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Mientras Costa se acercaba a la propiedad de Arminé Schönbach, vio ya desde lejos a El Surfista, que lo esperaba delante de su coche. El mastín corría de aquí para allá tras los barrotes de la gran verja. Ladraba, gruñía y enseñaba los dientes.
Llamaron a la puerta y poco después oyeron una vara golpeando una campana de metal. El perro, al que parecían haber entrenado para obedecer esa señal, dio media vuelta y desapareció. Al cabo de nada se abrió la verja. Los hombres entraron y a unos cien metros vieron a Vicente, el conserje, que los estaba esperando.
Le explicaron que tenían que examinar otra vez la zona de la piscina porque El Surfista había olvidado hacer un croquis. El conserje asintió y los condujo hasta el vestíbulo de la alta fuente de surtidor. Por entre los chapoteos se oía música de piano. Costa reconoció una sonata de Beethoven que había oído muchas veces en casa de su madre. De repente tuvo que resistirse a la sensación de que era Arminé quien tocaba, sentada al piano de cola con su vestido blanco de seda.
– Es el señor de la casa -susurró El Surfista-. Tendremos problemas.
Costa le pidió al conserje que se quedara con ellos por si tenían alguna pregunta que hacerle. El hombre asintió y abrió la puerta del salón. La música de piano se interrumpió.
Cuando Costa entró en la sala, Schönbach estaba de pie delante del piano y echó a andar hacia él. El capitán se sintió decepcionado. El otro miércoles, en el Elephante, no había podido verlo bien, pero ahora que lo tenía ante sí, no encajaba con la descripción que había hecho Arminé de él como un chimpancé ni con el retrato que presentaba el artículo de Karin. Costa había imaginado a un hombre fuerte y musculado, y vio a alguien que más bien le recordaba a un orangután: piernas estevadas, un trasero considerable, tronco robusto y hombros recios. El simio llevaba un elegante traje de Brioni azul oscuro con un pañuelo en el bolsillo, y en la muñeca derecha un caro reloj de platino. Sus ojos azul acero brillaban como si llevara toda la vida esperando a Costa.
– El capitán Costa, supongo -dijo con voz serena.
«Ya lo sabe -pensó Costa-. Este hombre no disimula.» El apretón de manos de Schönbach fue cálido y firme.
– Supongo que querrá convencerse usted mismo de que su joven compañero no ha cometido ningún error.
Schönbach expuso los hechos de una forma muy amigable y confiada. En el fondo, todas las personas querían lo mismo, pero las reglas por las que se regían eran condenadamente diferentes. «¿Con qué reglas y a qué nivel juega mi oponente?», se preguntó Costa. ¿Al nivel de una sonata de Beethoven? ¿O al de un simple vals para el populacho?
– ¿Podría acompañarnos el conserje otra vez fuera, donde fue encontrada su esposa?
– Desde luego. Si tiene alguna pregunta que hacerme, estoy a su entera disposición.
La cristalera que daba a la piscina estaba abierta, y ellos salieron tranquilamente mientras Schönbach se quedaba atrás, observándolos.
Costa recordó la risa de Arminé y cómo lo había llevado unos días antes hasta el puente transparente y ligeramente oscilante que colgaba bajo los arcos de Serra. ¿De verdad se había echado una soga al cuello y había saltado a las profundidades desde allí? ¿Sabiendo que quedaría colgando en la cascada de agua, con los ojos dirigidos hacia esa roca que para ella poseía un poder tan maravilloso?
Costa sintió un movimiento tras de sí y oyó la sonora voz de Schönbach:
– ¿Es que cree que su compañero no sabe que los ahorcamientos nunca deben archivarse prematuramente como suicidios?
El Surfista quiso defenderse y vociferó:
– Soy especialista en rastros. Mi trabajo es distinguir un accidente o un suicidio de un crimen.
Schönbach, sonriente, estuvo de acuerdo con él.
– ¿Y quién iba a hacer algo así? El perro no deja entrar a nadie. Siempre está en el perímetro.
Costa se volvió hacia el conserje y preguntó si a la hora en cuestión había alguien allí.
El hombre dudó. Parecía inquieto y temeroso. Tal vez era por la autoridad de su jefe. Sin embargo, puesto que Costa no dejaba de mirarlo a los ojos, dijo que la señora Schönbach tenía una cita con la masajista Martina Kluge el jueves por la mañana, a las 11.30, pero que él no sabía si la joven había estado allí, porque había tenido el día libre y lo había pasado, igual que la noche siguiente, en casa de su hermano Balbino, en Vista Mar. Su hermano le había pedido ayuda para pintar unas paredes y se les había hecho tarde. Además, el doctor Schönbach le había dicho que no lo necesitaba hasta la mañana siguiente.
– ¿Hubo algo que le llamara la atención antes de irse, o al volver? -El conserje sacudió la cabeza-. ¿Estaba la señora Schönbach últimamente más triste de lo normal? ¿Tomaba medicamentos?
El conserje lo pensó un momento, pero volvió a decir que no. Lo había encontrado todo normal. Como siempre. ¿Y… medicamentos? No, que él supiera. Vicente miró a su mujer, que también sacudió la cabeza.
– No, nada -dijo el conserje-. La señora incluso se tomó el desayuno que le había preparado mi mujer a instancias del doctor Schönbach. Aunque ella por las mañanas nunca comía nada. Por eso Floralisa le preparó algo ligero: una ensalada de zanahorias y apio con crema de aguacate y brotes de soja.
– ¿Había recibido alguna visita o alguna llamada en los últimos días? -siguió preguntando Costa.
El conserje se esforzó en recordar.
– Sí, vino alguien que había llamado varias veces y que quería ver a la señora Schönbach como fuera. Un hombre que se llamaba Dominique-Jacques. También se hacía llamar DJ, pero la señora no quiso hablar con él.
Costa le preguntó a Schönbach si podía explicarse el suicidio de su mujer. El cirujano reflexionó un momento. Su esposa, en su juventud, había vivido una experiencia traumática y desde entonces sufría fuertes depresiones endógenas.
– Ya había intentado suicidarse en otras ocasiones.
Costa se disculpó con Schönbach, lo dejó allí de pie y le pidió a El Surfista que se lo describiera todo en detalle una vez más. Recorrieron la piscina, cuyas teselas azules guarnecían el estanque hasta más arriba del borde. A la derecha, en la terraza, había un par de tumbonas Lambert con cojines azul claro. Un gato de angora dio un gran salto y desapareció por una escalera de piedra natural que bajaba al jardín que quedaba unos ocho metros más abajo. El Surfista avanzó hasta el centro del puente de plexiglás y le enseñó a Costa cómo había encontrado a Arminé Schönbach. La soga estaba atada a la barandilla del puente, pasaba por encima del arco de Serra y volvía a recogerse para formar el lazo. El nudo era sencillo, como el que podría haber hecho cualquiera. La mujer se había echado la soga al cuello y había saltado por la barandilla para encontrar la muerte. Había quedado colgando a unos cuatro metros por debajo del arco y a un metro por debajo de la cascada. Costa pensó en las huellas dactilares que debía de haber dejado y le preguntó al conserje si habían limpiado la barandilla desde entonces. El hombre dijo que no con la cabeza.
Costa era incapaz de imaginar que Arminé, tal como la había conocido y como la recordaba, se hubiese quitado la vida. Sabía que los homicidios encubiertos como ahorcamientos se dividían fundamentalmente en dos grupos. En el primer caso, se le echaba la soga al cuello a la víctima, que después era lanzada al vacío de alguna forma. Esas víctimas eran ahorcadas vivas. En el segundo caso, la víctima ya estaba muerta al caer. Eso significaba que había que cambiar la ubicación del cadáver para arrastrarlo hasta el lugar del ahorcamiento, de modo que se dejaban marcas en el suelo y en la ropa, en especial rozaduras en los zapatos o en la piel. Si la víctima no había sido sedada, se encontraban también muestras exteriores de violencia.
El Surfista había examinado el cadáver detenidamente, pero no había constatado nada por el estilo. Costa le pidió que le describiera cuándo y cómo habían bajado el cuerpo de allí arriba.
– Entre las doce y la una. Más bien hacia la una. Cuando la sacamos de la piscina, le tomé la temperatura. Diecisiete grados. Exactamente igual que la del agua -dijo El Surfista.
Vicente añadió que Arminé Schönbach siempre quería que estuviera bien fría.
– Sea como fuere, el jueves a las veintidós horas ya colgaba en la corriente de agua -siguió explicando El Surfista-. La hora de la muerte no puede precisarse con exactitud más allá de eso.
En caso de que Arminé Schönbach hubiera sido asesinada, su asesino debía de haberlo planificado todo bien. ¿Por qué, si no, habría de dejarla colgando en el agua? Costa se sorprendió otra vez pensando en el doctor Schönbach. Sólo ese médico de gran inteligencia habría sido capaz de tales consideraciones. Un criminal normal no se detendría a calcular algo así.
El Surfista había desatado la cuerda de la barandilla del puente y había dejado que el cadáver se deslizara poco a poco hacia la piscina inferior. La cuerda tenía unos diez metros de largo. La habían sacado del agua entre el conserje y él. Le había aflojado el lazo y se lo había quitado de la cabeza. Después había visto que sólo llevaba puesto un zapato: una zapatilla de deporte blanca y sin cordones. La otra seguramente la habría perdido al caer, la recogió del agua y después la metió en la bolsa con el cadáver.
Costa se enfadó al saber cómo le había quitado la soga. Lo correcto habría sido cortarla y atar ambos extremos a otra cuerda. Así se habría podido extraer la lazada por la cabeza y más adelante habría sido posible reproducir la situación inicial. Costa no dijo nada, pero le preguntó a El Surfista qué había hecho con la cuerda. El conserje explicó que él se la había llevado a su cocina y que se la había dado al doctor Schönbach, que quiso verla el viernes por la noche, después de llegar.
Costa se volvió hacia Schönbach, que los observaba desde la puerta de la terraza.
– ¿Dónde ha guardado usted la cuerda? -le preguntó, gritando.
– ¡La tiré! ¡A la basura! -exclamó Schönbach en respuesta.
No había querido conservar esa cosa horrible en la casa.
Costa le preguntó a Vicente si podía enseñarle la basura, pero el hombre la había vaciado el sábado por la tarde, antes de ir al supermercado.
Hacer buscar esa cuerda habría supuesto un despliegue gigantesco y, por el momento, Costa no tenía ningún indicio concreto de que las cosas fueran más allá de que lo que parecía. Sin embargo, ¿por qué había intentado Arminé encontrarlo con tanta urgencia?
Le rogó al conserje que sacara una escalera de mano al puente para poder examinar el lugar en que el metal de los arcos había rozado con la cuerda. Sin embargo, no encontró nada que le llamara la atención; todo hablaba a favor de un suicidio con ahorcamiento. La instalación entera se tambaleaba y Costa tuvo que estirar los brazos en el aire varias veces para mantener el equilibrio. Al mirar en derredor, tuvo la sensación de que Schönbach se reía de él.
– No se constataron hemostasis en las conjuntivas ni hinchazón o cianosis en el rostro -dijo El Surfista desde el pie de la escalera-. Las manchas de livor se habían extendido de forma reticulada desde el cuello -prosiguió con languidez.
«Por lo visto el muy idiota se ha tomado la molestia de estudiárselo», masculló Costa para sí.
– ¿Cuándo se quitó la vida? -preguntó.
El Surfista no entendió la pregunta. Para él estaba claro que, a causa de la adaptación a la temperatura del agua, eso no se podía determinar.
Costa se volvió hacia el conserje.
– ¿A qué hora se marcharon su esposa y usted de la casa el jueves?
– La verdad es que queríamos irnos a las nueve, pero a mí se me había olvidado retocar la pintura levantada de debajo del puente, así que no nos marchamos hasta las diez.
Costa asintió y le pidió que le enseñara dónde había realizado esa tarea de mantenimiento.
Junto a la escalera, el borde del mosaico azul de la piscina quedaba interrumpido por una pieza extraíble de madera para que el puente de plexiglás pudiera desmontarse con facilidad. El conserje había repintado precisamente esa madera. Costa se arrodilló y examinó la mano de pintura azul. En ella se veían con toda claridad acanaladuras y estriaciones. Alguien había arrastrado algo por allí encima. La pieza de madera del otro lado del puente también estaba recién pintada, pero seguía intacta. Costa se levantó y miró en derredor. ¿Cómo se las habían arreglado para dejar inconsciente a Arminé Schönbach y arrastrarla hasta el puente sin dejarle marcas? La mirada del capitán recayó en las tumbonas de mimbre con cojines azul claro. Las fue levantando una a una y les dio la vuelta. En el cojín de una de ellas se veían varias manchas de pintura azul. Costa lo examinó con más detenimiento. La tela había sido arrastrada sobre la madera recién pintada con bastante peso encima, porque la pintura estaba muy impregnada en el tejido.
Costa le hizo una señal a El Surfista para que se acercara.
– Esto nos lo llevamos -dijo-. Y también quiero que hagas venir a Elena Navarro y que lo examinéis todo a fondo en busca de rastros. Ahora mismo El Obispo debe de estar demasiado borracho.
– ¿Rastros?
Estaba claro que a El Surfista no le gustaba nada esa orden.
– Quiero que busquéis huellas dactilares en la barandilla del puente y que las comparéis con las de la víctima. ¿Dónde está esa carta de despedida?
El Surfista dijo que había hecho una fotocopia.
– Quiero verla hoy mismo. Estaré localizable en el móvil. Ahora me voy al hospital a echarle un vistazo al cadáver. -Costa se disponía a marcharse ya, pero aún se volvió una vez más y añadió-: Cuando llegaste el viernes a las once, ¿estaba también el perro ahí fuera?
El Surfista se lo confirmó.
– Me gustaría que encontraras a ese tal Dominique-Jacques que llamó varias veces antes de la muerte de la señora Schönbach.
El Surfista asintió y dijo que con toda probabilidad se trataba de un disc-jockey del Privilege, el mismo que había pinchado en la fiesta de fin de temporada del sábado, hacía una semana.
Costa le preguntó a Schönbach cómo podía ponerse en contacto con él en caso de que tuviera alguna pregunta más. El cirujano manifestó su desconcierto al ver que de pronto se iniciaban unas investigaciones tan minuciosas. Costa repuso que había indicios de que alguien había entrado en la villa por la fuerza y que tenían que comprobarlo. Schönbach consideraba que algo así quedaba completamente descartado. Nadie podía haber pasado con el perro suelto. Costa le explicó que no era difícil dejar inconsciente a un animal. El médico adujo que tampoco había encontrado nada roto y que no faltaba ningún objeto de valor.
– Mi mujer, de hecho, posee un collar muy caro y de gran belleza, pero no creo que haya desaparecido. Está siempre guardado en la caja fuerte.
Costa le pidió que le enseñara la gran caja fuerte que se ocultaba tras una puerta de espejo. Nada más verla, comprendió que estaba intacta.
– ¿Hay algo más en lo que pueda ayudarle? -preguntó Schönbach con simpatía.
«La amabilidad en persona-pensó Costa-. O no tiene conciencia, o la tiene bien limpia.»
– No, gracias, con eso basta. Pero si tengo alguna otra pregunta…
Schönbach le dio su tarjeta.
– Lo mejor será que me localice en mi consulta. Ahora, si me disculpa… Pueden quedarse aquí todo el tiempo que deseen y seguir investigando, pero yo tengo una cita en la Hacienda.
Schönbach se despidió y le pidió al conserje que les ofreciera a los agentes algo de beber. De pronto sacó a toda prisa un pañuelo de papel, tomó aire y estornudó.
– Alergia al polen -dijo con una sonrisa, y al marcharse tiró el pañuelo a la chimenea abierta.
A Costa le llamó la atención la forma en que inclinaba el torso hacia delante y volvía los hombros al andar. Al ver sus piernas estevadas, supo por qué. «Le iría mejor apoyándose en las manos para caminar», pensó, riendo con malicia.
El conserje iba a preguntarles qué querían tomar, pero Costa lo atajó con un gesto y le pidió que le enseñara dónde había encontrado la carta de despedida. Vicente se acercó al piano negro de cola, bajó la tapa que Schönbach había levantado y señaló con el dedo al centro de la superficie negra.
– ¿Estaba la carta bien colocada?
– No, estaba simplemente ahí tirada.
– ¿Estaba escrita en un DIN-A4?
– Estaba metida en un sobre, era como el doble de grande que el sobre.
– ¿Qué decía en el sobre?
– Nada, nada de nada. Mi mujer no quería que tocáramos la carta, pero yo la abrí.
– ¿Qué decía?
– Que el doctor Schönbach la había decepcionado porque no la amaba, que se sentía traicionada y que así no podía seguir viviendo. -Al conserje le costaba bastante expresar todo eso-. Y que estaba muy triste.
– ¿Mencionaba directamente al doctor Schönbach?
– No.
– ¿Recuerda las palabras exactas?
– No, ya no.
– ¿Y después volvió a meter la carta en el sobre y la guardó?
– La carta sí que la guardé, pero el sobre lo tiré ahí, en la papelera que hay junto al secreter. Como no decía nada…
Costa sacó el sobre de la papelera y lo contempló. La lengüeta estaba pegada, de modo que Arminé debía de haberla humedecido con la lengua. Si alguien la hubiera obligado a escribir esa carta de despedida, seguramente habría sido el asesino quien hubiera lamido y cerrado el sobre. La investigación había llegado a un punto en que Costa no podía descartar esa posibilidad. Si quería obtener resultados deprisa, tenía que conseguir que le hicieran un test de ADN lo antes posible.
Le explicó al conserje la situación, le pidió cinco sobres y algo de papel, en el que su mujer y él tendrían que escupir un poco. Entretanto, recogió de la chimenea el pañuelo que había utilizado Schönbach. Después lo metió todo en los sobres, los etiquetó y se los dio a El Surfista con el encargo de que al día siguiente los enviara a Barcelona con el primer avión.
Los otros dos sobres se los guardó. Después salió de la casa y le pidió a Vicente que le explicara todas las medidas de seguridad.
Lo primero que le enseñó el conserje fue la caseta del perro. Entre los gañidos y los gruñidos de la fiera, Vicente le masculló que, por orden del doctor Schönbach, el perro siempre corría suelto en el perímetro de la casa. Señaló una campanilla eléctrica y le explicó que el animal volvía a la caseta al oír una señal determinada. La jaula estaba construida como una esclusa, ambos lados podían abrirse apretando un botón.
– ¡Cuidado! -exclamó el hombre cuando Costa se acercó mucho a uno de los botones rojos-. Ése abre la puerta en la que estamos ahora.
– Cuando regresó usted el viernes, ¿estaba el perro fuera, en el perímetro?
– Sí, el perro estaba suelto. Pero yo tengo un mando a distancia con el que puedo abrir la primera compuerta y hacer sonar la campana a la vez.
– ¿Quién más tiene un mando a distancia de ésos?
– Mi mujer y yo tenemos uno cada uno, en la casa hay cuatro, y la masajista Martina Kluge tenía otro.
– ¿Ella, por qué?
– La señora la llamaba siempre que le molestaba la espalda, y en esas ocasiones no quería tener que levantarse a encerrar al perro en la caseta. Pero la señorita Kluge me lo devolvió.
Costa le preguntó al conserje cuándo y dónde había ocurrido eso. El hombre se esforzó por recordar.
– El jueves a las tres, en Vista Mar. Yo estaba fuera, pintando, cuando ella pasó por allí. Quería que le cambiara las pilas.
Cuando llegaron a la verja interior, la mirada de Costa recayó de pronto en un guante roto que había junto al muro. Era un guante ¡de motociclista de cuero rojo, y estaba medio mordido por el perro. Costa lo recogió con un pañuelo y lo examinó más de cerca. Tenía dos iniciales: DJ. A lo mejor ese DJ había trepado por la verja exterior mientras el perro se encontraba en el otro extremo de la propiedad. Quizás había conseguido llegar con el tiempo justo para trepar la verja interior y, al hacerlo, había perdido un guante. Costa buscó más rastros o jirones de tejido, pero no encontró nada.
– ¿No ha dicho usted que un tal DJ había llamado un par de veces en los últimos días? -le comentó al conserje.
– Sí, pero la señora Schönbach, como ya le he dicho, no quería hablar con él.
Costa se llevó el guante a la casa para dárselo a El Surfista y que lo examinara en busca de rastros.
– Tenemos que localizar de inmediato a ese DJ. Hay bastantes indicios de que algo no encaja. Inténtalo primero en Privilege y, si descubres algo, házmelo saber enseguida.
Costa subió a su coche y se fue hacia el hospital de Ibiza. A todo eso, ya habían pasado más de dos horas. Seguro que Karin se estaría impacientando, pero él tenía que ver el cadáver cuanto antes.
En la recepción del hospital, Costa preguntó por el número de registro de la entrada «Arminé Schönbach, suicidio». La recepcionista comprobó de reojo su identificación de la Guardia Civil y hojeó el gran libro en el que se apuntaban las entradas. Fue recorriendo las hojas de arriba abajo con el índice, despacio, hasta encontrar lo que buscaba. El número de registro: Sótano S-I, n.° KI SU 51001.02, lo cual quería decir que había sido la segunda entrada de un cadáver en la cámara frigorífica de aquel día. El capitán bajó al primer sótano en el gran ascensor de aluminio.
Atravesó el largo pasillo iluminado por una mortecina luz de fluorescente y llamó a la puerta de las cámaras frigoríficas. Le abrió un celador y Costa entró en la sala, que resultaba agradablemente fresca en comparación con el calor estival de fuera. Le dio el número al empleado y lo siguió hasta uno de los grandes nichos de acero, que se apilaban unos sobre otros a lado y lado de la habitación rectangular, como las cajas de seguridad de un banco. El celador tiró de uno de los nichos con gestos rutinarios para abrirlo y le hizo una señal invitándolo a acercarse a la cubierta de plástico que contenía el cadáver.
Costa quería retirar la funda, pero algo le impedía ver a aquella mujer bella e inaccesiblemente orgullosa sin su consentimiento. Abrió la cremallera por los pies y le levantó un poco la pierna izquierda. La piel estaba arrugada a causa del agua. Vio claramente las excoriaciones que tenía en los tobillos, pero no localizó ninguna mancha de pintura azul. El agua debía de haberlas limpiado. Alzó el otro pie, calzado con una zapatilla de deporte que aún seguía mojada, se arrodilló y examinó el tacón. La pintura azul había calado en la goma y el tejido. Costa comprobó entonces la otra zapatilla, la que El Surfista había metido en la bolsa del cadáver. En ésa no se veía ninguna rozadura de arrastre ni manchas de pintura, de modo que debía de habérsele caído a Arminé antes de que la arrastraran por encima del tablón pintado. Alguien la había lanzado al agua después. «Estos son los gajes del asesinato -pensó Costa- que le suponen problemas hasta al asesino más depravado.»
Se enderezó. Ya no había duda alguna: ¡Arminé Schönbach había sido asesinada dos días después de su visita! Debía de haber sucedido durante la ausencia de la pareja de conserjes, entre la mañana del jueves y la del viernes. Vicente había dicho que el perro estaba suelto. Pero al perro, desde luego, pudieron sedarlo, aunque eso requería una forma de proceder casi médica. Unos ladrones corrientes habrían utilizado veneno y habrían matado al animal. Sin embargo, también había alguien que quería hablar con Arminé como fuera, ese DJ que supuestamente también entró en la casa y que, al hacerlo, perdió allí su guante. ¿Había asesinado él a Arminé y vuelto a salir por donde había entrado? Pero, sobre todo, ¿cómo la había matado?
Costa abrió entonces toda la funda. El cuerpo de la señora Schönbach estaba abotargado a causa del agua y tenía la piel marchita y arrugada, como la de los pies. Contempló las marcas de ahorcamiento del cuello. A primer golpe de vista, la presión de la cuerda parecía una cadena azul negruzco. Desde lejos habría podido confundirse con un tatuaje como el que llevaban algunas chicas en las discotecas. No había más marcas, marcas de estrangulamiento, lo cual llevaba a concluir que el asesino había procedido metódicamente y ciñéndose a un plan. A lo mejor tenía experiencia. A lo mejor no era su primer crimen. ¿Había obligado a Arminé a escribir antes la carta de despedida? En tal caso, seguro que también la habría obligado a escribir un destinatario en el sobre. «Para mi marido», o algo por el estilo. Sin embargo, a lo mejor por alguna razón le había resultado mucho más importante no dejar el sobre abierto. En ese caso debía de haberla metido él mismo dentro del sobre y lo habría cerrado. El análisis de las muestras de saliva y la comparación con el ADN del pelo de Arminé le proporcionarían alguna respuesta.
Costa se sacó del bolsillo uno de los sobres que le había dado el conserje y le arrancó un par de cabellos al cadáver. Al hacerlo, la cabeza se balanceó un poco y Costa se sintió incómodo.
Ya había visto suficiente, lo demás lo descubriría Torres en la autopsia.
Antes de marcharse llamó al médico forense. Lo encontró en su casa, en el jardín, donde leía sentado bajo una gran acacia. Torres, sin embargo, no pensaba empezar la autopsia de Arminé Schönbach sin una orden judicial.
– Llama al juez o al fiscal -le dijo-. Si acceden verbalmente, a mí me va bien. Me pondré manos a la obra y le dedicaré la tarde del domingo.
Costa dijo que llamaría enseguida. Tuvo suerte y consiguió hablar con el fiscal Franco Segundo, que estaba jugando al dominó. Franco, no obstante, rechazó tomar ninguna medida urgente en el caso Schönbach.
– Ese caso está frío -dijo-. Vuelva a llamarme mañana y ya veremos lo que tiene.
Costa quiso protestar, pero el fiscal puso fin a la conversación con el comentario nada amistoso de que no se pusiera a interpretar el papel del investigador empedernido.
Cuando iba a llamar al juez para probar suerte con él, sonó el aria de Mozart. Era Elena. Había vuelto a hablar con Floralisa, el ama de llaves, y se había enterado de que Schönbach ya había planeado hasta el último detalle del entierro. Tendría lugar dentro de dos días, el martes a las once de la mañana, y el cirujano había solicitado incluso autorización para incinerarla. Hacía un tiempo que sólo se podían realizar incineraciones en Mallorca porque los crematorios de Ibiza estaban fuera de servicio. En realidad, el entierro habría tenido que celebrarse el lunes, pero la funeraria necesitaba un día más para poner de nuevo en marcha las instalaciones. El ama de llaves ya había enviado por fax las invitaciones el sábado y le había dicho que asistirían bastantes personalidades, entre ellas también los Matares.
Costa le dio las gracias. Tiró su chaqueta encima del coche y apoyó el torso en el vehículo. El techo estaba caliente a causa del sol del mediodía, pero a él no le importó. Tenía un problema enorme y sabía lo exiguas que eran sus probabilidades. Seguramente también su comandante asistiría al entierro, y el jefe de la Policía Nacional, y quizás incluso el comisario principal de Palma, los jefes de la familia Tur, el decano de la universidad y El Cubano. En las bodas y en los bautizos se daban cita todos los poderosos. Así proclamaban y reafirmaban su solidaridad unos para con otros. ¿Podría un simple capitán robarles el asado de la mesa cuando habían hecho reparar el horno especialmente para la ocasión y ya lo estaban calentando?
Necesitaba la autopsia antes de que incineraran a Arminé Schönbach, y para eso le hacía falta el consentimiento del juez. Pere Bernat Montanyà Salleras era un pariente lejano. Descendía de una rama de la familia cuyas raíces se remontaban hasta el pirata Pere Bernat, que en el siglo XV había sido muy agasajado por Pere IV. Otro de sus antepasados había sido el capitán Bernardo Salieras, que participó en la legendaria batalla contra la superioridad militar del corsario inglés El Papa, conmemorada por un monumento en el puerto. El juez estaba orgulloso de que por sus venas corriera la sangre de esa familia poderosa y respetada. Estaba claro que Costa tenía que intentar ganárselo por ese lado si quería que le concediera su autorización para que en la mesa de trabajo del médico forense se realizara la autopsia de un cadáver tan importante.
Localizó a Montanyà y le dijo que acababa de hacer una apuesta en la gran fiesta de la matanza de su familia y que por eso necesitaba hablar urgentemente con él. Pere Bernat Montanyà se echó a reír y dijo que bueno, pero que tenía que ser enseguida.
Durante el trayecto hasta la casa del juez, Elena lo llamó una vez más.
– Hemos encontrado la huella de una mano derecha en la verja exterior de la villa. El guante con las iniciales DJ también es de la mano derecha. Se trata del DJ de Privilege. Los compañeros han ido al club y han pedido un vaso que él hubiera tocado. El Surfista se lo ha llevado al laboratorio para comparar las huellas.
Costa le dio las gracias y le pidió que lo acompañara después a ver a Martina Kluge.
Encontró al juez, de setenta y dos años, sentado en su porche frente a una botella de vino tinto. Montanyà fumaba tabaco pota de Ibiza, el más tóxico que Costa había olido jamás. A pesar de la prisa que tenía, se obligó a calmarse y aceptar la copa de vino que le ofrecía el juez. Lo paladeó con placer, contempló un rato la puesta de sol que brillaba en amarillos y naranjas por entre las ramas de los pinos, se dio un buen masaje en el cuero cabelludo y dijo que había apostado a que hoy en día ya nadie se atrevería a hacer nada en contra de la influencia de los extranjeros poderosos y los turistas, ni siquiera aunque éstos se burlasen de la justicia.
– Cuando uno piensa en los antiguos marinos de los que descendemos en parte, cuesta creer lo que nos dejamos hacer hoy en día -dijo Costa mientras observaba a dos gorriones que se habían posado en el borde de la fuente y bebían por turnos.
– En aquellos tiempos, los nuestros eran algo más que marinos -explicó el juez-. Todos ellos sabían cargar un cañón, manejar un arma y mantener limpia el hacha de abordaje. En aquel entonces no bastaba con ser inteligente y controlar la situación. Se requerían también un brazo nervudo y un corazón temerario. Sólo así podíamos sobrevivir y atemorizar a la ralea de los piratas, que convertían a voluntad todo el Mediterráneo en un mar inseguro.
Bebió un trago de su vino y volvió a llenarse la copa.
– Hoy, sin embargo, un simple agente no puede hacer nada cuando los piratas modernos de nuestra isla nos atacan con su dinero y asesinan a una mujer a sangre fría -repuso Costa mientras movía su vino en círculos mirando con melancolía al fondo de la copa.
– ¿A qué mujer? -preguntó el viejo Montanyà.
Siempre había adorado a las mujeres.
– A una mujer de gran belleza, llena de temperamento e inteligencia -repuso Costa, y vio cómo los gorriones echaban a volar y se quedaban revoloteando un momento por encima del agua.
– ¿Quién es esa mujer?
– Se llamaba Arminé Schönbach y era la mujer del conocido cirujano plástico que ha librado a Eugenia Matares, si no de su fealdad, sí al menos de la nariz de gancho que tenía. Han vuelto a poner en marcha el incinerador especialmente para poder deshacerse del cadáver el martes mismo por la mañana y, con ello, conseguir que desaparezcan todas las pruebas.
– Pero yo he oído decir, muchacho, que ella misma se ha quitado la vida. Tu propio departamento lo ha corroborado. Vuestro comandante ha presentado el informe y me ha pasado a mí una copia. -De su voz había desaparecido todo rastro de recogimiento. Miró a Costa con sus nobles ojos alerta-. ¿Y bien?
– Puede que yo no sea un buen padre de familia -empezó a decir Costa, pues ésa era la crítica que Montanyà le hacía siempre-, pero sí soy buen investigador y sé diferenciar un asesinato de un suicidio. A esa mujer la arrastraron hasta el lugar en el que fue encontrada. He hallado marcas de arrastre en unos tablones recién pintados de la piscina y rozaduras en sus tobillos. De eso deduzco que sólo hubo un asesino. La arrastró hasta el puente y una vez allí la lanzó a la cascada con la soga al cuello. Una autopsia aclararía el asunto.
Montanyà frunció el ceño.
– ¿Eso haría?
Costa asintió.
– Si quiere pregúntele a Torres. Él le corroborará que científicamente puede probarse sin lugar a dudas si la víctima fue colgada viva o muerta.
Montanyà dio un par de caladas a su cigarrillo para que no se le apagara.
– Bueno, y ¿cuál es el problema?
– Ya conoce a El Cubano. Está invitado al entierro y no quiere ir en balde.
Montanyà miró a lo lejos.
– Joan Costa Mari. El muy zorro. -Sacudió la cabeza pensativamente-. Tu padre, El Alemán, no se parece en nada a su hermano. ¿Y tú?
Era evidente que Costa tampoco era como El Cubano, pero eso ahora no le interesaba. Aventuró la siguiente jugada:
– El Cubano le quitó a usted su gran amor de juventud.
Montanyà sacudió la cabeza pensativamente.
– Eso fue hace tiempo, muchacho. Me casé y tuve cinco hijos maravillosos. Lo malo es que El Cubano utiliza esta isla en lugar de amarla. Igual que los Matares. -El viejo se levantó y se estiró-. No podemos inclinarnos ante todo y ante todos.
Costa se levantó también y le ofreció su mano al anciano.
– Entonces, ¿autoriza la autopsia?
Montanyà se lo quedó mirando unos instantes, después asintió y sonrió.
– Pero, antes de que te vayas, te enseñaré mi última adquisición. -Parecía que hablara de una nueva amante.
– Enseguida -dijo Costa, y se disculpó un momento para llamar a Torres.
Le dijo que habían conseguido la autorización para la autopsia y le preguntó cuándo podría tener los resultados. Torres quería empezar sin más dilación, pero antes tenía que encontrar a algún compañero que trasladara el cadáver del hospital a Medicina Forense. Le pidió al capitán que estuviera presente durante la autopsia. Costa siguió entonces al juez, que recorría despacio su jardín.
Era un experto amante de las orquídeas y no permitía que en su terreno creciera ninguna de las plantas que habían llegado a la isla en el año 1958, con la construcción del aeropuerto.
– Yo no participo de este mundo en el que hasta las plantas pueden volar -masculló el viejo y, mientras caminaba, señaló a una flor de pétalos rosa-. Mi Barlia robertiana, la orquídea gigante.
El espécimen recordó a Costa a las orquídeas del apartamento de Ingrid Scholl.
– Y… -Montanyà se inclinó y colocó la mano con cuidado bajo unas flores para presentárselas a Costa-, ésta es Ofride azzurra, el espejo de Venus.
Costa contempló el pétalo verde negruzco con una barba de vello rojo negruzco también. Le recordó a un avispón.
– Y aquí tenemos a la Gennaria diphylla. Un fósil viviente. Florece desde hace quince millones de años.
En plena naturaleza, Costa sin duda habría pasado por alto esa planta con sus diminutas flores verde amarillento. Pero tal vez precisamente a causa de esa modestia había sobrevivido tanto tiempo. Pensó en esa belleza exterior que tanto anhelaban las personas. En la naturaleza era precisamente lo bello lo que más se exponía y, por tanto, lo que mayor peligro corría.