio que una mirada extraviada alumbraba sus ojos.
– No está allí. Mattie ha desaparecido. No estaba en la enfermería. ¡Ni siquiera está en el colegio!
Kevin luchó por comprender el horror que aquellas pocas palabras implicaban, pero sólo pudo repetirlas.
– ¿Mattie, desaparecido?
Su mujer parecía petrificada.
– Desde el viernes a mediodía.
De repente, aquel inmenso lapso que se extendía entre el viernes y el domingo se transformó en terreno abonado para el tipo de imágenes indecibles a las que todo padre se enfrenta cuando descubre la desaparición de su amado hijo. Rapto, abusos deshonestos, sectas religiosas, trata de blancas, sadismo, asesinato. Patsy se estremeció y experimentó náuseas. Una leve película de sudor cubría su piel.
Al darse cuenta, y temiendo que se desmayara, sufriera un infarto y cayera muerta en el acto, Kevin la aferró, por los hombros para proporcionarle el único consuelo posible.
– Iremos al colegio, cariño. Encontraremos a nuestro chico, te lo prometo. Iremos ahora mismo.
– ¡Mattie!
El nombre se elevó como una plegaria.
Kevin se dijo que las plegarias no eran necesarias en ese momento, que Mattie había hecho novillos, que su ausencia del colegio tenía una explicación razonable, de la que se reirían los tres juntos dentro de nada. No obstante, mientras pensaba esto, un temblor malsano agitó el cuerpo de Patsy. De nuevo pronunció con tono suplicante el nombre de su hijo. Contra todo motivo, Kevin se descubrió confiando en que algún dios estuviera escuchando a su mujer.
La sargento detective Barbara Havers hojeó su contribución al informe conjunto por última vez y decidió que estaba satisfecha con el resultado del trabajo efectuado durante el fin de semana. Grapó las quince tediosas páginas, empujó la silla hacia atrás y fue en busca de su inmediato superior, el inspector Thomas Lynley.
Estaba donde le había dejado poco después de mediodía, solo en su despacho, la cabeza rubia apoyada en una mano y concentrado en su parte del informe, esparcido sobre el escritorio. El sol de aquel domingo por la tarde arrojaba largas sombras sobre las paredes y el suelo, y resultaba casi imposible descifrar el texto mecanografiado sin ayuda de luz artificial. Como las gafas para leer de Lynley se habían deslizado hacia el extremo de su nariz, Barbara entró sin hacer ruido, convencida de que el inspector se había dormido.
Lo cual no la habría sorprendido. Lynley había trabajado como un poseso durante los últimos dos meses. Su presencia en el Yard había sido tan incesante (requiriendo a menudo la reacia presencia de la sargento), que los otros detectives de la división ya le habían bautizado como Mr. Ubicuo.
– Vete a casa, chaval -rugía el inspector MacPherson cuando le veía en un pasillo, en una reunión o en el comedor de oficiales-. Nos estás desacreditando a los demás. ¿Aspiras a un puesto superior? No podrás dormirte en los laureles de un ascenso si la palmas de un infarto.
Lynley reía con su habitual afabilidad y esquivaba la razón oculta tras los sesenta días de labor febril. No obstante, Barbara sabía por qué se quedaba en el trabajo hasta muy entrada la noche, por qué se presentaba voluntario a las guardias, por qué sustituía a otros oficiales en cuanto se lo pedían. La postal que descansaba en este momento junto al borde del escritorio lo explicaba todo. La cogió.
Databa de cinco días atrás, provenía del mar Jónico y el largo viaje a través de Europa la había arrugado considerablemente. Representaba una curiosa procesión de portadores de incienso, oficiantes que empuñaban cetros y sacerdotes de la iglesia ortodoxa griega, barbudos y ataviados con hábitos dorados, que cargaban a hombros una silla de manos incrustada de joyas y protegida con cristales por los lados. Los restos de San Spiridón descansaban en la silla. Apoyaba su cabeza amortajada contra el cristal, como si en lugar de llevar más de mil años muerto estuviera simplemente dormido. Barbara volvió la postal y leyó con todo descaro el contenido. Habría adivinado el tono del mensaje sin necesidad de leerlo.
Querido Tommy: ¡Imagina tus pobres restos acarreados por las calles de Corfú cuatro veces al año! Por Dios, te hace pensar en la sabiduría de dedicar tu vida a la santidad, ¿verdad? Te agradará saber que he rendido tributo a mi desarrollo intelectual con un peregrinaje al templo de Júpiter en Casíope. Me atrevería a decir que apruebas una empresa tan digna de Chaucer.
H.
Barbara sabía que la postal era la décima que lady Helen Clyde enviaba a Lynley en los dos últimos meses. Todas las anteriores eran iguales: un comentario cordial y divertido sobre algún aspecto de la vida en Grecia, puntuando los desplazamientos de lady Helen por el país en lo que parecía un viaje interminable iniciado en enero, pocos días después de que Lynley le pidiera que se casara con él. La respuesta de la joven había sido un no definitivo, y las postales, que no enviaba a la casa de Lynley en Eaton Terrace, sino a Scotland Yard, subrayaban su determinación de permanecer insensible a las demandas de su corazón.
Que Lynley pensaba cada día, si no cada hora, en Helen Clyde, que la deseaba, que la quería con una firmísima intensidad, eran los hechos agazapados tras la infinita capacidad del inspector para aceptar nuevas misiones sin rechistar. Cualquier cosa con tal de tener bajo control a los aullantes sabuesos de la soledad, pensó Barbara. Cualquier cosa con tal de impedir que el dolor de vivir sin Helen creciera como un tumor en su interior.
Barbara dejó la postal en su sitio, retrocedió unos pasos e introdujo expertamente su parte del informe en la bandeja. El consiguiente movimiento de aire removió los papeles del escritorio y los arrojó al suelo, despertando a Lynley. Se agitó, hizo una mueca al ver que le habían descubierto durmiendo, se frotó la nuca y se quitó las gafas.
Barbara se dejó caer en la silla contigua al escritorio, suspiró y se manoseó el corto cabello con inconsciente energía, consiguiendo enderezarlo como las púas de un cepillo.
– Oh, sí -dijo-. ¿Escuchas las macizas campanadas de Escocia llamándote, muchacho? Dime que sí.
Lynley reprimió un bostezo y contestó:
– ¿Escocia, Havers? ¿Qué demonios…?
– Sí, aquellas diminutas y macizas campanas, que te llaman de regreso al país de la malta. Aquellos benditos y ahumados tragos de fuego líquido…
Lynley irguió su larguirucho cuerpo y se puso a ordenar los papeles.
– Ah, Escocia. ¿Debo imaginar, sargento, que este viaje sentimental al país de sir Walter Scott es una indicación de que todavía no ha bebido su ración semanal de alcohol?
Ella sonrió y dejó de lado a Robert Burns.
– Vámonos al King's Arms, inspector. Dos de MacCallan y cantaremos a dúo Corning Through the Rye. No querrá perdérselo. Tengo una voz de mezzosoprano que arrancará lágrimas de sus adorables ojos pardos.
Lynley se limpió las gafas, las ajustó sobre la nariz y comenzó a examinar el trabajo de Havers.
– Su invitación me halaga, no piense lo contrario. La oportunidad de oírla gorjear me conmueve el corazón, pero hoy tenemos entre nosotros a alguien cuya cartera no ha vaciado con tanta regularidad como la mía. ¿Por dónde anda el agente Nkata? No le he visto aquí esta tarde.
– Está de servicio.
– Qué pena. Me temo que no está de suerte. Prometí a Webberly que le entregaría este informe mañana por la mañana.
Barbara sintió una punzada de exasperación. Había rechazado su invitación con más habilidad de la empleada por ella para formularla. Pero le quedaban más armas, de modo que utilizó la primera.
– Se lo prometió a Webberly para mañana por la mañana, pero usted y yo sabemos que no lo necesita hasta la semana que viene. Déjese de historias, señor. ¿No cree que ya es hora de volver al país de los vivos?
– Havers…
Lynley no alteró su postura. Ni siquiera levantó la vista de los papeles. Su tono contenía una advertencia implícita. Era una delimitación de fronteras, una declaración de superioridad en la cadena de mando. Barbara había trabajado con él durante el tiempo suficiente para saber qué quería decir cuando pronunciaba su apellido con estudiada neutralidad. Estaba penetrando en zona prohibida. Su presencia era indeseada y no sería admitida sin lucha.
Bien, pensó con resignación. Sin embargo, no pudo reprimir una última incursión en las regiones protegidas de su vida privada.
Señaló la postal con un movimiento de la cabeza.
– Nuestra Helen no le está dando muchas esperanzas, ¿verdad?
Lynley levantó la cabeza y dejó caer el informe, pero el agudo timbre del teléfono impidió que replicara. Lynley descolgó el auricular y oyó la voz de una recepcionista del Yard, que trabajaba en el hostil vestíbulo de mármol gris y negro.
– Un visitante aquí abajo -anunció la voz adenoidal sin más preliminares-. Un tipo llamado John Corntel pregunta por el inspector Asherton. Es usted, supongo. No sé por qué alguna gente es incapaz de recordar un nombre… incluso cuando al tío en cuestión le da por ensartar nombres como si fuera de sangre real y espera que en recepción los sepan todos y los reconozcan.
Lynley interrumpió el rosario de quejas.
– ¿Corntel? La sargento Havers bajará a buscarle.
Lynley colgó, enmudeciendo la voz de mártir que le preguntaba cómo le gustaría que le llamara la semana siguiente. ¿Lynley, Asherton, o por algún otro polvoriento título familiar que le apeteciera emplear durante un mes o dos? Havers, anticipándose a sus deseos por lo que había oído de la conversación, ya se dirigía hacia el ascensor.
Lynley la vio salir. Sus pantalones de mezclilla ondeaban alrededor de sus piernas achaparradas, y del codo de su raído jersey de Aran colgaba, como una polilla, un trozo de papel. Pensó en la inesperada visita de Corntel; un fantasma del pasado, sin duda.
Habían sido compañeros de colegio en Eton. Corntel era becario del King's, uno de la élite. Lynley recordó que, en aquellos días, Corntel era toda una figura entre los alumnos de último curso. Un joven alto y triste, muy melancólico, favorecido con un cabello color sepia y un conjunto de facciones aristocráticas, similares a las que Antoine Jean Gros había adjudicado a Napoleón en sus románticos lienzos. Como si deseara amoldarse al tipo físico, Corntel se había preparado para obtener matrícula de honor en literatura, música y arte. Lynley ignoraba lo que había sido de él después de Eton.
Con esta imagen mental de John Corntel, parte de la historia de Lynley, éste se levantó, no sin cierta sorpresa, para saludar al hombre que entró en su despacho menos de cinco minutos después, precedido por la sargento Havers. Sólo la altura (un metro ochenta y cinco, igual que Lynley) permanecía inalterada, pero la estructura que en otro tiempo le había permitido erguirse tan alto y seguro de sí mismo, un prometedor becario en el mundo privilegiado de Eton, tenía ahora los hombros redondeados, como para protegerle de un posible contacto físico. Además, los rizos de la juventud habían dado paso a un cabello muy corto y salpicado de un gris prematuro. Aquella milagrosa amalgama de hueso, piel, contorno y color que había dado como resultado un rostro en el que sensualidad e inteligencia se daban la mano, estaba teñida ahora de una palidez que solía asociarse con las habitaciones de los enfermos, y la piel parecía estirarse sobre los huesos. Sus ojos oscuros estaban inyectados en sangre.
Tenía que haber una explicación para el cambio sufrido por Corntel en los diecisiete años transcurridos desde la última vez que Lynley le había visto. La gente no experimenta alteraciones tan drásticas sin una causa concreta. En este caso, daba la impresión de que el fuego o el hielo hubieran destruido el núcleo del hombre, aniquilando la sustancia interior, y avanzaran ahora para diezmar el resto.
– Lynley Asherton. No sabía qué apellido utilizar -dijo Corntel, inseguro, pero la timidez parecía estudiada, como si hubiera decidido presentarse así con mucha anticipación. Le tendió la mano. Estaba caliente, como febril.
– No suelo usar el título. Sólo Lynley.
– Un título siempre es útil. En el colegio te llamábamos el Vizconde de la vacilación, ¿verdad? ¿De dónde salió? No me acuerdo.
Lynley prefería no contestar. Agitaba recuerdos que asaltaban las regiones protegidas de la psique con pasmosa facilidad.
– Vizconde Vacennes.
– Eso es. El título secundario. Uno de los placeres de ser el hijo mayor de un conde.
– Dudoso placer, a lo sumo.
– Tal vez.
Lynley observó que los ojos del hombre recorrían el despacho, tomando nota de los ficheros, los estantes y los libros que sostenían, el caos general de su escritorio, los dos grabados del suroeste de Estados Unidos. Se posaron en la única fotografía del despacho, y Lynley esperó a que el otro hombre hiciera algún comentario sobre su tema. Corntel y Lynley habían estado en Eton con Simon Allcourt St. James, y como la foto databa de trece años atrás, Corntel reconocería sin duda el rostro jubiloso de aquel joven jugador de criquet de cabello enmarañado, congelado en el tiempo, capturado en aquella alegría pura y exuberante de la juventud, con los pantalones rotos y sucios, un jersey arremangado por encima de los codos y una raya de mugre en el brazo. Estaba apoyado en un bate de criquet, riendo de buena gana. Tres años antes de que Lynley le lisiara.
– St. James -Corntel asintió-. Hace siglos que no pienso en él. Dios mío, cómo pasa el tiempo, ¿verdad?
– Desde luego -Lynley continuó estudiando con curiosidad a su antiguo compañero de colegio, notando la forma en que su sonrisa destellaba y desaparecía, notando cómo sus manos se hundían en los bolsillos de la chaqueta y los palpaba, como si quisiera asegurarse de la presencia de un objeto que tenía la intención de extraer.
La sargento Havers abrió las luces para disipar la oscuridad del anochecer. Miró a Lynley. ¿Me quedo o me voy?, preguntaron sus ojos. Él le indicó con la cabeza una de las sillas. La joven se sentó, rebuscó en el bolsillo del pantalón, sacó un paquete de cigarrillos y lo agitó.
– ¿Quiere uno? -ofreció a Corntel-. El inspector aquí presente ha decidido abandonar un vicio más, maldito sea su mojigato deseo de impedir la contaminación del aire, y detesto fumar sola.
A Corntel pareció sorprenderle que Havers siguiera en la habitación, pero aceptó su invitación y sacó un encendedor.
– Sí, gracias -sus ojos se desplazaron hacia Lynley y luego los apartó. Con la mano derecha hizo rodar el cigarrillo sobre la palma izquierda. Se mordió un momento el labio inferior-. He venido a pedirte ayuda -dijo de pronto-. Te ruego que hagas algo, Tommy. Tengo graves problemas.