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A la mañana siguiente, el comandante le dijo a Costa que quería hablar con él. Seguro que no le esperaba nada bueno. Si acertaba con su predicción, compraría una buena botella de tinto y esa noche invitaría a Karin. Sería una buena compensación. Dio un saltito de camino al despacho de su superior, casi alegrándose por la bronca que le iba a caer del comandante, don Andrés López Santander.
Se sorprendió al comprobar que no se trataba de nada de eso. López lo alabó por su buen trabajo e incluso intentó consolarlo por no haber encontrado todavía al culpable. Le dijo que estaba bien, que había hecho todo lo posible. El esfuerzo que había dedicado al caso, no obstante, bien merecía un premio, así que había decidido no asistir a un encuentro internacional de cuerpos policiales en Bruselas, sino enviarlo a él, Toni Costa, en su lugar. Le dijo con jovialidad que cambiaría la reserva para el día siguiente por la mañana y que, si Costa era listo, seguro que se animaba a alargar la estancia con un agradable fin de semana en Bruselas.
– Quién sabe a quién puede conocer allí -añadió con una sonrisa atrevida.
Costa le preguntó que sucedería con el detenido del caso, Grone. López encendió un cigarrillo, le ofreció el paquete al capitán, que no aceptó ninguno, y dijo que el hombre sería entregado en cuanto llegara de Alemania la solicitud de extradición.
– Si acaba cumpliendo condena aquí o en Alemania… el tiempo lo dirá -comentó, como si le preocupara el destino del detenido.
Entonces se levantó, le dio la mano a Costa y le envió un saludo afectuoso a su tío, El Cubano.
Costa no fue a su despacho. Salió del puesto y dio una pequeña vuelta hasta el Club Social. Necesitaba un café y un coñac.
No se había tragado esa historia del premio, más bien tenía la sensación de que querían apartarlo de los siguientes pasos de la investigación. Eso podía tener mucho que ver con los últimos resultados que había obtenido Torres mediante la autopsia de la señora Brendel. Costa no podía pedirle al forense que mantuviera algo así en secreto, y él mismo había decidido explicarlo. Un error.
Pidió un cortado, pero ni siquiera eso consiguió animarlo, así que volvió a su despacho, que estaba a rebosar de papeleo atrasado. ¡Cómo le hubiera gustado encender una cerilla y lanzarla encima! Decidió ocuparse enseguida de ese trabajo tan desagradable, aunque no le apetecía nada. Al menos ya se había librado del asesinato de la señora Scholl.
Mientras se encargaba del papeleo, su vida le pareció aún más absurda.
Pensó un momento en ir a ver a Karin para compartir con ella sus desgracias y buscar consuelo. A lo mejor ella le diría: «Ven, vamos a emborracharnos», y todo desaparecería como si no hubiera sido más que un espejismo. Después saldrían a cenar juntos, ya entonados y hambrientos como dos lobos. ¡Reirían todo el rato y al final se unirían de nuevo en la calidez de la cama de ella! Y tras el sueño profundo y reparador no habría ningún superior embustero esperándolo, ninguna amenaza, ningún esfuerzo, sino un delicioso desayuno en el balcón de Karin con vistas al puerto y al casco antiguo, con crujientes barras recién salidas del horno. La llamó y le explicó a su contestador que al día siguiente por la mañana tenía que volar a Bruselas a un congreso de la Europol y que volvería el domingo.
– No te olvides de la fiesta de la matanza de El Cubano -añadió.
Se quedó dormido deseando soñar con Karin. Pero no soñó con ella, sino con Erika Brendel, a la que él esperaba con inquietud y nerviosismo a la puerta de un quirófano porque sabía que dentro estaba el doctor Schönbach, inclinado sobre ella con un escalpelo. De pronto, la mujer salió sonriendo alegremente con un llamativo sombrero inclinado sobre sus rizos rubios. El sombrero era rojo fuego y tenía una amplia ala y una cinta de rayas de cebra de la que salía una gran pluma de pavo real. El rojo goteaba sobre ella y dejaba regueros de lágrimas sangrientas. Costa se despertó dándose manotazos. Por un momento se quedó muy quieto, después se fijó en el despertador. Pasaba mucho de la hora. ¿Acaso no había sonado? Saltó de la cama. Tenía que darse prisa si quería coger el avión.
Cuando llegó al bruselense Hotel du Congrés, la inauguración y la primera ponencia habían acabado ya, así que Costa corrió directo al opulento bufé de mediodía que esperaba a los participantes del congreso. Había alrededor de cuarenta miembros de todos los cuerpos policiales de la Europol. De España habían asistido otros seis compañeros. El ambiente era muy bueno, había vino en jarras y todos permanecieron de pie, comiendo, bebiendo y charlando.
Normalmente, Ibiza no habría enviado a ningún representante a ese encuentro celebrado bajo el título de «Movilidad de la delincuencia en la Unión Europea». Sin embargo, el Ministerio de Justicia, junto con los jueces y los fiscales de la isla, reclamaban desde hacía tiempo libertad de actuación para emprender «diligencias sumarias contra delincuentes» y lograr, así, controlar el elevado número de delitos cometidos durante la temporada alta, a menudo por parte de visitantes de la isla.
Costa se sentía fuera de lugar. El principal de sus problemas era la resistencia con que topaba dentro de su propio cuerpo a la hora de desenmascarar a criminales peligrosos. En Ibiza no se investigaba nunca con métodos costosos, simplemente se decía que una muerte se había producido por causas naturales, que el difunto había desaparecido o se había ahogado en el mar. Las investigaciones resultaban demasiado caras y el interés por encontrar una explicación era nulo.
Costa decidió hacer algo de provecho y llamó al doctor Teckler, de Medico Asthetik. Tuvo suerte, contestó al teléfono el propio Teckler, el mismo que había recibido a Franziska Haitinger y a su marido, Rolf. Costa le dijo que era de la policía española y que necesitaba la opinión de un experto en un caso de homicidio por negligencia médica. Le sorprendió lo juvenil que sonaba la voz del doctor y lo positivo de su reacción. Estaba dispuesto a recibirlo el sábado a mediodía.
Costa voló de Bruselas a Frankfurt y, cuando bajó del taxi en Offenbach, se encontró delante de un bungalow doble de una sola planta y con la fachada revestida de placas de mármol blanco. «Medico Asthetik», se leía en grandes letras sobre la entrada. Un cartel advertía de la presencia de un perro peligroso. Sobre la verja del jardín de delante había instalada una videocámara con un foco que se encendió cuando Costa llamó al timbre. Antes de entrar, el capitán miró con cautela en derredor, pero no vio al perro por ninguna parte.
Un hombre que parecía un jockey crecidito salió entonces por la puerta de la casa. Llevaba un pantalón de pana verde botella y un polo, con una cazadora de ante por encima. Le hizo a Costa una señal para que se acercara.
– No tenga miedo, no hay ningún perro.
Cuando el capitán llegó a la puerta, el hombre le tendió una esbelta mano adornada con un anillo de sello azul. En la muñeca de la mano derecha llevaba una cadenita dorada y un Rolex de oro. En el cuello lucía un collar, de oro también. Por la descripción de la señora Haitinger, Costa había esperado encontrarse con alguien muy diferente, pero aquél era el doctor Teckler. El capitán se presentó y preguntó por el perro.
– Era el mastín de un antiguo colega. Tenían un parecido asombroso, perro y amo -dijo Teckler, riendo-, pero no he derramado ni una lágrima por esa bestia de chucho. Pase, pase. Estamos los dos solos. Si le apetece un café, tendremos que ir a la cocina y preparárnoslo nosotros mismos.
Costa aceptó el café y Teckler lo condujo por entre suelos de mármol, paredes empapeladas con terciopelo, gobelinos y estatuas sagradas. El mobiliario estaba tapizado con piel inglesa, y del techo colgaban arañas de cristal. Cuando pasaron por delante del lavabo de los pacientes, que tenía la puerta abierta, Costa distinguió unos grifos dorados.
– Podríamos tomarnos aquí el café -dijo Teckler, y abrió una puerta que daba a una enorme piscina que parecía la de un hotel. La impresión quedaba realzada por los numerosos espejos que había, todos ellos con un pene grabado-. Es la fuente de la vida -explicó el doctor mientras salían de la piscina por una puerta que quedaba al otro extremo.
Llevó a Costa hasta la otra ala de la casa y le enseñó tres quirófanos contiguos.
– Todo de la mejor calidad. Las técnicas más novedosas. Aunque ya no hay nadie que utilice estos aparatos.
Hizo salir de nuevo a Costa y lo condujo hacia otra serie de habitaciones comunicadas entre sí mediante puertas.
– Esto son lo que llamamos las salas de despertar -explicó-. ¿Le apetece ese café o prefiere quizás una copa de vino tinto?
Costa se decidió por el café y siguió a Teckler hasta una gran cocina en la que en los buenos tiempos debieron de cocinar hasta para veinte personas. El doctor se acercó a la cafetera y le pidió a Costa que tomara asiento, si quería, a la mesa de la cocina.
– Todo esto costó una barbaridad de dinero -dijo-. Es una verdadera lástima que ahora esté vacío, pero no encuentro a nadie que quiera comprarlo.
– ¿Ya no operan aquí?
– Yo no podría renunciar a ello. Embellecer a la gente transmite cierta embriaguez. La belleza va asociada a la juventud, como usted bien sabe. ¡Y la juventud posee vida eterna! -Sonriendo, añadió-: ¿Cuántos años cree que tengo?
Costa le echó unos sesenta y uno o sesenta y dos.
– ¡Setenta y seis! -exclamó Teckler, y saltó triunfante hacia la cafetera.
– ¿Y cómo lo ha conseguido? -preguntó Costa con admiración.
Teckler señaló con sus dedos bajo sus ojos, tras sus orejas, en su barriga y sobre su cabeza. ¿Quería eso decir que ese hombrecillo anciano estaba operado por todas partes? ¿Que incluso el pelo era un injerto?
Teckler se entusiasmó con el desconcierto de Costa. Frente a los clientes sin duda se comportaba de otra forma; si no, Franziska Haitinger seguramente no lo habría descrito como un caballero mayor y serio. O a lo mejor Rolf Haitinger no le había dado al doctor ocasión de decir nada y desde el principio había llevado las riendas de la conversación, de manera que Teckler no había tenido más remedio que ceñirse a la imagen de un señor mayor, serio y agradable.
Cuando Teckler sirvió el café, Costa le preguntó por la fundación de esa impresionante clínica de cirugía estética.
– Estuvo motivada por la prohibición que tienen los médicos para publicitarse. Los médicos no podemos poner anuncios con nuestro nombre en la radio ni en la televisión. A una actividad empresarial como una clínica, no obstante, sí le está permitido, añadiendo incluso el nombre de sus facultativos. De manera que mi asesor, Rolf Haitinger, me aconsejó abrir una clínica para realizar cirugía estética. Sólo necesitaba a un cirujano titulado, es decir, un médico especialista en cirugía plástica, y camas para que los pacientes pudieran pasar dos noches en el centro. Sin esas dos noches, tan sólo habría sido una consulta, no una clínica. Bueno, tuve que avenirme a ello -explicó Teckler con desprecio-, aunque yo soy un gran defensor de la cirugía ambulatoria. En el ochenta y cuatro conocí a un tal Horstmeier, a quien le interesaba participar. Era cirujano, pero un chapucero y un idiota rematado como no se ha visto igual. Tenía que operar a todas sus novias, pero, en cuanto las había recosido por todas partes, perdía el interés por ellas.
Costa no entendía por qué Teckler, siendo cirujano plástico, había necesitado a otro especialista en cirugía.
– ¿Acaso no es usted cirujano titulado?
– ¡En absoluto! La cirugía no es mi especialidad. Antes era homeópata, pero no tardé en darme cuenta de que con las gotitas no se ganaba mucho. De modo que me hice acupuntor, después quiropráctico y, finalmente, me dediqué a la terapia de renovación celular de Alexander Bogomoletz. En mil novecientos sesenta y siete decidí poner fin a mi eslalon por los erráticos caminos de las artes curativas y dedicarme sólo a la cirugía cosmética. Por aquel entonces ya había llegado a ser muy buen artesano.
Costa se había quedado sin habla. Estando en el ejército alemán y en la policía, cuando había ido a que lo visitara un médico de servicio, como mínimo había confiado en que tuviera la titulación adecuada.
– ¡Pero abrirle el cuerpo a alguien con un bisturí no es nada fácil! ¡Hay que aprender a hacerlo bien! -protestó.
Teckler se echó a reír.
– En eso lleva usted razón. Todavía recuerdo mi primera nariz. Tenía que separar el puente del cartílago con el afilado escalpelo, así que hundí el bisturí, abrí y ¡zas! Se desgarró. En aquel momento me dio un mareo. Gracias a Dios tenía a mi lado a alguien que sabía lo que hacía. Un cirujano francés al que anteriormente yo había asistido a menudo.
– ¿Intervino entonces él? -preguntó Costa, que seguía sin dar crédito.
Teckler volvió a reír.
– No. Ni siquiera se movió. Sin embargo, me tranquilizó y me dijo que no era nada grave, que eso podía pasarle a cualquiera. Así que me vi obligado a terminar yo solo.
Costa deseó no tener que verse nunca bajo el bisturí de esa gente.
– ¿No le daba miedo, al principio?
– ¡Sí, por supuesto! Cuando está uno ahí solo y ya no tiene a nadie al lado que pueda saltar en su ayuda es bastante raro.
– Yo jamás me atrevería a hacer algo semejante. Ni siquiera en caso de urgencia -dijo Costa.
Teckler, entretanto, había descorchado una botella de tinto y se había servido una copa. Paladeó el vino con placer, chasqueó la lengua y rió con alegría.
– ¿Qué hay que saber hacer para ser cirujano? Hay que saber cortar hemorragias. Pero eso no es un gran problema cuando se ha aprendido a cerrar con pinzas el flujo sanguíneo. Lo que de verdad es difícil son las narices. Las narices sí que son difíciles.
– ¿Se refiere en cuanto a destreza manual?
– Sí. Hay que encontrar exactamente la punta y alisar la protuberancia por dentro. Pero ni siquiera eso es tan complicado que no pueda aprenderse en poco tiempo. Desde luego, no hay que raspar mucho. La verdadera dificultad reside en darle forma a la punta de la nariz. Existen por lo menos cuatro o cinco técnicas. Hay que afilar el delicado cartílago, pero sin que llegue a desaparecer. Gracias a un compañero que ahora opera en Múnich aprendí una técnica especial para coser cartílago. No es sencillo.
– De todas formas, me parece que no lo hace usted todo. La verdad es que la señora Haitinger me explicó que vino a verlo y que usted la remitió al doctor Schönbach, en Múnich.
Teckler propuso que se trasladaran al salón. Lo dispuso todo sobre una bandeja y le pidió a Costa que la llevara él.
– ¡Asesoría de empresas Haitinger! Rolf Haitinger, como ya le he dicho, fue el que me aconsejó poner en marcha este concepto de clínica. A él se le ocurrió el nombre de Medico Ästhetik. Más adelante vino con su mujer, porque quería que le hicieran unos retoques generales. El hombre creía que todavía le debía parte de sus honorarios. En eso habíamos tenido una pequeña diferencia de opiniones. -Teckler soltó una risita-. No me dejé embaucar.
En el salón, Costa dejó la bandeja y le acercó al anciano la copa de tinto. Por toda la sala había estatuas de mujeres desnudas. Incluso la mesa se sostenía sobre cuatro figuras desnudas de mármol.
– ¿Cómo llegó a asociarse con el doctor Schönbach?
Teckler abrió una cajita de madera de sándalo y sacó un puro.
– Es un cohiba. ¿Le apetece uno?
Costa lo rechazó y le dio las gracias.
– Schönbach… Él es el colega del perro agresivo de quien aprendí esa técnica especial para las narices.
Le explicó a Costa que lo había conocido en 1984, en un congreso de cirugía plástica en Múnich. Por la noche habían estado charlando en el bar del Hilton. Schönbach era por entonces médico jefe de cirugía plástica en la Clínica Universitaria de Colonia, pero buscaba un nuevo campo de especialidad. Se interesó mucho por las ideas de Teckler, en especial por la de dividir el trabajo. Teckler quería hacer pechos y narices; Horstmeier abdómenes, nalgas, piernas y brazos; y estaban buscando a otro especialista para los liftings faciales y de ojos, injertos de cabello complicados y cambios de sexo. Schönbachse se les unió y enseguida se convirtió en un técnico eficiente que no cometía un solo error. Nunca dejaba de aprender, seguía formándose continuamente en congresos y cursos, dominaba las técnicas más complicadas. Así que no pasó mucho tiempo antes de que se produjeran roces entre Horstmeier y él. Horstmeier era un tipo descuidado pero ambicioso, mientras que Schönbach era el profesional perfecto.
– No me malinterprete -se apresuró a corregirse Teckler-, Schönbach también era ambicioso como una hiena. Además, era adicto al poder y apostaba fuerte. Pero nunca perdía. Schönbach era un virtuoso y Horstmeier un chapucero. Esa era la diferencia.
– ¿Y cómo fueron las cosas? -preguntó Costa.
– Schönbach se vino aquí y empezamos a trabajar -dijo Teckler, y miró con las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes hacia un pasado que para él significaba vida y belleza-. Operábamos en tres quirófanos diferentes, a veces durante diez horas al día. Schönbach realizaba la mayoría de las operaciones, y las más complicadas. Era increíble. Enseguida se hizo un nombre en todo el mundo. Por eso le molestaba que llegaran a la clínica denuncias por los fallos que cometía Horstmeier.
Teckler se sirvió otra copa de vino y se lamentó de que Schönbach dejara la clínica a finales de 1988 a causa de la incompetencia de su colega. No sólo admiraba a Schönbach por su capacidad, también se sentía muy cercano a él porque ambos eran apasionados coleccionistas de todo tipo de objetos.
Costa quiso que le explicara algo sobre la relación de Schönbach con las mujeres, pero en ese punto no fue capaz de sacarle nada. Le extrañó, y le dio la sensación de que Teckler quería ocultarle algún secreto. Sólo le dijo que Schönbach era un hombre terriblemente atractivo; una opinión que Costa no compartía.
Fue una larga noche de camaradería con un millar de historias del babel de la cirugía estética que acabó en la sauna finlandesa de Teckler.
A la mañana siguiente, cuando Costa abrió los ojos sobre una camilla en una de las «salas de despertar», le dolían todas las extremidades. Tenía el olor de una especie de aceite de sauna metido en la nariz y le dolía la cabeza. En la sala de al lado oyó los ronquidos de Teckler. Se levantó sin hacer ruido, llamó a un taxi y se marchó.
De camino al aeropuerto llamó a Karin para decirle que aterrizaría en Ibiza a las 11.25. Le dejó un mensaje en el contestador automático pidiéndole que fuera a recogerlo para que pudieran ir juntos a la fiesta de la matanza de El Cubano.
Justo después recibió una llamada de Andreas Brendel, que quería saber si había ya algún resultado de la autopsia de su madre.
Por supuesto, Costa había pensado informarlo acerca de la autopsia, pero lo había dejado para más adelante. Le acongojaba tener que decirle que su madre se había suicidado, o bien había sido asesinada.
– Solicitamos un examen toxicológico especial en Barcelona. Por deseo expreso nuestro, también se comprobó el porcentaje farmacológico de atenolol. Su madre tenía que tomar regularmente unos betabloqueantes que contienen ese principio activo. Sabemos que una sobredosis de esa medicación es mortal.
– ¿Una sobredosis?
– Le encontraron cuatro gramos -dijo Costa con serenidad.
– ¿Y qué? ¿Eso qué quiere decir? ¿Qué significa?
Su voz era más aguda y más fuerte que antes.
– Corresponde a unas cuarenta pastillas.
– ¿Y? ¿Qué significa eso? ¿No tenía que tomarse esa mierda todos los días?
Costa conocía bien esa mezcla explosiva de dolor, decepción e ira. Tras una muerte trágica, siempre había que contar con reacciones de ese tipo.
– La doctora le había recetado una pastilla diaria. La ingesta de cuarenta pastillas es mortal.
Al otro lado de la línea se hizo el silencio. ¿Se había cortado la comunicación? Andreas Brendel, con la voz llorosa de un niño pequeño, preguntó entonces cómo había muerto su madre.
Costa se detuvo ante la terminal del aeropuerto y miró a los apresurados viajeros que pasaban junto a él.
– Desde la ingesta hasta la muerte transcurren unas tres horas -dijo, como si hablara de la duración del vuelo a Ibiza.
– ¡Dios mío! -Pareció un estertor-. ¿Cómo fue? ¿Qué sintió?
– El médico forense ha dicho que los síntomas son una bajada de tensión, debilidad, sudores repentinos y finalmente pérdida del conocimiento.
– ¿Sabía que estaba muriendo? -exclamó Andreas Brendel
– Debía de saberlo si se tomó ella misma esa sobredosis.
– ¿Y si no?
– Si no sabía nada de la sobredosis, debió de relacionarlo con algún alimento que le había sentado mal, o con el alcohol, si bebió mucho. Quizá con el inicio de una gripe. Al menos eso me ha dicho el médico forense. Debió de sentirse cada vez más débil y quiso tumbarse un rato. Su madre se desvistió, colgó su blusa con cuidado, se sentó en la cama, perdió el conocimiento y murió. Sencillamente no volvió a despertar.
– Gracias. Se lo agradezco mucho -dijo Brendel.
La línea quedó en silencio. Costa guardó el móvil. Tenía que darse prisa si no quería perder el avión.