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– Lev, debes escucharme. -Rikki miró ferozmente a su espalda mientras éste caminaba por la cocina-. Esto es información importante. Un yate se hundió en nuestra costa el día que te saqué del agua. -Le miró con cuidado, pero no hubo reacción en él-. Es una gran cosa. Tienen investigadores y científicos revoloteando por todas partes. Se presume que todos están muertos.
Cuando él siguió rondando y abriendo todas las alacenas, ella suspiró con exasperación.
– ¿No comprendes lo que esto significa? Tuviste que haber estado en ese yate. Estaba a corta distancia de donde estaba yo cuando se hundió.
Habían pasado tres días desde que había ido al pueblo y esta era la primera vez que Lev había estado levantado durante más de quince minutos. Se había duchado realmente, y aunque hubiera tenido que acostarse una media hora, estaba otra vez en pie y hambriento, deseando un verdadero desayuno, no caldo ni bocadillos de mantequilla de cacahuete. Se había quedado sin las sopas que Judith había comprado para ella, y se sentía un poco desesperada, esperando distraerlo de comer. No había salido al mar en más de dos semanas. Parecían meses y los efectos de su pequeña y última visita a los riscos hacía días la había agotado, dejándola agitada y molesta.
Lev cerró otra alacena de golpe y ella le fulminó, irritada.
– Para. ¿Qué demonios estás buscando?
– Comida.
– Hay toneladas de alimento. Deja de golpear las puertas. Debes cerrarlas en silencio. -O mejor todavía, no tocarlas-. Estás dejando huellas dactilares por todas partes y tendré que pasar horas sacándoles brillo. -Se tocó la garganta. Había estado llevando suéteres de cuello alto durante semanas para cubrir las huellas que él le había dejado en la garganta. No le molestaban los pesados jerseys, pero los cuellos le molestaban porque tendía a retroceder al viejo hábito que tuvo de ocultarse en ellos. Había luchado duramente para parar eso, pero llevar uno durante quince días la hacía querer desaparecer en el tibio material. Estaba desesperada, desesperada, por el mar.
La mirada de él se movió a su cara, luego vagó al cuello. Ella deseó de repente no haber atraído su atención. La cara de Lev se oscureció y las sombras se arrastraron al azul de sus ojos.
– ¿Cuán malo es? Déjame mirar.
Dio un paso más cerca, cerniéndose sobre ella hasta que tuvo que retroceder apresuradamente para crear más espacio. Cuando él estaba en la cama, parecía vulnerable y necesitado de cuidados. Podía tumbarse en la cama y dormir a su lado siempre que se levantara antes de que él despertara, aunque a veces sospechaba que él sabía el momento en que ella abría los ojos y simplemente no le decía nada. No estaba segura de cómo sentirse acerca de eso tampoco, porque significaba que presentía cuán incómoda estaba con él cuando estaba despierto.
Rikki se echó para atrás el pelo revuelto con agitación. No tenía la menor idea de qué hacer con él. Pero él tenía que sentarse y dejar de caminar sobre su suelo. Al menos estaba descalzo. Podría tener que ocultarle los zapatos si él exigía ponérselos y caminar por el suelo limpio. Era eso o echarle, lo cual estaba segura era la mejor idea.
– Mantén las manos lejos de mi cuello. De hecho, mantén las manos lejos de todo. Mira cómo lo estás poniendo todo
Él no había dejado de ir hacia ella, ni siquiera cuando le dio su ceño más negro. Levantó una mano para desviarlo.
– Las personas dicen que no conozco los límites Tú no tienes ninguna. No me toques. Y no toques mis cosas.
Él ignoró la mano y empujó el suéter, exponiendo la garganta. Los dedos le rozaron las marcas. Ya se habían reducido a pequeños borrones verdes, pero ella no deseaba que nadie, ni siquiera él, viera la evidencia. Nunca le había gustado estar encerrada y el cuerpo de él atrapó el suyo entre la libertad y la mesa. Contuvo la respiración, atemorizada de que estallara la violencia, pero de algún modo el roce de sus dedos alejó la sensación de estar atrapada. En vez de eso, la sensación se vertió por su cuerpo, como una onda de calor, rozando la piel, hundiéndose más profundo, hasta que sintió su toque en los huesos.
– No tenía intención de hacer esto. Realmente no recuerdo agarrarte por la garganta.
Se apartó de él y tiró del cuello hacia arriba, dando un paso hacia un lado para darse espacio para respirar.
– ¿Recuerdas el cuchillo?
Mantuvo la mirada fija en la de ella.
– Deberías haberme devuelto al mar.
– Malditamente correcto, debería haberlo hecho -estuvo de acuerdo-. Ahora que eso está claro, siéntate. Te prepararé un sándwich.
Pareció afligido.
– No como mantequilla de cacahuete.
Eso verdaderamente la sacudió.
– ¿Quién no come mantequilla de cacahuete? Es el alimento perfecto.
Él se estremeció.
– No creo que pudiera hacerlo, ni siquiera para compensar todas las cosas que he hecho mal.
– Para un hombre que lleva tantas armas como tú, eres un poco bebé.
– No es ser bebé no comer mantequilla de cacahuete. No creo que los bebés coman esa cosa.
– Eso es poco americano.
– No estoy seguro de ser norteamericano -indicó.
Tenía que estar de acuerdo con él en eso.
– Bien. Puedes poner mantequilla de cacahuete en los gofres. Blythe compró algunos de esos chismes congelados que pones en el tostador. No estoy segura de cuánto tiempo tienen. ¿La comida congelada dura como cuatro años o más?
Él gimió y se dejó caer en la silla más cercana, metiendo la cabeza entre las manos.
– Muerte por mantequilla de cacahuete. Nunca pensé que sería así.
Rikki se encontró riéndose. Nada la hacía reír, no en voz alta, no un risa que le hacía doler la tripa, no de este modo. Parecía tan desanimado, un hombre grande y duro derrotado por la mantequilla de cacahuete.
Él levantó la mirada y sonrió, y la risa se desvaneció. El estómago de Rikki dio un salto mortal y el corazón se le contrajo. De repente, fue difícil respirar otra vez.
– No sé cocinar -dejó escapar.
Él miró los platos, las ollas y las cacerolas.
– Sólo los lavo para mantenerlos limpios, pero nunca los he utilizado, ni una vez en los cuatro años que los he tenido. Hay brócoli en el cajón de las verduras. No puedo cocinarlo pero lo puedes comer crudo -ofreció.
– Me has alimentado con sopa.
Ella dio golpecitos con el pie y contó hasta veinte antes de encararle otra vez. El color se arrastró por su cara.
– Calenté la lata en ese pequeño hornillo al aire libre que tengo. Todas las sopas están preparadas para hacerlas rápida y fácilmente.
Hubo un pequeño silencio mientras él estudiaba su expresión.
– ¿Qué tal si cocino para nosotros? Si vas a dejar que permanezca aquí mientras me recupero, es lo menos que puedo hacer.
¿Iba permitir que continuara en su casa mientras se recuperaba? Rikki se mordió nerviosamente el labio inferior. Él diría que no tocaría sus cosas, pero lo haría. Y ella tendría que estar muy atenta. Sólo porque la casa no se hubiera incendiado durante las últimas dos semanas, no significaba que no podría suceder, el riesgo era mucho más grande con otra persona en la casa.
Él le envió una pequeña sonrisa.
– Piensas echarme a patadas.
Ella se encogió de hombros.
– Siempre pienso en patearte. -Abrió los brazos, abarcando la casa-. Estoy acostumbrada a vivir sola, es más seguro.
– No realmente. No si alguien trata de quemarte. Yo estaría malditamente a mano.
Se inclinó hacia ella, los ojos azules tan intensos que Rikki se perdió allí, en ese salvaje mar azul.
– Déjame quedarme contigo, Rikki. No tengo ningún sitio a donde ir. No tengo ni una pista de quién soy realmente. Si estuve en ese yate, todos piensan que estoy muerto.
Entonces había estado escuchando. Había escogido no contestar, como ella a menudo hacía.
– Quizá esta es mi oportunidad -persistió-. Mi única oportunidad para una nueva vida. Puedo ser otra persona, alguien diferente.
– Si no sabes quién eres…
– He matado hombres. Cada instinto que tengo trata de supervivencia.
– Eso no significa que no protegieras a personas, Lev. Guardé los periódicos. -Tenía los periódicos pero no los había leído, no hasta que fue al pueblo y vio el flujo de periodistas. El lío todavía era enorme-. El hombre dueño del barco era un billonario y todos los de a bordo se han perdido, inclusive su guardaespaldas. Podrías haber sido su guardaespaldas. ¿No tienen los guardaespaldas que disparar a personas ocasionalmente?
Lev sacudió la cabeza.
– ¿Eres increíble, sabes? ¿No tienen los guardaespaldas que disparar a personas ocasionalmente? ¿Quién piensa así? Déjame quedarme contigo, Rikki.
Ella no iba a echarlo. Le había encontrado en el mar y estaba atada a él. Le había llevado a bordo de su barco y eso la hacía responsable de él. Aparte de… Se apretó los dedos en las sienes. Había dormido con él a su lado. Nunca había hecho eso con Daniel. No podía abandonarle, no cuando Blythe y las otras le habían dado a ella una oportunidad, no cuando él le había dado un regalo tan precioso como saber que una vez, una vez, en su vida, había sido lo suficiente normal para dormir al lado de otro ser humano, que era la única razón por la que había continuado durmiendo en la cama. No porque quisiera estar con él.
– No sé qué haré contigo. Y no puedes tocar mis cosas.
– Prepararé la comida -se ofreció inmediatamente.
Ella no comía nada excepto mantequilla de cacahuete, no a menos que Blythe la hiciera ir a su casa para cenar. Entonces se forzaba a hacerlo para no herir los sentimientos de Blythe. La leve sonrisa de Lev hizo que su corazón saltara. Agggg, odiaba el efecto que tenía en ella.
– ¿Quieres ir de compras ahora? ¿Antes del desayuno? La tienda de Inez está abierta.
Instantáneamente la expresión de él quedó en blanco. Por un momento pareció un poco aterrador, los ojos azules duros como diamantes.
– Probablemente sería mejor si de momento no me ve nadie. No deseamos ninguna pregunta.
A ella no le gustaban las preguntas tampoco y seguro que no iba a contestar a ninguna de ellas. Miró al reloj. Era todavía muy temprano. Quizás llegara mientras la tienda estaba vacía.
– Haz una lista entonces. -Le tomó segundos ir al cajón donde cuadernos y bolígrafos estaban amontonados ordenadamente. Le entregó ambos.
El empezó inmediatamente a garabatear. Dos veces abrió el frigorífico, frunció el entrecejo a la leche y el brócoli, y escribió más. Las alacenas contenían frascos de mantequilla de cacahuete.
– Puedo ver que tienes variedad.
Ella puso su ceño más oscuro.
– Blythe me puede sermonear acerca de mis hábitos de alimentación, pero tú no.
Él dejó el bolígrafo.
– Supongo que es justo. No seré una carga para ti financieramente. Las cosas me están regresando y debo tener dinero en algún lugar. Tarde o temprano tendré acceso a las cuentas y te pagaré. Y puedo trabajar para ti. Necesitas un tender.
Su ceño se profundizó.
– Permanece lejos de mi barco.
La sonrisa de él se amplió. Ella supuso que él tenía razones para parecer un poco engreído. Tenía el lugar perfecto para esconderse. Ella era tan antisocial que nadie excepto su familia venía a visitarla, y gran parte del tiempo era ella quien iba a sus casas. El contacto de Lev con intrusos sería mínimo.
Ya veremos.
La mirada de Rikki saltó a la de él y el aliento dejó su cuerpo en una ráfaga insensata. Esa voz íntima acarició cada terminación nerviosa. La boca se le secó. Nunca habían discutido su extraña conversación o su casi caída en la charca. Se encontró con que ignorar temas de los que no quería discutir era generalmente la mejor manera de dejarlos ir, pero él no parecía darse cuenta de que no estaba permitido en su cabeza.
Entrecerró los ojos.
– Dame tu lista e iré al pueblo a conseguir los suministros. -No iba a discutir con él sobre el barco ni la telepatía. Ella era la capitana. En alta mar, nadie cuestionaba su autoridad.
Los dedos le rozaron los suyos cuando le entregó el papel. Ella sintió una sacudida por todo su cuerpo. Todo parecía tan desenfocado. No le gustaba que nadie la tocara, pero cuando este hombre lo hacía, no sentía miles de alfilerazos como normalmente hacía. La presión del traje de neopreno le ayudaba a combatir la manera en que su cuerpo se sentía, como si volara. Tenía una manta con pesos que usaba para el mismo propósito, pero ahora no tenía ningún artículo para ayudarla. Estaba allí de pie mirando a ese hombre con un poco de impotencia, tratando de resolver cómo pensar o sentirse en una situación tan poco familiar.
– Estará bien -murmuró él suavemente, y sus dedos le acariciaron la cara, trazando los huesos.
Aspiró, sorprendida de poder estar allí, temblando, sintiendo palpitaciones nerviosas en vez de alfilerazos y dolor. Sacudió la cabeza, tratando de expulsar el hechizo que parecía tejerse en torno a ella.
– Sólo mis hermanas vienen aquí y no lo harán si mi camión no está. Mantén las puertas cerradas y las persianas bajas. Dudo que te molesten. -Se volvió hacia él-. No mates a nadie mientras esté fuera. Podrían ser importantes para mí.
Rikki empezó a salir por la puerta, pero Lev le agarró el brazo.
– ¿No dirás nada acerca de mí?
Ella le frunció el ceño.
– Saqué tu culo del mar, te limpié y te di un lugar donde quedarte. ¿A quién demonios voy a decírselo?
Él se encogió de hombros.
– Importa.
– Estás muerto. Permanece así hasta que vuelva. -Se colocó las gafas oscuras sobre la nariz y salió, indignada de que pensara que era demasiado estúpida para estar callada.
Murmurando para sí misma, fue al camión, pero no pudo forzarse a abandonar la rutina normal. Lanzó una mirada subrepticia hacia la ventana, pero incluso si mirara, ¿importaría? Esta era su casa, su vida, no iba a cambiar porque hubiera acarreado a un hombre fuera del mar. Y él era tan extraño a su propia manera como ella. Era definitivamente reservado, todo lo que poseía parecía ser un arma, y su primera reacción era generalmente la violencia. Sí, ella no iba a disculparse por quién era.
Rodeó la casa, verificando cada ventana, cerciorándose de que sus hilos de seda estuvieran intactos. Si alguien trataba de levantar las ventanas, no advertirían el pequeño hilo que revoloteaba al suelo. Examinó los parterres de flores que había plantado debajo de las ventanas. La tierra era suave y húmeda y revelaría cualquier huella. Verificó las mangueras, enrolladas perfectamente alrededor del carrete a cada lado de la casa. Era muy escrupulosa acerca de las mangueras. Tenían que poder ser desenrolladas rápidamente sin ninguna pliegue en caso de emergencia.
Cuando anduvo alrededor del frente de su casa, Lev estaba allí mirándola. Ella le envió un ceño.
– ¿Qué?
– No tienes que preocuparte conmigo aquí.
Ella inclinó el mentón. Generalmente no se molestaba en dar explicaciones y no iba a contárselo. Le dejaría averiguar que tenía una rutina, un ritual, que no podía ir a ningún sitio sin hacerlo antes. Tenía muchos de ésos. Él podía irse si sus maneras le molestaban. Subió al camión y cerró la puerta sin contestarle. Miró hacia atrás por el espejo retrovisor y se sintió triste por él. Parecía muy sólo.
Condujo por el camino bordeado de árboles que llevaba a la carretera costera y sintió un alivio inmediato. No había pasado tanto tiempo con otro ser humano desde que era adolescente y era estresante. Trataba de no mirar fijamente, de ver a través de él o en él en su lugar, o de no ser atrapada en pequeñas observaciones en las que tendía a fijarse. Era malditamente estresante estar con gente.
Una vez hubiera girado en la Highway 1, podría ver el océano. El mar la apaciguaba, sin importar de qué humor estuviera. La extensión de agua siempre la ayudaba a permanecer lo bastante centrada para apañárselas para entrar en un lugar público. Era lo bastante temprano para que hubiera pocas personas fuera, pero la tienda de Inez era un sitio local. Las personas tendían a reunirse allí para intercambiar noticias, e Inez sabía todo que lo que había que saberse sobre todos.
Rikki aparcó el camión en la parte alejada del terreno y salió lentamente, echando un vistazo cuidadoso a su alrededor. Por suerte, los periodistas y los investigadores, lo que fueran, no se habían levantado tan temprano. Tenía el pueblo para ella sola. El aire de la mañana era frío y un viento soplaba del mar, llevando la sensación de niebla salada. Podía oír el agua rompiendo contra los precipicios mientras caminaba hacia la acera donde echó otro vistazo alrededor. Su sangre se movía en las venas con la misma prisa que las olas, y permaneció allí, en lo alto de la colina, delante de la tienda, mirando calle abajo a la poderosa exhibición del océano.
La calle mayor de Sea Haven corría a lo largo de la costa, separada del agua sólo por los riscos. Podía estar en el pueblo porque desde cualquier lugar donde hiciera las compras, podía ver y oír el océano. En este momento las crestas de las olas bailaban sobre la superficie y el rocío estallaba sobre las piedras. La vista quitaba el aliento.
No había nadie excepto el viejo Bill. Con la manta envuelta a su alrededor, se acurrucaba en la pequeña área entre la tienda de ultramarinos y la de calidoscopios propiedad de Judith, la hermana de Rikki. Levantó una mano hacia él. Como ella, él era diferente. Murmuraba para sí mismo y se ganaba la vida con las latas que la gente le dejaba, a menudo montaba en su posesión más preciada, la vieja bicicleta apoyada contra la pared de la tienda, era su único método de transporte aparte de sus pies. Su ropa era vieja y sucia, y las suelas de las botas gastadas. Rikki se hizo una nota mental de recordarle a Blythe que debían encontrarle un par de cómodas botas para el invierno.
Cuando abrió la puerta, padeció el demasiado familiar apretón en su estómago. Inmediatamente las paredes se cerraron y sintió como si se ahogara. Normalmente podía agarrar los frascos de mantequilla de cacahuete y salir, pero la lista requería caminar arriba y abajo por los pasillos. Cuando dio un paso dentro, las luces fluorescentes parecieron parpadear como una luz estroboscópica. Los destellos fueron detrás de sus ojos. El estómago dio bandazos, e incluso con las gafas oscuras, se puso el brazo sobre los ojos para protegerlos y salió de la tienda, sacudida.
Rikki se mordió el labio con fuerza y miró hacia el mar, tratando de aspirar el aire salado. Había pasado definitivamente demasiado tiempo. Se sentía realmente un poco mareada y era difícil recobrar el aliento. La tienda no estaba abarrotada ni ruidosa, dos cosas que evitaba a toda costa, así que sólo tenía que pasar por delante de las luces y forzarse a ir por los pasillos. Todos lo hacían. La mantequilla de cacahuete se vendía en el estante exterior y ella podría agarrarla e irse, pero…
Cuadró los hombros. La gente hacía esto todos los días. Era una mujer adulta, la capitana de su propio barco, no había nada que no pudiera hacer. Abrió la puerta una segunda vez y entró. Inez Nelson, una mujer de aspecto frágil con pelo canoso y un cuerpo esbelto estaba en el mostrador, mirándola con una sonrisa amistosa.
– Rikki. Tú siempre levantada tan temprano -saludó-. ¿Cómo estás? ¿Cómo están tus hermanas?
Rikki cabeceó hacia ella, ignorando las preguntas. Se humedeció los labios, concentrándose en poner un pie delante del otro. Podía hacer esto, caminar en el espacio entre los pasillos. Los pies no se movieron. Estaba allí, congelada, con las luces revoloteando, empujando dardos pequeños afilados en su cerebro. Su estómago dio bandazos nuevamente; ella giró y volvió afuera donde podía respirar.
– Maldita sea. -Estaba acostumbrada a ser diferente, pero cuando interfería con su capacidad para hacer tareas diarias, la hacía enojarse. Estaba acostumbrada a que las luces de las tiendas le hicieran daño, cuando podía decir que los otros no tenían los mismos problemas. Los ruidos eran lo peor, y las texturas, especialmente en su boca, eran brutales para ella. El sabor a plata o plástico no podía tolerarlo. Ciertos tejidos le herían la piel. Sabía que los otros no eran como ella, pero en su mayor parte, había aprendido a enfrentarse a ello. Pero esta cosa de comprar era una pesadilla. El zumbido de las luces reverberaba por su cabeza hasta que quería gritar.
¿Qué iba hacer? ¿Pedírselo a Blythe? ¿A una de las otras? Querrían saber por qué quería alimentos que nunca comería. Se mordisqueó el pulgar y miró ferozmente a la tienda. Una persona podía hacer cualquier cosa durante un corto espacio de tiempo. Tenía que poder entrar en una tienda de ultramarinos, y si no se daba prisa, más personas vendrían y entonces sería imposible.
Cuadrando los hombros, volvió adentro, y esta vez logró llegar a la entrada del pasillo antes de detenerse, mareada y enferma. No podía entrar en ese pequeño espacio donde las luces empujaban agujas en su cerebro que estallaban como bombas incendiarias detrás de los ojos. Sacudió la cabeza, cerca de las lágrimas. La ira brotó como una ola, negra y fea, era una fuerza con la que a menudo tenía que luchar cuando se frustraba.
– Rikki.
La voz de Inez fue vigorosa, práctica, nunca sonaba con esa compasión que detestaba. Rikki se giró para encararla, sabiendo que tenía que dejar la tienda otra vez y luchar contra su visión borrosa.
– Dame tu lista. Conseguiré tus cosas y tú puedes esperar en la ventana. -Inez le tendió la mano.
¿Era derrota? ¿O victoria? Rikki no lo sabía pero no tenía elección. Entregó la lista a Inez, agradecida de que pareciera comprender el problema.
– No estuviste en la boda -dijo Inez, toda habladora.
Rikki rechinó los dientes. ¿Contestaba uno a una afirmación? Hizo un sonido con la garganta, el único reconocimiento que pudo pensar en hacer. El timbre de la voz de Inez formó parte del zumbido de fondo de las luces fluorescentes. Las luces eran como luz estroboscópica ahora, parpadeando continuamente. Las agujas que le apuñalaban el cráneo se convirtieron en punzones de hielo.
– Las chicas tenían un aspecto encantador -agregó Inez-. Todos nos lo pasamos tan bien. Aunque te echamos de menos. Elle fue una novia imponente. Y Jackson estaba tan guapo.
Sonaba orgullosa de Jackson, casi como si fuera su hijo. ¿Qué sabía Rikki sobre Inez, de todos modos? Aparte de que sabía todo acerca de todos, Rikki se cercioraba de evitarla siempre que fuera posible. Jackson era ayudante del sheriff, y por lo que se refería a Rikki, eso le ponía justo con los funcionarios que la habían relegado a la casa del estado y acusado de provocar fuegos y matar a las personas que amaba.
– Frank y yo bailamos toda la noche.
Frank, Frank Warner, era el novio de Inez, que poseía una de las galerías locales. Había sido encarcelado por algo. A veces estaba en la tienda sentado detrás del mostrador; era callado y tenía poco que decir. Rikki se identificaba con él más de lo que lo hacía con la mayoría de la gente. Sabía que los otros probablemente le juzgaban, justo como hacían con su conducta extraña.
Inez todavía estaba hablando, el sonido de su voz rechinaba sobre sus nervios en carne viva, pero la mujer le estaba haciendo un favor así que Rikki no iba a dejar que el dolor de su cabeza la hiciera hacer algo estúpido, como ponerse violenta. Había sucedido en el pasado, más de una vez. Lexi los llamaba "el desmadre de Rikki”, pero le avergonzaba no tener el control. Siguió respirando hondo, esperando no desmayarse.
– Gracias a Dios que no estuviste en el océano ese día, Rikki -decía Inez, empujando un carrito con gran eficiencia-. Una inmensa ola asesina salió de ninguna parte y habría golpeado la playa, pero las Drake hicieron eso que suelen hacer y se fue. Pero tus hermanas ya te lo deben haber contado.
Ahora los punzones para el hielo eran puñales, taladrándole el cerebro. Rikki se puso las manos sobre los oídos para ahogar todo el sonido y se concentró en su respiración. Inez trabajaba rápidamente. Rikki podía ver que la mujer era consciente de que algo estaba mal. Trataba de ayudar, hablando obviamente para distraerla, pero entre el zumbido de las luces, su voz y el parpadeo, el dolor en la cabeza de Rikki había aumentado.
– Puedes hacer cualquier cosa durante un periodo corto de tiempo -murmuró para sí, indiferente a que la gente pensara que era extraño que hablara consigo misma. Si la ayudaba a pasar por esto sin perder el juicio, hablaría consigo misma.
– Aquí tienes, cariño -dijo Inez, su voz con ese mismo tono vigoroso-. Los pasaré rápidamente.
Rikki apretó los dedos sobre las sienes.
– Pon veinte dólares en la cuenta de Bill y después de que me marche, ¿le llevarás un café y algo nutritivo para desayunar?
– Seguro -Inez trabajó rápidamente-. ¿Nada de mantequilla de cacahuete hoy?
– Cogí un suministro grande hace poco.
– ¿Tienes compañía? ¿Tus hermanas?
Rikki sacó dinero en efectivo de la cartera y lo puso sobre el mostrador, ignorando la pregunta. Inez todavía hablaba pero Rikki no podía formar las palabras. Miles de agujas le pinchaban el cuerpo y se sentía como si estuviera hecha de plomo y apenas pudiera moverse. No podría haber producido un sonido aunque lo hubiera intentado. Podía sentir cada músculo individual, oír la sangre fluyendo en las venas y latir en la cabeza. Odiaba esas sensaciones, una sobrecarga que no tenía sentido. Le había llevado años antes de darse cuenta de que los otros no tenían las mismas respuestas a los estímulos del entorno. Su cuerpo se sentía como si fuera a romperse si permanecía un momento más.
Recogió las bolsas y salió fuera rápidamente, maldiciendo. Mejor que el hombre se comiera estas cosas lentamente porque ella no iba a pasar jamás por esto otra vez. Sintiéndose enferma y desorientada, se apresuró hacia el camión y condujo los pocos bloques hasta los promontorios donde podría aparcar, salir y andar alrededor de los riscos que miraban al revuelto mar. Estaba a medio metro del camión y estaba enferma, el estómago protestaba por los violentos apuñalamientos en el cráneo.
Rikki tropezó en el estrecho sendero a través del brezo para alcanzar la orilla donde podría pararse con el océano extendiéndose delante de ella como una fría manta azul grisácea. Las crestas de las olas rompían sobre las rocas y el rocío siseaba en los costados de los precipicios. Las gaviotas chillaban y a lo lejos vio el surtidor de una ballena.
El caos salvaje de su mente y cuerpo comenzó a calmarse lo suficiente para que sus manos dejaran de temblar. Necesitaba estar en el agua, donde pertenecía. No pertenecía a la tierra, en público, en algún lugar donde había otras personas. No se dio cuenta de que estaba llorando hasta que la visión se le emborronó completamente. Tiró de sus gafas oscuras y se frotó enojadamente sus lágrimas.
Lev tenía que irse. No podía arruinarle la vida. No podía tratar con alguien en su casa. Se conocía y sabía cómo era. No podía fingir que estaba bien. Casi lo había perdido allí en la tienda de Inez. Simplemente tenía que irse. Eso era lo que había.
Condujo a casa más rápido de lo que lo hacía normalmente, sin permitirse ningún otro pensamiento en su mente que conseguir la ventaja. Tenía que terminar esto antes de que le costara demasiado. Aparcó el camión y, alcanzando los comestibles, corrió al porche de la puerta de la cocina. Lev debía haberla oído llegar porque estuvo allí antes que ella, desatrancando la puerta para que no tuviera que utilizar la llave.
Rikki le empujó para pasar por delante, descargó las bolsas de alimentos sobre la mesa y se giró para encararlo.
– Tienes que irte. Hazlo. En este momento. No puedes permanecer aquí y eso es todo lo que hay -dejó escapar.
Lev frunció el entrecejo y dio un paso más cerca. Antes de que ella pudiera eludirle, le quitó las gafas y la miró a los ojos.
– Has estado llorando. Rikki, dime qué te ha trastornado. Habla conmigo.
Ella sacudió la cabeza, retrocediendo, y para su horror lágrimas frescas se derramaron.
– No hablar. He acabado de hablar. No puedes estar aquí, eso es todo.
Él fue a la puerta, la cerró y echó el cerrojo antes de volverse hacia ella, su expresión ilegible.
– Lyubimaya, vas a tener que hablar. No voy a irme sin averiguar qué te ha sucedido.
Ella trataba de no sollozar, sus emociones estaban fuera de control. Detestaba estar fuera de control y la culpa era de él. ¿Por qué no podía verlo?
– Tocarás mis platos y utilizará las cacerolas para cocinar. Tendré que ir a la tienda otra vez y no puedo. No puedo.
– No tienes que hacer nada, Rikki. No para mí. Y si no deseas que utilice estos platos ni las ollas y las cacerolas, puedo comprar algunos otros. Vamos, lyubimaya, ¿qué ha sucedido realmente?
No había manera de hacerle entender porque ella no lo comprendía. Siempre había pensado que su rareza era debido a su niñez, pero los otros habían sufrido toda clase de traumas y no eran como ella. No se sentían como si todo su cuerpo fuera a deshacerse. Los ruidos diarios no volvían sus mentes tan caóticas que no podían pensar claramente. No necesitaban ordenar del modo que ella necesitaba, sólo para respirar.
La voz de él, suave, casi cariñosa, terciopelo suave, fue su perdición. Giró y corrió al dormitorio, cerrando la puerta detrás de ella y lanzándose a la cama. Buscó debajo hasta encontrar la manta de consuelo. Hecha de material suave, tenía bolsillos interiores con pequeñas bolitas para proporcionar los necesarios cuatro a seis kilos de peso. La tiró sobre ella y se metió la mano en la boca para intentar evitar llorar. No había llorado en meses, y ahora, con alguien cerca, tenía que ir y hacerlo.
Después de descubrir que la presión de su traje de neopreno hacía que su cuerpo se sintiera menos como si volara, había reconocido el efecto calmante del traje y buscado algo que la ayudara fuera del agua. Había leído mucho acerca de las mantas y sabía que se suponía que el peso ayudaba a liberar serotonina presionando los nervios sensoriales en los músculos, las articulaciones y los tendones, para un efecto calmante. Lo que fuera. No le importaba como funcionara, sólo que lo hiciera. Y en este momento, se sentía ridícula, avergonzada y muy cansada. Quería acurrucarse bajo la manta y dormir. Le oía circular por la cocina. No sonaba como si se marchara. Quizá si se quedaba dormida, se habría ido cuando despertara.
La puerta del dormitorio se abrió y cerró los ojos con un gemido suave de desesperación, queriendo desaparecer.
– Rikki, he hecho café. Incorpórate y bebe algo. Ayudará. He guardado los comestibles. Sólo quiero que me expliques qué ha sucedido.
Sintió su peso en el borde de la cama. Dejó salir el aliento de golpe con exasperación y se sentó bruscamente, arrastrando la manta a su alrededor en busca de consuelo.
– ¿Realmente tenemos que hacer esto?
– No me debes ninguna explicación, pero me gustaría una.
Ella tomó el café y frunció el entrecejo ante el líquido oscuro. No quería mirarle.
– Simplemente necesito las cosas de cierta manera.
– Puedo comprender eso, pero eso no te haría llorar.
– ¿Por qué demonios te importa? -Recurrió a la agresividad. Generalmente apartaba a la gente de ella así no tenía que tratar con las emociones que tenía dificultad para mantener bajo control.
– Salvaste mi vida. Has visto la clase de hombre que soy y aún así me diste un lugar donde quedarme. Admitiré que no recuerdo mucho sobre mi pasado, pero no me siento como si conociera la bondad. Tú me has mostrado bondad.
– No estoy bien, Lev. -Apretó los dientes, odiando decirlo en voz alta. No le importaba como era, siempre que permaneciera lejos de la gente. Le gustaba su vida. Era la capitana de su barco. Tenía una buena vida. ¿Por qué debería importarle que no pudiera entrar en una tienda de ultramarinos? No lo haría si él no estuviera allí. Odiaba sentirse inadecuada.
– Tampoco yo. No te estoy pidiendo que cambies. Dime qué necesitas para sentirte cómoda.
– No es razonable para ti.
– Rikki, mírame. -Lev esperó hasta que levantó de mala gana la mirada empapada en lágrimas. Deseaba, necesitaba besarla, pero ella se había acurrucado dentro de esa manta rara como si fuera una fortaleza.
– ¿No crees que yo debería decidir qué es razonable para mí? Me has aceptado, no al revés. He tenido que tumbarme todo el tiempo que has estado fuera y si no hubiera entrado aquí y me hubiera sentado, me habría caído. No tengo ningún lugar a dónde ir. Al menos dame una oportunidad de hacer las cosas bien contigo.
– No sé cómo explicártelo. Vivo sola. Tengo un cierto orden en las cosas y lo necesito así. -Tomó un sorbo de café para estabilizarse. Las manos le temblaban y su cuerpo reaccionaba de la manera que siempre lo hacía cuando estaba estresada, inundándola con adrenalina y una ira que parecían tomar el control. Feliz o enojada o triste. Raramente había un punto medio para ella, y la ira era una manera de mantener a la gente lejos de ella-. No hablo con la gente.
La diversión se arrastró a los ojos de Lev.
– Nena, yo tampoco hablo con la gente. Nosotros no somos gente. Aquí, en esta casa, sólo hay nosotros. Lo que hacemos, cómo actuamos, no le importa a nadie más. Si necesitas orden, enséñame tu orden y lo seguiré. Me estabilizas, Rikki. No sé por qué, pero me siento más equilibrado contigo alrededor.
Casi arrojó su café sobre él. ¿Estaba completamente loco? ¿Cómo demonios podía ella mantener a otra persona equilibrada?
– ¿Te golpeaste la cabeza con fuerza, verdad?
Él sonrió y se tocó la cabeza.
– Quizá el golpe me metió algún sentido. Apreciaría que me permitieras quedarme aquí un tiempo, Rikki. Déjame que intente no interrumpir tu rutina. Puedo aprender a comer mantequilla de cacahuete.
La mirada en su cara era la de un hombre que va forzosamente a su destino. A pesar de todo, la risa burbujeó.
– No sé qué hacer contigo. Sería tonto comprar nuevos platos y tú no puedes comer mantequilla de cacahuete si no te gusta.
– ¿Por qué no comes nada más?
Ella frunció el entrecejo otra vez, estudiándole la cara.
– Las texturas me molestan. Fue más fácil encontrar algo que me gustara y que tuviera muchas calorías para sustentar mi trabajo submarino.
– Entonces puedes comer otros alimentos.
– Solía hacerlo, antes de vivir sola.
– Piensa en ello como una gran aventura. Puedes intentar nuevas cosas y decirme qué te gusta y qué no. Una vez tengamos una lista, nos pegaremos a ella. Y mantendré los platos limpios.
Ella respiró para tratar de calmar el palpitar del corazón. Blythe siempre le decía que debía estirar sus límites, seguir expandiéndolos, no sólo en su sed de conocimiento, sino en sus capacidades sociales. Vivir con alguien ciertamente iría hacia ese objetivo, ¿verdad?
– No puedo mentir a mi familia.
– No te he pedido que mientas. Si hacen preguntas, entonces contéstalas.
– Júrame que no les harás daño.
– Cariño, no tiene sentido porque no me creerías.
– Hazlo de todos modos.
Le miró fijamente a los ojos, buscando la verdad. Él no apartó la mirada y ella vio lo que había visto antes en él, la vulnerabilidad. Parecía tan duro como los clavos, un hombre grande y musculoso bien versado en la supervivencia, pero como Rikki, no lo tenía fácil en el mundo de la familia y amigos. Era un extraño, como ella. A pesar de todos los problemas que tenerle allí le causaba, se identificaba con él.
– Podemos intentarlo, Lev, pero vivir conmigo no será todo diversión.
Él se estiró y le apartó mechones de pelo de la cara.
– Siempre que no te haga llorar, pienso que estaremos bien.
– Deseo que sepas que podría ser peligroso. Cuatro casas se han quemado a mi alrededor. Escapé, pero otros no lo hicieron. Personas que amaba. Personas que vivían conmigo. Estás corriendo un riesgo.
– Me lo has dicho.
– Quiero que me creas. Los fuegos fueron incendios provocados.
Él asintió.
– Te he oído. No estoy preocupado. Creo que estarás mucho más segura conmigo aquí.
– No estoy preocupada por mí, Lev. No quiero más muertes en mis manos.
Él cerró los ojos brevemente y luego la miró a los suyos.
– Tampoco yo, lyubimaya, pero no eres responsable. No importa lo que los otros te indujeran a creer, tú no comenzaste esos fuegos. Un elemento agua nunca podría hacer tal cosa.
– Dijiste eso antes. ¿Qué significa? -Porque estaba bastante segura que él sabía cuál era su don especial. Había estado allí, en su mente, cuando había dirigido a la charca a responder.
– Algunas personas nacen con dones, Rikki. Tú eres una de ellas. Estás unida al agua. Responde a tu llamada. Juegas con ella, bailas con ella, la llamas con la canción. Estás en casa en el mar por una razón.
– Estoy en casa en el mar porque soy un buzo de erizos de mar. Adoro lo que hago y me da independencia. No puedo trabajar con otras personas.
– Es más probable que seas buzo de erizos de mar porque el agua te ha llamado. Tienes un don que es un rasgo raro. Me imagino que tu familia, tus hermanas, tienen dones también.
– Nos escogimos mutuamente. No somos de la misma sangre.
– Los elementos generalmente se atraen -contestó-. Es más que probable que cada una de ellas o por lo menos algunas de ellas estén vinculadas a un elemento.
– ¿Y tú? -Inclinó el mentón hacia él y atrajo la mano izquierda bajo la manta para sostener la palma contra el corazón. Le desafiaba a mentirle.
– No de la misma manera, pero sí, tengo dones propios.
– ¡Lo sabía! -Le frunció el ceño-. Yo no soy telepática pero he oído tu voz. Nos has conectado de alguna manera.
Él sacudió la cabeza.
– Tú lo hiciste. Bajo el agua. Cuando me salvaste.
Ella abrió la boca y la cerró otra vez. No tenía la menor idea acerca de elementos, dones o acerca de ninguna otra cosa, pero iba a investigar. Y quizá una de sus hermanas supiera de qué estaba hablando. Él estaba en su casa, y a pesar de que cada instinto le exigía que le echara, no podía. No era cuerdo ni razonable, pero no podía.
Lev le sonrió y pasó la yema del pulgar sobre sus labios.
– No será tan malo, Rikki. Apenas advertirás que estoy aquí.
Ella hizo un ruido burlón con la garganta. Era enorme y muy masculino. ¿Cómo podría no notarlo? Sus hombros ocupaban más espacio que sus muebles.
– Me quedaré aquí dentro mientras haces el desayuno.
No quería ver sus preciosos platos ni las ollas y las cacerolas sucias.
– Cocinaré todo por separado para que puedas intentarlo.
Ella arrugó la nariz.
– Lo estoy deseando.
Él rió y le alborotó el cabello cuando se levantó antes de tomar su taza de café. Le miró salir y se acurrucó debajo de la manta, esperando que la ayudara a permanecer calmada.