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Después de que el conserje le abriera, Costa se plantó frente a la puerta de Erika Brendel y llamó. Allí no se movía nada. En el marco encontró la tarjeta de visita de un tal Jani Perakis. Costa tiró de ella y leyó el reverso. «He venido, como quedamos.» Marcó el número y descubrió que tenía al aparato al peluquero de la señora Brendel, que había quedado con ella a las cinco, pero la mujer no le había abierto. La cita estaba concertada desde hacía una semana, y él la había llamado el domingo por la mañana para confirmarla. El peluquero estaba extrañado, porque la mujer siempre había sido muy cumplidora. Nunca había sucedido algo así.
Costa le dijo que a lo mejor tendría que volver a hablar con él y le preguntó si dentro de un rato estaría disponible. Después bajó al garaje subterráneo para comprobar la plaza de aparcamiento de Erika Brendel. El coche, un Volkswagen azul oscuro, se encontraba allí. Costa tocó el capó; nadie lo había conducido recientemente. Llamó al conserje y le pidió que abriera el apartamento.
Allí todo seguía tal como recordaba Costa. La puerta del dormitorio estaba entornada. Encendió la luz y la abrió, despacio. Erika Brendel yacía tumbada en su amplia cama de matrimonio entre veinte o treinta animales de peluche. Estaba a medio desvestir. Parecía como si hubiese querido irse a dormir, pero de repente, de un momento a otro, se hubiera desplomado. Costa percibió el dulce aroma de la muerte. El contraste entre su vivacidad y esa tumba entre peluches le cerró la garganta.
Se inclinó sobre el cadáver. Tenía las pupilas dilatadas y no mostraba reflejos. En el cuello le habían salido manchas de livor que no desaparecían con la presión. El cuerpo estaba frío y rígido.
– ¿Tiene el número de la médico de cabecera de la señora Brendel?
El conserje asintió.
– Sí, en mi piso.
Mientras el conserje iba por el número de la doctora, Costa llamó al doctor Torres. Lo encontró comiendo, pero se mostró dispuesto a ir enseguida. Por suerte, poco después consiguió hablar también con la doctora Sperl, la médico de cabecera. También ella acudiría en breve.
Antes de que Costa despidiera al conserje, le preguntó cuándo había visto a la señora Brendel por última vez.
– Ayer domingo, poco después de comer. Yo estaba junto a los contenedores de la basura y ella venía de la playa, de muy buen humor.
– ¿No notó nada extraño en ella?
El conserje lo pensó un momento y luego sacudió la cabeza.
– No, estaba de buen humor, como siempre.
Costa le pidió que encendiera la luz y que dejara la puerta del apartamento entornada. Cuando se quedó a solas, volvió a llamar al peluquero y le pidió que fuera a verlo enseguida, porque debía hacerle un par de preguntas urgentes. El peluquero dijo que todavía tenía algunas citas y que no podría antes de las diez.
A Costa le dio la impresión de que quería evitar el encuentro, pero no aflojó y, cuando le hubo sacado las señas de su última clienta, en Felipe II, le propuso que se encontraran a eso de las diez en Sa Calima, en la esquina de Pere Francès.
Costa consiguió hablar también con El Obispo, le explicó que Erika Brendel había muerto y le ordenó que empezara a investigar sobre el peluquero Jani Perakis. Quería saber con quién se las iba a ver cuando lo conociera, esa misma noche.
Después se sentó en una butaca del salón y se quedó mirando la Nefertiti de porcelana que había en la ventana.
Se acercó y la encendió. En el elevado tocado de porcelana brillaba una bombilla. ¿Acaso era un recordatorio para el observador de que la belleza sólo brilla cuando la luz nace del interior? Volvió a apagar la lámpara y se sentó otra vez en la butaca. Fuera todavía había luz y se dio cuenta de que las cortinas estaban corridas. Si las había corrido la señora Brendel, debía de haber muerto el día anterior, después de las nueve.
Entró en el dormitorio sin tocar nada y contempló el cadáver. Tenía los ojos abiertos, miraban fijamente al techo. La piel lívida estaba ya adherida a los huesos, tirante. La musculatura facial, que se había relajado, le confería una expresión impersonal. Su sonrisa, su asombro, su burla: toda la magia de su ser se había desvanecido. No había forma de decir si había sufrido o no antes de morir. Por tal como yacía, a lo mejor había padecido un ataque al corazón y había intentado tumbarse en la cama. También era posible que alguien la hubiese lanzado allí mientras se estaba desvistiendo y la hubiese dejado como estaba. Su blusa colgaba del respaldo de un sillón, bien colocada.
Costa oyó pasos. Se acercó a la entrada del apartamento y saludó a la doctora Sperl. Era una mujer de unos cuarenta y cinco años, muy guapa, con los ojos azules y el pelo rubio. Del tipo nórdico. Llevaba una camisa vaquera y una falda de lino, y sostenía en una mano su maletín médico.
Costa le explicó brevemente la situación y le dijo que había llamado al médico forense, puesto que existía una relación aún sin aclarar entre Erika Brendel y el asesinato de Ingrid Scholl. Una carta misteriosa que él quería que Erika Brendel le explicara.
– Bien, entonces me sentaré aquí -dijo la doctora Sperl- y esperaremos a que llegue el compañero.
– Ingrid Scholl también era paciente suya, ¿verdad?
– Sí, como la mayoría de los que residen aquí, en Vista Mar.
– Llevo la investigación del caso Scholl. ¿Había algo llamativo en su historia clínica?
– La verdad es que no. Está claro que fumaba mucho y se daba a la buena vida, por lo que tenía trastornos de los vasos coronarios. Ya había padecido un pequeño infarto cardíaco, de ahí que desarrollara después una debilidad muscular generalizada. Bueno, eso y el tabaco. A pesar del infarto, seguía fumando bastante.
– ¿Cuándo tuvo el infarto?
– Esta primavera.
– Aparte de eso, ¿ninguna otra enfermedad?
– No. Es verdad que ya no podía escalar montañas ni subir a grandes alturas, pero por lo demás llevaba una vida muy normal. Tomaba una medicación para fortalecer el corazón.
– ¿Qué era?
– Yo le prescribía digoxina de cero veinticinco miligramos. Una pastilla al día. El día que murió estuvo en mi consulta y le hice una receta.
– ¿Hubo algo que le llamara la atención ese día?
– No. Por la tarde no se encontraba del todo bien, pero eso se debía a que la noche anterior había bebido demasiado vino tinto con sus amigas. No, estaba bien de salud, y cuando se marchó ya se le había pasado ese malestar.
– También era paciente del doctor Schönbach, ¿verdad?
La mujer rió.
– Sí, la mayoría, aquí en Vista Mar, lo son. El centro de belleza y el paraíso de la tercera edad existen gracias a una iniciativa de Schönbach. Desde hace poco también tiene previsto operar aquí, en Ibiza.
A Costa le resultaba extraño pensar que en la isla fuese a haber pronto una mesa en la que se tumbarían personas para estirarse la piel, alinearse la nariz o empequeñecérsela. Todos aquellos a quienes había amado en su infancia -Josefa, María, Eulalia, Ria, y los hombres también- tenían arrugas y la piel curtida por el sol, narices torcidas o demasiado grandes, otras tan chatas como la de su tío abuelo El Bruto, que antiguamente había sido el aguador de Dalt Vila.
– Ya está realizando los preliminares con los pacientes. Todos los martes, en el centro de belleza. Y el sábado celebrará una gran recepción en la Hacienda para dar a conocer sus planes aquí en la isla.
– ¿Asistirá usted? -preguntó Costa.
Ella volvió a reír.
– Por supuesto que sí. ¿Usted no?
Costa iba a decir algo, pero entonces apareció Torres, así que los presentó. A la doctora le rogó que no tocara nada mientras no estuviera determinada la causa de la muerte.
Torres le pidió a la mujer que le hiciera un resumen de la historia clínica de su paciente antes de comenzar.
– Erika había padecido un infarto de miocardio en primavera. Siempre tenía la tensión alta.
– ¿A cuánto estaba? -quiso saber Torres.
– A más de diecisiete. Entre veinte y veintidós. En general, esos pacientes se encuentran bastante bien y muchas veces no quieren seguir ningún tratamiento, porque entonces disminuye su sensación de bienestar. Eso era lo que le pasaba a Erika. Disfrutaba de su maravilloso buen ánimo. Incluso había llegado a depender un poco de ello. Le receté un medicamento para la tensión, pero, como les he dicho, a ella no le gustaba, porque cuando se lo tomaba se sentía más floja que sin él. Muchos de esos casos acaban en una muerte prematura a causa de un infarto.
– ¿Qué le había recetado?
– Le prescribí un betabloqueante que se llama Tenormin 100, una pastilla al día. Contiene cien miligramos de atenolol.
Pasaron al dormitorio y desvistieron al cadáver. En ningún lugar se veían marcas de violencia. Le tomaron la temperatura por el recto: estaba a 25,5 grados. La temperatura ambiental resultó ser de 25 grados. Torres concluyó que la mujer había muerto de un ataque al corazón al irse a la cama, entre las 19.30 y las 22.30.
La doctora Sperl asintió.
– Eso pienso yo también.
Interiormente, Costa se resistía a creerlo.
– También podrían haberla envenenado.
– Entonces tendríamos que realizar una autopsia. Pero ¿existe algún indicio que nos haga pensar eso? -murmuró Torres con serenidad, y miró por toda la habitación.
– No a primera vista. Aquí en su apartamento, no -admitió Costa-. Ya lo he comprobado. Pero sí sería posible que le hubieran administrado algo en la bebida.
– ¿Hay en la cocina o en algún otro lugar una taza o un vaso usado?
– No, nada de nada. Pero podría haber tomado algo que no le hubiera hecho efecto hasta mucho después.
– ¿Cuántas horas antes? -preguntó Torres.
– No lo sé, pero por lo visto estaba de muy buen humor cuando el conserje la vio llegar de la playa ayer, a mediodía.
– ¡Justamente! -exclamó la doctora Sperl-. Ese era precisamente su problema. No se tomaba la medicación con regularidad, y en un caso así el infarto está siempre a la vuelta de la esquina.
Torres compartía la opinión de la mujer.
– Lo que tenemos aquí es un repentino ataque al corazón -y, al hablar, movió el brazo en un gesto que abarcaba todo el dormitorio.
Costa se dispuso a marchar.
– Bueno, entonces, así será. Un ataque al corazón.
Le preguntó a la doctora Sperl si tenía algún número de teléfono de la familia para casos de emergencia.
– Su único pariente es su hijo, Andreas Brendel. Éste es el número.
Cuando la doctora se hubo marchado, Costa se sirvió una ginebra y le dijo al forense que no estaba satisfecho, que tenía una sensación muy desagradable, y le preguntó si podía realizarle la autopsia a Erika Brendel.
– Toni, te lo has tomado muy a pecho. La conocías, y ahora no quieres aceptar que a todos nos llega el día. Sin sentido y casi siempre sin dramas delictivos de por medio. ¡Déjalo correr, hombre!
– Llamaré a su hijo y se lo preguntaré. Si él accede a una autopsia, la realizaremos.
Localizó enseguida a Andreas Brendel. Escuetamente pero con tacto, le comunicó que su madre había fallecido la noche anterior. Al otro lado de la línea se hizo el silencio. Costa dejó pasar un momento para que el hijo asimilara la noticia.
– ¡Eso no puede ser! -oyó entonces.
– Por lo que parece, murió de un fallo cardíaco, pero a mí me gustaría asegurarme -dijo Costa, y le pidió su permiso para realizar una autopsia.
Andreas Brendel se opuso categóricamente.
– Ella no quería que la hicieran pedazos. «La muerte es paz», eso decía siempre.
Al final había llegado a un pacto con su madre. Heredaría su fortuna, pero también tenía que ocuparse de que, en caso de demencia senil o alguna grave enfermedad, no la enchufaran a ninguna máquina. Le pidió consejo a Costa, pues no sabía qué hacer con el cadáver hasta que organizaran su traslado a Colonia. Al día siguiente tenía que viajar a primera hora a Varsovia por temas de trabajo, pero le había prometido a su madre que tras su muerte la enterraría al lado de su amiga Ingrid en el cementerio de Melaten, en Colonia.
Costa le dijo que se ocuparía de todo y le pidió que se pusiera en contacto con él en cuanto llegara a Ibiza.
Le preguntó a Torres si era posible dejar a la difunta en Medicina Forense hasta que su hijo hubiese realizado los trámites funerarios para trasladar el cadáver a Alemania. Torres accedió, pidió un coche fúnebre y después dijo que seguramente la cena ya se le habría enfriado, pero que no le apetecía que se le agriara la botella de vino que había abierto.
Costa le dio una palmadita en el hombro:
– Ya espero yo a que llegue el coche. Muchas gracias por tu ayuda, Jaime.
Cuando Torres se hubo ido, Costa decidió registrar el secreter de la señora Brendel. A lo mejor encontraba algún indicio o una explicación de por qué le había escrito esa extraña carta a Grone. Sin embargo, su búsqueda fue infructífera.
– No puedo creer que haya muerto de un ataque al corazón -le dijo a El Obispo cuando éste llamó para informarle de lo que había descubierto sobre el peluquero de la isla.
– Pero tampoco se me ocurre quién puede haberla matado, ni cómo -repuso El Obispo, y añadió que a lo mejor el peluquero podía ayudarles a encontrar una respuesta a esas preguntas. La señora Scholl también había sido clienta suya.
– Bueno, desembucha. ¿Qué sabes sobre él?
– El chico tiene veintiocho años, es griego, nacido en Salónica. Al terminar el colegio estudió peluquería y cosechó cierto éxito en los círculos más selectos de Munich. En el noventa y seis vino a Ibiza con su novia y empezó a trabajar como peluquero a domicilio. Ahora vive con Carmen, una española con dos hijos. Las mujeres lo adoran y tiene mucho trabajo. Por lo que me han dicho, no sólo les seca el pelo, sino que es al mismo tiempo su confesor espiritual y consejero sentimental. Creo que te enterarás de un montón de cosas sobre Brendel y Scholl si consigues hacerlo hablar.
– ¿Cómo has descubierto todo eso tan deprisa?
– Conozco a Carmen, su española.
– ¿De qué?
– Compartimos el mismo peluquero.
– ¿Él?
– ¡Qué va!
El Obispo hizo oír su risa profunda y colgó.
Después de que llegara el coche fúnebre a llevarse a Erika Brendel, Costa apagó la luz, cerró el apartamento y le devolvió la llave al conserje. Recordó que la mujer había dicho una vez que con suerte no la esperaba el infierno. Su deseo se había cumplido. Su destino sería la cámara frigorífica.
Cuando Costa subió al coche, consultó el reloj y pisó el acelerador. Eran las diez menos cuarto, así que debía de ser más o menos la misma hora que cuando Grone había salido de allí. De todas formas tenía que darse prisa porque había quedado con el peluquero, así que decidió recorrer el trayecto hasta el Dome en el menor tiempo posible. Ingrid Scholl había muerto entre las 21.35 y las 22.00, eso quería decir que Grone tenía que haber tardado menos de treinta minutos. Si eso no era posible, Grone era inocente. El trayecto por Jesús era más largo, así que Costa tomó la C 733. En Santa Eulalia, cuando iba a incorporarse a la autovía, el denso tráfico le bloqueó el camino, así que colocó la luz azul en el techo del coche para simular una situación más descongestionada. En Can Ramon, un camión cisterna de agua potable se le puso delante y lo obligó a frenar de golpe. El tráfico en sentido contrario le impedía adelantarlo. Puso en marcha la sirena y el camión se hizo a un lado. Cuando lo hubo pasado, un tractor que llevaba un remolque cargado de naranjas cruzó la carretera. El campesino iba acurrucado en su alto asiento y agitaba una linterna. A los turistas les gustaba. Les divertía. Costa consultó el reloj y restó tres minutos y medio de la duración del trayecto.
Llegó a la rotonda de la avenida de Santa Eulalia después de veintiún hipotéticos minutos; el tiempo que habría tardado de no haber encontrado personas, coches ni naranjas en la carretera. Aún tenía que buscar algún sitio donde aparcar. Había coches por todas partes. Costa avanzaba a velocidad de peatón. Por fin vio un hueco. Bajó del coche, cerró las puertas, corrió en dirección al casco antiguo y preguntó por lo menos dos veces dónde estaba el Dome, ya que Grone no conocía el lugar. Comprendió que era imposible. Nadie habría podido conseguirlo. Si aceptaba que Weber decía la verdad, Grone quedaba definitivamente descartado como asesino.
Costa regresó al coche y condujo por las estrechas calles de su barrio. Encontró aparcamiento detrás de la vieja plaza de toros y, mientras bajaba del coche, se acordó de que todavía tenía la colada en la lavadora. Tendría que sacarla después de hablar con el peluquero.
De Sa Calima salía la música cubana del disco que le había regalado su tío y que él, a su vez, le había dado a Pep, porque ese bar de la esquina era el único lugar en el que tenía tiempo de escuchar sus CD. Esa música se apartaba mucho de los éxitos de temporada que en verano se oían por todos los altavoces de la isla, como el remix de Prince de ese año. Costa casi estaba esperando que Rafel y El Surfista le programaran la melodía de Purple Rain en el móvil.
Había un joven sentado a la primera mesa junto a la puerta. Tenía el pelo oscuro y algo rizado, y le caía un poco sobre la frente y las orejas. Un griego agradable y muy guapo. Al ver la mirada sondeadora de Costa, se levantó.
Aparte de ellos, en el bar sólo había un par de familiares de Pep. Costa los saludó con la mano y se sentó. Pep, sin preguntarle, le sirvió una absenta doble. En ese momento sonaba Veinte años y Omara Portuondo cantaba sobre un amor perdido hacía tiempo: «¿Qué te importa que te ame, si tú no me quieres ya?».
El peluquero estaba allí sentado, esperando. Parecía ser un chico muy desenfadado y tener experiencia en el trato con desconocidos. Costa supuso que intentaría entablar con él una conversación afable e intrascendente, por eso se decidió por la versión áspera y desagradable: no dijo nada de nada.
Al cabo de un rato, el peluquero empezó a sonreír, sacudió la cabeza y se echó el pelo hacia atrás. Por fin rompió el silencio:
– ¿Quería usted hablar conmigo? -Tenía una voz oscura y suave.
Costa dejó pasar unos segundos más.
– Vive usted con una española. Hace ya cinco años que está en esta isla y busca el éxito en su trabajo. Eso incluye guardar los secretos de sus clientas. ¿Cierto?
La expresión del rostro de su interlocutor se transformó. Ya no parecía tan satisfecho, pero asintió.
– Pero eso no vale para clientas suyas que también son clientas nuestras, por ejemplo, porque han sido asesinadas o se han suicidado. ¿Nos entendemos?
– Sí, naturalmente, está claro -balbuceó el peluquero.
– ¿Cómo quiere que me dirija a usted?
Costa utilizó de repente un tono amistoso y paternal.
Su interlocutor pareció relajarse.
– Me llamo Jani. Puede llamarme Jani.
Alcanzó su vaso de cerveza y dio un pequeño sorbo.
Costa se reclinó en el asiento y le hizo una señal como diciendo que ya estaba preparado para escucharlo con toda tranquilidad.
– Bien. Explíqueme, entonces, todo lo que sabe sobre Erika Brendel.
De pronto Jani pareció muy inseguro.
– ¿Todo? -preguntó.
– Todo -repitió Costa.
El peluquero le explicó que había conocido a Erika Brendel hacía unos dos años a través de Ingrid Scholl. La describió como una mujer alegre y dicharachera. No podía decir nada negativo de ella.
– ¿De modo que nunca intentó acercarse demasiado a usted?
Jani sacudió la cabeza.
– ¿Tampoco le dejó nunca dinero a deber?
El peluquero se echó a reír y dijo que cobraba cantidades relativamente pequeñas.
– ¿Cuánto cobra?
– Unas diez mil pesetas por cortar.
Costa le preguntó si la mujer le había dicho alguna vez algo relacionado con el suicidio.
Jani no podía imaginar que la señora Brendel se hubiese suicidado.
– ¿Podría haber entonces alguien que le quisiera mal?
Jani lo pensó un momento y dudó.
Costa lo miró con severidad.
– ¿Qué relación tenían Erika Brendel y su amiga Ingrid Scholl?
El peluquero se encogió de hombros con impotencia.
– Erika dependía de Ingrid para todo. Económicamente.
– Pero si la señora Brendel tiene una fortuna personal…
– Por lo que yo sé de boca de Ingrid, Erika no tenía dinero. Ingrid Scholl se lo pagaba todo. Erika quiso coger un avión para ir a Mallorca a ver a su hijo, porque no sé quién la había convencido para que lo hiciese, creo que Martina Kluge, pero antes tenía que pedirle a Ingrid que le pagara el billete. Erika no era más que una simple secretaria, nunca había tenido un triste marco y, cuando lo tenía, lo regalaba al instante. Ése era el gran secreto que había entre ambas. Cuando Ingrid Scholl se divorció de su marido y tuvieron todos esos tira y afloja por la fortuna común, para que él no se quedara con nada, ella lo puso todo a nombre de Erika. Gracias a eso, Erika pudo comprarse el apartamento aquí. Para que pareciera de verdad. Naturalmente, tuvo que prometerle a Ingrid que se lo devolvería todo en cuanto se lo pidiera. Y ahora Ingrid quería recuperarlo todo. La última vez me explicó que la semana siguiente iba a pedir cita en el notario y que Erika tenía que volver a poner todo el dinero y las acciones a nombre de ella.
Costa se quedó de piedra.
– ¿Le explicó todo eso a usted?
– Las visitas a domicilio resultan muy íntimas en muchos sentidos. Hablo de casi todo con mis clientas mientras les arreglo el pelo. A veces escucho historias que están dictadas directamente por el odio y, por supuesto, tengo que guardármelo todo para mí si no quiero perder la clientela. La mayoría de las veces no me interesa lo más mínimo, pero no puedo dar la impresión de que a mí sus problemas ni me van ni me vienen. Así era con Ingrid. Me lo explicaba todo con pelos y señales, porque necesitaba hablar. Y yo tenía que acordarme de todo, se enfadaba mucho si me olvidaba de algo que ya me había explicado.
– Entonces, ¿había pagado ella la cirugía plástica de la señora Brendel?
– Sí, y también la operación del hijo de Erika, por supuesto. Un accidente de tráfico muy feo, del que ella había tenido gran culpa.
– ¿Quién? ¿Ingrid Scholl?
Costa lo recordó entonces. La señora Mahler, la vecina de Vista Mar, le había hablado a Elena de ese accidente, pero no había dicho nada de que la señora Scholl tuviera ninguna culpa.
Jani tenía todos los detalles de esa historia. Había sido en un cumpleaños de Ingrid Scholl. Andreas Brendel regresaba ese día de unas vacaciones en la península. Erika quería ir a buscarlo e Ingrid le había prometido que le pagaría el taxi. Las dos habían bebido bastante alcohol, pero cuando Erika quiso salir para el aeropuerto, Ingrid se sintió decepcionada. Tenía ganas de seguir con la fiesta, así que de pronto le dijo a Erika que no le daba el dinero. Erika tuvo que coger su propio coche. Iba bastante bebida y en el trayecto de vuelta tuvieron ese horrible accidente en el que su hijo quedó herido de gravedad. La amistad entre ambas habría terminado, pero Ingrid se ofreció a costear la operación de Andreas, que realizó el doctor Schönbach. Por eso Erika le debía mucho a Ingrid y le hacía el favor de ser la mujer de paja en esos turbios negocios con los que Ingrid quería embaucar a su marido en el divorcio.
– Cada vez que estaba algo deprimida -dijo Jani-, pensaba en que había robado y vencido a su marido. Así se sentía mucho mejor.
Si lo que explicaba el peluquero era cierto, la señora Brendel tenía un buen motivo para matar a su amiga. Así habría evitado devolverle el dinero. A favor de ello hablaba que hacía poco le había prometido a su hijo, en Mallorca, dejárselo todo. También explicaba la carta que le había enviado a Günter Grone. Al menos, si tenía la certeza de que Grone pensaba asesinar a Ingrid Scholl por su traición.
– ¿Le explicó la señora Scholl alguna vez algo sobre un tal Günter Grone?
Resultó que el peluquero también conocía esa historia con pelos y señales. Con una salvedad: Ingrid Scholl le había hecho creer que verdaderamente se trataba de un diseñador de jardines. En todas las declaraciones de los testigos, la mujer aparecía ante Costa como la gran enamorada que quería casarse y que recibía flores todas las semanas.
Cuando el capitán se lo comentó, Jani explicó con suficiencia que las rosas y las orquídeas siempre se las encargaba ella misma en El Ramo de Flores, la floristería de la plaza Macabich de Santa Eulalia.
El peluquero sabía también que la mujer había castigado a su amado con dureza porque él había querido dejarla durante tres semanas para irse de vacaciones a España con otra persona. Cuál había sido ese castigo, no lo sabía. Al bello peluquero, que sin duda a la señora Scholl le recordaba a Grone, no había querido desvelarle que había enviado a la cárcel a su futuro marido.
– ¿Conoce usted al doctor Schönbach?
Jani respondió que no personalmente, pero que todas las mujeres hablaban maravillas de él y que Ingrid Scholl lo tenía por un genio.
– Siempre se había operado con él, y tenía una nueva operación preparada -comentó.
Costa recordó la imagen del cadáver de la señora Scholl.
– ¿Qué quería cambiarse?
– Detestaba su labio superior, que era muy fino, y se lo hacía rellenar de vez en cuando. Pero la última vez me explicó que su cirujano mágico había encontrado un nuevo método que hacía innecesario el relleno. Se extrae un trocho de debajo de la nariz, de manera que el labio superior se acorta. Eso hace que quede más parte de labio rojo al descubierto.
– ¿Ella le explicó eso?
Jani sonrió.
– Es sólo uno de sus muchos secretos. Tuve que jurar que no se lo diría a nadie. Porque Erika no podía enterarse.
– ¿Por qué no?
– Ingrid no hacía más que operarse, pero Erika no podía saber nada. Era un engorro. Después se iba de viaje unos días y, cuando regresaba, le preparaba a Erika una farsa sobre lo reparador que había sido todo y lo mucho que se había ceñido a la dieta.
Costa no entendía nada.
– ¿Por qué no podía saberlo su mejor amiga? Pero si eran como hermanas…
– Porque se pondría celosa y sufriría.
– ¿Y eso por qué?
– Porque Ingrid quería tener a su cirujano mágico, como llamaba ella al doctor Schönbach, en exclusiva. Intentaba por todos los medios obligarlo a pensar sólo en ella y a hacer todo lo que pudiera por mejorar su aspecto de alguna forma. Estaba muy enganchada. Había comprendido que su cuerpo era algo que podía modelar, sentía que eso le daba un gran poder. Sin embargo, para ejercer ese poder sobre su cuerpo necesitaba a Schönbach. Le había dejado incluso toda su fortuna en herencia para obligarlo a estar siempre al servicio de su juventud y su belleza. Siempre decía: «No quiero soñar ese maravilloso sueño de la humanidad, quiero vivirlo». Era una mujer de sesenta y cinco años a la que no se le notaba la edad. Unos ojos relucientes de bellas formas, una boca sensual que esbozaba sonrisas seductoras, un rostro proporcionado y una piel lisa y suave. Todo el que estuviera cerca tenía que quedar prendado de su belleza. -Jani vio la expresión de Costa y se echó a reír-. Sí, así hablaba ella. Casi se extasiaba. Siempre fantaseaba con el doctor Schönbach. Ese hombre había comprendido que no podía hacer nada mal, no podía equivocarse en un solo corte ni en una sola costura. Ella lo consideraba un genio y decía que su mujer, Arminé, era la prueba viviente de su maestría.
– ¿Conoce usted a la mujer del cirujano? -preguntó Costa.
El peluquero le explicó que la había visto una vez hacía un tiempo en El Ayoun. Allí se le había antojado la aparición de una reina egipcia. Le gustó verla sentada sola a una mesa, aunque el local estuviera lleno y la gente hiciera cola a la entrada. Estaba tranquilamente sentada, muy erguida, mientras le servían la comida en unos platillos pequeños.
– La gente se exaspera bastante porque la belleza le dé a uno derecho a esas cosas.
Bebió un sorbo y lo pensó un momento. Parecía que le divirtiera.
– ¿Por qué se ríe?-preguntó Costa.
– Se lo expliqué a Ingrid en nuestra siguiente cita y ella me dijo que quién sabía cómo habría sido antes esa mujer. Después se indignó por que se dedicara a pasearse por los locales y a cosechar tanta admiración con su belleza artificial.
Costa ya no entendía nada.
– ¿Qué quiere decir con eso? Pero si ella misma quería ser hermosa para que los demás la encontraran estupenda…
– Ingrid Scholl tenía la idea de que el cirujano había hechizado a su mujer sólo para sí, y que no le gustaba que se pasease por las discotecas a la caza de hombres como si fuera una abeja reina. Ingrid decía que un día acabaría detestándola tanto que en la siguiente operación ya no la despertaría de la anestesia.
Costa se inquietó bastante.
Jani consultó su reloj y dijo que su mujer lo estaba esperando.
El capitán le dio las gracias y le dijo que no se molestara, que las bebidas corrían de su cuenta. Jani se levantó y lo miró con una sonrisa.
– Buena música -dijo, y se volvió aún un momento al llegar a la puerta.
Pep había vuelto a poner el CD de Costa y Omara Portuondo volvía a cantar: «¿Qué te importa que te ame, si tú no me quieres ya?».
Al oír ese verso no pudo evitar pensar en Karin. Su tío, Joan Costa Mari, le había explicado que había visto en persona a la Portuondo con Anacaona, una orquesta compuesta sólo por mujeres. ¡Esa canción la había escrito una mujer, y El Cubano la había conocido! La anécdota formaba parte del repertorio invariable de la fiesta de la matanza de todos los años, en la que un grupo de la isla siempre intentaba emular esa música cubana por orden de su tío. Siempre era lo mismo. El Cubano alzaba las manos velludas como si quisiera poner a Dios por testigo y exclamaba: «¡María Teresa Vera, qué mujer!». Naturalmente, nadie le creía, pero Costa era de otra opinión, porque su padre le había explicado que El Cubano ya había tenido contactos con la mafia antes de ir a Estados Unidos, donde más tarde sus dos hijos habían muerto a tiros en un enfrentamiento entre bandas, y seguro que María Teresa Vera había cantado para algún mafioso más de una vez.
Cada vez que Pep ponía esa canción, le servía una absenta a Costa, y como de vez en cuando también él se permitía una, dio la vuelta a la barra y se puso a entonar la letra como si fuera la cantante.
La repentina muerte de la señora Brendel y la información que acababan de darle sobre Ingrid Scholl habían entristecido a Costa. Deseaba ahogar la realidad en esas canciones melancólicas y la penumbra del bar. Se puso a tararear la canción para sí, y Pep lo animó con una sonrisa a que bailara también. Costa sacudió la cabeza; el baile, para él, iba unido a Karin.
Cuando bailaban la sentía muy cerca. El baile era cortejo, seducción y amor.
Salió del local tropezándose y se aferró al volante de su coche. Por la avenida del puerto torció a la derecha, aparcó algo más allá del casino, fue tambaleándose hacia el edificio de apartamentos Transart, donde vivía Karin, y llamó al timbre. No obtuvo respuesta. Con una profunda sensación de vacío, fue haciendo eses hasta el coche y condujo despacísimo de vuelta hacia la vieja plaza de toros. Aparcó, limpió con la manga de la chaqueta una cagada de gaviota del techo del coche y recorrió a tientas Pere Francès sin dejar de tararear hasta que llegó a Felipe II.