174231.fb2 Lluvia Roja - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

Lluvia Roja - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

Capítulo 15

Cuando volvió en sí, junto a él sonaba su móvil. Sentía un dolor penetrante que se le extendía por todo el cuero cabelludo. Se palpó con cautela la herida abierta de la cabeza. ¿Dónde estaba? Miró a su alrededor.

Se encontraba en la playa, entre pequeños guijarros. A unos treinta metros de distancia, el mar lamía la orilla de la pequeña cala. El sol seguía alto. Consultó el reloj. Las dos y diez. De modo que no podía haber pasado mucho tiempo desde la conversación de la verja.

Intentó recordar qué había sucedido después, pero tenía una laguna mental.

De repente sintió miedo, empezó a temblar y notó que le afloraba un sudor frío en la frente. Se obligó a pensar en otra cosa y se concentró en un perro que corría por la orilla.

Mientras se levantaba con dificultad, intentó de nuevo recordar lo sucedido. Otra vez empezó a temblar. El miedo se hacía más intenso cuanto más se acercaba al agujero negro. Sabía bien lo que era, había padecido esos ataques desde niño. En los últimos años, en Hamburgo, no había sufrido casi ninguno, pero desde que había regresado sentía que la amenaza interior se acercaba poco a poco. ¿Lo habría alcanzado ya?

Se obligó a no pensar en ello, se levantó y comprobó que no estaba muy lejos de Vista Mar. Comprendió entonces que alguien le había golpeado desde atrás. Pero ¿a quién podría interesarle algo así? ¿Algún compañero que quería darle una lección porque no le gustaban sus métodos de investigación? ¿Aquel tipo oculto por las lunas oscuras del Jaguar? ¿Cómo iba a averiguar quién había sido y qué había pasado si no recordaba nada?

Entretanto, su móvil había dejado de entonar la melodía. Comprobó sus pertenencias. No le faltaba nada, pero estaba claro que lo habían registrado, de modo que quien hubiera sido había visto su identificación de la Guardia Civil y ahora sabía su nombre y el departamento en el que trabajaba.

Lo único que recordaba era la conversación con el chófer del Jaguar verde. A lo mejor podía preguntarle al conserje de quién era ese coche.

Se examinó los pantalones, se enderezó y se palpó los huesos. Estaba entero, salvo por la brecha de la cabeza. Echó a andar hacia Vista Mar, llamó a la puerta del conserje y le pidió un vaso de agua, tres aspirinas y un poco de hielo.

Por él supo que el coche era del doctor Schönbach, el cirujano plástico, que desde hacía un tiempo atendía en el centro de belleza todos los martes por la tarde. Costa le preguntó si le había llamado la atención algo en las últimas dos horas, pero Balbino le dijo que no. ¿Acaso no quería el cirujano curiosos por allí? El Surfista, mientras tanto, no sólo había descubierto que el centro de belleza y la residencia de Vista Mar pertenecían a Schönbach, sino que también el tío de Costa, El Cubano, y el poderoso Carlos Matares habían participado en el proyecto de construcción.

A pesar de lo mucho que le dolía la cabeza, Costa se acercó al centro de belleza. La limusina Jaguar estaba en el aparcamiento del personal, pero no se veía al conductor por ninguna parte. ¿Hasta qué punto estaban relacionados Schönbach o ese ataque del que había sido objeto con el asesinato de Ingrid Scholl? ¿Acaso el cirujano no quería que se resolviera el crimen? ¿Querían desmoralizarlo y que no siguiera adelante con la investigación? Si ni Grone ni Franziska Haitinger eran los asesinos, ¿habría sido un desconocido? ¿Acaso el mismo que le había golpeado a él? ¿O es que querían que dejara de fijarse en Grone, porque sabía algo que no podía salir a la luz? ¿A lo mejor quien lo había contratado? Grone seguía sin querer un abogado, pero pronto se acabaría el plazo de prisión preventiva y tendrían que dejarlo en libertad, o repatriarlo a Alemania, en caso de que se hubiera presentado ya la solicitud de extradición. El fiscal leería primero el expediente del caso y el informe de cierre, desde luego, pero Grone podría apresurar el proceso con un abogado. En todo caso, ya sólo podía retenerlo por cuestiones de formalismos legales. Costa había apostado por el caballo equivocado y no tardaría mucho en tener que soportar los comentarios desdeñosos del comandante.

No se sentía únicamente miserable, sino también muy solo, y no dejaba de torturarse pensando que había sido un error marcharse de Hamburgo, donde había dejado un puesto fijo y también a sus hijos.

Hizo a un lado esos pensamientos. ¡En esos momentos no le hacía ningún bien darles vueltas en la cabeza!

Subió al coche y comprobó de quién había sido la última llamada. La pantalla le mostró un número de móvil alemán. Marcó y le contestó el hijo de Erika Brendel. Costa volvió a entristecerse por su muerte. Le hubiera gustado mucho ir a verla y charlar un poco con ella. Saber por qué había tramado esa visita sorpresa de Grone a Ingrid Scholl a lo mejor le hubiera ayudado a avanzar con las investigaciones. Allí había algo que no encajaba.

Andreas Brendel le comunicó que el heredero de su madre no era él, sino el doctor Schönbach. Estaba bastante indignado. En su último encuentro, en Mallorca, madre e hijo se habían reconciliado. Había sido una escena muy emotiva. Ella le había prometido redactar un nuevo testamento y dejárselo todo a él como único heredero.

– A lo mejor volvió a cambiar de opinión -dijo Costa.

Andreas Brendel se puso verdaderamente furioso al oír ese comentario.

– Es cierto que a veces mi madre tenía ideas raras y un sentido del humor bastante especial, ¡pero nunca rompía una promesa! Seguro que ella estaba tan agradecida como yo a Schönbach por haberme remendado. ¡Pero eso es a lo que se dedica, para eso le pagan! ¡No es motivo ni de lejos para regalarle toda nuestra fortuna! ¡No soy capaz de imaginar que mi madre montara todo ese numerito de la reconciliación en Mallorca sólo para después dejarme con cara de tonto!

Hablaba tan alto que Costa tuvo que apartarse el teléfono del oído. Le seguía doliendo la cabeza.

– No estaba muy bien de salud. ¡Seguro que a alguien le resultó muy fácil impedir que cambiara el testamento!

– Señor Brendel, me ocupé de que dos médicos independientes vinieran a examinar el cadáver de su madre en su lecho de muerte. Ambos determinaron que había fallecido por causas naturales. ¿Qué debo hacer?

– ¿Cómo van a haberlo visto desde fuera? -vociferó Brendel-. ¡Usted también tenía sus sospechas! ¡Si no, no me habría preguntado si daba mi consentimiento para que se le hiciera la autopsia!

Costa recordó que el hijo se había negado a ello. ¿Habría cambiado de opinión?

– Si quiere que se le realice una autopsia, confírmemelo por fax. De ese modo podré solicitarla inmediatamente.

Brendel estuvo de acuerdo.

– ¿Dónde había conseguido su madre tanto dinero? Lo cierto es que no era más que una secretaria, ¿no?

– A lo mejor le tocó la lotería -dijo Brendel, y zanjó la conversación.

¿La lotería? Qué disparate.

Costa llamó a Torres para comunicarle la orden.

– Los costes los paga el hijo. Que sea rápido. ¿Cuándo tendré los resultados?

– Mañana a mediodía -dijo el forense.

Lo que quería hacer Costa era ir a ver a la doctora Sperl para que le mirara la herida de la cabeza, pero decidió ir antes a mantener una conversación con la mujer de Schönbach. A lo mejor así descubriría por qué tenían tantas ganas las mujeres de dejarle todo su dinero a ese médico. No sería el primer caso de un médico que sacaba partido de su posición de confianza para con sus pacientes. Costa recordaba un caso espectacular en el que había trabajado personalmente y en el que creían que un médico había llegado a matar a ciento veintitrés personas para heredar de ellas, aunque sólo habían podido demostrar su culpabilidad en siete de las muertes. Por lo que había llegado a saber de él, Schönbach no parecía esa clase de persona. Pero ¡qué mal habría hecho dejándose guiar sólo por las apariencias!

Marcó el número de la casa de Schönbach en Ibiza, que le había encontrado El Surfista. Arminé Schönbach tenía una voz cálida y con algo de acento. Sus respuestas eran rápidas y suaves, como dictadas por una sonrisa. No preguntó nada, se limitó a indicarle con amabilidad, casi con alegría, cómo llegar a su casa. La suerte del día parecía estar cambiando al fin.

Costa cruzó San Rafael en coche y, antes de llegar a San José, tomó el desvío hacia Cala Vadella. Antes de llegar a la cala, torció a la izquierda y buscó un camino en dirección a Es Cubells que le llevara hacia la Torre del Pirata, desde donde se veía la espectacular villa de la iraní. Así, al menos, se lo había descrito Arminé Schönbach.

Pero no encontraba la casa.

Dio media vuelta y volvió a recorrer el camino del pie de la colina sin dejar de buscar con la mirada una casa de arenisca de dos plantas con arcos de herradura y una gran piscina con cascada. «La casa mira a la roca sagrada de Es Vedrà», había dicho la mujer. Es Vedrà emergía abruptamente del mar a la derecha, pero no se veía ninguna villa de estilo oriental por ninguna parte.

Costa condujo hasta una pequeña finca y allí preguntó por la propiedad de Arminé Schönbach. El campesino sacudió la cabeza; había muchas villas de extranjeros por los alrededores. Por El Surfista, Costa sabía que la mujer conducía un Mercedes-Cabrio color vino metalizado con asientos blancos de piel. Al hombre se le iluminó el rostro: sí, a esa mujer la conocía. Le explicó cómo llegar a su propiedad, pero antes de acabar le advirtió de que había un perro muy agresivo, un perro de pelea, que vigilaba el recinto. La villa estaba protegida por dos muros concéntricos y separados unos siete metros entre sí, lugar por donde corría suelto el animal.

Costa le dio las gracias y siguió el camino que le había indicado. En el trayecto, el cielo se nubló y adoptó el mismo color que la roca de Es Vedrà, un antracita oscuro entreverado de plata. Casi había oscurecido.

Costa bajó del coche y llamó al timbre de la gran verja de hierro forjado. Se sobresaltó al ver una sombra negra que se abalanzaba hacia él, se estrellaba tontamente contra los barrotes de la puerta y se ponía a soltar unos terribles aullidos que terminaron convertidos en ladridos asesinos. Era el perro guardián del que le había hablado el campesino: un mastín. Costa se lo quedó mirando. Debían de haber criado a esa fiera como a un agresivo perro de pelea. De pronto sonó una campana y el animal enmudeció, miró en dirección a la casa, agitó la cola y se alejó trotando. Se oyó una cancela y el perro desapareció. Entonces se abrió la verja. Costa decidió dejar el coche fuera y recorrer a pie el camino flanqueado de portentosos árboles que llevaba hasta la villa.

No se veía al mastín por ningún lado. Todo estaba en calma.

Cuando Costa llegó a la segunda puerta, unos diez metros más allá, se abrió automáticamente.

A la entrada de la casa se llegaba por una larga escalinata. Costa detectó movimiento y vio a alguien que salía a la puerta, pero estaba demasiado oscuro para distinguir nada. Al acercarse, comprobó que se trataba de una mujer. Llevaba un vaporoso vestido de seda blanca. Tenía una melena larga, negra y brillante.

Cuando Costa estuvo frente a ella, el manto de nubes se abrió y la reluciente luz del sol cayó sobre Arminé Schönbach.

Costa ya la había visto una vez en un cuadro de su primo Mateo que estaba expuesto en la galería Meves, en la plaza del Parque. Desde que volvía a vivir en Ibiza, Mateo Verdera lo había invitado ya varias veces a que fuera a verlo a su taller, pero lo cierto es que no había encontrado tiempo de aceptar la invitación, aunque sí había contemplado con mala conciencia los cuadros de su primo que había expuestos en varias cafeterías.

Arminé poseía tal belleza que al verla uno no podía pensar en ningún pecado, o eso le pareció a Costa ahora que la tenía ante sí por primera vez. Si era obra de su marido, tenía que reconocer que era una obra maestra.

– ¿Es usted el capitán Costa?

Reconoció su voz cálida y melodiosa. Asintió.

– Sea bienvenido a mi casa -dijo la mujer, sonriendo- y sígame a un lugar de ensueño.

Costa entró en un gran vestíbulo con una enorme fuente. El surtidor que había en lo alto llegaba hasta la cúpula, cuyas paredes estaban cubiertas por mosaicos de espejitos. Todo brillaba y refulgía y se multiplicaba en fragmentos plateados.

Arminé lo hizo pasar al salón, donde Costa casi se quedó sin aliento. Las enormes cristaleras estaban abiertas y la vista podía pasearse desde el granito rojizo del suelo hasta la superficie azul del agua de una enorme piscina que parecía fundirse con el azul aún más intenso del mar, del que sobresalían las escarpadas paredes gris plata de la roca sagrada de Es Vedrà.

«Cuánta devoción por la belleza», pensó Costa. ¿Qué prometía la belleza para que llegaran a pagar tanto por ella?

– ¿Por qué se ríe? -preguntó Arminé.

Sus dientes destellaban y sus ojos relucían.

– Sí, ¿por qué me río? -repitió Costa-. Seguramente porque acabo de experimentar algo así como reverencia ante tanta belleza. La risa lo libera a uno de eso.

– Antes tiene que ver la vista que hay desde el puente.

La mujer salió a la terraza y Costa la siguió.

Al otro lado de la piscina se levantaba una instalación de arcos de hierro del escultor estadounidense Richard Serra bajo la cual colgaba un puente de plexiglás que no se veía desde lejos. Costa dudó al poner el pie sobre él.

– Puede caminar con toda tranquilidad -exclamó la mujer-. No se rompe.

Costa se detuvo en mitad del puente. Por debajo de él, el agua de la piscina se precipitaba seis metros hasta un segundo estanque.

– ¿Siente la interacción de las energías del aire, la luz y el agua?

Costa sólo sentía calor y unas ganas enormes de saltar al agua azul verdoso. Miró hacia la isla de roca que tenía ante sí; de joven la había escalado muchas veces.

La mujer le rogó que la acompañara al patio y le indicó un sillón junto al que ya había un té servido.

– ¿O prefiere usted café?

Costa le dio las gracias y dijo que estaba bien así. Miró en derredor con interés, y la señora Schönbach le explicó que ese patio era una copia a escala del de la mezquita de Zabid, la somnolienta aldea del Yemen donde se había inventado el álgebra y donde Pasolini había rodado su película Las mil y una noches. Costa no había visto la película, pero todo le parecía como de cuento. El solo hecho de que ese cirujano hubiese logrado comprar una parcela así allí, en Cala Carbó, y que le hubieran concedido permiso de obras rayaba en la maravilla. Toda la zona pertenecía a Matares y casi nada era posible sin su permiso.

– ¿Qué le ha traído aquí? -preguntó la mujer con franca curiosidad, y volvió a echarse hacia atrás su gran chal blanco.

Costa le explicó que, por mucho que estuviera convencido de la inocencia de alguien, su deber era comprobar las coartadas.

– Pura rutina. Tiene que aparecer en mi informe, eso es todo.

– ¿Y de qué inocente se trata? -preguntó la señora Schönbach, visiblemente divertida.

– De Martina Kluge. Ha declarado que el miércoles pasado tenía una cita con usted a las nueve de la noche. Que hablaron ustedes por teléfono a eso de las siete y media.

Arminé lo miró un momento con sus ojos color avellana.

– Eso es. Sólo que no vino.

Costa ya lo sabía, desde luego, a esa hora la había visto en el Elephante, donde él había ido a cenar con Karin. La pregunta le había servido simplemente como pretexto. En realidad quería preguntarle por su marido y descubrir por qué las mujeres le legaban su dinero.

– ¿Por qué no vino a verla?

– Me dijo que le había surgido una cita importante, pero no sé de qué se trataba. Tampoco se lo pregunté.

– ¿Tiene la señorita Kluge algo que ver con su marido?

La mujer lo miró con aire burlón unos instantes. Tenía los atractivos rasgos faciales de las mujeres de Oriente Próximo. El moreno natural de su tez lisa brillaba como si estuviera recubierto de pan de oro. Costa calculó que debía de medir un metro setenta y ocho. Gracias a que el viento le había ceñido el vestido de seda a las caderas, gracias a sus vueltas y sus elegantes movimientos, le había llamado también la atención su figura, modelada como por un escultor. El Surfista le habría echado quizás unos cincuenta y cuatro kilos, pero Costa se molestó nada más pensarlo. ¿Por qué recordaba siempre a su joven compañero cuando veía a una mujer atractiva?

– La que tiene algo que ver con ella soy yo. Viene a veces a darme un masaje de puntos de presión. Tiene un don maravilloso en las manos. Cuida de antiguas pacientes de mi marido, pero no creo que lo trate también a él.

– ¿Qué clase de persona es?

– Muy comprensiva. Sacrifica su vida por los demás. Es de las que siguen un pensamiento lógico, pero también tiene mucho aguante. Su lógica es la lógica de la entrega y, cuando uno ayuda a los demás, hay que tener aguante. -Reflexionó un momento-. Es amiga mía. No de mi marido.

– ¿Por qué es amiga suya?

– Yo tengo un temperamento más bien artístico. Nos complementamos de una forma ideal. Martina me ayuda a poner los pies en el suelo. A menudo me da consejos muy prácticos -dijo Arminé sonriendo.

Su voz era como una melodía armoniosa que adormecía a Costa en el calor de la tarde.

– ¿Y usted qué le da a cambio?

– Yo le alegro el espíritu con música y poesía. A ella le encanta. Es una buena amistad porque nos enriquecemos mutuamente.

Costa había visto un piano de cola negro en el gran salón, así que le preguntó qué tocaba.

Ella hizo un amplio gesto con los brazos, como si quisiera emular la cola abierta de un pavo real.

– Omar-i-Khajjam. Fue el mayor poeta y músico sufí de la antigua Persia.

Costa pensó que Schönbach debía de llegar a casa y estirarse en el sofá a escuchar música sufí mientras paseaba la mirada por el azul del mar. ¡No era una mala vida! En el puerto, el cirujano tenía también un yate a motor bastante caro, y a veces alquilaba incluso un Learjet para volar en poco tiempo desde Munich hasta la isla. Tenía licencia y pilotaba él mismo. El Surfista, durante la comprobación de las posesiones de Schönbach, había descubierto también que la villa pertenecía a Arminé. La mujer tenía una cuenta en el banco de la familia Matares, donde también administraban unos considerables paquetes de acciones a nombre de ella.

– ¿Aman las mujeres a su marido porque les regala belleza?

La mujer rió y dijo que la belleza de una mujer está en el interior. Que había mujeres que por fuera no llamaban mucho la atención, pero que tenían un aura emocionante e interesante.

– Eso es la belleza para mí -dijo-. El exterior debe tomar la forma de las ondas y los movimientos interiores. Ambas facetas deben formar una unidad rítmica, como en una danza.

– ¿Y qué opinión le merece la cirugía estética? -preguntó Costa.

– Cuando una mujer es mayor y con una operación se libra de un par de arrugas, me parece bien. Sólo que los cirujanos todavía tienen que mejorar un poco, ¿sabe? Puede que ya lo hayan conseguido para cuando yo, tal vez, llegue a necesitarlos.

Costa sonrió. Por todas partes había oído que Schönbach utilizaba a su mujer como catálogo de muestra. Como prueba de su don divino. Ahora, sin embargo, ella se comportaba como si nunca la hubiera rozado un bisturí. El capitán quería presionarla un poco.

– ¿De modo que cuando se haga mayor se operará?

– Verá, yo quiero envejecer con dignidad.

– ¿Y cómo pretende lograrlo?

La mujer agitó las manos con vaguedad, como si quisiera hechizarlo.

– Mi espíritu embellecerá más deprisa de lo que envejecerá mi cuerpo -dijo, riendo.

– ¿Y eso cómo se hace?

– Con meditación y yoga, y con una alimentación adecuada. Soy exclusivamente vegetariana y, cuando cocino, lo hago con sosiego. En todos mis movimientos presto atención a la respiración de mi cuerpo. Así freno el paso del tiempo. Las prisas, la indecisión y las lamentaciones son cánceres para el alma y carcomen el cuerpo. -Miró a Costa sin dejar de sonreír-. Es cierto que hay maravillosos labios rellenos de silicona y liftings oculares, pero por dentro está uno frustrado, como sucede a menudo con las mujeres jóvenes, y eso es feo.

Costa quería intentar reconducir la conversación de nuevo hacia su marido.

– ¿Qué edad tenía usted cuando se casó?

– Quince años.

Lo observó con atención, como si disfrutase con su sorpresa.

– ¿Cómo? ¿Se casó con el doctor Schönbach a los quince años?

– Mi primer marido no fue Schönbach. Era armenio, un músico del palacio del sah, en Teherán. Tenía pasaporte diplomático y había tocado para Jimmy Carter, Rockefeller, Sadat y el jefe de Estado soviético. Era un músico extraordinario. Sin embargo, entonces estalló en Persia la revolución. El sah tuvo que salir huyendo, y también mi futuro marido se vio de pronto en gran peligro.

– ¿Y fue entonces cuando se casó usted con él?

– Creía que tenía que salvarlo. Ayudarlo a huir del país. Mi padre era arquitecto en el palacio del sah. Nosotros habíamos sido avisados de que estallaría la revolución dos meses antes y habíamos preparado nuestra marcha a Estados Unidos. Para poder ayudar a mi marido a escapar también, no obstante, debía casarme con él. Sin embargo, un día antes de que partiéramos, Jomeini lo condenó a muerte. Fue quemado junto con su instrumento en una plaza pública. La música que se tocaba con instrumentos occidentales debía arder en las llamas. A menudo lo había visto tocar, y él siempre me sonreía, pero de pronto lo vi arder y oí sus gritos hasta que se asfixió.

Costa se quedó conmocionado, se revolvía interiormente ante las horribles imágenes de esa escena. Arminé se levantó y fue al secreter a buscar un álbum de fotografías de su boda iraní. Se las enseñó: era un ángel delicado de una belleza casi sobrenatural, una niña en medio de la nutrida concurrencia de esa boda de cuento oriental.

– Aquí estoy en Londres -dijo, y señaló una fotografía en la que llevaba unos vaqueros de pitillo y una exigua camiseta con el símbolo de la paz-. Mis padres se separaron. Mi padre se fue a Los Ángeles y mi madre me llevó a Londres con ella.

Junto a la fotografía había también una carta. Una carta de despedida. En ella había escrito que se iba para siempre, pero que con ello no deseaba hacer daño a nadie. No tenía fecha ni encabezamiento, y estaba firmada con su nombre. Arminé vio la mirada de asombro de Costa y le explicó que en aquella época casi siempre estaba muy triste y que finalmente había intentado suicidarse con el Valium de su madre. Se había tragado veinte pastillas.

– ¿Y logró sobrevivir?

Costa sintió que la seda blanca del vestido de la mujer le rozaba cuando se movía. La envolvía un embriagador aroma a almizcle o liquidámbar.

– ¡Dios mío!, pensé después de habérmelas tragado. ¡Voy a morir!

Volvió la cabeza y miró a Costa. Éste sintió un picor en la garganta y tuvo que carraspear.

– No quería morir -dijo con voz profunda-. Llamé a mi tía, que enseguida me llevó al hospital. Allí descubrieron que en el bote de Valium en realidad había aspirinas. -Arminé cerró el álbum de fotos-. La carta, de todos modos, la conservo.

Costa quiso saber de qué manera había conocido a su actual marido. «¿Dónde encuentra uno a una mujer así? -pensó-. ¿Y de qué hay que estar hecho para que lo ame tanto como para seguir con él tantos años?»

Arminé lo había conocido en una discoteca de Munich.

– Lo miré y enseguida quedé fascinada. Era fuerte y tenía una voz portentosa. ¡Unos ojos increíbles! Un hombre realmente atractivo -dijo, riendo.

Costa estaba impresionado. Las fotografías del artículo de Karin mostraban otra imagen de Schönbach, y en cierto modo se sintió algo celoso. También a él le gustaría ser descrito así por las mujeres.

– Era una discoteca aburrida. No encontraba a nadie que despertara mi interés. No había más que jóvenes engominados por todas partes, de esos que están enamorados de sí mismos. Pavos reales que convierten a la mujer en esclava de su narcisismo en cuanto la han seducido. De pronto me llegó una energía muy fuerte. Me volví y lo miré directamente a los ojos. ¡En ese mismo instante supe que teníamos que estar juntos!

Le divertía hablar de su vida. Sus frases fluían con ligereza y despreocupación. Costa la hacía volver siempre al tema de Schönbach, iba apuntando los datos biográficos y esperaba poder formarse una imagen del hombre durante el transcurso de la conversación.

En aquel entonces, cuando Arminé lo conoció, ella acababa de terminar la carrera de Historia del Arte en París y quería marcharse a Estados Unidos. Sin embargo, Schönbach la convenció para que se trasladara con él a Munich, donde tenía un enorme apartamento antiguo en Königinstraβe, junto al Jardín Inglés. Le habló a las mil maravillas del panorama artístico suabo. Ella, que siempre estaba dispuesta a un cambio y a experimentar la vida en una nueva cultura, dejó su apartamento de París y se fue a vivir con él. Al principio viajaban mucho. A Florida, a Japón, a Australia… Allá adonde invitaran a Schönbach a dar una conferencia. Visitaron la Ópera de Viena, asistieron a premieres en la Scala de Milán y la Met de Nueva York, estuvieron en el Museo Guggenheim, en el MOMA y en el Getty Museum de Los Ángeles, que todavía no estaba terminado del todo. Arminé se convenció de que Schönbach era encantador y tenía talento. Hablaba siempre del matrimonio, pero a ella le parecía mejor la relación sin papeles de por medio. Tenía la convicción de que el matrimonio era como hielo para el amor.

En Munich, en aquella época, celebraba una vez al mes una reunión a la que invitaba a toda la gente chic. La tienda de delicatessen Käfer preparaba el bufé, ella tocaba el piano y organizaba exposiciones de jóvenes artistas. El punto culminante de esas veladas eran las charlas del doctor sobre las novedades en el mundo de la belleza.

Más adelante, a Arminé todo aquello acabó por resultarle un poco insípido. Salvo la amistad con una rica pianista que había gozado de mucho éxito en su día, Elfriede Meister. La vieja dama era muy ingeniosa y sabía dar buenas réplicas; siempre comentaba las ponencias de Schönbach con citas viperinas de Oscar Wilde, Nietzsche o Schopenhauer, lo cual divertía una barbaridad a Arminé. A Elfriede Meister también la invitaba en privado a su casa e interpretaba para ella la música de Khajjam.

– Le tenía mucho aprecio -dijo Arminé-. Me recordaba mucho a mi abuela.

– Si el matrimonio es hielo para el amor, ¿no han llegado a casarse ustedes? -dijo Costa.

La mujer rió.

– Cuando la pasión es demasiado ardorosa, hay que enfriarla un poco. De modo que nos casamos en mayo del noventa y cuatro. Me sorprendió con una maravillosa boda medio armenia y medio persa, como las que yo había vivido en mi niñez.

Se había celebrado en una granja de Baviera, y Schönbach había pensado hasta en el último detalle. Había contratado cocineros, músicos y bailarines de la patria de su mujer, había conseguido traer a su padre de Los Ángeles, a su madre de Londres y a su abuela de Teherán. Su regalo de bodas fue un Mercedes-Cabrio, el mismo que todavía conducía.

Sin embargo, pocos meses después de la boda se acabaron los viajes y todo lo demás. Schönbach ya no tenía tiempo. Su consulta estaba teniendo un éxito espectacular, él operaba casi día y noche. Entonces volvió a despertarse en ella ese sentimiento de tristeza y soledad, lo cual no hizo más que alejarlo a él, que reaccionaba con desprecio ante las debilidades de ellas. Costa comprendió entonces cuál era la promesa de la belleza: la exclusión del sufrimiento. La belleza no hace pensar en el dolor ni en la decadencia, no da miedo.

Schönbach había heredado de una paciente una villa en el lago Starnberger y se había decidido a renovarla. En la fiesta de inauguración, por Fin de Año, se produjo la primera gran discusión entre el matrimonio. Arminé vio que su anciana amiga Elfriede Meister no estaba invitada y, cuando la llamó, supo por el ama de llaves que la señora Meister había muerto hacía dos días. El doctor Schönbach, le dijo la mujer, había estado allí, pero no había podido hacer nada por ayudarla. Arminé fue a hablar con su marido. La única explicación de éste fue que no había querido arruinarle la fiesta. Ella se sintió muy herida y al día siguiente se escapó a casa de unos amigos que tenía en Ibiza. Allí decidió divorciarse de él.

Costa notó cómo se transformaba su estado de ánimo mientras se lo explicaba.

– Desde entonces lo he intentado todo para deshacerme de él. He intentado provocar escándalos y le he lanzado a la cabeza todo lo que he encontrado.

Arminé se echó a reír, pero no fue una risa alegre, sino cínica.

– Ningún hombre consigue tener poder sobre mí. ¡Ni siquiera él!

Costa pensó en todas las mujeres que habían conseguido divorciarse de su marido sin ninguna dificultad en Ibiza. Para obtener el divorcio sólo tenían que vivir solas un año.

– De todos modos, estuvo de acuerdo en que me construyera aquí la casa, porque él participaba en el proyecto de Vista Mar. La verdad es que no viene mucho a trabajar aquí, pero siempre le ha tentado la idea de abrir en la isla una clínica privada con un quirófano de última generación. Los preparativos están ya prácticamente listos. Desde hace poco viene una vez por semana. Como hoy. -Y, sonriendo, añadió-: Podría entrar en cualquier momento.

Se levantó y se disculpó por haberlo entretenido tanto.

– Pero es que es maravilloso encontrar a alguien que sepa escuchar. Y no me refiero a una persona que calla y no presta atención, sino alguien cuya emotividad interior se deja sentir.

Costa le aseguró que le encantaría seguir escuchando más historias sobre su país y su infancia, pero no pudo convencerla para que siguieran charlando. Lo lamentó, puesto que se fue de la casa prácticamente sin ningún resultado. ¿Qué tenía? Schönbach era un hombre que fascinaba a las mujeres, pero que a fin de cuentas no tenía tiempo más que para su profesión. No pudo evitar pensar en los reproches de Karin.

Una vez que la atracción erótica inicial había dejado paso a la costumbre -la indolencia del corazón, como decía su madre-, la relación entre Schönbach y su mujer se había enfriado enseguida. Cuando a él ya ni siquiera le pareció que mereciera la pena decirle que su vieja amiga Elfriede Meister había muerto, para ella aquel hombre se convirtió en un extraño. Permanecía frío cuando las personas desaparecían de su vida, porque no las amaba. Así lo había visto y lo había comprendido entonces ella. Había querido divorciarse, pero él la retenía con una cuerda de la que Arminé todavía no se había librado, para conseguir el divorcio tendría que haber vivido un año separada de él, pero Schönbach también le había impedido eso, puesto que vivía en su misma casa y se presentaba todas las semanas. Seguía teniendo poder sobre ella. Costa se había dado cuenta de lo mucho que se esforzaba la mujer por ocultar cuánto le inquietaba que Schönbach pudiera aparecer en cualquier momento.

El capitán, sin embargo, intentó dilatar la despedida. No le habría importado toparse allí con Schönbach y hacerle un par de preguntas.

Arminé se cubrió los hombros con el chal y se dirigió a la salida a grandes pasos. A medio camino se volvió con brusquedad y se sorprendió de que Costa siguiera todavía en su sitio y no la hubiera seguido. Su tono fue algo más duro:

– No se lo he preguntado, pero supongo que ha venido por la espantosa muerte de esa paciente de Martina. ¿Han encontrado ya al asesino?

Costa admitió que todas las pistas se le habían escapado entre los dedos.

– ¿Y ahora piensa en Martina? -La pregunta pareció un ataque.

– No. Me preocupa más la cuestión de por qué le dejó la víctima toda su fortuna al doctor Schönbach, aunque tenía un gran amor al que no había día que no dedicara halagos.

Se dio cuenta del cambio de actitud de Arminé, que de pronto mostró un gran interés. Poco a poco volvió en sí.

– ¿Insinúa con eso que mi marido ha asesinado a esa mujer?

Costa lo negó con decisión.

– ¡No, por el amor de Dios! Pero lo extraño es que hay otra señora, también paciente de su marido y clienta de Martina Kluge, que murió ayer por la noche. También ella se lo ha dejado todo al doctor Schönbach, según me ha comunicado su hijo hace dos horas. Está bastante indignado. Él tenía claro que iba a heredarlo todo.

Arminé volvió a sentarse y le hizo un gesto para que tomara asiento otra vez.

– ¿Cómo murió esa señora?

– Tuvo un ataque al corazón.

La mujer enarcó las cejas.

– ¿Y qué? De eso mueren la mayoría de las personas en Occidente. ¿Qué tiene de raro?

– Los médicos han concluido que ha sido una muerte natural. Sin embargo, hay aún otra residente de Vista Mar que está casada y tiene hijos, pero también ella, por lo que sabemos, se lo ha legado todo al doctor Schönbach como único heredero.

– ¿Y por qué no le pregunta a ella?

– Ya lo he hecho.

– ¿Y bien?

Costa sacudió la cabeza reflexivamente.

– Pues eso, que me dio una explicación bastante insatisfactoria.

– ¿Qué le dijo?

– Que es una persona maravillosa.

Arminé se echó a reír a carcajadas.

– ¿Y ya ha muerto?

– No, pero ayer me llamó porque tenía no sé qué problema de salud y quería visitarse con un especialista en Alemania. Mientras venía hacia aquí he intentado localizarla, pero no he conseguido dar con ella.

– ¿Quiere decir que sí ha muerto?

– No lo sé. No, no.

– Quiere dejárselo todo a él porque es una persona maravillosa -repitió Arminé, divertida-. Ha nacido con buena estrella. Sagitario, ascendente Leo. Doble fuego, seguro de sí mismo, perfeccionista y muy inteligente.

– ¿Y eso les gusta a las mujeres?

Arminé volvió a sonreír y él no estuvo seguro de que no fuera con condescendencia. A lo mejor sólo se sentía inseguro porque llevaba el traje sin planchar y no se había afeitado.

– Las pacientes quedan fascinadas por sus ojos. Su mirada tiene un brillo deslumbrante, casi magnético.

Costa no era cínico, pero esta vez no pudo reprimir un comentario sarcástico.

– ¿Y también habla con ellas, o sólo las hipnotiza?

– Les pregunta con mucha serenidad por sus problemas más íntimos -dijo la mujer y, con una sonrisa, añadió-: Como si la operación dependiese de que él conociera sus secretos.

– ¿Y cuál es el secreto de Schönbach?

Arminé tomó aire sonoramente con sus fantásticos labios.

– Su secreto es que parece un chimpancé, pero que a las mujeres les resulta atractivo.

Costa no supo si lo decía en serio. Él asociaba a los chimpancés con la fuerza. ¿Tenía sentido que un cirujano diera la impresión de ser fuerte?

La mujer, con cierto aire de satisfacción, dijo:

– Tiene una fuerza increíble. Posee algo salvaje.

– ¿Y por eso las mujeres le legan su fortuna?

Arminé se levantó, le hizo una señal para que la siguiera y lo acompañó a la puerta.

– Seguramente eso tiene que ver más con la propensión de las mujeres a dar -dijo, sonriéndole con encanto-. Sobre todo a alguien que les dice que son hermosas, o que incluso les proporciona una gran belleza.

«Sí -pensó Costa mientras se sentaba en el coche-, y depende de la propensión del hombre en cuestión a aceptar y a matar.» Pero ¿de qué le servía saber eso? Sólo le empañó el ánimo. Estaba enfadado. Aunque quizás ese enfado se debía a que se había olvidado de dejarle su número de móvil a Arminé. Esa mujer sabía mucho y no le había dicho prácticamente nada. A lo mejor daba lo mismo, porque de todas formas jamás le habría llamado.

Mientras se iba, volvió a oír los agresivos ladridos del perro.

Se tomó su tiempo para regresar. Había sido una tarde con muchos altibajos emocionales. Necesitaba algo que le resultara familiar. ¿A lo mejor podía acercarse desde allí a casa de su madre y hacerle una visita? ¿O a Mateo Verdera, su primo el pintor? Decidió ir primero a ver a Mateo.