174230.fb2
Parecía un gusano blanco, con su sombrero de paja y un Bali colgándole del labio inferior. Todas las mañanas lo veía sentado en un banco de la Alameda mientras yo me metía en la Librería de Cristal a hojear libros. Cuando levantaba la cabeza, a través de las paredes de la librería que en efecto eran de cristal, ahí estaba él, quieto, entre los árboles, mirando el vacío.
Supongo que terminamos acostumbrándonos el uno al otro. Yo llegaba a las ocho y media de la mañana y él ya estaba allí, sentado en un banco, sin hacer nada más que fumar y tener los ojos abiertos. Nunca lo vi con un periódico, con una torta, con una cerveza, con un libro. Nunca lo vi hablar con nadie. En una ocasión, mientras lo miraba desde los estantes de literatura francesa, pensé que dormía en la Alameda, sobre un banco o en los portales de alguna de las calles próximas, pero luego conjeturé que iba demasiado limpio para dormir en la calle y que seguramente se alojaba en alguna pensión cercana. Era, constaté, un animal de costumbres, igual que yo. Mi rutina consistía en ser levantado temprano, desayunar con mi madre, mi padre y mi hermana, fingir que iba al colegio y tomar un camión que me dejaba en el centro, donde dedicaba la primera parte de la mañana a los libros y a pasear y la segunda al cine y de una manera menos explícita al sexo.
Los libros los solía comprar en la Librería de Cristal y en la Librería del Sótano. Si tenía poco dinero en la primera, donde siempre había una mesa con saldos, si tenía suficiente en la última, que era la que tenía las novedades. Si no tenía dinero, como sucedía a menudo, los solía robar indistintamente en una u otra. Se diera el caso que se diera, no obstante, mi paso por la Librería de Cristal y por la del Sótano (enfrente de la Alameda y ubicada, como su nombre lo indica, en un sótano) era obligado. A veces llegaba antes que los comercios abrieran y entonces lo que hacía era buscar a un vendedor ambulante, comprarme una torta de jamón y un jugo de mango y esperar. A veces me sentaba en un banco de la Alameda, uno oculto entre la hojarasca, y escribía. Todo esto duraba aproximadamente hasta las diez de la mañana, hora en que comenzaban en algunos cines del centro las primeras funciones matinales. Buscaba películas europeas, aunque algunas mañanas de inspiración no discriminaba el nuevo cine erótico mexicano o el nuevo cine de terror mexicano, que para el caso era lo mismo.
La que más veces vi creo que era francesa. Trataba de dos chicas que viven solas en una casa de las afueras. Una era rubia y la otra pelirroja. A la rubia la ha dejado el novio y al mismo tiempo (al mismo tiempo del dolor, quiero decir) tiene problemas de personalidad: cree que se está enamorando de su compañera. La pelirroja es más joven, es más inocente, es más irresponsable; es decir, es más feliz (aunque yo por entonces era joven, inocente e irresponsable y me creía profundamente desdichado). Un día, un fugitivo de la justicia entra subrepticiamente en su casa y las secuestra. Lo curioso es que el allanamiento tiene lugar precisamente la noche en que la rubia, tras hacer el amor con la pelirroja, ha decidido suicidarse. El fugitivo se introduce por una ventana, navaja en mano recorre con sigilo la casa, llega a la habitación de la pelirroja, la reduce, la ata, la interroga, pregunta cuántas personas más viven allí, la pelirroja dice que sólo ella y la rubia, la amordaza. Pero la rubia no está en su habitación y el fugitivo comienza a recorrer la casa, cada minuto que pasa más nervioso, hasta que finalmente encuentra a la rubia tirada en el sótano, desvanecida, con síntomas inequívocos de haberse tragado todo el botiquín. El fugitivo no es un asesino, en todo caso no es un asesino de mujeres, y salva a la rubia: la hace vomitar, le prepara un litro de café, la obliga a beber leche, etc.
Pasan los días y las mujeres y el fugitivo comienzan a intimar. El fugitivo les cuenta su historia: es un ex ladrón de bancos, un ex presidiario, sus ex compañeros han asesinado a su esposa. Las mujeres son artistas de cabaret y una tarde o una noche, no se sabe, viven con las cortinas cerradas, le hacen una representación: la rubia se enfunda en una magnífica piel de oso y la pelirroja finge que es la domadora. Al principio el oso obedece, pero luego se rebela y con sus garras va despojando poco a poco a la pelirroja de sus vestidos. Finalmente, ya desnuda, ésta cae derrotada y el oso se le echa encima. No, no la mata, le hace el amor. Y aquí viene lo más curioso: el fugitivo, después de contemplar el número, no se enamora de la pelirroja sino de la rubia, es decir del oso.
El final es predecible pero no carece de cierta poesía: una noche de lluvia, después de matar a sus dos ex compañeros, el fugitivo y la rubia huyen con destino incierto y la pelirroja se queda sentada en un sillón, leyendo, dándoles tiempo antes de llamar a la policía. El libro que lee la pelirroja, me di cuenta la tercera vez que vi la película, es La caída, de Camus. También vi algunas mexicanas más o menos del mismo estilo: mujeres que eran secuestradas por tipos patibularios pero en el fondo buenas personas, fugitivos que secuestraban a señoras ricas y jóvenes y que al final de una noche de pasión eran cosidos a balazos, hermosas empleadas del hogar que empezaban desde cero y que tras pasar por todos los estadios del crimen accedían a las más altas cotas de riqueza y poder. Por entonces casi todas las películas que salían de los Estudios Churubusco eran thrillers eróticos, aunque tampoco escaseaban las películas de terror erótico y las de humor erótico. Las de terror seguían la línea clásica del terror mexicano establecida en los cincuenta y que estaba tan enraizada en el país como la escuela muralista. Sus iconos oscilaban entre el Santo, el Científico Loco, los Charros Vampiros y la Inocente, aderezada con modernos desnudos interpretados preferiblemente por desconocidas actrices norteamericanas, europeas, alguna argentina, escenas de sexo más o menos solapado y una crueldad en los límites de lo risible y de lo irremediable. Las de humor erótico no me gustaban.
Una mañana, mientras buscaba un libro en la Librería del Sótano, vi que estaban filmando una película en el interior de la Alameda y me acerqué a curiosear. Reconocí de inmediato a Jaqueline Andere. Estaba sola y miraba la cortina de árboles que se alzaba a su izquierda casi sin moverse, como si esperara una señal. A su alrededor se levantaban varios focos de iluminación. No sé por qué se me pasó por la cabeza la idea de pedirle un autógrafo, nunca me han interesado. Esperé a que acabara de filmar. Un tipo se acercó a ella y hablaron (¿Ignacio López Tarso?), el tipo gesticuló con enojo y luego se alejó por uno de los caminos de la Alameda y tras dudar unos segundos Jaqueline Andere se alejó por otro. Venía directamente hacia mí. Yo también me puse a andar y nos encontramos a medio camino. Fue una de las cosas más sencillas que me han ocurrido: nadie me detuvo, nadie me dijo nada, nadie se interpuso entre Jaqueline y yo, nadie me preguntó qué estaba haciendo allí. Antes de cruzarnos Jaqueline se detuvo y volvió la cabeza hacia el equipo de filmación, como si escuchara algo, aunque ninguno de los técnicos le dijo nada. Después siguió caminando con el mismo aire de despreocupación en dirección al Palacio de Bellas Artes y lo único que tuve que hacer fue detenerme, saludarla, pedirle un autógrafo, ocultar mi sorpresa al constatar su baja estatura que ni siquiera los zapatos con tacón de aguja lograban disimular. Por un momento, tan solos estábamos, pensé que hubiera podido secuestrarla. La mera probabilidad me erizó los pelos de la nuca. Ella me miró de abajo hacia arriba, el pelo rubio con una tonalidad ceniza que yo desconocía (puede que se lo hubiera teñido), los ojos marrones almendrados muy grandes y muy dulces, pero no, dulces no es la palabra, tranquilos, de una tranquilidad pasmosa, como si estuviera drogada o tuviera el encefalograma plano o fuera una extraterrestre, y me dijo algo que no entendí.
La pluma, dijo, la pluma para firmar. Busqué en el bolsillo de mi chamarra un bolígrafo e hice que me firmara la primera página de La caída. Me arrebató el libro y lo estuvo mirando durante unos segundos. Sus manos eran pequeñas y muy delgadas. ¿Cómo firmo, dijo, como Albert Camus o como Jaqueline Andere? Como tú quieras, dije. Aunque no levantó la cara del libro noté que sonreía. ¿Eres estudiante?, dijo. Contesté afirmativamente. ¿Y qué haces aquí en vez de estar en clases? Creo que nunca más volveré a la escuela, dije. ¿Qué edad tienes?, dijo ella. Dieciséis, dije. ¿Y tus papás saben que no vas a clases? No, claro que no, dije. No me has contestado una pregunta, dijo ella levantando la mirada y posándola sobre mis ojos. ¿Qué pregunta?, dije yo. ¿Qué haces aquí? Cuando yo era joven, añadió, los novillos se hacían en los billares o en las boleras. Leo libros y voy al cine, dije. Además, yo no hago novillos. Ya, tú desertas, dijo. Esta vez fui yo el que sonreí. ¿Y qué películas se ven a esta hora?, dijo ella. De todas, dije yo, algunas tuyas. Eso pareció no gustarle. Volvió a mirar el libro, se mordió el labio inferior, me miró y parpadeó como si le dolieran los ojos. Después me preguntó mi nombre. Bueno, pues firmemos, dijo. Era zurda. Su letra era grande y poco clara. Me tengo que ir, dijo alargándome el libro y el bolígrafo. Me dio la mano, nos la estrechamos y se alejó por la Alameda de vuelta hacia donde estaba el equipo de rodaje. Me quedé quieto, mirándola, dos mujeres se le acercaron unos cincuenta metros más allá, iban vestidas como monjas misioneras, dos monjas mexicanas misioneras que se llevaron a Jaqueline hasta quedar debajo de un ahuehuete. Después se les acercó un hombre, hablaron, después los cuatro se alejaron por una de las sendas de salida de la Alameda.
En la primera página de La caída, Jaqueline escribió: «Para Arturo Belano, un estudiante liberado, con un beso de Jaqueline Andere.»
De golpe me encontré sin ganas de librerías, sin ganas de paseos, sin ganas de lecturas, sin ganas de cines matinales (sobre todo sin ganas de cines matinales). La proa de una nube enorme apareció sobre el centro del D.F., mientras por el norte de la ciudad resonaban los primeros truenos. Comprendí que la película de Jaqueline se había interrumpido por la proximidad inminente de la lluvia y me sentí solo. Durante unos segundos no supe qué hacer, hacia dónde ir. Entonces el Gusano me saludó. Supongo que después de tantos días él también se había fijado en mí. Me volví y allí estaba, sentado en el mismo banco de siempre, nítido, absolutamente real con su sombrero de paja y su camisa blanca. Al marcharse los técnicos cinematográficos, comprobé asustado, el escenario había experimentado un cambio sutil pero determinante: era como si el mar se hubiera abierto y pudiera ahora ver el fondo marino. La Alameda vacía era el fondo marino y el Gusano su joya más preciada. Lo saludé, seguramente hice alguna observación banal, se puso a diluviar, abandonamos juntos la Alameda en dirección a la avenida Hidalgo y luego caminamos por Lázaro Cárdenas hasta Perú.
Lo que sucedió después es borroso, como visto a través de la lluvia que barría las calles, y al mismo tiempo de una naturalidad extrema. El bar se llamaba Las Camelias y estaba lleno de mariachis y vicetiples. Yo pedí enchiladas y una TKT, el Gusano una Coca-Cola y más tarde (pero no debió de ser mucho más tarde) le compró a un vendedor ambulante tres huevos de caguama. Quería hablar de Jaqueline Andere. No tardé en comprender, maravillado, que el Gusano no sabía que aquella mujer era una actriz de cine. Le hice notar que precisamente estaba filmando una película, pero el Gusano simplemente no recordaba a los técnicos ni los aparejos desplegados para la filmación. La presencia de Jaqueline en el sendero en donde se hallaba su banco había borrado todo lo demás. Cuando dejó de llover el Gusano sacó un fajo de billetes del bolsillo trasero, pagó y se fue. Al día siguiente nos volvimos a ver. Por la expresión que puso al verme pensé que no me reconocía o que no quería saludarme. De todos modos me acerqué. Parecía dormido aunque tenía los ojos abiertos. Era flaco, pero sus carnes, excepto los brazos y las piernas, se adivinaban blandas, incluso fofas, como las de los deportistas que ya no hacen ejercicios. Su flaccidez, pese a todo, era más de orden moral que físico. Sus huesos eran pequeños y fuertes. Pronto supe que era del norte o que había vivido mucho tiempo en el norte, que para el caso es lo mismo. Soy de Sonora, dijo. Me pareció curioso, pues mi abuelo también era de allí. Eso interesó al Gusano y quiso saber de qué parte de Sonora. De Santa Teresa, dije. Yo de Villaviciosa, dijo el Gusano. Una noche le pregunté a mi padre si conocía Villaviciosa. Claro que la conozco, dijo mi padre, está a pocos kilómetros de Santa Teresa. Le pedí que me la describiera. Es un pueblo muy pequeño, dijo mi padre, no debe tener más de mil habitantes (después supe que no llegaban a quinientos), bastante pobre, con pocos medios de subsistencia, sin una sola industria. Está destinado a desaparecer, dijo mi padre. ¿Desaparecer cómo?, le pregunté. Por la emigración, dijo mi padre, la gente se va a ciudades como Santa Teresa o Hermosillo o a Estados Unidos. Cuando se lo dije al Gusano éste no estuvo de acuerdo, aunque en realidad la frase «estar de acuerdo» o «estar en desacuerdo» para él no tenían ningún significado. El Gusano no discutía nunca, tampoco expresaba opiniones, no era un dechado de respeto por los demás, simplemente escuchaba y almacenaba, o tal vez sólo escuchaba y después olvidaba, atrapado en una órbita distinta a la de la otra gente. Su voz era suave y monocorde aunque a veces subía el tono y entonces parecía un loco que imitara a un loco y yo nunca supe si lo hacía a propósito, como parte de un juego que sólo él comprendía, o si no lo podía evitar y aquellas salidas de tono eran parte del infierno. Cifraba su seguridad en la pervivencia de Villaviciosa en la antigüedad del pueblo; también, pero eso lo comprendí más tarde, en la precariedad que lo rodeaba y lo carcomía, aquello que según mi padre amenazaba su misma existencia.
No era un tipo curioso aunque pocas cosas se le pasaban por alto. Una vez miró los libros que yo llevaba, uno por uno, como si le costara leer o como si no supiera. Después nunca más volvió a interesarse por mis libros aunque cada mañana yo aparecía con uno nuevo. A veces, tal vez porque de alguna manera me consideraba un paisano, hablábamos de Sonora, que yo apenas conocía: sólo había ido una vez, para el funeral de mi abuelo. Nombraba pueblos como Nacozari, Bacoache, Fronteras, Villa Hidalgo, Bacerac, Bavispe, Agua Prieta, Naco, que para mí tenían las mismas cualidades del oro. Nombraba aldeas perdidas en los departamentos de Nacori Chico y Bacadéhuachi, cerca de la frontera con el estado de Chihuahua, y entonces, no sé por qué, se tapaba la boca como si fuera a estornudar o a bostezar. Parecía haber caminado y dormido en todas las sierras: la de Las Palomas y La Cieneguita, la sierra Guijas y la sierra La Madera, la sierra San Antonio y la sierra Cibuta, la sierra Tumacacori y la sierra Sierrita bien entrado en el territorio de Arizona, la sierra Cuevas y la sierra Ochitahueca en el noreste junto a Chihuahua, la sierra La Pola y la sierra Las Tablas en el sur, camino de Sinaloa, la sierra La Gloría y la sierra El Pinacate en dirección noroeste, como quien va a Baja California. Conocía toda Sonora, desde Huatabampo y Empalme, en la costa del Golfo de California, hasta los villorrios perdidos en el desierto. Sabía hablar la lengua yaqui y la pápago (que circulaba libremente entre los lindes de Sonora y Arizona) y podía entender la seri, la pima, la mayo y la inglesa. Su español era seco, en ocasiones con un ligero aire impostado que sus ojos contradecían. He dado vueltas por las tierras de tu abuelo, que en paz descanse, como una sombra sin asidero, me dijo una vez.
Cada mañana nos encontrábamos. A veces intentaba hacerme el distraído, tal vez reanudar mis paseos solitarios, mis sesiones de cine matinales, pero él siempre estaba allí, sentado en el mismo banco de la Alameda, muy quieto, con el Bali colgándole de los labios y el sombrero de paja tapándole la mitad de la frente (su frente de gusano blanco) y era inevitable que yo, sumergido entre las estanterías de la Librería de Cristal, lo viera, me quedara un rato contemplándolo y al final acudiera a sentarme a su lado.
No tardé en descubrir que iba siempre armado. Al principio pensé que tal vez fuera policía o que lo perseguía alguien, pero resultaba evidente que no era policía (o que al menos ya no lo era) y pocas veces he visto a nadie con una actitud más despreocupada con respecto a la gente: nunca miraba hacia atrás, nunca miraba hacia los lados, raras veces miraba el suelo. Cuando le pregunté por qué iba armado el Gusano me contestó que por costumbre y yo le creí de inmediato. Llevaba el arma en la espalda, entre el espinazo y el pantalón. ¿La has usado muchas veces?, le pregunté. Sí, muchas veces, dijo como en sueños. Durante algunos días el arma del Gusano me obsesionó. A veces la sacaba, le quitaba el cargador y me la pasaba para que la examinara. Parecía vieja y pesada. Generalmente yo se la devolvía al cabo de pocos segundos, rogándole que la guardara. A veces me daba reparo estar sentado en un banco de la Alameda conversando (o monologando) con un hombre armado, no por lo que él pudiera hacerme pues desde el primer instante supe que el Gusano y yo siempre seríamos amigos, sino por temor a que nos viera la policía del D.F., por miedo a que nos cachearan y descubrieran el arma del Gusano y termináramos los dos en algún oscuro calabozo.
Una mañana se enfermó y me habló de Villaviciosa. Lo vi desde la Librería de Cristal y me pareció igual que siempre, pero al acercarme a él observé que la camisa estaba arrugada, como si hubiera dormido con ella puesta. Al sentarme a su lado noté que temblaba. Poco después los temblores fueron en aumento. Tienes fiebre, dije, tienes que meterte en la cama. Lo acompañé, pese a sus protestas, hasta la pensión donde vivía. Acuéstate, le dije. El Gusano se sacó la camisa, puso la pistola debajo de la almohada y pareció quedarse dormido en el acto, aunque con los ojos abiertos fijos en el cielorraso. En la habitación había una cama estrecha, una mesilla de noche, un ropero desvencijado. En el interior del ropero vi tres camisas blancas como la que se acababa de quitar perfectamente dobladas y dos pantalones del mismo color colgados de sendas perchas. Debajo de la cama distinguí una maleta de cuero de excelente calidad, de aquellas que tenían una cerradura como de caja fuerte. No vi ni un solo periódico, ni una sola revista. La habitación olía a desinfectante, igual que las escaleras de la pensión. Dame dinero para ir a una farmacia a comprarte algo, dije. Me dio un fajo de billetes que sacó del bolsillo de su pantalón y volvió a quedarse inmóvil. De vez en cuando un escalofrío lo recorría de la cabeza a los pies como si se fuera a morir. Pero sólo de vez en cuando. Por un momento pensé que tal vez lo mejor sería llamar a un médico, pero comprendí que eso al Gusano no le iba a gustar. Cuando volví, cargado de medicinas y botellas de Coca-Cola, se había dormido. Le di una dosis de caballo de antibióticos y unas pastillas para bajarle la fiebre. Luego hice que se bebiera medio litro de Coca-Cola. También había comprado un pancake, que dejé en el velador por si más tarde tenía hambre. Cuando ya me disponía a irme, él abrió los ojos y se puso a hablar de Villaviciosa.
A su manera, fue pródigo en detalles. Dijo que el pueblo no tenía más de sesenta casas, dos cantinas, una tienda de comestibles. Dijo que las casas eran de adobe y que algunos patios estaban encementados. Dijo que de los patios escapaba un mal olor que a veces resultaba insoportable. Dijo que resultaba insoportable para el alma, incluso para la carencia de alma, incluso para la carencia de sentidos. Dijo que por eso algunos patios estaban encementados. Dijo que el pueblo tenía entre dos mil y tres mil años y que sus naturales trabajaban de asesinos y de vigilantes. Dijo que un asesino no perseguía a un asesino, que cómo iba a perseguirlo, que eso era como si una serpiente se mordiera la cola. Dijo que existían serpientes que se mordían la cola. Dijo que incluso había serpientes que se tragaban enteras y que si uno veía a una serpiente en el acto de autotragarse más valía salir corriendo pues al final siempre ocurría algo malo, como una explosión de la realidad. Dijo que cerca del pueblo pasaba un río llamado Río Negro por el color de sus aguas y que éstas al bordear el cementerio formaban un delta que la tierra seca acababa por chuparse. Dijo que la gente a veces se quedaba largo rato contemplando el horizonte, el sol que desaparecía detrás del cerro El Lagarto, y que el horizonte era de color carne, como la espalda de un moribundo. ¿Y qué esperan que aparezca por allí?, le pregunté. Mi propia voz me espantó. No lo sé, dijo. Luego dijo: una verga. Y luego: el viento y el polvo, tal vez. Después pareció tranquilizarse y al cabo de un rato creí que estaba dormido. Volveré mañana, murmuré, tómate las medicinas y no te levantes.
Me marché en silencio.
A la mañana siguiente, antes de ir a la pensión del Gusano, pasé un rato, como siempre, por la Librería de Cristal. Cuando me disponía a salir, a través de las paredes transparentes, lo vi. Estaba sentado en el mismo banco de siempre, con una camisa blanca holgada y limpia y unos pantalones blancos inmaculados. La mitad de la cara se la tapaba el sombrero de paja y un Bali le colgaba del labio inferior. Miraba al frente, como en él era usual, y parecía sano. Ese mediodía, al separarnos, me alargó con un gesto hosco varios billetes y dijo algo acerca de las molestias que yo había tenido el día anterior. Era mucho dinero. Le dije que no me debía nada, que hubiera hecho lo mismo por cualquier amigo. El Gusano insistió en que cogiera el dinero. Así podrás comprar algunos libros, dijo. Tengo muchos, contesté. Así dejarás de robar libros por algún tiempo, dijo. Al final le quité el dinero de las manos. Ha pasado mucho tiempo, ya no recuerdo la cifra exacta, el peso mexicano se ha devaluado muchas veces, sólo sé que me sirvió para comprarme veinte libros y dos discos de los Doors y que para mí esa cantidad era una fortuna. Al Gusano no le faltaba el dinero.
Nunca más me volvió a hablar de Villaviciosa. Durante un mes y medio, tal vez dos meses, nos vimos cada mañana y nos despedimos cada mediodía, cuando llegaba la hora de comer y yo volvía en el camión de la Villa o en un pesero rumbo a mi casa. Alguna vez lo invité al cine, pero el Gusano nunca quiso ir. Le gustaba hablar conmigo sentados en su banco de la Alameda o paseando por las calles de los alrededores y de vez en cuando condescendía a entrar en un bar en donde siempre buscaba al vendedor ambulante de huevos de caguama. Nunca lo vi probar alcohol. Pocos días antes de que desapareciera para siempre le dio por hacerme hablar de Jaqueline Andere. Comprendí que era su manera de recordarla. Yo hablaba de su pelo rubio ceniza y lo comparaba favorable o desfavorablemente con el pelo rubio amielado que lucía en sus películas y el Gusano asentía levemente, la vista clavada al frente, como si tuviera a Jaqueline Andere en la retina o como si la viera por primera vez. Una vez le pregunté qué clase de mujeres le gustaban. Era una pregunta estúpida, hecha por un adolescente que sólo quería matar el tiempo. Pero el Gusano se la tomó al pie de la letra y durante mucho rato estuvo cavilando la respuesta. Al final dijo: tranquilas. Y después añadió: pero sólo los muertos están tranquilos. Y al cabo de un rato: ni los muertos, bien pensado.
Una mañana me regaló una navaja. En el mango de hueso se podía leer la palabra «Caborca» escrita en finas letras de alpaca. Recuerdo que le di las gracias efusivamente y que aquella mañana, mientras platicábamos en la Alameda o mientras paseábamos por las concurridas calles del centro, estuve abriendo y cerrando la hoja, admirando la empuñadura, tentando su peso en la palma de mi mano, maravillado de sus proporciones tan justas. Por lo demás, aquel día fue idéntico a todos los otros. A la mañana siguiente el Gusano ya no estaba.
Dos días después lo fui a buscar a su pensión y me dijeron que se había marchado al norte. Nunca más lo volví a ver.
Lo conocí en un bar de la calle Tallers, en Barcelona, hará unos cinco años. Cuando supo que yo era chileno se acercó a saludarme, él también había nacido por aquellas lejanías.
Tenía más o menos mi edad, treinta y pico, y bebía bastante aunque nunca lo vi borracho. Se llamaba Rogelio Estrada. Era delgado, de estatura más bien tirando a baja, moreno. Su sonrisa parecía permanentemente instalada entre el asombro y la malicia, pero con el tiempo descubrí que era mucho más inocente de lo que pretendía. Una noche fui al bar con un grupo de amigos catalanes. Nos pusimos a hablar de libros. Rogelio se acercó a nuestra mesa y dijo que el más grande escritor de este siglo era, sin duda, Mijail Bulgakov. Alguno de los catalanes había leído El maestro y Margarita y La novela teatral, pero Rogelio citó otras obras del insigne novelista, creo recordar que más de diez, y las citó en ruso. Mis amigos y yo pensamos que bromeaba y pronto estábamos hablando de otras cosas. Una noche me invitó a su casa y no sé por qué lo acompañé. Vivía en una calle cercana, a pocos metros de un cine de ínfima categoría que los niños del barrio llamaban el cine fantasma. La casa era vieja y estaba llena de muebles que no le pertenecían. Nos sentamos en la sala, Rogelio puso un disco, una música horrible y desmesurada en permanente crescendo, y después llenó dos vasos de vodka. Sobre un estante, la foto de una muchacha en un marco de plata presidía la sala. El resto de los adornos eran banales: tarjetas postales de diferentes países europeos, un banderín muy viejo del Colo-Colo, otro de la Universidad de Chile, un tercero del Santiago Morning, también muy viejos y manoseados. ¿Bonita, verdad?, dijo Rogelio señalando a la muchacha del marco de plata. Sí, muy bonita, contesté. Luego volví a sentarme y estuvimos bebiendo un rato en silencio. Cuando Rogelio por fin habló la botella estaba casi vacía. Primero hay que vaciar la botella, dijo, luego el alma. Me encogí de hombros. Aunque yo, añadió, como es natural, no creo en el alma. Pero la cuestión fundamental es el tiempo, ¿verdad? ¿Tienes tiempo para escuchar mi historia? Depende de la historia, dije, pero creo que sí. No va a ser muy larga, dijo Rogelio. Luego se levantó, cogió la foto del marco de plata, se sentó frente a mí con la foto acunada en el brazo izquierdo y un vaso de vodka en el derecho y dio comienzo a su relato:
Mi infancia fue feliz y no tiene nada que ver con lo que después ha sido mi vida. Las cosas comenzaron a torcerse durante la adolescencia. Yo vivía en Santiago y según mi padre estaba destinado a convertirme en un delincuente juvenil. Mi padre, por si aún no lo sabes (y no veo por qué tendrías que saberlo), era José Estrada Martínez, alias el Guatón Estrada, uno de los principales dirigentes del Partido Comunista de Chile. Mi familia era proletaria, con conciencia de clase, luchadora, y con una honradez a prueba de fuego. Yo a los trece años robé una bicicleta. Con eso me parece que te explico todo. Me pillaron al cabo de dos días y recibí una tunda que para qué te cuento. A los catorce empecé a fumar marihuana que cultivaban en los faldeos cordilleranos unos amigos del barrio. Mi padre, por entonces, tenía un alto puesto en el gobierno de Allende y su preocupación mayor, pobre viejo, era que la prensa momia desvelase los afanes en que andaba metido su primogénito. A los quince robé un auto. No me pillaron (aunque ahora sé que era cosa de darle un poco más de tiempo a los canas) porque al cabo de pocos días ocurrió el golpe de Estado y mi familia entera se asiló en la embajada de la Unión Soviética. Para qué te voy a contar cómo fueron los días que pasé en la embajada. Horribles. Yo dormía en el pasillo y estaba intentando tirarle los tejos a la hija de un camarada de mi padre, pero aquella gente se lo pasaba todo el día cantando la Internacional o el No pasarán. En fin, un ambiente deplorable, como de fiesta de canutos.
En los primeros meses de 1974 llegamos a Moscú. Yo, si te he de ser sincero, estaba feliz, una ciudad nueva, las rusitas rubias y de ojos azules, el viaje en avión, Europa, una nueva cultura. La realidad fue bien diferente. Moscú se parecía a Santiago, pero más tranquilo, más grande y con un invierno a lo bestia. Al principio me metieron en una escuela en donde se hablaba mitad castellano y mitad ruso. Al cabo de dos años ya iba a una escuela normal, hablaba un ruso pasable y me aburría como una ostra. Entré en la Universidad gracias a las palancas, supongo, porque la verdad es que estudiaba poco. El primer año me matriculé en Medicina, hice un semestre y me retiré, la medicina no era para mí. De aquellos días en la Facultad, no obstante, guardo un buen recuerdo: allí hice mi primer amigo, es decir el primero que no era un chileno asilado como yo. Se llamaba Jimmy Fodeba y era natural de la República Centroafricana, que como su nombre indica está en el medio de África. El padre de Jimmy era comunista como mi padre y, como mi padre también, estaba perseguido. Jimmy era bastante inteligente pero en el fondo era igual que yo. Es decir le gustaba trasnochar, le gustaba el trago, fumarse un pitillo de vez en cuando, le gustaban las mujeres. Al poco tiempo éramos uña y mugre. El mejor amigo que he tenido si descuento a los de la patota de Santiago, que se quedaron allá y a los que probablemente nunca más voy a ver, aunque quién sabe, ¿verdad? Bueno, el caso es que Jimmy y yo sumamos nuestras fuerzas -y nuestros deseos, y también, por qué no, nuestras necesidades- y a partir de entonces ya no fuimos dos asilados más bien solitarios y perdidos sino dos lobos sueltos por las calles de Moscú y allí donde no se atrevía uno se atrevía el otro y así, poco a poco (poco a poco porque Jimmy a veces tenía que estudiar, él sí que era un buen estudiante), nos fuimos haciendo una idea general de la ciudad en la que probablemente íbamos a vivir durante mucho tiempo. No me voy a extender en nuestras aventuras juveniles, sólo te diré que al cabo de un año sabíamos dónde encontrar un poco de hierba, algo que aquí y ahora no parece nada difícil pero que en Moscú y en aquel tiempo era toda una odisea. Por entonces yo había intentado estudiar Literatura Latinoamericana, Literatura Rusa, Técnicas de Radiodifusión, Técnicas de Conservación de Alimentos, en fin, todo, y ya fuera porque me aburría o porque no ponía atención a las clases o porque simplemente no asistía a éstas, que era básicamente lo que de verdad ocurría, el caso es que en todo había fracasado y un buen día mi padre me amenazó con mandarme a trabajar a una fábrica en Siberia, pobre viejo, él era así.
Y ése fue el motivo por el que entré en la Escuela de Educación Física, a la que algunos rusos optimistas llamaban Escuela Superior de Educación Física, y en esta ocasión aguanté el tipo hasta sacarme el diploma. Sí, compañero, aquí donde me ve soy profesor de gimnasia. De los malos, por supuesto, sobre todo si me comparo con algunos rusos, pero profesor de gimnasia al fin y al cabo. Cuando le entregué el diploma a mi padre, al viejo se le cayeron las lágrimas de la emoción. Yo creo que ahí se acabó mi adolescencia.
Por aquella época yo me hacía llamar Roger Strada. Siempre andaba metido en problemas, mis amistades no eran lo que se suele llamar buenas personas y yo mismo era malo con ganas, como si estuviera lleno de rencor y no supiera cómo sacármelo de encima. Trabajaba de ayudante de un entrenador deportivo, un tipo de una categoría moral sorprendente y paradójica (tal como a mí me convenía) que se dedicaba a buscar nuevos atletas en las secundarías, y la mayor parte del tiempo me la pasaba en fiestas, arreglines, negocios turbios que me permitían redondear el sueldo. Mi jefe se llamaba Pultakov. Estaba divorciado y vivía en un pisito minúsculo de la calle Leliushenko, a la altura de la plaza Rogachev. Como ya te he dicho, yo era malo con ganas y Jimmy Fodeba también era malo y los que nos conocían bien sabían que éramos malos (yo creo que me puse Roger, al menos al principio, por un mero afán de simetría con Jimmy y porque en el fondo me sentía una especie de gángster neoitaliano), pero Pultakov era malo de verdad y con el tiempo y el trato diario yo empecé a aprender todos los trucos, todas las depravaciones, todos los vicios de él. Mi padre vivía en un Moscú de papeles y memorándums, el Moscú de los burócratas, con órdenes, contraórdenes, temas del día, rencillas internas, odios internos, un Moscú ideal. Yo vivía en un Moscú de droga y prostitución, mercado negro y alegría, amenazas y crímenes. Los dos Moscús se solían tocar, a veces, en ciertas esferas, incluso se confundían, pero por regla general eran dos ciudades distintas que se ignoraban mutuamente. Con Pultakov me inicié en el mundo de las apuestas deportivas. Apostábamos con dinero ajeno, por supuesto, pero también con dinero nuestro. Fútbol, hockey, basketball, box, incluso campeonatos de esquí, deporte al que yo nunca le vi la gracia, todo lo tocábamos. Y conocí gente. Gente de toda clase. En general, tipos simpáticos, delincuentes de poca monta, como yo mismo, aunque a veces conocí a criminales de verdad, tipos dispuestos a todo o tipos que en algún momento estarían dispuestos a todo. Por instinto de supervivencia, con esta gente procuraba no intimar. Carne de presidio o de cloaca. Gente que conseguía atemorizar a Pultakov y que a Jimmy y a mí nos causaba pavor. Salvo uno, que tenía nuestra edad y al que no sé por qué yo le caí en gracia. Este tipo se llamaba Misha Semiónovich Pavlov y era una especie de mago del hampa moscovita. Pultakov y yo le suministrábamos informes deportivos para sus apuestas y de vez en cuando el tal Misha Pavlov nos invitaba a su casa, siempre una diferente, todas más pobres que la de Pultakov o que la mía, generalmente en las zonas obreras del extrarradio noreste de Moscú, en los antiguos barrios de Poluboiárov, Victoria, Mercado Viejo. A Pultakov no le gustaba (bueno, a Pultakov no le gustaba casi nadie) y procuraba tener el mínimo trato con Pavlov, pero yo siempre he sido un ingenuo y su aureola de niño prodigio del hampa más las deferencias que solía tener conmigo, a veces me regalaba un pollo o una botella de vodka o un par de zapatos, terminaron por conquistarme y me entregué a él en cuerpo y alma, como suele decirse.
Y así fueron pasando los años, mi familia volvió a Chile excepto mi hermana menor que se casó con un ruso, mi padre murió en Santiago y tuvo unos funerales muy bonitos según me escribieron, Jimmy Fodeba continuó viviendo en Moscú y trabajando en un hospital (su padre volvió a la República Centroafricana, donde lo mataron) y Pultakov y yo seguimos juntos moviéndonos como dos ratas por los gimnasios e instalaciones deportivas. Llegó la democracia (aunque a mí la política siempre me ha dejado indiferente), se acabó la Unión Soviética, llegó la libertad, llegaron las mafias. Moscú se convirtió en una ciudad bonita y alegre, con esa alegría feroz tan propia de los rusos. Pero para comprender esto hay que conocer el alma eslava y tú, con todos los libros que has leído, me parece que no la conoces. De pronto todo se nos hizo demasiado grande para nosotros. Pultakov, que en el fondo era estalinista (algo que nunca entenderé porque con Stalin seguramente hubiera acabado en Siberia), añoraba los viejos tiempos. Yo, por el contrario, me amoldé a la nueva situación y decidí ahorrar dinero, ahora que se podía, para marcharme de allí de una vez por todas y empezar a conocer el mundo, Europa, África, que pese a mi edad, ya tenía más de treinta y estaba lo que se dice talludito, imaginaba como el reino de la aventura, una frontera sin límites, un nuevo cuento infantil en donde podría empezar de nuevo, ser feliz, encontrarme a mí mismo como decíamos los cabros de Santiago de 1973. Así fue como me hice, casi sin darme cuenta, empleado fijo de Misha Pavlov. Éste, por supuesto, se había vuelto poderoso y rico. Por aquel entonces lo apodaban Billy el Niño. No me preguntes por qué. Billy el Niño era rápido con el revólver, Misha no sacaba con rapidez ni su tarjeta de crédito; Billy el Niño era valiente y por las películas que he visto ágil y delgado, Misha también era valiente, pero gordo como un buda (incluso para los criterios rusos) e incapaz del menor ejercicio físico. Seguí como corredor de apuestas, pero pronto comencé a hacerle otro tipo de trabajos. A veces me mandaba a ver a un jugador que yo conocía con un fajo de billetes para perder el partido. En cierta ocasión llegué a sobornar a medio equipo de fútbol, uno por uno, halagando a los más sensibles y amenazando veladamente a los más remisos. Otras veces me encargaba convencer a otros apostadores para que se retiraran del juego o no hicieran olas. Pero la mayor parte del tiempo mi labor consistía en proporcionar informes sobre deportistas, uno detrás de otro, aparentemente sin sentido alguno, que el informático de Pavlov metía incansablemente dentro de su computadora.
Sin embargo aún había otra cosa que yo hacía. La mayoría de las queridas de los gángsters moscovitas eran cabareteras, actrices o aspirantes, muchachas que se dedicaban al strip-tease. Era lo normal, así ha sido siempre. Pero a Pavlov lo que le gustaba eran las atletas, las que se dedicaban al salto de longitud, las corredoras de corta y media distancia, las de triple salto, de vez en cuando se prendaba de alguna jabalinista, pero por encima de todo lo que prefería eran las atletas de salto de altura. Decía que eran como gacelas, las mujeres perfectas, y no le faltaba razón. Y yo se las conseguía. Me acercaba a los campos de entrenamiento y le concertaba citas. Algunas estaban encantadas con la posibilidad de pasar un fin de semana con Misha Pavlov, pobrecitas, otras, la mayoría, no. Pero yo siempre le conseguía a las mujeres que él quería aunque para eso tuviera que gastar dinero de mi propio bolsillo o recurrir a las amenazas. Y así fue como una tarde me dijo que quería a Natalia Mijailovna Chuikova, una atleta de dieciocho años, de la región de Volgogrado, que acababa de llegar a Moscú y que tenía esperanzas de ingresar en el equipo olímpico. No sé qué fue lo que me llamó la atención, pero desde el primer momento me di cuenta de que Pavlov hablaba de la Chuikova de una manera diferente. Cuando me dio la orden de traérsela estaba acompañado de dos de sus compinches y éstos, después de que el jefe hubo hablado, me guiñaron los ojos como diciendo: Roger Strada, cumple al pie de la letra lo que se te ha ordenado pues Billy el Niño esta vez va en serio.
Dos días después conseguí hablar con Natalia Chuikova. Fue en la pista cubierta de Spartanovka, en el bulevar del Deporte, a las nueve de la mañana, que no era ciertamente mi hora de levantarme pero que era la única hora en que podía encontrar allí a la saltadora. Primero la vi de lejos: estaba a punto de echar a correr hacia el listón y se concentraba apretando los puños y mirando hacia arriba, como si rezara o como si buscara un ángel. Después me acerqué y le dije quién era. ¿Roger Strada?, dijo ella, eso significa que eres italiano. No me atreví a desengañarla del todo: le dije que era chileno y que en Chile vivían muchos italianos. Medía un metro setenta y ocho y no debía de pesar 55 kilos. Tenía el pelo largo y castaño que se recogía en una coleta sencilla pero en la cual se concentraba toda la gracia del mundo. Sus ojos eran casi negros del todo y tenía, te lo juro, las piernas más largas y más hermosas que he visto en mi vida.
No fui capaz de decirle el motivo de mi visita. La invité a tomar una Pepsi-Cola, le dije que me gustaba su técnica y después me fui. Esa noche no sabía qué le iba a decir a Pavlov, qué mentira le iba a contar. Finalmente opté por lo más sencillo. Dije que Natalia Chuikova era una mujer que requería tiempo, un espécimen distinto de los que él conocía.
Misha me miró con esa cara que tenía de foca y de niño vicioso y dijo que estaba bien, que me daba tres días de tiempo. Cuando Misha te daba tres días había que solucionar el asunto en tres días, ni uno más. Así que estuve cavilando durante unas horas, preguntándome a qué se debía mi actitud, qué era lo me frenaba, hasta que decidí zanjar el asunto lo más rápido posible. Al día siguiente, muy temprano, volví a ver a Natalia. Fui de los primeros en llegar a la pista. Estuve durante mucho rato observando a los atletas que iban y venían, todos medio dormidos como yo, conversando o discutiendo aunque sus voces apenas me llegaban como un murmullo, voces en sordina que nada querían decir o gritos en ruso que de pronto ya no comprendía, como si hubiera olvidado el idioma, hasta que entre la gente apareció Natalia y se puso a hacer ejercicios de calentamiento. Su entrenador tomaba notas en una pequeña libreta. Otras dos saltadoras de altura hablaban con ella. A veces se reían. Otras veces, después de saltar, se sentaban en el suelo y se enfundaban en unos chándals azules y rojos que no tardaban en quitarse. A veces bebían agua. Al cabo de media hora de felicidad me di cuenta de que estaba enamorado. Era la primera vez que me ocurría. Antes había querido a un par de putas. Había sido injusto o justo, poco importaba. Ahora estaba enamorado. Hablé con ella. Le expliqué la historia de Misha Pavlov, quién era, qué quería. Natalia se escandalizó, luego le pareció divertido. Accedió, pese a mis consejos en contra, a verlo. Concerté la cita lo más tarde que pude. En el ínterin la invité al cine a ver una película de Bruce Willis, que era uno de sus actores favoritos, y a cenar a un buen restaurante. Conversamos largo y tendido. Su vida, sin carecer de durezas y desengaños, había sido un ejemplo de perseverancia y voluntad, todo lo contrario que la mía. Sus gustos eran sencillos, no aspiraba a tener dinero sino a ser feliz. En materia sexual, que era lo que a mí me interesaba sonsacarle, tenía amplitud de miras. Al principio esto me entristeció, pensé que Natalia ya estaba en el saco de Pavlov, la imaginé pasando por la cama de todos sus guardaespaldas, la perspectiva me pareció insoportable. Pero después comprendí que Natalia hablaba de una sexualidad que yo simplemente no entendía (y que sigo sin entender), lo que no la empujaba necesariamente a los brazos de toda la banda. También comprendí que, pese a todo, yo debía protegerla.
Una semana después Pavlov me envió como recadero suyo a la pista cubierta con un gran ramo de claveles blancos y rojos que seguramente le habían costado un ojo de la cara. Natalia guardó las flores y me pidió que la esperara. Estuvimos todo el día juntos, primero en el centro (en donde le compré dos novelas de Bulgákov, su autor preferido, en un puesto ambulante de la calle Stáraya Basmánnaya) y luego en el cuartito donde ella vivía. Le pregunté qué tal le había ido. Su respuesta, te lo juro, me dejó helado. Dijo que las flores lo explicaban todo. Qué poder de concreción, amigo, qué frialdad, ella era rusa y yo chileno, sentí cómo se me abría el precipicio y allí mismo me puse a llorar a moco tendido. Muchas veces he pensado en aquella tarde de llanto que cambió mi vida. No le encuentro explicación, sólo sé que me sentí como un niño y que sentí, por primera vez, todo el frío de Moscú y que también por primera vez ese frío me pareció inaguantable. Esa misma tarde hicimos el amor.
A partir de entonces yo estaba en las manos de Natalia y ésta estaba en las manos de Misha Pavlov. La situación en sí no parecía tener más misterios, pero conociendo a Pavlov yo sabía que me la jugaba acostándome con Natalia. Además, con el paso de los días, la certidumbre de que Natalia se acostaba con él -y además yo sabía con exactitud cuándo lo hacía, a qué hora- me fue agriando el carácter, sumiéndome en depresiones y contribuyendo a que empezara a ver las cosas de mi vida (y las cosas de la vida en general) de una manera fatalista. Me hubiera gustado tener entonces un amigo con el que hablar y desahogarme. Pero con Pultakov era impensable y Jimmy Fodeba siempre estaba muy ocupado y ya no solíamos vernos con la asiduidad de antes. No me quedó más remedio que aguantar y esperar.
Así transcurrió un año.
Con Pavlov la vida era curiosa; su propia vida estaba dividida al menos en tres partes y yo tuve el honor o la desgracia de conocerlas todas: la del Pavlov hombre de negocios rodeado permanentemente de sus guardaespaldas y que despedía un tufillo a dinero y a sangre que enervaba los sentidos, la del Pavlov enamoradizo o lachero como decíamos en Santiago y que a mí particularmente me despertaba el peor lado de mi imaginación y me hacía sufrir y la del Pavlov del círculo íntimo, el Pavlov de espíritu inquieto, ocupado o con ganas de ocupar su ocio, sus «momentos de íntimo reposo» como él decía, en asuntos relacionados con la literatura y con las artes, porque Pavlov, cuesta de creer, leía mucho, y claro, le gustaba hablar de lo que leía. Para tal fin solía convocar a tres personas que eran, digamos, la facción cultural o cosmopolita de su banda. El novelista Fédor Petróvich Semionov, un italiano de verdad que estudiaba ruso y que estaba becado en la Escuela de Idiomas de Moscú, llamado Paolo Ripellino, y yo, a quien presentaba siempre como su amigo Roger Strada aunque a veces me tratara como a un perro. Dos rusos y dos italianos, decía Pavlov con una sonrisita en la boca. Lo decía para disminuirme delante de Ripellino pero éste siempre me trató con respeto. Las reuniones, pese a todo, eran divertidas, aunque a veces recibíamos una llamada telefónica a medianoche y teníamos que acudir de inmediato a una de las muchas casas que Pavlov poseía por todo Moscú, a horas en que el cuerpo sólo pedía cama, y aguantar las disquisiciones de nuestro jefe. Los gustos de Pavlov eran eclécticos, como suele decirse, ¿verdad? Yo, con franqueza, sólo he leído a Bulgákov y lo leí por amor a Natalia, del resto no tengo ni idea, no soy hombre de lecturas, eso se nota. Semionov escribía, según tengo entendido, novelas pornográficas y Ripellino tenía un guión que quería que Pavlov se lo financiase, un asunto de karatekas y mafiosos. El único que allí sabía de literatura era nuestro anfitrión. Así que Pavlov se largaba a hablar de Dostoievski, por ejemplo, y los demás le seguíamos el rastro. Al día siguiente yo me iba a la biblioteca y buscaba datos sobre Dostoievski, resúmenes de sus obras y de su vida y así ya tenía algo que decir en la próxima reunión, aunque Pavlov casi nunca se repetía, una semana hablaba de Dostoievski, a la siguiente hablaba de Boris Pilniak, quince días después de Chéjov (del que decía que era marica, no sé por qué), después se metía con Gógol o con el propio Semionov cuyas novelas pornográficas ponía por las nubes. Éste era todo un personaje. Debía tener mi edad, tal vez un poco mayor, y era uno de los protegidos de Pavlov. Una vez me dijeron que había hecho desaparecer a su mujer. Yo ni me creí el rumor ni me lo dejé de creer. Semionov parecía capaz de todo, menos de morder la mano de Pavlov. Ripellino era distinto, un buen muchacho, el único que confesaba abiertamente no haber leído a ninguno de los novelistas sobre los que nuestro jefe solía monologar, aunque sí había leído poesía (poesía rusa, bien rimada y fácil de recordar) que a veces recitaba de memoria, generalmente cuando ya todos estábamos borrachos. ¿Y quién es ése?, preguntaba Semionov con una voz cavernosa. Pushkin, pues quién si no, le contestaba Ripellino. Entonces yo aprovechaba y me largaba a hablar sobre Dostoievski y Pavlov y Ripellino volvían a recitar a dúo el poema de Pushkin y Semionov sacaba una libretita y hacía como que tomaba notas para su próxima novela. Otras veces hablábamos sobre el espíritu eslavo y el espíritu latino y por supuesto en ese tema Ripellino y yo llevábamos las de perder. Cuántas cosas sabía Pavlov sobre el alma eslava, ni te lo imaginas, qué profundo y qué triste podía ser entonces. Generalmente Semionov acababa llorando y Ripellino y yo nos rendíamos a las primeras de cambio. No siempre estábamos los cuatro solos, por descontado. A veces Pavlov mandaba traer a algunas putas. A veces nos encontrábamos con una o dos caras desconocidas, algún director de revista minoritaria, algún actor sin trabajo, algún militar retirado que conociera de verdad las obras completas de Alexéi Tolstói. Gente agradable o desagradable, gente que tenía negocios con Pavlov o que esperaba recibir algún favor de él. Las veladas a veces terminaban bien, incluso. Otras veces acababan francamente mal. Nunca entenderé el alma eslava. Una vez Pavlov les mostró a sus invitados unas fotos de lo que llamaba su «selección femenina de salto de altura». Al principio yo no quise verlas, pero me llamaron y tuve que ir. Eran las cuatro o cinco chicas que yo le había conseguido. Entre ellas estaba Natalia Chuikova. Me sentí mal y creo que Pavlov se dio cuenta y me abrazó con sus enormes brazos y se puso a cantarme al oído una canción de borracho que hablaba de la muerte y del amor, las dos únicas cosas verdaderas de la vida. Recuerdo que me reí o traté de reírle la ocurrencia a Pavlov, como hacía siempre, pero la risa apenas me salió. Más tarde, mientras los demás dormían la mona o se habían ido, estuve un rato sentado junto a la ventana mirando las fotos con calma. Lo que son las cosas: todo me pareció bien entonces, todo me pareció conforme (como decía mi padre), respirando con fuerza, tranquilo, libre. Y también pensé que el alma eslava no se diferenciaba tanto del alma latina, eran, resumiendo, la misma cosa, igual que el alma africana que presumiblemente iluminaba las noches de mi amigo Jimmy Fodeba. El alma eslava, acaso, aguantaba mucho más alcohol, pero eso era todo.
Y así pasó el tiempo.
A Natalia la excluyeron del equipo olímpico porque nunca llegó a saltar por sobre la altura requerida. Participó en pruebas nacionales y no quedó entre las primeras. Ni pensar en batir alguna marca. Su carrera, aunque ella se resistía a admitirlo, estaba acabada y a veces hablábamos del futuro con miedo y expectación. Su relación con Pavlov tenía altibajos; había días en que éste parecía quererla más que a nadie en el mundo y otros en que la trataba mal. Una noche la encontré con la cara llena de magulladuras. Me dijo que fue mientras entrenaba, pero yo supe que había sido Pavlov. A veces hablábamos hasta muy tarde sobre viajes y países extranjeros. Yo le contaba cosas de Chile, un Chile inventado por mí, supongo, que a ella le parecía muy parecido a Rusia y no le entusiasmaba pero despertaba su curiosidad. Una vez viajó con Pavlov a Italia y España. No me invitaron a la despedida pero fui uno de los que acudió al aeropuerto cuando regresaron. Natalia venía muy tostada y muy bonita. Yo le entregué un ramo de rosas blancas que la noche antes Pavlov, desde España, me había ordenado comprar para ella. Gracias, Roger, dijo ella. No hay de qué, Natalia Mijailovna, dije yo en vez de confesarle que todo se debía a una llamada telefónica de larga distancia de nuestro común jefe. Éste hablaba en ese momento con unos matones y no se dio cuenta de la dulzura que había en mis ojos (unos ojos que hasta mi madre que en paz descanse decía que parecían los ojos de una rata). Pero lo cierto es que Natalia y yo cada vez éramos más descuidados.
Una noche de invierno Pavlov me llamó por teléfono a mi casa. Parecía enfurecido. Me ordenó que fuera a verle de inmediato. Yo sabía de oídas que algunos de sus negocios no iban del todo bien. Argüí que la hora y la temperatura no aconsejaban salir a la calle, pero Misha se mostró inflexible: o apareces por aquí dentro de media hora, dijo, o mañana te corto las pelotas. Me vestí lo más rápido posible y antes de salir a la calle guardé en uno de mis bolsillos un cuchillito que compré cuando era estudiante de Medicina. Las calles de Moscú, a las cuatro de la mañana, no son muy seguras, supongo que lo sabes. El viaje fue como la continuación de la pesadilla que tenía cuando Pavlov me despertó con su llamada. Las calles estaban cubiertas de nieve, el termómetro debía marcar diez o quince grados bajo cero y durante mucho rato no vi por allí ningún ser humano excepto yo. Al principio caminaba diez metros y trotaba los otros diez para entrar en calor. Al cabo de quince minutos mi cuerpo se resignó a avanzar pasito a pasito y encorvado por el frío. En dos ocasiones vi pasar coches de la policía y me oculté. También en dos ocasiones, pasaron sendos taxis que no quisieron detenerse. Sólo encontré borrachos que me ignoraron y sombras que al pasar se ocultaban en los inmensos zaguanes de la avenida Medvéditsa. La casa donde me había citado Pavlov estaba en la calle Nemétskaya; normalmente, a pie, se tardaba entre treinta y treinta y cinco minutos en llegar; aquella noche infernal tardé casi una hora y cuando llegué tenía congelados cuatro dedos del pie izquierdo. Pavlov me esperaba junto a la chimenea, leyendo y bebiendo coñac. Antes de que yo pudiera decir nada me estrelló el puño en la nariz. Casi no sentí el golpe pero igual me dejé caer. No me ensucies la alfombra, oí que decía. Acto seguido me pateó las costillas unas cinco veces, pero como llevaba pantuflas tampoco sentí mucho dolor. Luego se sentó, cogió su libro y su copa y pareció apaciguarse. Yo me levanté, fui al baño a limpiarme la sangre que me corría de la nariz y después volví a la sala. ¿Qué estás leyendo?, le dije. Bulgákov, dijo Pavlov. ¿Lo conoces, verdad? Ah, Bulgákov, dije yo mientras se me hacía un nudo en el estómago. Como me diga algo de Natalia, pensé, lo mato, y metí la mano en el bolsillo del abrigo tanteando en busca de mi cuchillito. Me gusta la gente sincera, dijo Pavlov, la gente honrada, la que no se anda con dobleces, cuando confío en un ser humano quiero confiar hasta las últimas consecuencias. Tengo un pie congelado, le dije, debería darme una vuelta por el hospital. Pavlov no me escuchó, así que decidí parar con las quejas, además no era para tanto, ya hasta podía mover los dedos. Durante un rato los dos permanecimos en silencio: Pavlov mirando el libro de Bulgákov (Los huevos milagrosos, creo que era) y yo contemplando las llamas de la chimenea. Natalia me dijo que la estás viendo, dijo Pavlov. No dije nada pero asentí con la cabeza. ¿Te acuestas con esa puta? No, mentí. Otro silencio. De repente se me ocurrió que Pavlov había matado a Natalia y que esa noche me iba a matar a mí. No medí las consecuencias de lo que hacía. Di un salto y le rebané el pescuezo. La siguiente media hora me la pasé borrando mis huellas. Luego me fui a mi casa y me emborraché.
Una semana después la policía me detuvo y estuve en la comisaría de Ilininkov en donde me interrogaron durante una hora. Puro trámite. El nuevo jefe se llamaba Igor Borísovich Protopopov, alias Sardinita. No le interesaban las atletas, pero me mantuvo en mi trabajo de apostador y de cargador de partidos. Le serví durante seis meses y después me fui de Rusia. ¿Y Natalia, te preguntarás? A Natalia la vi al día siguiente de matar a Pavlov, muy temprano, en las instalaciones deportivas en donde entrenaba. No le gustó la cara que tenía. Me dijo que parecía muerto. En el tono de su voz percibí un matiz de desprecio, pero también de familiaridad, incluso de cariño. Me reí y le dije que la noche anterior había bebido mucho, que eso era todo. Después me presenté en el hospital donde trabajaba Jimmy Fodeba para que le echaran un vistazo a mis dedos congelados. El asunto no revestía mucha importancia pero untando a unos cuantos conseguimos que me hospitalizaran durante tres días; luego Jimmy cambió los papeles de ingreso y así resultó que cuando mataron a Pavlov yo estaba tirado en la cama, tibiecito y de lo más contento.
Seis meses después, como te dije, me fui de Rusia. Natalia se vino conmigo. Al principio vivimos en París e incluso hablamos de casarnos. Nunca en mi vida he sido tan feliz. Tanto, que ahora incluso me da vergüenza recordarlo. Después vivimos una temporada en Frankfurt y en Stuttgart, en donde Natalia tenía amigos y esperanzas de encontrar un buen trabajo. Los amigos al final resultaron no ser tan buenos y trabajo no encontró, aunque la pobre Natalia intentó hasta el de cocinera en un restaurante ruso. Pero no servía para la cocina. De la muerte de Pavlov rara vez hablamos. Natalia, en contra de la opinión de la policía, tenía la idea de que se lo cargaron sus propios hombres, el Sardinita para ser más precisos, aunque yo le decía que seguramente había sido una banda rival. A Pavlov, lo que son las cosas, lo recordaba como a un caballero y siempre ponderaba su generosidad. Yo la dejaba hablar y me reía por dentro. Una vez le pregunté si era pariente del general Chuikov, el hombre que defendió Stalingrado, la actual Volgogrado. Qué cosas se te ocurren, Roger, me dijo, por supuesto que no. Al año de vivir juntos me dejó por un alemán, un tal Kurt no sé cuántos. Me dijo que estaba enamorada y después lloró de pena por mí o de alegría por ella, no lo sé. Ándate, no más, mala mujer, le dije en castellano. Ella se puso a reír como siempre que yo hablaba en mi idioma. Yo también me puse a reír. Nos tomamos una botella de vodka juntos y nos despedimos. Después, cuando vi que ya nada tenía que hacer en esa ciudad alemana, me vine a Barcelona. Aquí trabajo de profesor de gimnasia en un colegio privado. No me van mal las cosas, me acuesto con putas y soy asiduo de dos bares en donde tengo mi tertulia, como dicen aquí. Pero por las noches, sobre todo por las noches, extraño Rusia y extraño Moscú. Aquí no se está mal, pero no es lo mismo, aunque si me pidieras más precisión no sabría decirte qué es lo que echo de menos. ¿La alegría de estar vivo? No lo sé. Un día de éstos voy a tomar un avión y volveré a Chile.
Para Anselmo Sanjuán
En cierta ocasión, después de discutir con un amigo acerca de la identidad peregrina del arte, Amalfitano le refirió una historia que a él le contaron en Barcelona. La historia versaba sobre un sorche de la División Azul española que combatió en la Segunda Guerra Mundial, en el frente ruso, más concretamente en el Grupo de Ejércitos Norte, en una zona cercana a Novgorod.
El sorche era un sevillano bajito, delgado como un palillo y de ojos azules que por esas cosas de la vida (no era un Dionisio Ridruejo ni siquiera un Tomás Salvador, y cuando había que saludar a la romana saludaba, pero tampoco era propiamente un fascista o un falangista) fue a parar a Rusia. Allí, sin que sepa quién empezó, alguien le dijo sorche ven para acá o sorche haz esto o lo otro y al sevillano se le quedó en la cabeza la palabra sorche, pero en la parte oscura de la cabeza, y en ese lugar tan grande y desolador con el paso del tiempo y los sustos diarios se transformó en la palabra chantre. No sé cómo ocurrió, supongamos que se activó un mecanismo infantil, un recuerdo feliz que esperaba su oportunidad para volver.
De modo que el andaluz pensaba sobre sí mismo en los términos y obligaciones de un chantre aunque conscientemente no tenía idea del significado de esta palabra que designa al encargado del coro en algunas catedrales. Pero de alguna manera, y esto es lo notable, a fuerza de pensarse chantre se convirtió en chantre. Durante la terrible navidad del 41 se hizo cargo del coro que cantaba villancicos mientras los rusos machacaban a los del Regimiento 250. En su memoria estos días están llenos de ruido (ruidos secos, constantes) y de una alegría subterránea y un poco fuera de foco. Cantaban, pero era como si las voces llegaran después o incluso antes, y los labios, las gargantas, los ojos de los cantores muchas veces se deslizaban por una suerte de fisura de silencio, en un viaje brevísimo pero igualmente extraño.
Por lo demás, el sevillano se comportó como un valiente, con resignación, aunque el humor se le fue agriando con el paso del tiempo.
No tardó en probar su cuota de sangre. Una tarde, como al descuido, lo hirieron y durante dos semanas permaneció internado en el Hospital Militar de Riga al cuidado de robustas y sonrientes enfermeras del Reich incrédulas ante el color de sus ojos y de algunas feísimas enfermeras españolas voluntarias, probablemente hermanas, cuñadas o primas lejanas de José Antonio.
Cuando lo dieron de alta sucedió algo que para el sevillano tendría graves consecuencias: en vez de recibir un billete con el destino correcto le dieron uno que lo llevó a los cuarteles de un batallón de las SS destacado a unos trescientos kilómetros de su regimiento. Allí, rodeado de alemanes, austríacos, letones, lituanos, daneses, noruegos y suecos, todos mucho más altos y fuertes que él, intentó deshacer el equívoco utilizando un alemán rudimentario, pero los SS le dieron largas y mientras se aclaraba el asunto lo pusieron con una escoba a barrer el cuartel y con un cubo de agua y un estropajo a fregar la oblonga y enorme instalación de madera en donde retenían, interrogaban y torturaban a toda clase de prisioneros.
Sin resignarse del todo, pero cumpliendo con su nueva tarea a conciencia, el sevillano vio pasar el tiempo desde su nuevo cuartel, comiendo mucho mejor que antes y sin exponerse a nuevos peligros ya que el batallón de las SS estaba destinado en la retaguardia, en lucha contra aquellos a quienes llamaban bandidos. Entonces, en el lado oscuro de su cabeza volvió a hacerse legible la palabra sorche. Soy un sorche, se dijo, un recluta bisoño y debo aceptar mi destino. La palabra chantre, poco a poco, desapareció, aunque algunas tardes, bajo un cielo sin límites que lo llenaba de nostalgias sevillanas, resonaba aún por allí, perdida quién sabe dónde. Una vez escuchó cantar a unos soldados alemanes y la recordó, otra vez escuchó cantar a un niño detrás de unas matas y la volvió a recordar, esta vez de forma más precisa, pero cuando dio la vuelta a los arbustos el niño ya no estaba.
Un buen día ocurrió lo que tenía que ocurrir. El cuartel del batallón de las SS fue asaltado y tomado por un regimiento de caballería ruso, según unos, por un grupo de partisanos, según otros. El combate fue corto y se decantó enseguida en contra de los alemanes. Al cabo de una hora los rusos encontraron al sevillano escondido en el edificio oblongo, vestido con el uniforme de auxiliar de las SS y rodeado de las no tan pretéritas infamias allí cometidas. Como quien dice, con las manos en la masa. No tardó en ser atado a una de las sillas que los SS usaban en los interrogatorios, una de esas sillas con correas en las patas y en los reposos y a todo lo que los rusos preguntaban él respondía en español que no entendía y que allí sólo era un mandado. También intentó decirlo en alemán, pero en este idioma apenas conocía cuatro palabras y los rusos ninguna. Éstos, tras una rápida sesión de bofetadas y patadas, fueron a buscar a uno que sabía alemán y que se dedicaba a interrogar prisioneros en otra de las celdas del edificio oblongo. Antes de que regresaran el sevillano escuchó disparos, supo que estaban matando a algunos de los SS y perdió las esperanzas de salir bien librado que aún tenía; no obstante, cuando los disparos cesaron volvió a aferrarse a la vida con todo su ser. El que sabía alemán le preguntó qué hacía allí, cuál era su función y su grado. El sevillano, en alemán, intentó explicarlo, pero en vano. Los rusos entonces le abrieron la boca y con unas tenazas que los alemanes destinaban para otras partes de la anatomía empezaron a tirar y a apretar su lengua. El dolor que sintió lo hizo lagrimear y dijo, o más bien gritó, la palabra coño. Con las tenazas dentro de la boca el exabrupto español se transformó y salió al espacio convertido en la ululante palabra kunst.
El ruso que sabía alemán lo miró extrañado. El sevillano gritaba kunst, kunst, y lloraba de dolor. La palabra kunst, en alemán, quiere decir arte y el soldado bilingüe así lo entendió y dijo que aquel hijo de puta era un artista o algo parecido. Los que torturaban al sevillano retiraron la tenaza con un trocito de lengua y esperaron, momentáneamente hipnotizados por el descubrimiento. La palabra arte. Lo que amansa a las fieras. Y así, como fieras amansadas, los rusos se dieron un respiro y esperaron alguna señal mientras el sorche sangraba por la boca y tragaba su sangre mezclada con grandes dosis de saliva y se ahogaba. La palabra coño, metamorfoseada en la palabra arte, le había salvado la vida. Cuando salió del edificio oblongo el sol estaba ocultándose pero le hirió los ojos como si hubiera sido mediodía.
Se lo llevaron con el resto escaso de prisioneros y poco después otro ruso que sabía español pudo escuchar su historia y el sevillano fue a parar a un campo de prisioneros en Siberia mientras sus accidentales compañeros de iniquidades eran pasados por las armas. En Siberia estuvo hasta bien entrada la década del cincuenta. En 1957 se instaló en Barcelona. A veces abría la boca y contaba sus batallitas con muy buen humor. Otras abría la boca y mostraba a quien quisiera verlo el trozo de lengua que le faltaba. Apenas era perceptible. El sevillano, cuando se lo decían, explicaba que la lengua con los años le había crecido. Amalfitano no lo conoció personalmente, pero cuando le contaron la historia el sevillano todavía vivía en una portería de Barcelona.
William Burns, de Ventura, California del Sur, le contó esta historia a mi amigo Pancho Monge, policía de Santa Teresa, Sonora, que a su vez me la refirió a mí. Según Monge, el norteamericano era un tipo tranquilo, que jamás perdía los nervios, afirmación que parece contradecirse con el desarrollo del siguiente relato. Habla Burns:
Era una época triste de mi vida. El trabajo pasaba por una mala racha. Me aburría soberanamente, yo, que antes nunca me aburría. Salía con dos mujeres. Eso sí que lo recuerdo con claridad. Una era más bien veterana, de mi edad, y la otra casi una niña. Aunque a veces parecían dos viejas enfermas y llenas de rencor, y a veces parecían dos niñas a las que sólo les gustaba jugar. La diferencia de edades no era tan grande como para que se las confundiera con madre e hija, pero casi. En fin, ésas son cosas que un hombre sólo puede suponer, nunca se sabe. El caso es que estas mujeres tenían dos perros, uno grande y otro pequeño. Y yo nunca supe cuál perro era de cuál mujer. Por aquellos días compartían una casa en las afueras de un pueblo de montaña, un lugar de veraneantes. Cuando comenté con alguien, un amigo o un conocido, que me iba a ir a pasar una temporada allí, éste me recomendó que llevara mi caña de pescar. Pero yo no tengo caña de pescar. Otro me habló de almacenes y de cabañas, una vida regalada, un descanso para la mente. Sin embargo yo no fui con ellas de vacaciones, estaba allí para cuidarlas. ¿Por qué me pidieron que las cuidara? Según dijeron, había un tipo que quería hacerles daño. Ellas lo llamaban el asesino. Cuando les pregunté el motivo, no supieron qué decir o acaso prefirieron que sobre eso yo no supiera nada. Así que me hice una idea del asunto. Ellas tenían miedo, ellas creían que estaban en peligro, todo posiblemente era una falsa alarma. Pero yo no soy quién para desmentir a nadie, menos cuando se trata de mi trabajo, y pensé que al cabo de una semana ellas solas llegarían a esa conclusión. Así que me fui con ellas y con sus perros a la montaña y nos instalamos en una casita de madera y de piedra llena de ventanas, posiblemente la casa con más ventanas que he visto en mi vida, todas de distinto tamaño, distribuidas de forma arbitraria. Vista desde fuera, a juzgar por las ventanas, la casa parecía tener tres plantas cuando en realidad eran sólo dos. Desde dentro, sobre todo desde la sala y algunas habitaciones del primer piso, la sensación que producía era de mareo, de exaltación, de locura. En la habitación que me asignaron sólo había dos, y no muy grandes, pero una encima de la otra, la superior hasta casi tocar el cielorraso, la inferior a menos de cuarenta centímetros del suelo. La vida, sin embargo, era agradable. La mujer más vieja escribía todas las mañanas, pero no encerrada como dicen que es habitual en los escritores sino en la mesa de la sala, sobre la que armaba su computadora portátil. La mujer más joven se dedicaba a la jardinería y a jugar con los perros y a conversar conmigo. Generalmente era yo el que preparaba la comida y aunque no soy un cocinero excelente ellas alababan los platos que les ponía. Hubiera podido vivir así el resto de mi vida. Un día, sin embargo, los perros se perdieron y salí a buscarlos. Recuerdo que recorrí, armado sólo con una linterna, un bosque que quedaba cerca, y que me asomé a los jardines de casas deshabitadas. No los encontré en ningún sitio. Cuando volví a la casa las mujeres me miraron como si yo fuera el responsable de la desaparición de los perros. Entonces dijeron un nombre, el nombre del asesino. Fueron ellas quienes lo llamaron así desde el principio. No les creí, pero escuché todo lo que tenían que decirme. Las mujeres hablaron de amores escolares, problemas económicos, rencor acumulado. No me cabía en la cabeza cómo ambas pudieron tener relaciones en la escuela con un mismo hombre dada la diferencia de edades que existía entre ellas. Pero más no quisieron decirme. Esa noche, pese a las recriminaciones, una de ellas vino a mi habitación. No encendió la luz, yo estaba medio dormido, al final no supe quién era. Cuando desperté, con las primeras luces de la mañana, estaba solo. Aquel día decidí ir al pueblo y visitar al hombre que ellas temían. Les pedí la dirección, les dije que se encerraran en la casa y que no se movieran de allí hasta mi regreso. Bajé en la furgoneta de la más vieja. Justo antes de entrar en el pueblo, en los terrenos baldíos de una antigua fábrica de conservas, vi a los perros y los llamé. Éstos se acercaron con expresión humilde y moviendo la cola. Los metí en el interior de la furgoneta y riéndome de los temores que había experimentado la noche anterior me dediqué a dar una vuelta por el pueblo. Inevitablemente, me acerqué a la dirección que las mujeres me proporcionaron. Digamos que el tipo se llamaba Bedloe. Tenía un almacén en el centro, un almacén para turistas en donde vendía desde cañas de pescar hasta camisas a cuadros y chocolatinas. Durante un rato me dediqué a curiosear entre las estanterías. El hombre parecía un actor de cine, no debía de tener más de treintaicinco años, fuerte, de pelo negro, y leía el periódico sobre el mostrador. Iba vestido con pantalones de lona y camiseta. El almacén sin duda era un buen negocio, está en una calle céntrica transitada indistintamente por coches y tranvías. Los precios de los artículos son elevados. Durante un rato me dediqué a examinar precios y mercaderías. Al marcharme, no sé por qué, sentí que el pobre tipo estaba perdido. No había recorrido más de diez metros cuando me percaté de que su perro me seguía. Hasta ese momento no me di cuenta de su presencia en el almacén, era un perro grande, negro, posiblemente una mezcla de pastor alemán y otra raza. Nunca he tenido perro, no sé qué demonios los mueve a hacer una cosa u otra, pero lo cierto es que el perro de Bedloe me siguió. Por supuesto, intenté que el perro volviera al almacén, pero no me hizo caso. Así que me puse a caminar de vuelta a la furgoneta, con el perro a mi lado, y entonces sentí el silbido. A mis espaldas, el almacenero silbaba llamando a su perro. No volví la vista atrás, pero sé que salió y que nos buscó. Mi reacción fue automática, irreflexiva: intenté que no me viera, que no nos viera. Recuerdo que me oculté, el perro pegado a mis piernas, tras un tranvía de color rojo oscuro, como sangre seca. Cuando más protegido me sentía el tranvía se puso en movimiento y desde la otra acera el almacenero me vio o vio al perro y me hizo señas con las manos, algo que podía significar que cogiera al perro o que ahorcara al perro o que no me moviera de allí hasta que él cruzara la calle. Que fue exactamente lo que no hice, le di la espalda y me perdí entre la multitud, mientras él gritaba algo así como deténgase, mi perro, amigo, mi perro. ¿Por qué me comporté de esa manera? No lo sé. Lo cierto es que el perro del almacenero me siguió dócilmente hasta donde tenía aparcada la furgoneta y apenas abrí la puerta, sin darme tiempo a reaccionar, se metió dentro y no hubo manera de sacarlo. Cuando me vieron llegar con tres perros las mujeres no dijeron nada y se dedicaron a jugar con los animales. El perro del almacenero parecía conocerlas desde siempre. Esa tarde hablamos de muchas cosas. Empecé por contarles todo lo que me había sucedido en el pueblo, luego ellas hablaron de su pasado, de sus trabajos, una fue maestra, la otra peluquera, ambas renunciaron a esas ocupaciones aunque de vez en cuando, dijeron, cuidaban niños con problemas. En un momento indeterminado me descubrí diciendo algo sobre la necesidad de vigilar permanentemente la casa. Las mujeres me miraron y asintieron con una sonrisa. Lamenté haber hablado de esa manera. Después comimos. Aquella noche yo no preparé la comida. La conversación languideció hasta llegar a un silencio sólo interrumpido por nuestras mandíbulas, por nuestros dientes, por las carreras de los perros afuera, alrededor de la casa. Más tarde nos pusimos a beber. Una de las mujeres, no recuerdo cuál, habló sobre la redondez de la Tierra, sobre preservación, sobre voces de médicos. Yo pensaba en otras cosas y no le presté atención. Supongo que se refería a los indios que antaño habitaron en las laderas de estas montañas. No pude soportarlo más y me levanté, recogí la mesa y me encerré en la cocina a lavar los platos, pero incluso desde allí seguía escuchándolas. Cuando volví a la sala, la más joven estaba tirada en el sofá, a medias cubierta con una manta, y la otra hablaba ahora de una gran ciudad, como si alabara la vida de una gran ciudad, pero en realidad burlándose de ella, eso lo supe porque de tanto en tanto ambas se reían. Nunca comprendí el humor de aquellas mujeres. Me gustaban, las apreciaba, pero su sentido del humor me sonaba a falso, a impostado. La botella de whisky que yo mismo abrí después de la cena estaba medio vacía. Eso me preocupó, no tenía intención de emborracharme, no quería que ellas se emborracharan y me dejaran solo. Así que me senté junto a ellas y les dije que debíamos solucionar algunas cosas. ¿Qué cosas?, dijeron fingiendo una sorpresa que no sentían o tal vez un poco sorprendidas de verdad. La casa tiene demasiados puntos débiles, les dije. Eso hay que solucionarlo. Enuméralos, dijo una de ellas. De acuerdo, dije, y comencé por señalar su lejanía del pueblo, su desamparo, pero pronto me di cuenta de que no me escuchaban. Hacían como que me escuchaban, pero no me escuchaban. Si yo fuera un perro, pensé con rencor, estas mujeres me tendrían un poco más de consideración. Más tarde, cuando comprendí que los tres estábamos desvelados, hablaron de niños y sus voces hicieron que se me encogiera el corazón. Yo he visto horrores, maldades que harían retroceder a tipos duros, pero aquella noche, al escucharlas, el corazón se me encogió hasta casi desaparecer. Quise meter baza, quise saber si rememoraban su infancia o hablaban de niños reales, niños que aún son niños, pero no pude. Tenía la garganta como llena de vendas y algodones esterilizados. De pronto, en medio de la conversación o del monólogo a dos voces, tuve un presentimiento y me acerqué sigilosamente a una de las ventanas de la sala, una ventana pequeña y absurda como ojo de buey, en una esquina, demasiado cerca del ventanal principal como para tener ninguna función. Sé que en el último segundo las mujeres me miraron, se dieron cuenta que ocurría algo, yo sólo alcancé a hacerles la señal de silencio, el índice sobre los labios antes de descorrer la cortina y ver al otro lado la cabeza de Bedloe, la cabeza del asesino. Lo que ocurrió a continuación es confuso. Y es confuso porque el pánico es contagioso. El asesino, lo supe en el acto, se puso a correr alrededor de la casa. Las mujeres y yo nos pusimos a correr por el interior. Dos círculos: él buscando la entrada, evidentemente una ventana que se nos hubiera quedado abierta; las mujeres y yo comprobando las puertas, cerrando las ventanas. Sé que no hice lo que debí hacer: ir a mi habitación, coger mi arma y luego salir al patio y reducir a aquel hombre. En vez de eso me puse a pensar que los perros no estaban en casa, a desear que no les ocurriera nada malo, la perra estaba preñada, eso creo recordar, no estoy seguro, alguien me había dicho algo al respecto. En cualquier caso en ese momento, sin dejar de correr, oí que una de las mujeres decía: Jesús, la perra, la perra, y pensé en la telepatía, pensé en la felicidad, temí que la que había hablado, fuera la que fuera, saliera a buscar a la perra. Por suerte, ninguna de las dos hizo ademán de salir de la casa. Menos mal. Menos mal, pensé. Justo en ese momento (nunca lo podré olvidar) entré en una habitación del primer piso que no conocía. Era alargada y estrecha, oscura, sólo iluminada por la luna y por un resplandor apagado proveniente de las luces del porche. Y en ese momento supe, con una certeza parecida al terror, que era el destino (o el infortunio, para el caso lo mismo) el que me había conducido hasta allí. Al fondo, al otro lado de la ventana, vi la silueta del almacenero. Me agaché dominando a duras penas mis temblores (todo el cuerpo me temblaba, estaba sudando a mares) y esperé. El asesino abrió la ventana con una facilidad que no dejó de sorprenderme y se introdujo silenciosamente en la habitación. Ésta tenía tres camas de madera, estrechas, y sus respectivas mesitas de noche. A pocos centímetros de las cabeceras vi tres estampas enmarcadas. El asesino se detuvo un instante. Lo sentí respirar, el aire entró con un ruido saludable en sus pulmones. Luego caminó a tientas, entre la pared y los pies de las camas, directamente hacia donde yo lo aguardaba. Supe que no me había visto, me pareció imposible, agradecí interiormente mi buena suerte, cuando llegó junto a mí lo cogí de los pies y lo hice caer. Ya en el suelo lo pateé con la intención de hacerle el mayor daño posible. Está aquí, está aquí, grité, pero las mujeres no me oyeron (en ese momento yo tampoco las oía correr) y la habitación desconocida me pareció como una prefiguración de mi cerebro, la única casa, el único techo. No sé cuánto tiempo permanecí allí, golpeando el cuerpo caído, sólo recuerdo que alguien abrió la puerta tras de mí, palabras cuyo significado no entendí, una mano sobre mi hombro. Después volví a quedarme solo y dejé de golpear. Durante unos instantes no supe qué hacer, me sentía aturdido y cansado. Por fin, reaccioné y arrastré el cuerpo hacia la sala. Allí, sentadas muy juntas en el sofá, casi abrazadas (pero no estaban abrazadas), encontré a las mujeres. No sé por qué, algo en la escena evocó en mí una fiesta de cumpleaños. En sus miradas descubrí inquietud, un rescoldo de miedo, pero no por lo que acababa de ocurrir sino por el estado en que mis golpes dejaron a Bedloe. Y son sus miradas, precisamente, las que hacen que deje caer el cuerpo sobre la alfombra, las que hacen que el cuerpo se me deslice de las manos. El rostro de Bedloe era una máscara ensangrentada que la luz de la sala resaltaba con crudeza. En donde estaba la nariz sólo había una masa sanguinolenta. Le busqué los latidos del corazón. Las mujeres me miraban sin hacer el menor movimiento. Este tipo está muerto, dije. Antes de salir al porche, oí que una de ellas suspiraba. Me fumé un cigarrillo contemplando las estrellas, pensando en la explicación que daría posteriormente a las autoridades del pueblo. Cuando volví a entrar, ellas estaban a cuatro patas desnudando el cadáver y no pude reprimir un grito. Ni siquiera me miraron. Creo que bebí un vaso de whisky y luego volví a salir, creo que me llevé la botella. No sé cuánto tiempo permanecí allí, fumando y bebiendo, dándoles tiempo a las mujeres a terminar su faena. Poco a poco comencé a rebobinar los hechos. Recordé al hombre que miraba tras la ventana, recordé su mirada y ahora reconocí el miedo, recordé cuando perdió a su perro, lo recordé finalmente leyendo el periódico en el fondo del almacén. Recordé, también, la luz del día anterior, y la luz del interior del almacén y la luz del porche vista desde el interior de la habitación en donde yo lo había matado. Después me dediqué a observar a los perros, que tampoco dormían y que corrían de un extremo a otro del patio. La verja de madera estaba rota en algunas partes y alguien, algún día, debería arreglarla, pensé, pero ese alguien no iba a ser yo. Comenzó a amanecer al otro lado de las montañas. Los perros subieron al porche buscando una caricia, tal vez cansados de tanto juego nocturno. Sólo estaban los dos de siempre. Silbé, llamando al otro, pero no apareció. Con el primer temblor de frío me llegó la revelación. El hombre muerto no era ningún asesino. El verdadero, oculto en algún lugar lejano, o más probablemente la fatalidad, nos había engañado. Bedloe no quería matar a nadie, sólo buscaba a su perro. Pobre desgraciado, pensé. Los perros volvieron a perseguirse a lo largo del patio. Abrí la puerta y miré a las mujeres, sin fuerzas para entrar en la sala. El cuerpo de Bedloe otra vez estaba vestido. Incluso mejor vestido que antes. Iba a decirles algo, pero me pareció inútil y volví al porche. Una de las mujeres salió detrás de mí. Ahora tenemos que deshacernos del cadáver, dijo a mis espaldas. Sí, dije yo. Más tarde ayudé a meter a Bedloe en la parte de atrás de la furgoneta. Partimos hacia las montañas. La vida no tiene sentido, dijo la mujer más vieja. Yo no le contesté, yo cavé una fosa. Al volver, mientras ellas se duchaban, limpié la furgoneta y después preparé mis cosas. ¿Qué vas a hacer ahora?, me preguntaron mientras desayunábamos en el porche contemplando las nubes. Voy a volver a la ciudad, les dije, voy a retomar la investigación exactamente en el punto en donde me perdí.
Seis meses después, termina su historia Pancho Monge, William Burns fue asesinado por desconocidos.
– ¿Qué armas te gustan a ti?
– Todas, menos las armas blancas.
– ¿Quieres decir cuchillos, navajas, dagas, corvos, puñales, cortaplumas, cosas de ese tipo?
– Sí, más o menos.
– ¿Cómo que más o menos?
– Es una forma de hablar, huevón. Sí, ninguna de ésas.
– ¿Estás seguro?
– Sí, estoy seguro.
– Pero cómo es que no te gustan los corvos.
– No me gustan y ya está.
– Pero si son las armas de Chile.
– ¿Los corvos son las armas de Chile?
– Las armas blancas en general.
– No me huevee, compadre.
– Te lo juro por lo más sagrado, el otro día leí un artículo que lo afirmaba. A los chilenos no nos gustan las armas de fuego, debe ser por el ruido, nuestra naturaleza es más bien silenciosa.
– Debe ser por el mar.
– ¿Cómo que por el mar? ¿A qué mar te referís?
– Al Pacífico, naturalmente.
– Ah, el océano, naturalmente. ¿Y qué tiene que ver el océano Pacífico con el silencio?
– Dicen que acalla los ruidos, los ruidos inútiles, se sobreentiende. Claro que yo no sé si será verdad.
– ¿Y qué me dices de los argentinos?
– ¿Qué tienen que ver los argentinos con el Pacífico?
– Ellos tienen el océano Atlántico y son más bien ruidosos.
– Pero no hay punto de comparación.
– En eso tienes razón, no hay punto de comparación, aunque a los argentinos también les gustan las armas blancas.
– Precisamente por eso a mí no me gustan. Aunque sea el arma nacional. Los cortaplumas tienen un pase, no te diré lo contrario, sobre todo los mil uso, pero el resto son como una maldición.
– A ver, compadre, explíquese.
– No me sé explicar, compadre, lo siento. Es así y punto, qué quiere que le haga.
– Ya veo por dónde vas.
– Pues dilo, porque ni yo lo sé.
– Lo veo, pero no lo sé explicar.
– Aunque también tiene sus ventajas.
– ¿Qué ventajas puede tener?
– Imagínate a una banda de ladrones armada con fusiles automáticos. Es sólo un ejemplo. O a los cafiches con metralletas Uzi.
– Ya veo por dónde vas.
– ¿Es o no es una ventaja?
– Para nosotros, al cien por ciento. Pero la patria se resiente igual.
– ¡Qué se va a resentir la patria!
– El carácter de los chilenos, la naturaleza de los chilenos, los sueños colectivos sí que se resienten. Es como si nos dijeran que no estamos preparados para nada, sólo para sufrir, no sé si me sigues, pero yo es como si acabara de ver la luz.
– Te sigo, pero no es eso.
– ¿Cómo que no es eso?
– No es eso a lo que me refería. A mí no me gustan las armas blancas y punto. Menos filosofía, quiero decir.
– Pero te gustaría que en Chile gustaran las armas de fuego. Lo que no es lo mismo que decir que en Chile abundaran las armas de fuego.
– No digo ni que sí ni que no.
– Además, a quién no le gustan las armas de fuego.
– Eso es verdad, a todo el mundo le gustan.
– ¿Quieres que te explique más eso del silencio?
– Bueno, con tal de no quedarme dormido.
– No te vas a quedar dormido, y si te quedas paramos el auto y yo me pongo al volante.
– Entonces cuéntame lo del silencio.
– Lo leí en un artículo del Mercurio…
– ¿Desde cuándo leís el Mercurio?
– A veces lo dejan en jefatura y las guardias son largas. Bueno: en el artículo decía que somos un pueblo latino y que los latinos tenían una fijación por las armas blancas. Los anglosajones, por el contrario, se mueren por las armas de fuego.
– Eso depende de la oportunidad.
– Eso mismo pensé yo.
– A la hora de la verdad, ya me dirás tú.
– Eso mismo pensé yo.
– Somos más lentos, eso sí que hay que reconocerlo.
– ¿Cómo que somos más lentos?
– Más lentos en todos los sentidos. Como una forma de ser antiguos.
– ¿A eso le llamái lentitud?
– Nos quedamos con los puñales, que es como decir en la edad del bronce, mientras los gringos ya están en la edad del hierro.
– A mí nunca me gustó la historia.
– ¿Te acuerdas de cuando cogimos a Loayza?
– Cómo no me voy a acordar.
– Ahí lo tienes, el gordo no más se entregó.
– Ya, y tenía un arsenal en la casa.
– Ahí lo tienes.
– O sea que tenía que haber combatido.
– Nosotros sólo éramos cuatro y el gordo y su gente eran cinco. Nosotros sólo llevábamos las armas reglamentarias y el gordo tenía hasta un bazooka.
– No era un bazooka, compadre.
– ¡Era un Franchi Spas-15! Y también tenía un par de escopetas de cañones recortados. Pero el gordo Loayza se entregó sin disparar un tiro.
– ¿Tú hubieras preferido que hubiera habido pelea?
– Ni loco. Pero si el gordo en vez de llamarse Loayza se hubiera llamado Mac Curly, nos hubiera recibido a balazos y tal vez ahora no estaría en la cárcel.
– Tal vez ahora estaría muerto…
– O libre, no sé si me sigues.
– Mac Curly, parece el nombre de un vaquero, me suena esa película.
– A mí también, creo que la vimos juntos.
– Tú y yo no vamos juntos al cine desde hace siglos.
– Más o menos entonces la vimos.
– Qué arsenal tenía el gordo Loayza, ¿te acuerdas cómo nos recibió?
– Riéndose a gritos.
– Yo creo que era por los nervios. Uno de la banda se puso a llorar. Me parece que no tenía ni dieciséis años.
– Pero el gordo tenía más de cuarenta y se las daba de duro. Pon los pies en la tierra: en este país no existen los tipos duros.
– ¿Cómo que no existen los tipos duros? Yo los he visto durísimos.
– Locos habrás visto a montones, pero duros muy pocos, ¡o ninguno!
– ¿Y qué me dices de Raulito Sánchez? ¿Te acuerdas de Raulito Sánchez, el que tenía un Manurhin?
– Cómo no me voy a acordar.
– ¿Y qué me dices de él?
– Que se tenía que haber deshecho del revólver a la primera. Ahí estuvo su perdición. No hay nada más fácil que seguirle la pista a un Magnum.
– ¿El Manurhin es un Magnum?
– Claro que es un Magnum.
– Yo creía que era un arma francesa.
– Es un.357 Magnum francés. Por eso no se deshizo de él. Le cogió cariño, es un arma cara, de ese tipo hay pocas en Chile.
– Cada día se aprende algo.
– Pobre Raulito Sánchez.
– Dicen que murió en la cárcel.
– No, murió poco después de salir, en una pensión de Arica.
– Dicen que tenía los pulmones destrozados.
– Desde chico estuvo escupiendo sangre, pero aguantó como un valiente.
– Bien silencioso recuerdo que era.
– Silencioso y trabajador, aunque demasiado apegado a las cosas materiales de la vida. El Manurhin fue su perdición.
– ¡Su perdición fueron las putas!
– Pero si Raulito Sánchez era colisa.
– No tenía ni idea, te lo prometo. El tiempo no respeta nada, caen hasta las torres más altas.
– Qué tienen que ver las torres en este entierro.
– Yo lo recuerdo como un gallo muy hombre, no sé si me sigues.
– Qué tiene que ver la hombría.
– Pero hombre, a su manera, sí que era, ¿no?
– La verdad, no sé qué opinión darte.
– Al menos una vez yo me lo encontré con putas. Asco no les hacía a las putas.
– Raulito Sánchez no le hacía ascos a nada, pero me consta que nunca conoció mujer.
– Ésa es una afirmación muy tajante, compadre, tenga cuidado con lo que dice. Los muertos siempre nos miran.
– Qué van a mirar los muertos. Los muertos están acostumbrados a quedarse quietos. Los muertos son una mierda.
– ¿Cómo que son una mierda?
– Lo único que hacen es joderle la paciencia a los vivos.
– Siento disentir, compadre, yo por los finados siento demasiado respeto.
– Pero nunca vas al cementerio.
– ¿Cómo que no voy al cementerio?
– A ver: ¿cuándo es el día de los muertos?
– Ahí me pillaste chanchito. Yo voy cuando me da la gana.
– ¿Tú crees en aparecidos?
– No tengo una opinión formada, pero hay experiencias que ponen los pelos de punta.
– A eso quería llegar.
– ¿Lo dices por Raulito Sánchez?
– Exacto. Antes de morirse de verdad, por lo menos en dos ocasiones se hizo el muerto. Una de ellas en una picada de putas. ¿Te acuerdas de la Doris Villalón? Se pasó toda una noche con ella en el cementerio, los dos debajo de la misma manta, y según contó la Doris en toda la noche no ocurrió nada.
– Pero a la Doris el pelo se le puso blanco.
– Hay versiones para todos.
– Pero lo cierto es que encaneció en una sola noche, como la reina Antonieta.
– Yo sé de buena mano que tenía frío y que se metieron en un nicho vacío, después las cosas se complican. Según me contó una amiga de la Doris, al principio intentó hacerle una paja al Raulito, pero el Raulito no estaba para la función y al final se quedó dormido.
– Qué sangre fría tenía ese hombre.
– Después, cuando ya no se escuchaban los ladridos, la Doris quiso bajar del nicho y entonces se apareció el fantasma.
– ¿Así que la Doris se quedó canosa por un fantasma?
– Eso era lo que contaban.
– Puede que sólo fuera el yeso del cementerio.
– Cuesta creer en aparecidos.
– ¿Y a todo esto el Raulito seguía durmiendo?
– Durmiendo y sin haber tocado a esa pobre mujer.
– ¿Y a la mañana siguiente cómo estaba el pelo de él?
– Negro como siempre, pero no hay constancia escrita porque ipso facto se mandó a cambiar.
– O sea que puede que el yeso no tuviera velas en el entierro.
– Puede que haya sido un susto.
– Un susto en la comisaría.
– O que se le decolorara la permanente.
– Ésos son los misterios de la condición humana. En cualquier caso, el Raulito nunca probó una mina.
– Pero bien hombre que parecía.
– En Chile ya no quedan hombres, compadre.
– Ahora sí que me dejas helado. Cuidado con el volante. No te me pongas nervioso.
– Creo que fue un conejo, lo debo haber atropellado.
– ¿Cómo que no quedan hombres?
– A todos los hemos matado.
– ¿Cómo que los hemos matado? Yo en mi vida he matado a nadie. Y lo tuyo fue en cumplimiento del deber.
– ¿El deber?
– El deber, la obligación, el mantenimiento del orden, nuestro trabajo, en una palabra. ¿O preferís cobrar por estar sentado?
– Nunca me gustó estar sentado, tengo una araña en el poto, pero precisamente por eso mismo debí haberme largado.
– ¿Y entonces en Chile quedarían hombres?
– No me tome por loco, compadre, y menos teniendo el volante.
– Usted tranquilo y la vista al frente. ¿Pero qué tiene que ver Chile en esta historia?
– Tiene que ver todo y puede que me quede corto.
– Me estoy haciendo una idea.
– ¿Te acuerdas del 73?
– Era en lo que estaba pensando.
– Allí los matamos a todos.
– Mejor no aceleres tanto, al menos mientras me lo explicas.
– Poco es lo que hay que explicar. Llorar, sí, explicar, no.
– De todas maneras, conversemos que el viaje es largo. ¿A quiénes matamos en el 73?
– A los gallos de verdad de la patria.
– No es para tanto, compadre. Además, nosotros fuimos los primeros, ¿ya no te acordái que estuvimos presos?
– Pero no fueron más de tres días.
– Pero fueron los tres primeros días, la verdad, yo estaba cagado.
– Pero nos soltaron a los tres días.
– A algunos no los soltaron nunca, como al inspector Tovar, el huaso Tovar, un gallo valiente, ¿te acuerdas?
– ¿A ése lo fondearon en la Quiriquina?
– Eso le dijimos a la viuda, pero la verdad nunca se supo.
– Eso es lo que a veces me mata.
– Para qué hacerse mala sangre.
– Se me aparecen los muertos en los sueños, se me mezclan con los que no están ni vivos ni muertos.
– ¿Cómo que no están ni vivos ni muertos?
– Quiero decir los que han cambiado, los que han crecido, nosotros mismos sin ir más lejos.
– Ahora te entiendo, ya no somos niños, eso quieres decir.
– Y a veces tengo la impresión de que no voy a poder despertar, de que la he cagado ya para siempre.
– Ésas son fijaciones, no más, compadre.
– Y a veces me da tanta rabia que hasta busco a un culpable, tú ya me conoces, esas mañanas en que aparezco con cara de perro, busco al culpable, pero no encuentro a nadie o para peor encuentro al equivocado y me hundo.
– Ya, ya, te he visto.
– Entonces le echo la culpa a Chile, país de maricones y asesinos.
– Pero qué culpa tienen los maricones, quieres decirme.
– Ninguna, pero todo sirve.
– No comparto tu punto de vista, la vida ya es suficientemente dura tal como es.
– Y entonces pienso que este país se fue al diablo hace tiempo, que los que estamos aquí nos quedamos para sufrir pesadillas, sólo porque alguien tenía que quedarse y apechugar con los sueños.
– Cuidado que ahora viene una cuesta. No me mires, yo no digo nada, mira al frente.
– Y es entonces cuando pienso que en este país ya no quedan hombres. Es como un flash. No quedan hombres, sólo quedan durmientes.
– Y qué me decís de las mujeres.
– Usted a veces parece tonto, compadre, me refiero a la condición humana, genéricamente, lo que incluye a las mujeres.
– No sé si te he entendido.
– Mira que he sido claro.
– O sea que en Chile ya no quedan hombres ni mujeres que sean hombres.
– No es eso, pero se le parece.
– Me parece que las chilenas se merecen un respeto.
– ¿Pero quién le está faltando el respeto a las chilenas?
– Usted, compadre, sin ir más lejos.
– Pero si yo sólo conozco chilenas, cómo les voy a faltar el respeto.
– Eso es lo que dice usted, pero aténgase a las consecuencias.
– ¿Por qué te pones tan susceptible?
– Yo no me pongo susceptible.
– Me dan ganas de parar y partirte la jeta.
– Eso se tendría que ver.
– Joder, qué noche más bonita.
– No me huevees con la noche. ¿Qué tiene que ver la noche?
– Debe ser por la luna llena.
– No me vengái con indirectas. Yo soy bien chileno y no me ando por las ramas.
– Ahí te equivocas: todos somos bien chilenos y ninguno se baja de las ramas. Un boscaje para cagarse de miedo.
– Tú lo que eres es un pesimista.
– ¿Y cómo quieres que no lo sea?
– Hasta en las peores horas se ve la luz. Eso creo que lo dijo Pezoa.
– Pezoa Véliz.
– Hasta en los momentos más negros hay un poco de esperanza.
– La esperanza se fue a la mierda.
– La esperanza es lo único que no se va a la mierda.
– Pezoa Véliz, ¿sabes de lo que me estoy acordando?
– ¿Cómo voy a saberlo, compadre?
– De los primeros días en Investigaciones.
– ¿De la comisaría en Concepción?
– De la comisaría de la calle del Temple.
– De esa comisaría sólo recuerdo a las putas.
– Yo nunca me acosté con una puta.
– ¿Cómo puede decir eso, compadre?
– Me refiero a los primeros días, a los primeros meses, después ya me fui maleando.
– Pero si además era gratis, cuando te acuestas con una puta sin pagar es como si no te acostaras con una puta.
– Una puta es una puta siempre.
– A veces me parece que a ti no te gustan las mujeres.
– ¿Cómo que no me gustan las mujeres?
– Lo digo por el desprecio con el que te referís a ellas.
– Es que al final las putas siempre me amargan la vida.
– Pero si son la cosa más dulce del mundo.
– Ya, por eso las violábamos.
– ¿Te estái refiriendo a la comisaría de la calle del Temple?
– Justo en eso estoy pensando.
– Pero si no las violábamos, nos hacíamos un favor mutuo. Era una manera de matar el tiempo. A la mañana siguiente ellas se iban tan contentas y nosotros quedábamos aliviados. ¿No te acuerdas?
– Me acuerdo de muchas cosas.
– Peores eran los interrogatorios. Yo nunca quise participar.
– Pero si te lo hubieran pedido hubieras participado.
– No te digo ni que sí ni que no.
– ¿Te acuerdas del compañero de liceo que tuvimos preso?
– Claro que me acuerdo. ¿Cómo se llamaba?
– Fui yo el que se dio cuenta que estaba entre los detenidos, aunque todavía no lo había visto personalmente. Tú sí y no lo reconociste.
– Teníamos veinte años, compadre, y hacía por lo menos cinco que no veíamos al loco ese. Arturo creo que se llamaba. Él tampoco me reconoció a mí.
– Sí, Arturo, a los quince se fue a México y a los veinte volvió a Chile.
– Qué mala cueva.
– Qué buena cueva, caer justo en nuestra comisaría.
– Bueno, ésa es una historia muy vieja, ahora todos vivimos en paz.
– Cuando vi su nombre en la lista de los presos políticos, supe en el acto que se trataba de él. No existen muchos apellidos como el suyo.
– Fíjate bien en lo que estái haciendo, si te parece cambiamos de asiento.
– De inmediato me dije éste es nuestro viejo condiscípulo Arturo, el loco Arturo, el huevón que se fue a México a los quince años.
– Bueno, creo que él también se alegró de que nosotros estuviéramos allí.
– Cuando tú lo viste estaba incomunicado y lo alimentaban los otros presos. ¿Cómo no se iba a alegrar?
– La verdad es que se alegró.
– Me parece que lo estoy viendo.
– Pero si tú no estabas allí.
– Pero tú me lo contaste. Le dijiste ¿tú eres Arturo Belano, de Los Ángeles, provincia de Bío-Bío? Y él te contestó sí, señor, yo soy.
– Lo que son las cosas, a mí ya se me había olvidado.
– Y entonces tú le dijiste ¿no te acordái de mí, Arturo?, ¿no sabís quién soy, huevón? Y él te miró como diciéndose ahora me torturan a mí o yo qué le he hecho a este tira conchaesumadre.
– Me miró como con miedo, es verdad.
– Y te dijo no, señor, no tengo ni idea, pero ya comenzó a mirarte de otra manera, separando las aguas fecales del pasado, como diría el poeta.
– Me miró como con miedo, eso es todo.
– Y entonces tú le dijiste soy yo, huevón, tu compañero de liceo, de Los Ángeles, de hace cinco años, ¿no me reconoces?, ¡soy Arancibia! Y él hizo como un esfuerzo muy grande porque habían pasado muchos años y en el extranjero le habían pasado muchas cosas, más las que le estaban pasando en la patria, y francamente no conseguía ubicar tu rostro, recordaba rostros que tenían quince años, no veinte, y además tú nunca fuiste muy amigo suyo.
– Era amigo de todos, pero se codeaba con los más gallos.
– Tú nunca fuiste muy amigo suyo.
– Pero me hubiera encantado, ésa es la pura verdad.
– Y entonces él dijo Arancibia, claro, hombre, Arancibia, y aquí viene lo más divertido, ¿verdad?
– Depende. Al compañero que iba conmigo no le hizo ninguna gracia.
– Te cogió de los hombros y te dio un golpe en el pecho que te hizo recular por lo menos tres metros.
– Un metro y medio. Como en los viejos tiempos.
– Y tu compañero se le abalanzó, claro, pensando que el pobre huevón se había vuelto loco.
– O que pretendía fugarse, en aquella época éramos tan sobrados que no nos quitábamos las pistolas para pasar lista.
– O sea que tu compañero pensó que te quería quitar la pistola y se le fue encima.
– Pero no le llegó a pegar, yo le avisé que era un amigo.
– Y entonces te pusiste tú también a darle palmaditas y le dijiste que se tranquilizara y le contaste lo bien que nos lo estábamos pasando.
– Sólo le conté lo de las putas, qué jóvenes éramos entonces.
– Le dijiste cada noche me tiro a una puta en los calabozos.
– No, le dije que armábamos malones, que culiábamos hasta la amanecida. Siempre que tocara guardia, claro.
– Y él seguro que te dijo fantástico, Arancibia, fantástico, no me esperaba menos de ti.
– Algo por el estilo, cuidado con esa curva.
– Y tú le dijiste qué haces aquí, Belano, ¿no te habías ido a vivir a México? Y él te dijo que había vuelto, y por supuesto que era inocente, como cualquier ciudadano.
– Me pidió que le hiciera la gauchada de dejarlo telefonear.
– Y tú lo dejaste llamar por teléfono.
– Esa misma tarde.
– Y le hablaste de mí.
– Le dije: Contreras también está aquí y él creyó que tú estabas preso.
– Encerrado en un calabozo, dando alaridos a las tres de la mañana, como el gordo Martinazzo.
– ¿Quién era Martinazzo? Ya no me acuerdo.
– Uno que teníamos de paso. Si Belano era de sueño ligero escucharía sus gritos cada noche.
– Pero yo le dije no, compadre, Contreras es detective también, y le soplé al oído: pero de izquierdas, no se lo digas a nadie.
– Mala cosa haberle dicho eso.
– No te iba a dejar en la estacada.
– ¿Y Belano qué dijo cuando se lo dijiste?
– Puso cara de no creerme. Puso cara de no saber quién carajos era Contreras. Puso cara de pensar este tira reculiado está a punto de llevarme al matadero.
– Y eso que era un cabro confiado.
– A los quince años todos somos confiados.
– Yo no confiaba ni en mi madre.
– ¿Cómo que no confiabas ni en tu madre? Con la madre no se juega.
– Precisamente por eso.
– Y luego le dije: esta mañana verás a Contreras, cuando los saquen a los cagaderos, fíjate bien, él te hará una señal. Y Belano me dijo okey, pero que le solucionara lo del teléfono. Sólo se preocupaba por la llamada.
– Era para que le trajeran comida.
– En cualquier caso cuando nos despedimos se quedó contento. A veces pienso que si nos hubiéramos visto en la calle tal vez no me hubiera ni saludado. El mundo da muchas vueltas.
– No te hubiera reconocido. En el liceo no eras de sus amigos.
– Ni tú tampoco.
– Pero a mí sí me reconoció. Cuando los sacaron a eso de las once, todos los presos políticos en fila india, yo me acerqué al corredor que daba a los baños y lo saludé de lejos con un movimiento de cabeza. Él era el más joven de los detenidos y no se le veía muy bien.
– ¿Pero te reconoció o no te reconoció?
– Claro que me reconoció. Nos sonreímos a lo lejos y entonces él pensó que todo lo que tú le habías dicho era verdad.
– ¿Qué le dije yo a Belano, vamos a ver?
– Todo un montón de mentiras, me lo contó cuando lo fui a ver.
– ¿Cuándo lo fuiste a ver?
– Esa misma noche, después de que trasladaran a casi todos los presos. Belano se había quedado solo, todavía faltaban horas para la llegada de una nueva remesa, y estaba con el ánimo por los suelos.
– Es que dentro flaquean hasta los más gallitos.
– Bueno, tampoco se había quebrado, si a eso vamos.
– Pero le faltaría poco.
– Poco le faltó, es verdad. Y encima le pasó una cosa bien curiosa. Yo creo que por eso me he acordado de él.
– ¿Qué cosa curiosa le pasó?
– Bueno, le pasó cuando estaba incomunicado, ya sabes cómo eran esas cosas en la comisaría del Temple, para lo único que servían era para matarte de hambre, porque si te lo proponías podías mandar a la calle cuantos mensajes quisieras. Bueno, Belano estaba incomunicado, es decir nadie le traía comida de fuera, no tenía jabón, ni cepillo de dientes, ni una manta para taparse por la noche. Y con el paso de los días, por supuesto, estaba sucio, barbón, la ropa le olía, en fin, lo de siempre. El caso es que una vez al día a todos los presos los sacábamos al baño, ¿te acuerdas, no?
– Cómo no me voy a acordar.
– Y camino del baño había un espejo, no en el baño propiamente dicho sino en el corredor que había entre el gimnasio en donde estaban los presos políticos y el baño, un espejo pequeñito, cerca del archivo de la comisaría, ¿te acuerdas, no?
– De eso sí que no me acuerdo, compadre.
– Pues había un espejo y todos los presos políticos se miraban en él. El espejo que había en el baño lo habíamos quitado por si a alguno se le ocurría una tontería, así que el único espejo que tenían para comprobar qué tal se habían afeitado o qué tal les había quedado la raya del pelo, pues era ése y todos se miraban en él, sobre todo cuando los dejaban afeitarse o el día de la semana en que había ducha.
– Ya, te sigo, y como Belano estaba incomunicado ni se podía afeitar ni se podía duchar ni nada de nada.
– Exactamente. No tenía máquina de afeitar, no tenía toalla, no tenía jabón, no tenía ropa limpia, nunca se duchó.
– Pues yo no recuerdo que oliera muy mal.
– Todo el mundo apestaba. Te podías bañar cada día y seguías apestando. Tú también apestabas.
– No se meta conmigo, compadre, y vigile esos terraplenes.
– Bueno, el caso es que cuando Belano pasaba con la cola de los presos nunca quiso mirarse al espejo. ¿Cachái? Lo evitaba. Del gimnasio al baño o del baño al gimnasio, cuando llegaba al corredor del espejo miraba para otro lado.
– Le daba miedo mirarse.
– Hasta que un día, después de saber que nosotros sus compañeros de liceo estábamos allí para sacarle los panes del horno, se animó a hacerlo. Lo había pensado toda la noche y toda la mañana. Para él la suerte había cambiado y entonces decidió mirarse al espejo, ver qué cara tenía.
– ¿Y qué pasó?
– No se reconoció.
– ¿Sólo eso?
– Sólo eso, no se reconoció. La noche que yo pude hablar con él me lo dijo. Para serte franco, yo no esperaba que me saliera por ahí. Yo iba con ganas de decirle que no se equivocara con respecto a mí, que yo era de izquierdas, que yo no tenía nada que ver con toda la mierda que estaba pasando, pero él me salió con lo del espejo y ya no supe qué decirle.
– ¿Y de mí qué le dijiste?
– No dije nada de nada. Sólo habló él. Dijo que había sido muy suave, nada chocante, a ver si me entiendes. Iba en la cola en dirección al baño y al pasar junto al espejo se miró de golpe la cara y vio a otra persona. Pero no se asustó ni le entraron temblores ni se puso histérico. A esas alturas, ya me dirás, para qué ponerse histérico si nos tenía a nosotros en la comisaría. Y en el baño hizo sus necesidades, tranquilo, pensando en la persona que había visto, pensando todo el rato, pero como sin darle mucha importancia. Y cuando volvieron al gimnasio otra vez se miró en el espejo y en efecto, me dijo, no era él, era otra persona, y entonces yo le dije qué me estái diciendo, huevón, cómo que otra persona.
– Eso le hubiera preguntado yo, cómo.
– Y él me dijo: otra. Y yo le dije: aclárame ese punto. Y él me dijo: una persona distinta, no más.
– Entonces tú pensaste que se había vuelto loco.
– Yo no sé lo que pensé, pero con franqueza tuve miedo.
– ¿Un chileno con miedo, compadre?
– ¿No te parece apropiado?
– Muy propio de usted no me parece.
– Es igual, yo me di cuenta al tiro que no me embromaba. Lo había sacado a la salita que estaba junto al gimnasio y él se largó a hablar del espejo, del trayecto que tenía que recorrer cada mañana y de repente me di cuenta que todo era de verdad, él, yo, nuestra conversación. Y ya que estábamos fuera del gimnasio, pensé, y ya que él era un antiguo condiscípulo de nuestro glorioso liceo, se me ocurrió que podía llevarlo al corredor donde estaba el espejo y decirle mírate otra vez, pero conmigo a tu lado, con tranquilidad, y dime si no eres el mismo loco de siempre.
– ¿Y se lo dijiste?
– Claro que se lo dije, pero para serte franco, primero me vino la idea y mucho después me vino la voz. Como si entre formularme la idea en el coco y expresarla de forma razonable hubiera transcurrido una eternidad. Una eternidad pequeña, para peor. Porque si hubiera sido una eternidad grande o una eternidad a secas yo no me hubiera dado cuenta, no sé si me sigues, en cambio tal como fue sí que me di cuenta y el miedo que tenía se acentuó.
– Pero seguiste adelante.
– Claro que seguí adelante, ya no era cosa de echarse atrás, le dije vamos a hacer la prueba, a ver si conmigo a tu lado te pasa lo mismo, y él me miró como si desconfiara de mí, pero dijo: bueno, si insistes, vamos a echar una mirada, como si me hiciera un favor a mí, cuando en realidad era yo el que le estaba haciendo un favor a él, igual que siempre.
– ¿Y se fueron al espejo?
– Nos fuimos al espejo, con grave riesgo para mí porque ya sabes lo que me hubiera pasado si me agarraban paseando a medianoche por la comisaría con un preso político. Y para que se tranquilizara y fuera lo más objetivo posible antes le di un pucho y estuvimos echando unas pitadas y sólo cuando apagamos los puchos en el suelo nos encaminamos en dirección a los baños, él con tranquilidad, total, peor no podía estar, pensaba (mentira, hubiera podido estar infinitamente peor), yo más bien intranquilo, atento a cualquier ruido, a cualquier puerta que se cerrara, pero por fuera como si no pasara nada, y cuando llegamos al espejo le dije mírate y él se miró, asomó su cara y se miró, incluso se pasó una mano por el pelo, echándoselo para atrás, lo llevaba bien largo, bueno, a la moda del 73, supongo, y luego desvió los ojos, sacó la cara del espejo y se estuvo un rato mirando el suelo.
– ¿Y qué?
– Eso le dije yo, ¿y qué?, ¿eres tú o no eres tú? Y él entonces me miró a los ojos y me dijo: es otro, compadre, no hay remedio. Y yo sentí dentro como un músculo o un nervio, te juro que no lo sé, que me decía: sonríe, huevón, sonríe, pero por más que el músculo se movió yo no pude sonreír, a lo más me daría un tic, un tirón entre el ojo y la mejilla, en todo caso él lo notó y se me quedó mirando y yo me pasé una mano por la cara y tragué saliva porque otra vez tenía miedo.
– Ya estamos llegando.
– Y entonces se me ocurrió la idea. Le dije: mira, me voy a mirar yo en el espejo, y cuando yo me mire tú me vas a mirar a mí, vas a mirar mi imagen en el espejo, y te vas a dar cuenta de que soy el mismo, te vas a dar cuenta que no pasa nada, que la culpa es de este espejo sucio y de esta comisaría sucia y del corredor mal iluminado. Y él no dijo nada, pero yo me tomé su silencio por una afirmación, el que calla otorga, y estiré el cuello y puse mi cara frente al espejo y cerré los ojos.
– Ya se ven las luces, compadre, ya estamos llegando, conduzca con calma.
– ¿No me has oído o te estái haciendo el sordo?
– Claro que te he oído. Cerraste los ojos.
– Me planté delante del espejo y cerré los ojos. Y luego los abrí. Supongo que a ti te parecerá normal mirarte a un espejo con los ojos cerrados.
– A mí ya nada me parece normal, compadre.
– Pero luego los abrí, de golpe, al máximo posible, y me miré y vi a alguien con los ojos muy abiertos, como si estuviera cagado de miedo, y detrás de esa persona vi a un tipo de unos veinte años pero que aparentaba por lo menos diez más, barbudo, ojeroso, flaco, que nos miraba por encima de mi hombro, la verdad es que no lo podría asegurar, vi un enjambre de jetas, como si el espejo estuviera roto, aunque bien sabía que no estaba roto, y entonces Belano dijo, pero lo dijo muy bajito, apenas más fuerte que un susurro, dijo: oye, Contreras, ¿hay alguna habitación detrás de esa pared?
– ¡Conchaesumadre! ¡Qué peliculero!
– Y yo al oír su voz fue como si me despertara, pero al revés, como si en vez de salir para este lado saliera para el otro y hasta mi voz me sorprendió. No, le dije, que yo sepa detrás sólo está el patio. ¿El patio donde están los calabozos?, me preguntó. Sí, le dije, donde están los presos comunes. Y entonces el muy hijo de puta dijo: ya lo entiendo. Y yo me quedé con los cables sueltos, porque hazme el favor, ¿qué era lo que tenía que entender? Y tal como se me vino a la cabeza se lo dije, qué chuchas es lo que ahora entendís, pero bajito, sin gritar, tan bajito que él ni me oyó y yo ya no tuve fuerzas para repetir la pregunta. Así que volví a mirar el espejo y vi a dos antiguos condiscípulos, uno con el nudo de la corbata aflojado, un tira de veinte años, y el otro sucio, con el pelo largo, barbudo, en los huesos, y me dije: joder, ya la hemos cagado, Contreras, ya la hemos cagado. Después cogí a Belano por los hombros y me lo llevé de vuelta al gimnasio. Cuando lo tuve en la puerta me pasó por la cabeza la idea de sacar la pistola y pegarle un tiro allí mismo, era fácil, sólo hubiera tenido que apuntar y meterle una bala en la cabeza, incluso en la oscuridad siempre he tenido buena puntería. Después hubiera podido explicar cualquier cosa. Pero por supuesto no lo hice.
– Claro que no lo hiciste. Nosotros no hacemos esas cosas, compadre.
– No, nosotros no hacemos esas cosas.