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El Surfista esperaba a la entrada de Privilege. Costa detuvo el coche, lo hizo subir y recorrieron juntos el gigantesco terreno en el que durante la temporada aparcaban miles de coches y motos.
– Ya tengo el resultado. Las huellas dactilares de la verja son del DJ de Privilege.
– ¿Qué clase de tipo es? -preguntó Costa.
– Un tío guapo. Como DJ es la leche, pero está zumbado. Participa en luchas en jaula.
– ¿Y eso qué es?
– Lucha libre en jaulas. Un espectáculo de pelea en el que todo está permitido.
Costa pensó enseguida que entonces a lo mejor también se atrevía con perros agresivos.
– Pues vamos a ver qué cara tiene.
El capitán se dirigió hacia la entrada; por primera vez iba a ver ese famoso club.
El Surfista lo guió por el interior de aquella inmensa construcción de cristal y acero que parecía un ovni gigantesco. Sus pasos resonaban en el suelo de acero mientras recorrían la gran sala vacía hasta la barra.
– Allí detrás. El del medio -le susurró.
Costa vio a un joven musculoso y entrenado. Estaba muy moreno y llevaba una cresta en el pelo. Cuando el DJ se volvió, vio sus ojos gris oscuro. Una mirada despierta, calculadora. Le ofreció la mano con una sonrisa agradable.
– Me han dicho que quieres saber algo sobre Arminé -dijo; luego se besó la uña del pulgar y se santiguó.
Costa asintió. De manera que El Surfista ya lo había preparado. Correspondió a la sonrisa y dijo que cualquier información le sería útil. El DJ les preguntó qué querían beber y les aconsejó un Roederer seco. Costa no quería nada, pero El Surfista se quedó tan indeciso que la copa ya estaba servida antes de que pudiera decir que no. Sacaron la botella, el corcho saltó, la copa se llenó de espuma y el barman le echó al DJ, además, un cubito de hielo. Este brindó a la salud de Costa, dio un pequeño sorbo y miró un momento al frente, meditabundo… Una chica vestida con una falda de látex indecentemente corta, medias de rejilla amplia y botas altas recorrió la sala con indiferencia, como un fantasma. El eco de sus tacones metálicos resonó por encima de ellos e interrumpió unos instantes la conversación. Se subió a un escenario, a una señal suya empezó a sonar música por el equipo y la chica se puso a cantar. A Costa le molestó.
– Está haciendo pruebas -dijo el DJ-. De sonido. Después voy a grabarla. -Costa asintió y el DJ continuó con voz quejumbrosa-: Arminé. Arminé. -Alzó los ojos y miró al capitán con seriedad-. Una de las mujeres más bellas y una de las mejores bailarinas. ¡Una mujer llena de deseo y de anhelo! Una mujer superinteligente, con auténtico feeling para la música. Aquí la mayoría se dejan los oídos fuera y menean el culo. Pero ella se transformaba en un acorde, ¡en una cascada de sonidos! ¡Yeah, baby, toda ella se convertía en melodía y ritmo! -Miró a Costa con un rostro deslumbrante-. Siempre que venía me fijaba en ella.
– ¿Venía muy a menudo?
– Como cada dos semanas. Entre la una y las dos, cuando yo empiezo a trabajar. Ya me lo conozco, es lo de siempre.
– ¿A qué se refiere?
– A que el DJ es la estrella de la noche.
Costa quería regresar con Karin. Tenía que dar por concluido cuanto antes ese interrogatorio.
– ¿Los disc-jockeys tienen contrato fijo o les dan trabajo sólo de noche en noche?
El joven miró a Costa como si quisiera pegarle un puñetazo, pero después se volvió hacia la cantante y dijo:
– Ésa es Cindy Ann. -Enseñó sus dientes inmaculadamente blancos, se enjuagó la boca con el cava y le tendió la copa al barman, que volvió a llenársela-. El público espera al DJ con impaciencia -dijo-. La noche de closing, el highlight absoluto de la temporada, veinte mil personas pasan por estas salas. ¡El Privilege es la discoteca más grande del mundo! Incluso aparecemos en El libro Guinness de los récords: atascos de hasta cinco kilómetros e interminables colas de personas ante las entradas. ¡Yeah, tío! La gente empieza a hacer cola a las nueve para poder entrar a medianoche. -Se echó a reír-, A las dos, recorro con mi Harley toda esa cola de coches de kilómetros de largo. Y entonces, llego y ¡empieza la fiesta! Es la hostia, es increíble, tío. ¡Podrías pasarte trescientos años bailando valses vieneses en un salón de Flensburg y no llegarías a la luna como aquí! -Rió de nuevo, y el barman también-. Ibiza es el Sodoma y Gomorra de los tiempos modernos. Durante dos meses al año, todo el mundo viene aquí a follar. Ésa es la verdad. Y el DJ es su encantador de serpientes. La gente quiere de mí que los lleve al éxtasis con mi música, que los haga llegar al orgasmo, a la aniquilación total. Quieren más, siempre más, no tienen voluntad propia, para ellos es como una droga. Pero también saben que, poco antes de que se vengan abajo, iré otra vez a su rescate. En ese momento se siente poder, tío. Un poder absoluto. -Y le dio un golpe a Costa en el pecho.
El Surfista asintió como dándole la razón.
– ¿Cómo conoció a Arminé? -preguntó Costa para hacerlo volver a la realidad.
– Ahora iba a explicarlo -dijo-, ¿o prefieres explicarlo tú?
– No, no -masculló Costa, y lanzó una mirada de reojo a Cindy Ann.
– Pues eso. Lo primero que hago es controlar la sala desde mi sitio, registro quién ha venido y con quién. Todo. Eso lo hago por el rabillo del ojo, ¿me pillas? No miro directamente. Y, una noche, allí estaba ella. Yo sé quién baila bien y quién se deja llevar por los demás. Para ésos es para quienes pongo la música, a ésos los ilumino. Enseguida vi que Arminé era una bailarina fantástica. Los babosos se pirran por esas mujeres, y la pista se llena de golpe. Las chicas se ponen celosas, porque todas creen que ellas son la reina de la noche. Eso da emoción, da electricidad.
– ¿Habló con Arminé por el altavoz?
Por las veces que había ido a bailar de joven, Costa sabía que eso se hacía. Siempre había envidiado a los músicos por ello. Se acercaban al micrófono y se ponían a hablarles a las chicas guapas.
– No le hice ningún caso -siguió explicando el DJ-. Las mujeres no quieren a un hombre servil. Una mujer tan bella y tan fuerte como Arminé desprecia a todo el que le muestra su sebosa adoración. Una mujer como Arminé lo que quiere es al animal que el hombre lleva dentro. Y no es simplemente una forma de hablar. Ahí hay una realidad muy profunda. Los hombres débiles estáis muy bien, pero vais todos por mal camino. Lo que todavía no habéis pillado es que las mujeres deciden a qué hombre permiten que las elija. -Soltó una carcajada-. Pero sólo eligen al hombre que no deja que decidan por él. Ése es el juego. Como una corrida de toros, ¿entiendes?
– ¿De manera que no tuvo usted ningún contacto con ella?
– Al contrario. Desde el principio estuve por ella. Y ella por mí.
Ese hombre hablaba sin ton ni son, como un energúmeno. Pero ¿de qué quería distraer la atención?
– ¡Quieren algo tangible, tío! Pero lo importante no es llegar a su cuerpo, sino a su mente. Ella quería que fuera tras ella, y yo le seguí el juego. Creía que ya me tenía, pero en eso se equivocó. La rechacé.
Costa no entendía nada.
– ¿Cómo hizo eso?
– Le dije que sería yo el que decidiera el momento. Sabía que eso la pondría caliente, ¿entiendes? La dejé ahí plantada, fría como el hielo, pero sabía que había ganado y que sería mía.
Mientras hablaba, el DJ iba bailando de aquí para allá con los movimientos de un boxeador. Estaba claro que tenía experiencia en la lucha. Costa sabía que podía ser peligroso presionarlo demasiado.
– De acuerdo. Entonces, ¿cómo sucedió?
– Ella me dio su tarjeta de visita y me invitó a su casa. Quería…
– ¿Qué quería?
– A un tío de verdad.
– ¿Cuándo fue eso?
– En la closing party, el sábado de la semana pasada. Puse Purple Rain y ella bailó. Cuando entró en calor, le dio al body su tarjeta de visita con el mensaje de que me esperaba allí. Él me la trajo al púlpito.
El DJ señaló a la cabina que había en el centro de la sala. Estaba unida a las pistas por pasarelas de plexiglás y equipada con una mesa de mezclas y torres de reproductores de CD.
– ¿Se acercó ella también después?
– No, se marchó. Se fue de esa forma en que se van las mujeres cuando están listas.
– ¿Listas para qué?
– Para el sexo.
– ¿Y cuándo tuvo relaciones sexuales con ella?
– No las tuve.
Aquel asunto tenía pinta de acabar como una de esas típicas historias: la mujer se permite flirtear un poco, el tío lo entiende como una invitación, ella lo rechaza, él la viola y luego la mata. Lo primero que tenía que conseguir Costa era que el DJ admitiera haber estado en la villa. De pronto, sin previo aviso, sacó el guante y lo sostuvo en alto.
– ¿Esto es suyo?
El DJ le echó un vistazo.
– Claro. Me lo arrancó ese perro de mierda.
– ¿Cuándo fue eso?
El chico dudó un momento y Costa arremetió contra él:
– Yo puedo decírselo. La noche de la discoteca no podía marcharse porque tenía que trabajar, pero durante la semana siguiente llamó usted varias veces a Arminé Schönbach. Le dieron el mensaje de que no se encontraba en casa, pero usted no pensaba dejarse disuadir. A fin de cuentas, ella todavía le debía la respuesta a una importante pregunta, ¿cierto?
El DJ no respondió enseguida, así que Costa le gritó:
– ¿Cierto? -Se miraron a los ojos con frialdad. En voz baja y forzada, Costa siguió presionando-: De manera que el jueves se acercó usted hasta allí, saltó las dos verjas, consiguió entrar en la casa y ¡le hizo esa pregunta tan fundamental!
El DJ seguía mirándolo fijamente. Sus ojos entornados se convirtieron en dos ranuras. El capitán pensó que a lo mejor estaba delante de un loco. Cambió sin pensarlo la posición de sus pies.
– Bueno, ¿y? -preguntó el DJ, arrastrando la última letra. Costa notó que El Surfista se movía de aquí para allá, nervioso-. ¿Qué pregunta es ésa en la que estás pensando? -inquirió el DJ en voz peligrosamente baja.
Costa intentó sorprenderlo con su sonrisa a lo Terence Hill, la que había practicado tantas veces de joven ante el espejo, y dijo:
– Cómo quería hacerlo. -Rió-: Sólo que… ¡ella no quería hacerlo! Y entonces la mató.
El caso estaba cerrado. Costa esperó con ansia la respuesta.
– El jueves a mediodía estuve allí, a eso de las doce y media, es verdad. Y también es verdad que quise saltar la verja porque ella no me abría. Pero entonces apareció esa bestia de perro de pelea que se abalanzó sobre mí y me arrancó el guante. Volví a saltar fuera y me largué.
– ¿Por qué quiso saltar la verja en primer lugar, si había un perro tan peligroso?
– Al principio no estaba. Lo soltó ella.
– ¿Y dónde estaba?
– En su caseta. De pronto se oyó cómo se abrían las rejas y vino disparado.
No era nuevo para Costa que a alguien se le ocurriera la idea de reubicar en el tiempo un hecho que sí había tenido lugar para poder ofrecer una descripción detallada y verosímil.
– Está bien -dijo-, eso me lo aclara todo. No va usted detrás de las mujeres, no les hace ningún caso, sólo se mete en las casetas de perros agresivos para estar más cerca de su enamorada.
– Con ninguna de esas dos cosas tengo problemas. -El DJ le dirigió a Costa una mirada desafiante-. Pero tú debes de ser justamente lo contrario. Te cagas en los pantalones delante de un perro violento y escondes la cola ante tu enamorada. ¿Me equivoco?
Costa no se dejó provocar.
– O sea que se largó. Pero después regresó. ¿No es cierto?
– No. No es cierto. Me fui a la playa, a Cala d'Hort, y lo primero que hice fue darme un baño. ¡Estaba hasta arriba, ¿vale?! Y tampoco volví después de eso. Preferí llamarla por teléfono para preguntarle por qué me había invitado y luego no había querido abrirme. No me van esos jueguecitos. Si una mujer no sabe lo que quiere, por mí ya se puede ir a la mierda.
Costa puso la directa:
– ¿Dónde estuvo usted el jueves cuatro de octubre a las diez de la noche? Si no puede responderme, me lo llevo detenido en este mismo momento.
El DJ se lo quedó mirando un momento.
– Tío, qué mal estás. -Volvió a coger aire y luego, susurrando, dijo-: A esa hora precisamente tenía una pelea en jaula, en los contenedores. Aquí está el número del organizador. -Se sacó una tarjeta de visita del bolsillo y se la dio a Costa, que se la pasó a El Surfista.
– Hemos encontrado rastros en la casa y tenemos que hacer un test de ADN. Para eso necesitamos un par de cabellos. Si está dispuesto a entregarlos libremente, no tendremos que…
El DJ se arrancó un pelo del pecho y se lo dio a El Surfista con una sonrisa sarcástica, como dándole a entender que él era un blandengue lampiño.
El Surfista guardó el vello en su cuaderno de notas y dijo con sequedad:
– Con eso no basta.
El DJ se arrancó un par de pelos de la cabeza y se los metió a El Surfista en el sobre.
– Que te den -le dijo.
– ¿Conoce al doctor Schönbach, el marido de Arminé? -preguntó Costa.
El DJ dijo que no, y Costa le hizo una señal a El Surfista para comunicarle que ya habían terminado.
Cuando llegaron al coche, le dio la zapatilla de deporte con las manchas de pintura azul y los sobres con las muestras de cabellos de Arminé y Martina Kluge. Tenía que enviarlas a Barcelona en el primer avión junto con las demás pruebas que había recogido en el lugar de los hechos.
Costa volvió a hacer hincapié en lo importante que era, ya que quien hubiera humedecido el sobre de la carta de despedida tenía que ser el asesino.
Pensó un momento en volver a la fiesta de El Cubano, pero decidió que mejor se iba ya a la cama.