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Capítulo 12

Grone seguía llevando su chaqueta amarilla y, en el cuello, ese pañuelo de seda que fascinaba a Costa de una forma tan desagradable, pero su expresión resplandeciente se había extinguido. Todavía conservaba el moreno, pero su piel parecía ahora cenicienta. Costa le preguntó si podían charlar un rato. Grone sonrió y mostró sus bonitos dientes blancos.

– Claro, claro, capitán.

– ¿Sigue siendo de la opinión de que no necesita abogado? -preguntó Costa, y Grone volvió a asentir con afabilidad.

– Estaría bien que dijera usted sí o no, en lugar de limitarse a sacudir la cabeza. Estamos grabándolo todo en casete.

– ¡Sí! ¡No necesito ningún abogado! ¡Presto declaración porque soy inocente!

– ¿Tiene algún reparo en que grabemos la conversación? -preguntó Costa.

Grone se acercó un poco al micrófono.

– No, si me dan los casetes cuando todo haya terminado -y, mirándolo, añadió-: Como recuerdo. El día que me vaya.

– ¿Cuándo cree usted que llegará ese día?

Costa lo observaba con curiosidad.

Grone se pasó ambas manos por el pelo.

– No lo sé. Hoy a lo mejor ya es demasiado tarde. ¿Mañana? ¿Pasado mañana?

– Señor Grone, al principio nos dijo usted que no era Günter Grone, sino Ulf Hinrich. Decía no conocer a Ingrid Scholl. Después, sin embargo, reconoció haber utilizado el pasaporte de su compañero sentimental, Ulf Hinrich. Al principio dijo que había llegado el jueves, pero después admitió que en realidad había sido el miércoles. Y finalmente ha acabado por reconocer también que la noche del miércoles, a las ocho, estuvo en el apartamento de Ingrid Scholl. Ha dicho que ella le dejó su coche porque tenía una visita… -Costa interrumpió de pronto su discurso y preguntó con brusquedad-: ¿Vio usted a la joven?

Grone se quedó unos instantes desconcertado por el repentino cambio de tono. Sin embargo, se estremeció como si quisiera ahuyentar una pesadilla y sacudió la cabeza.

– No.

– Aceptó la oferta de la señora Scholl de utilizar su coche y se fue a Ibiza con él. ¿Correcto?

– Sí, eso es.

– ¿Llevaba puestos los guantes?

– ¿Qué guantes?

– ¡Llevaba o no llevaba guantes? -vociferó Costa.

La pregunta cayó como un latigazo.

Grone tardó un momento en recuperarse.

– Ingrid sabía que tengo una alergia al cuero en las manos y me dijo que sería mejor que me pusiera guantes, porque el volante de su coche está revestido de piel.

Costa se sorprendió, y no para mal. Estaba claro que ese chico tenía un talento especial. Pensó entonces en el vecino de Ingrid Scholl de Colonia, el anciano que tan bien le había hablado del don de Grone para la jardinería. Por su inteligencia y su manera de comportarse, Costa lo habría creído capaz de tramar pequeñas estafas, pero no de un crimen tan horrible y violento. Salvo por una cosa: era una persona que tenía totalmente disociada y reprimida esa parte animal de su personalidad. Solían ser conciudadanos muy normales, a veces incluso muy amables, los que escondían horribles acciones asesinas tras su existencia respetuosa e inofensiva. Muchos monstruos de los campos de concentración eran así, se trataba de un tipo común de asesino en serie. Esas personas eran bombas de relojería andantes.

– ¿Y?

– ¿Y qué?

– Que si se puso o no se puso guantes.

Grone empezaba a cabrearse.

– ¡Que sí! ¡Le he dicho que sí! Me prestó unos guantes de goma.

– ¿Y dónde dejó esos guantes de goma?

– Estaban asquerosos, se pegaban y eso. Los arrojé de camino al Dome.

– ¿Ya no los necesitaba?

– No, ¿para qué?

– ¿No quería devolverle el coche a la señora Scholl?

– ¡Sí! Pero tenía prisa por llegar al Dome y se me olvidó quitármelos. Tampoco quería ir por ahí con esos guantes de goma amarillos, lo entiende, ¿verdad?

– ¿Tenía prisa por llegar al Dome porque ya eran casi las diez?

Grone se quedó de piedra. Costa no dejaba de mirarlo. El sospechoso empezó a moverse otra vez poco a poco, torció la boca, se pasó la lengua por los labios y empezó a hablar.

– Pero ¿qué es lo que quiere? ¿Qué quiere que diga?

– ¿Usted qué cree?

– Pero si ya le he explicado que a eso de las ocho salí de casa de la señora Scholl y me fui a Ibiza. No tenía que estar en el Dome hasta las diez, tenía tiempo de sobra.

Costa se quedó callado un momento.

Grone cruzó las piernas, resolló con indignación y le dirigió a Elena una mirada interrogativa. Después se volvió otra vez hacia Costa.

– ¿Ha acabado el interrogatorio o qué?

– Señor Grone, ¿estranguló usted a Ingrid Scholl?

Grone se sobresaltó.

– ¿Que si la estrangulé? ¡Ha perdido la cabeza?

No lo exclamó en voz muy alta, pero sí imperiosa.

– ¡Abrazó usted a la señora Scholl, la estranguló y después le clavó dos pinchos para la carne! -dijo Elena de repente con voz clara.

Grone se volvió despacio hacia ella y esbozó una sonrisa.

– Es usted como mi madre -dijo con simpatía-. Ahora sólo tiene que añadir: «Ya te lo decía yo».

Elena sin duda había esperado que el sobresalto lo hiciera confesar, o que gritara de miedo. Pero no sucedió nada de eso. Costa sintió crecer la ira en su interior.

– Hace una hora hemos recibido una llamada del Instituto de Medicina Forense de Barcelona -dijo con frialdad-. Los resultados de las pruebas científicas demuestran sin lugar a dudas que estuvo usted el miércoles veintiséis de septiembre en el apartamento de Ingrid Scholl después de las nueve, que llevaba puesta una sudadera que hemos encontrado en su hotel, y que tocó con todo su torso a Ingrid Scholl. O sea, que o bien se tumbó sobre ella o bien la abrazó, y luego la estranguló con sus manos hasta dejarla ligeramente inconsciente y después la ensartó con dos pinchos metálicos. Al acabar se puso los guantes de goma, cogió las llaves del coche de la bandejita azul del recibidor, bajó corriendo la escalera hasta el garaje y salió por la verja del recinto con el Mercedes todoterreno de la señora Scholl. Cogió la carta que la señora Brendel le había enviado a la cárcel para comprobar una vez más el código, lo marcó con el mando a distancia y salió del complejo. Sabemos que eso fue a las veintiuna cuarenta y ocho. Tardaría unos treinta minutos en llegar a Ibiza, dejar el coche, ir hasta el Dome a la carrera y tirar por el camino los guantes de goma y las llaves del coche. A las diez y veinte llegó usted al Dome, donde se encontró con Gino Weber. Todo eso, señor Grone, podemos probarlo irrefutablemente. Eso no hay abogado ni perito que pueda rebatirlo. Hasta hoy no hemos dispuesto de todas las pruebas, pero tal como yo veo el caso, y como lo verá también el juez, no hay duda alguna sobre su autoría.

Grone se quedó paralizado, sentado con las manos rígidas y haciendo fuerza sobre el asiento de la silla. Costa le habló entonces con mucha suavidad:

– Todo parece indicar, no obstante, que se dieron circunstancias especiales. Pero esas circunstancias sólo las conoce usted. Si no nos dice ahora mismo cómo sucedió todo y por qué, aparecerá ante el público como un monstruo calculador, incapaz de sentimiento alguno y que debe ser castigado con la correspondiente dureza.

Grone no cambió de postura. ¿Seguía respirando?

De pronto se echó a llorar.

Costa sintió la imperiosa necesidad de salir de la habitación, o al menos de caminar de un lado para otro, pero se obligó a permanecer sentado y tranquilizarse. Le dirigió una mirada a Elena. La joven contemplaba a Grone, pero era difícil decir qué pensaba en ese momento. Costa pensó que a lo mejor su madre llevaba razón y que el suyo era un trabajo de mierda. El caso estaba más que claro. Tres adultos en una habitación. Todos ellos sabían lo que había pasado y todos sabían lo que había que hacer, pero uno de ellos estaba allí sentado, llorando, negándose a aceptar su destino. ¿Qué significaba no aceptar su destino? No quería aceptar que había sido él quien lo había hecho. No quería asumir su implicación, sus actos y las consecuencias ligadas a ellos. Era demasiado espantoso, Grone quería decir: «No he sido yo, yo no he hecho eso».

El joven se vio entonces vencido por sus sollozos. Costa consultó el reloj. A las cinco había quedado con Martina Kluge. Aunque a lo mejor ya no sería necesario que fuera. Ese hombre estaba acabado y era sólo cuestión de tiempo que lo contara todo. Seguramente cuestión de minutos. Al día siguiente redactaría el informe y el miércoles a primera hora se lo entregaría a su superior y el caso quedaría cerrado.

A menos que hubiera más personas involucradas en la historia.

Grone fue calmándose poco a poco y Costa le dijo que, si contestaba a unas cuantas preguntas más, todo habría terminado. A lo mejor incluso le daría tiempo de ir a buscarle un pequeño tentempié al bar de enfrente.

– ¿Y bien? ¿Cómo lo ve? -preguntó.

Grone esbozó una sonrisa triste y asintió con la cabeza.

Costa se volvió hacia Elena y señaló la grabadora con calma.

– Entonces, volvamos a poner en marcha la grabación. Los espetones, Günter, ¿de dónde los cogió?

Grone alzó la cabeza y lo miró con los ojos muy abiertos. No dijo nada, y Costa volvió a preguntar:

– ¿Estaban en la cocina? ¿O se encontraban ya sobre la mesa, junto al sofá?

– Yo no podía admitirlo.

– ¿El qué? -preguntó Costa.

– Que nos habíamos querido. -De pronto Grone miró a Costa abiertamente y con toda confianza-. No podía, por Ulf. Vivía con Ulf, y él me había dado tanto y me había ayudado tanto que no podía ir y decirle que tenía una relación amorosa con una mujer. Incluso tuve que ocultármelo a mí mismo.

– ¿Y qué importancia tiene eso en nuestro caso?

– Yo no la maté. Sólo la abracé, la toqué con mis manos, también en el cuello. Queríamos hacer el amor, pero entonces nos interrumpieron. Tuve que esconderme enseguida en el dormitorio, pero a ella le pareció mejor que me fuera con el coche y que volviera más tarde. -Sonrió con melancolía-. Sí, así fue. Ahora ya saben ustedes la verdad.

Costa no se lo podía creer. En esa historia de amor inventada sobre la marcha, el joven había incluido todas las pistas que lo señalaban como culpable del asesinato y, así, las había neutralizado. Podía decirse que, como si fueran semillas de diente de león, había dispersado de un bufido todas las pruebas que tan meticulosamente había recopilado la policía.

Costa se estremeció. Era evidente que Grone no tenía una relación amorosa con Scholl, porque sabían que la anciana lo había fingido todo y que incluso se había enviado a sí misma las orquídeas y los bombones que supuestamente eran regalos de su amante. Sabían que ese supuesto amante que estaba en Suecia era en realidad un delincuente homosexual entre rejas.

Grone no le quitaba ojo de encima. Con voz tenue, apenas audible, dijo:

– No vi ningún pincho ni ningún cuchillo ni nada por el estilo. Sólo me puse los guantes, yo no quería molestar. Quería devolverle el coche, pero no la encontré. -Su mirada iba de Costa a Elena. Les hablaba a ambos-: Habría salido…

Costa se levantó y dijo:

– Bueno, ya basta. Acabemos con esto.

Fue hasta la puerta y llamó al timbre para que los carceleros se llevaran a Grone.

– No necesitamos su confesión -le dijo a Elena-. Tal como están las cosas, el único que la necesita es el acusado, como puerta para conseguir atenuantes. Y él solo la está cerrando. Si lo prefiere, ya sabe cómo abrirla.

Fue su última palabra. Salieron de la sala en silencio.

Cuando se metieron en el coche, Costa dio rienda suelta a su enfado.

– ¡Ese perro es el asesino, te lo juro! ¡No me va a tomar el pelo! ¡Los ases que tiene en la manga son de una mano de póquer que yo ya jugaba con los ojos vendados y con la izquierda antes de ser comisario en Alemania!

Elena lo miró de soslayo. Nunca lo había visto así.

– ¿Qué vamos a hacer ahora?

– Me ha desafiado. Ahora le tapiaré su último refugio. Esperaremos hasta pescar a Weber y que nos confirme que Grone llegó al Dome a las diez y veinte, o más tarde aún. Según estuviera el tráfico. ¡Ha habido un asesinato, y ese elemento es más que culpable! El tal Weber es asesor fiscal y tiene familia. ¡No querrá arriesgar todo eso por una reinona, créeme! Veremos qué tiene que decir Kluge sobre el bueno de Grone. Al fin y al cabo, estaba invitada aquella tarde para soltar un par de predicciones sobre la conducta de ese sinvergüenza. ¡Algo sabrá sobre él!

Costa tomó la carretera de Jesús y se acercó a toda prisa a la residencia de Vista Mar para ir a ver un momento a la señora Brendel. Quería una explicación sobre la carta. Sin embargo, allí no había nadie.

Martina Kluge tenía un pequeño despacho con armarios empotrados y una camilla para masajes. La sala era fresca y estaba toda decorada en blanco. Olía a menta. El sol se filtraba en franjas por entre las láminas de una persiana y caía sobre un tresillo que había bajo la ventana. En la mesa, esmaltada en blanco, había un jarrón marroquí de color ocre con unas ramitas de muérdago. La única mancha de color de toda la habitación.

– Señorita Kluge, ésta es la teniente Navarro, una compañera. Le dije que le tomaríamos declaración como testigo en el caso del asesinato de la señora Scholl. La teniente Navarro grabará toda la conversación. Espero que esté usted conforme.

Martina Kluge le tendió la mano a Elena con una sonrisa resplandeciente. Por lo visto, se alegraba de que hubiera una mujer presente en su declaración. Su voz, que Costa ya conocía por teléfono, era agradablemente dulce y sugerente. El capitán se sentó en la butaca, Elena se acercó una silla y preparó la grabadora. Costa dijo que repetiría la pregunta y le pidió que confirmase ante el micrófono que estaba de acuerdo con la grabación. Mientras Elena le preguntaba por sus datos personales, Costa tuvo ocasión de contemplarla con tranquilidad.

Lo que más le llamó la atención de ella fue lo liviano de su aspecto. No sólo todo lo que la rodeaba era luminoso, también su persona irradiaba claridad. Tenía el pelo rubio natural y lo llevaba cortado a lo garçon, lo que la hacía parecer casi adolescente. Era esbelta, y a Costa le gustó lo que llevaba puesto: unos vaqueros blancos y una camiseta de algodón. Tenía rasgos suaves y apenas iba maquillada. Costa se fijó en sus ojos azules y relucientes; no podía imaginar que se hubiese sometido alguna vez al bisturí de Schönbach.

Por alguna razón se le ocurrió pensar que esa simplicidad y esa pureza suyas contrastaban con la diosa de la isla. Tanit era una mujer mediterránea de cabello oscuro, apasionada y sensual, y en la cueva de su templo se había practicado la prostitución sagrada. Según su abuela Josefa, que se lo explicaba amenazándolo con el dedo, en tiempos muy ancestrales se le habían sacrificado niños. De todas formas, con eso su abuela sólo había querido asustarlo de pequeño, cuando no la obedecía. Para los antepasados de los ibicencos, Tanit era la madre de la isla: ofrecía protección y fertilidad, llenaba a las personas de amor, daba y quitaba la vida. Cuando le apetecía, celebraba fiestas orgiásticas con el dios Baal. Aun entonces, sin embargo, era ella la soberana indiscutida. Era ella la que le dirigía una sonrisa al dios, o le lanzaba su aliento ardoroso.

La joven que tenía delante, por el contrario, parecía vivir en la abstinencia. Aun así, Costa estaba seguro de que poseía una capacidad de entrega profunda e infantil. Lo percibía casi como una resaca en el mar, lo veía en su voz y en sus movimientos. Interiormente, Costa se prohibió desearla, y con resolución, pero no parecía que lo estuviera consiguiendo; cayó como en un agradable duermevela… hasta que Elena le preguntó si quería proseguir con la conversación.

Costa quiso disimular, pero lo cierto es que no sabía de qué estaban hablando. ¿Qué podía preguntar?

– Señorita Kluge, la tarde del miércoles había quedado con la señora Scholl a las siete y media para echarle las cartas.

Con eso no podía meter la pata.

– Sí, llegué algo más tarde. Sobre las ocho, más o menos.

– ¿Lee usted el futuro en las cartas?

– Las cartas captan el karma de quien las baraja. La persona en cuestión escoge entonces tres y yo veo qué camino toman las energías luminosas y ligeras y dónde amenaza el peligro.

– ¿La amenazaba algún peligro?

– Sí.

– ¿Y en qué consistía ese peligro?

– Su belleza corría el peligro de derrumbarse, de descomponerse.

«Eso ya ha sucedido», pensó Costa, y reflexionó de qué manera podía tomar mejor las riendas de la conversación.

– ¿A qué hora se marchó de casa de la señora Scholl?

– Sobre las nueve y media.

– ¿Cómo se encontraba Ingrid Scholl en ese momento?

– No se encontraba muy bien. Quiso tumbarse en el sofá y yo la ayudé a hacerlo. Me esperaba otra cita y tuve que dejarla sola. Me dio muchísima pena, pero a ella le pareció bien. Me tranquilizó diciéndome que sólo había sido un desvanecimiento pasajero porque se había vuelto a olvidar de las pastillas de la tensión. Durante nuestra sesión se alteró un poco. Siempre le pasaba cuando le echaba las runas. También la vez anterior había tenido que tumbarse un rato a descansar después.

– ¿De qué hablaron?

– Me explicó que quería casarse con un conocido, y yo le dije que no se precipitara, que la diferencia de edad era de más de treinta años. Ella no quería ni oír hablar del tema. Siempre evitaba hablar de su edad.

– ¿Cómo lo hacía?

– Tergiversaba las fechas y decía ser más joven de lo que era en realidad. Yo creo que incluso se engañaba a sí misma.

– ¿Qué le dijo usted?

– Le dije que tenía que escuchar un poco a su interior, no ser tan dura consigo misma ni volverse loca porque ya no tuviera treinta años. Por eso estaba muchas veces de mal humor. -Martina Kluge sonrió y, al hacerlo, le brillaron los ojos-. Además, estaba guapísima, delgada y atlética, y parecía por lo menos quince años más joven.

– ¿Qué es la belleza para usted?

– La belleza es la expresión del amor de Dios.

– Me refiero a exteriormente -apuntó Costa con cierto enojo.

– El amor también se muestra en el exterior.

– ¿Quiere decir que Dios no quiere a las personas feas?

– No.

Costa se quedó sorprendido. Esa respuesta no encajaba con su delicada presencia.

Le dirigió una rauda mirada de comprobación a Elena, que estaba sentada junto a ellos, muy relajada. ¿Le daría la sensación de que estaba divagando porque tenía delante a una mujer atractiva? Normalmente también ella intervenía de vez en cuando. ¿Por qué no comentaba nada?

– Cuando visitó a la señora Scholl esa última vez, ¿había alguien más en el apartamento?

– No lo sé. Estuve en el salón y pasé por el dormitorio para ir al baño, pero hay otra habitación, y en la cocina tampoco estuve.

– Pero ¿no oyó nada? ¿Ingrid Scholl no le dijo nada?

– No.

– ¿Cómo pudo entrar, entonces, el asesino?

– A lo mejor le abrió ella.

– ¿Después de que usted se fuera?

– Sí.

Costa recordó las estadísticas de psicología criminal que decían que el inocente no ayuda a aclarar las circunstancias del delito. Un inocente respondería encogiéndose de hombros a la pregunta de cómo había entrado el asesino en el apartamento.

– ¿Conoce usted a Günter Grone?

– No. Sólo lo he visto en la fotografía que Ingeli tiene en la cómoda.

– ¿Conoce detalles concretos de la relación entre Ingrid Scholl y Günter Grone?

– Ella lo quería mucho. No había vez que nos viéramos en que ella no hablara de él, de lo mucho que lo añoraba y de lo preocupada que estaba por su salud.

– ¿Estaba enfermo?

– No, pero trabajaba en Suecia como diseñador de jardines en una gran obra, y ella me explicó que allí era muy fácil que le pasara algo.

– ¿Habían mantenido relaciones sexuales?

Martina Kluge miró a Elena y después otra vez a Costa. Por primera vez parecía no estar preparada para una pregunta.

– No lo sé -dijo al cabo.

– Señorita Kluge, la respuesta a esa pregunta es el verdadero motivo por el que hemos venido aquí. El tal Günter Grone es un serio sospechoso de haber asesinado a la señora Scholl.

Martina Kluge pareció asustada de repente, se cubrió el rostro con ambas manos y los miró como una niña pequeña. Costa prosiguió:

– No es diseñador de jardines, sino un peón que ya ha sido condenado dos veces. Y los últimos dos años no los ha pasado en Suecia trabajando, sino en Colonia, en la cárcel.

– ¡Dios mío! -prorrumpió ella-. ¡Es espantoso!

– Debemos saber qué relación tenían Ingrid Scholl y Günter Grone. Le ruego que nos cuente todo lo que sepa sobre ellos.

La joven asintió y reflexionó un momento.

– Sí. Ingrid se hizo adicta a su cuerpo. Aquello fue en la época en que todavía tenía la casa de Colonia y él iba todos los días a cuidar del jardín. Ella sólo le había dado trabajo para que él se quedara a dormir con ella. Para que viviera con ella.

Costa se quedó tan sorprendido que en ese momento no se le ocurrió ninguna pregunta más. Le hizo una señal a Elena.

– Creo que eso ha sido todo por el momento. Muchas gracias, señorita Kluge. ¿Podría volver a dirigirme a usted si tengo más preguntas?

Martina Kluge sonrió con afabilidad y asintió.

– Sí, desde luego. Cuando quiera.

Costa se levantó.

– ¿Sale usted alguna vez? Para los jóvenes, esta isla es una maravilla… con todas esas discotecas y fiestas.

Martina Kluge también se había puesto de pie y, sonriendo, sacudió la cabeza.

– Cuido de otras personas. Eso me llena. Además, también tengo un perro. Todos los días me levanto temprano y voy con él a pasear por la playa de Es Canar. A mi perro le encanta ese sitio.

Costa estaba a punto de salir, pero se volvió una vez más:

– Ah, sí, tengo otra pregunta. Ha dicho que no pudo quedarse más tiempo en casa de la señora Scholl porque después tenía otra cita. ¿Con quién había quedado?

Martina Kluge se apartó el rubio flequillo de la frente y lo miró con una sonrisa deslumbrante.

– Justo antes había recibido una llamada de la señora Schönbach. Le prometí estar en su casa sobre las nueve.

– ¿La mujer del doctor Schönbach, el cirujano plástico de Munich?

– Sí.

– ¿Por qué tenía que ir a ver a la señora Schönbach?

– Le dolía la espalda. Iba a darle un masaje de presión.

Costa le dio las gracias y le deseó que acabara de pasar un buen día.

Después fue con Elena al apartamento de Ingrid Scholl. Quería comprobar qué llamadas había recibido después de fallecer. Presionó las teclas correspondientes en el teléfono y le pidió a Elena que anotara los números que aparecieron en la pantalla. Se trataba de un móvil español y dos fijos, además de seis llamadas desde un móvil alemán. Elena sugirió que comprobaran los números allí mismo. Uno era el de la floristería de Santa Eulalia, donde quisieron saber si la señora Scholl encargaría rosas también esa semana; otro, el de una lavandería en la que la señora Scholl aún tenía ropa por recoger, y en el tercero contestó un fontanero que debía pasarse a arreglar un grifo que goteaba.

En el número de móvil alemán contestó Gerd Weber. Elena reaccionó enseguida y mintió diciendo que llevaba todo el día intentando ponerse en contacto con él, que si podían verse. El hombre se extrañó de que tuviera el número de su segundo móvil, pero accedió a verse con ella un momento durante la hora siguiente. Quedaron a las siete de la tarde en el bar del Royal Plaza.

¿Había utilizado Grone el móvil de Weber y eran suyas esas seis llamadas? La última se había recibido el sábado por la tarde, poco después de las cuatro. ¿Había dicho Grone la verdad al declarar que después del miércoles por la noche había intentado varias veces hablar con Ingrid Scholl? ¿De verdad había querido devolverle el coche?

– ¿Crees que la mató y que después llamó de todas formas? -preguntó Elena.

Costa se encogió de hombros.

Durante el trayecto al Royal Plaza le preguntó a Elena qué impresión se había llevado de Martina Kluge.

Elena se había informado sobre la esteticista en el departamento de personal de Vista Mar. Trabajaba allí desde la apertura del centro, en octubre de 1997, como terapeuta de rehabilitación y belleza, y la apreciaban mucho. La habían seleccionado por numerosos aspectos: sus amplios conocimientos y su experiencia en centros de belleza y balnearios, así como en programas curativos y fisioterapéuticos. Tenía formación como enfermera y como técnica facial, y estaba diplomada en asesoría de colores y de estilos. También era masajista, e incluso hacía acupuntura. Había trabajado en centros de renombre internacional, el último de ellos una clínica de salud y belleza del lago Lemán. Gracias a ese amplio espectro, podía ofrecer a sus clientas unos cuidados muy individualizados. Una compañera le había confirmado que tenía un gran don de gentes. Desde enero de 1998 trabajaba, además, para pacientes del doctor Schönbach que, tras sus operaciones plásticas, iban al centro de belleza de Vista Mar para el postoperatorio.

– ¿Cuál es tu impresión personal? -preguntó Costa.

– Da la sensación de ser muy franca, pero creo que en realidad es muy cerrada. No sé por qué, me ha parecido vacía y distante.

Weber era un hombre delgado, atlético y muy bronceado, de rasgos proporcionados y ojos despiertos. Costa lo reconoció enseguida, aunque esta vez estaba muy diferente a aquel otro día en el Elephante, donde lo había visto vestido de cuero negro, igual que el joven con el que había estado sentado en silencio frente a la chimenea. Llevaba una americana con iridiscencias rojas y verdes, una camiseta negra, unos pantalones de lino verde claro y mocasines sin calcetines. En la muñeca lucía un Swatch con una esfera de Mickey Mouse. Llevaba el pelo cano muy corto, en la oreja izquierda se le veía un pendiente de plata y en la muñeca derecha llevaba un brazalete, de plata también. En la mesa tenía dos móviles Nokia caros, uno rojo y el otro azul.

Weber les ofreció asiento y preguntó qué querían beber. Elena le dio las gracias y dijo que nada; Costa pidió lo mismo que el hombre: un Chivas Regal con hielo.

El capitán le explicó que Günter Grone lo había nombrado como testigo en un caso de asesinato. Habían matado cruelmente a una mujer con un arma blanca. Los hechos se habían producido poco antes de que él se encontrara con Grone en el Dome.

– Es importante que determinemos el momento exacto de su encuentro. ¿Cuándo lo vio usted en el Dome? ¿Lo recuerda?

– Me acuerdo muy bien -dijo Weber-. Esa tarde, en el Chiringay, habíamos quedado en vernos a las diez en el Dome. Él se presentó en punto y allí me encontró.

Costa no podía creer lo que oía.

– ¿Cómo lo sabe con tanta exactitud?

Weber se echó a reír, se remangó la chaqueta y se quitó el reloj de la muñeca para alcanzárselo a Costa.

– En la playa me dijo que no tenía reloj. Aquí, en la isla, eso no es nada extraño. Para que fuera puntual, le di éste. Cuando llegó al Dome me lo devolvió y me dijo: «¡Me quedo con el Purple Rain! ¡Puntual según tu reloj!». Justamente esa tarde nos habíamos jugado un CD de Purple Rain que yo le había prestado.

Weber se encendió un cigarrillo.

– ¿Y miró usted el reloj y comprobó que eran las diez en punto?

– Así es -dijo Weber, y lanzó un aro de humo al aire.

Costa se reclinó en su butaca. Primero tenía que asimilarlo.

– ¿Está completamente seguro?

– Completamente.

El capitán buscó una explicación para esa declaración tan inesperada.

– ¿Qué hora tiene su reloj ahora mismo?

– Las siete y dieciséis -respondió Weber, y sostuvo el reloj a la luz.

Costa lo comparó con el suyo. Era correcto.

– ¿Ha ajustado la hora desde entonces? -Weber sacudió la cabeza-. ¿O se lo ha quitado? Hasta el domingo estuvo usted con Günter Grone.

– Nunca me quito el reloj. Siempre lo llevo en la muñeca.

– ¿Juraría eso delante de un juez?

Costa se dio cuenta de que Weber se incomodaba ante esa idea. La idea de que, siendo un padre de familia de buena reputación, tuviera que salir del armario como amante homosexual en medio del escándalo de un caso de asesinato.

– No puedo… -Tartamudeó y tuvo que empezar otra vez-: No puedo decir algo que no sea cierto porque a usted y a mí los hechos nos resulten incómodos, ¿verdad?

Costa no dijo nada. Removió el hielo del vaso con el dedo y miró al frente.

Elena le preguntó a Weber si Grone había hecho alguna llamada con su teléfono.

– Sí, me dijo que una amiga le había dejado su coche. Quería devolvérselo e intentó llamarla un par de veces, pero no la encontró.

Elena le preguntó por el día de su marcha y anotó cómo podían ponerse en contacto con él en Gifhorn, cuando acabara sus vacaciones, si tenían más preguntas. Costa le dio las gracias y se marcharon del hotel.

Cuando salieron a la calle, el capitán no sabía qué decir. Tendría que cerrar el caso sin resolver. Elena permaneció paciente y quieta junto a él, pero entonces murmuró:

– ¿Te ayudo a redactar el informe de cierre?

Costa recordó que todavía tenía la colada en la lavadora. No sabía por qué le había venido a la cabeza precisamente en ese momento, pero le disgustó pensar que toda su ropa olería a moho. Había puesto a lavar las sábanas y no tenía otras limpias. También las de repuesto estaban en la lavadora.

– ¿Tú qué crees? -preguntó él en voz baja. No se encontraba bien.

Elena se inclinó hacia él con preocupación.

– ¿Te encuentras mal?

Costa le dijo que a veces oía un sonido agudo en ambos oídos. Su compañera iba a hablarle de alguien que también padecía acúfenos, pero Costa se despidió y se marchó. Subió a su coche, recorrió la estrecha callejuela de la vieja plaza de toros y torció en dirección a Santa Eulalia.

Su última oportunidad era la señora Brendel.