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Capítulo 26

El suelo era de mármol de Verona, las paredes estaban pintadas de blanco y los techos esmaltados. En la recepción había varías auxiliares médicas de buena presencia. Todas estaban informadas de que Costa iba a llegar y conocían su nombre. Una de ellas lo condujo hasta la secretaria de Schönbach, que lo saludó con amabilidad y le ofreció un café. Costa le dio las gracias y ella consultó su reloj. Eran las once en punto, así que abrió la puerta del despacho del cirujano.

Schönbach se levantó, lo saludó con circunspección pero con amabilidad y le ofreció asiento.

La sala era muy luminosa y grande, de las paredes colgaban cuadros, seguramente arte moderno del caro. Costa no tuvo tiempo para detenerse a contemplar nada, ya que Schönbach le preguntó de inmediato en qué podía ayudarle.

El capitán le informó del arresto de Martina Kluge y le explicó las circunstancias que habían llevado a él. Schönbach lo escuchó sin decir palabra y, cuando Costa hubo terminado, asintió, pero siguió sin decir nada. Finalmente, fue Costa quien rompió el silencio.

– Estoy muy desconcertado -dijo-, sobre todo porque no entiendo a esa joven. La imagen que tenía de ella no se corresponde con lo que ha hecho.

Schönbach seguía mirándolo en silencio. Ausente, jugaba con una pluma Montblanc de oro entre sus dedos velludos; se había manchado la uña del pulgar izquierdo.

– ¿Tantos motivos diferentes hay para el crimen más viejo de la humanidad? ¿Por qué lo hizo Caín?

Costa no sabía qué quería decir. Además, en ese momento no lograba recordar por qué Caín había matado a Abel. ¿Había sido por una mujer? ¿Porque quería ocupar su lugar? No tenía la menor idea de qué podía responder a eso. Por el contrario, se sentía hasta cierto punto amodorrado.

– Tiene usted razón -dijo.

De nuevo se quedaron un momento callados y Costa pensó que aquella noche habían estado los cuatro en el restaurante de San Rafael: Karin con él, y Schönbach con esa joven tan agradable que acababa de matar a una de sus pacientes.

– No tiene ningún motivo -dijo Costa-. Eso es lo que lo hace tan extraño.

– Se equivoca. Tenía un motivo muy sencillo.

Costa miró a Schönbach. Intentaba febrilmente repasarlo todo de arriba abajo otra vez. ¿Qué podría habérsele pasado por alto? ¿Por qué conseguía siempre ese hombre tan inteligente hacer que se sintiera como un idiota?

– ¿Cuál podría ser? -preguntó.

– Por teléfono le dije que quería comentar con mi abogado si estaba obligado a darle el nombre del beneficiario final de mis donaciones, y él me ha confirmado que no hay ningún impedimento. Es más, me ha aconsejado que colaborase abiertamente con los agentes de la ley.

– ¿Y bien? -Costa no comprendía a qué se refería.

– La beneficiaria es Martina Kluge.

Costa se quedó sin habla. Era incapaz de hacerse a la idea. ¿Por qué precisamente ella, una trabajadora más bien insignificante del centro de belleza?

– ¿Por qué la escogió a ella?

Schönbach explicó que siempre pedía a sus pacientes que no le hicieran ningún regalo y que no lo nombraran heredero. Una donación en vida siempre podía rechazarla, pero en el caso de las herencias, la testadora había fallecido ya. Aunque repudiara la herencia, seguía siendo presa fácil para la prensa. Por eso, después de muchas consideraciones, se había dejado convencer por su abogado para estipular ante notario que el dinero fuese a parar a una buena causa. En Martina Kluge le había parecido encontrar a la persona adecuada. Había estudiado su biografía con detenimiento. La joven había dedicado toda su vida al servicio de los desamparados, los ancianos y las personas solas, y le había hablado con gran entusiasmo de un proyecto que quería hacer realidad algún día: un pueblo autosuficiente para niños de todo el mundo, una auténtica pequeña ciudad de niños, con sus propios talleres de producción, tiendas y escuelas. A Schönbach la idea no sólo le había gustado, sino que le había entusiasmado.

– Por eso ahora estoy tan profundamente afectado por lo sucedido -dijo, y añadió que enseguida le había buscado un abogado a Martina Kluge y le había pedido que pagara la fianza, pero que la decepción había sido enorme.

Schönbach preguntó entonces qué sucedería con ella. Costa le dijo que la llevarían al psiquiátrico para evaluar su estado mental. El cirujano lo miró unos instantes con una frialdad terrible. Costa se extrañó y, en un primer momento, pensó que lo había ofendido de alguna manera, pero la verdad es que no podía haber sido por su comentario. Schönbach, sin embargo, recobró enseguida la calma y le sonrió.

– ¿Acaso existe algún indicio de que esté desequilibrada?

Costa hizo un gesto para quitarle importancia y dijo que él no era quién para juzgar algo así. Después Schönbach quiso saber qué significaba eso del psiquiátrico en España.

– La recluirán en una institución de Barcelona donde la tendrán en observación durante varias semanas y la examinarán en busca de cualquier posible síntoma -explicó Costa.

Schönbach volvió a adoptar de pronto esa expresión gélida, pero enseguida se obligó a sonreír y quiso saber si el capitán tenía alguna otra pregunta.

– Sí, tengo una pregunta más. Todavía no entiendo todo eso de las herencias, ¿cómo puede una paciente dejarle toda su fortuna a su médico? Cuando no existen circunstancias especiales, quiero decir…

– Yo creo que están en su derecho. Sin embargo, en los casos que lo ocupan a usted sí había circunstancias especiales. La señora Brendel se sentía enormemente agradecida conmigo porque había logrado recomponer a su hijo después de que quedara destrozado en un accidente con un camión. -Schönbach se levantó y abrió un armario-. Quiero enseñarle un par de fotografías para que pueda hacerse una idea.

Dejó tres fotos sobre la mesa: una de poco antes del accidente, una de antes de la operación y otra de después de la intervención y la posterior terapia. Costa quedó sobrecogido. ¡Lo que estaba viendo era increíble! La fotografía del centro mostraba un rostro completamente desfigurado. Cosas así sólo las había visto en el depósito de cadáveres. El capitán comprendió cuál era el arte que dominaba ese hombre.

– Eso puedo entenderlo -dijo Costa-, pero con la señora Scholl y la señora Haitinger las circunstancias eran otras.

– Tiene razón. Cada caso es diferente. La señora Scholl padecía una tensión superficial patológica, como yo lo llamo. Todos los miedos que en una persona normal se traducen en una u otra cosa, la señora Scholl los llevaba escritos en su exterior. Sobre todo en el rostro. Llevaba el alma en la piel, no dentro del corazón. Ella rechazaba ese exterior. «No puedo mirarme», decía. Después de dos operaciones, volvió a gustarse y por fin sintió alegría al verse en el espejo. Podría decirse que la liberé de su ceguera. Para ella fue como nacer de nuevo. En esos casos, la gente siente mucha gratitud y quieren darlo y regalarlo todo.

Costa estaba fascinado. Nunca había visto las cosas desde esa perspectiva. Esos pensamientos le habían sido ajenos hasta entonces.

– ¿Y la señora Haitinger? -preguntó con curiosidad.

– La señora Haitinger fue un caso muy complicado. Se definía a sí misma únicamente a través de su marido.

Costa le preguntó qué quería decir con eso.

– No sabía cómo debía ser, lo que tenía que hacer o dejar de hacer si su marido no se lo decía. Solamente existía a través de las concepciones de él.

Schönbach miró a Costa pensativamente, como si reflexionara si un agente podría llegar a entender algo así.

Costa recordó las declaraciones de Franziska Haitinger.

– ¿Vino él aquí con ella y determinó qué tenía que operarse?

– Sí. Por eso, antes de la intervención, mantuve varias conversaciones con ella en las que intenté descubrir cómo le gustaría verse a sí misma.

– ¿Cómo lo consiguió?

La Franziska Haitinger que había conocido Costa era una mujer muy bella pero esquiva, que no desvelaba fácilmente nada de sí misma.

– Fue muy difícil. Muchas veces gritaba de miedo.

– ¿Cómo es eso?

– Era como si sobre ella se cerniera la gran prohibición de comportarse con naturalidad. Un gran «Prohibido Franziska», tal como yo le decía. No podía ser ella misma. Estas cosas provienen de la infancia. Es la forma más sutil de anulación de un niño por parte de los padres. El niño no puede ser lo que es, tiene que ser de otra manera o no existir en absoluto.

– ¿Y pudo ayudarla?

– Cuando todo hubo cicatrizado y volví a verla en Vista Mar, parecía haber vuelto a nacer. Quería desprenderse de todo lo que tuviera relación con su anterior vida y su marido. Entre otras cosas, también de su fortuna.

– ¿Cómo llegó hasta usted?

– Los pacientes más sensatos se informan a través la Sociedad Alemana de Cirugía Plástica y Reparadora. Allí reciben un asesoramiento adecuado. Es cierto que hoy en día hay mucho listillo en este negocio, médicos que en su vida han tenido un escalpelo en la mano y que se ponen a cortar con una motivación económica sin disponer de las instalaciones necesarias. También existen empresas privadas de estética montadas por varios médicos únicamente como máquinas de ganar dinero. ¿Qué asesoramiento va a recibir un paciente en esos sitios?

– ¿Conoce a alguno de esos «listillos», como dice usted, de primera mano?

– No. Yo soy cirujano plástico. He recibido una formación muy especializada y siempre me he dedicado en exclusiva a mis pacientes y a la medicina.

Sin embargo, Franziska Haitinger había acudido a Schönbach por recomendación del doctor Teckler. Costa había querido preguntarle por ello y él había eludido la respuesta con habilidad. Naturalmente que Schönbach conocía a esa clase de médicos; el ejemplo que le había puesto se correspondía con su experiencia en Medico Ästhetik. ¿Por qué no quería Schönbach, que estaba muy por encima de esos «listillos», mencionar la clínica de Offenbach? ¿Qué sabía Teckler que él no supiera ya? Costa hizo un último intento.

– ¿Hay alguna ciudad en Alemania en la que no quisiera trabajar?

Schönbach sonrió.

– Sí, Aquisgrán y Colonia. Prefiero Múnich, aquí me siento muy a gusto.

Schönbach estaba a todas luces incómodo. Se frotó las manos abiertas contra los pantalones, se levantó de pronto y dijo que lo estaban esperando en quirófano y que, por desgracia, tenían que despedirse.

Cuando el capitán cruzó la antesala, la secretaria le dijo que el doctor Schönbach había aplazado dos operaciones por él. Costa le dio las gracias.

Mientras esperaba el ascensor, repasó la conversación que acababa de tener. La historia de Franziska Haitinger lo había dejado muy impresionado. Sabía, por las declaraciones de los demás testigos, pero también por ella misma, lo fuerte que había sido el poder de su marido sobre ella. ¡Y Schönbach la había hecho cambiar en un par de conversaciones, aunque acababa de conocerla! ¿Qué poder ejercía ese hombre sobre los demás? ¿Quizás incluso sobre Teckler, que le enviaba pacientes sin ganar nada con ello?

En Maximilianstraße, Costa dirigió su mirada hacia el Franziskaner. Su antojo de salchicha blanca de Baviera con mostaza dulce y rosquillas saladas regresó.

Ahora ya tenía el motivo que había empujado a la sospechosa y podía comunicárselo a Rabal. Sacó el móvil de su bolsillo y buscó el número del fiscal, pero de repente no se sintió del todo bien. ¿Sería el hambre, o había algo más? Se detuvo un momento, indeciso. Había algo en la conducta de Schönbach que lo inquietaba. ¿Sería esa mirada o esa expresión que había puesto? Costa volvió a repasarlo todo mentalmente. Schönbach había descrito a Martina como a una buena persona, pero después la había destapado como beneficiaria de sus donaciones y, por tanto, la había traicionado con frialdad. Si había entregado sus donaciones a una mujer que había resultado ser una asesina múltiple, ¿acaso no sería lo más normal que ahora se arrepintiera y revocase esa medida? Porque ¿qué diría la prensa, que a todas luces era tan importante para él, de que la asesina acabara recibiendo el dinero de sus víctimas a través del cirujano? Puede que lo mejor fuera hacerle una visita al notario para comprender mejor los pormenores legales. Consultó su reloj; si tenía suerte, aún encontraría a alguien en la notaría.

Antes de entrar, Costa oyó que le sonaba el móvil. Era Torres, que le comunicó cuál había sido el resultado de la comparación de la saliva con la sangre de Martina Kluge: ella había humedecido el sobre de la carta de despedida. El capitán le dio las gracias, entró por la puerta de cristal a aquella antigua portería renovada y subió al tercer piso en ascensor.

La secretaria de recepción le dijo que el doctor Hemmelrath estaba certificando en esos momentos un contrato de compraventa y que seguramente ya no tendría tiempo de recibirle esa mañana. Costa insistió en que lo intentara de todas formas. Ella le pidió que tomara asiento. Todavía no se había sentado cuando apareció un señor mayor de pelo entrecano, vestido con un traje de raya diplomática azul marino, y le pidió que lo siguiera a su despacho. Le explicó que aún tenía una certificación por hacer, pero que Schönbach lo había informado el día anterior de que a lo mejor se ponía en contacto con él alguien de la policía española.

Señaló al sillón que había frente a su escritorio y se sentó.

– Quería usted saber quién es el beneficiario de las donaciones del doctor Schönbach, ¿estoy en lo cierto?

Costa asintió.

– Acabo de ver al doctor Schönbach y me ha dicho que la beneficiaría es una tal Martina Kluge.

El notario se quedó un tanto sorprendido.

– Sí, sí… Así es.

Miró a Costa fijamente, esperando la siguiente pregunta. El capitán adoptó una expresión seria.

– El problema es otro. Toda esa fortuna heredada, incluida la parte que deja la señora Schönbach, asciende a una suma milionaria de dos dígitos. La beneficiaría se encuentra en la cárcel y bajo grave sospecha de haber asesinado a las testadoras. La pregunta es, por tanto, si finalmente seguirá siendo ella quien reciba esas donaciones. Sería un poco inmoral, ¿no le parece? Uno mata a alguien, ¿y después hereda su fortuna?

– Sí, sí, desde luego. Una donación así sería impugnable, sin lugar a dudas. Igual que en casos de ingratitud flagrante.

Costa se hizo el ingenuo.

– Tal vez habría que informar al doctor Schönbach al respecto. ¿No perjudicaría a su fama el hecho de entregarle a una asesina una fortuna que asciende a millones?

El abogado consultó su reloj y se levantó.

– Eso ya lo he hecho, el doctor Schönbach está informado de todo. Hemos debatido largo y tendido sobre las diversas posibilidades, no sólo durante la redacción del documento de donación, sino que ayer volvimos a hablar de impugnarla. El doctor Schönbach desea esperar a la condena en firme de la señorita Kluge. Es lo correcto. Hasta ahora, no es más que una inculpada. -Le ofreció a Costa la mano con una sonrisa-. A lo mejor ha sido alguna otra persona.

– Nunca se sabe -dijo Costa, y le dio las gracias.

Cuando volvió a salir a la calle, respiró hondo. Después de la condena de Martina, Schönbach impugnaría la donación y se embolsaría todas aquellas herencias. Pero aunque estaba convencido de que la joven había cometido los asesinatos, ¿era posible que no hubiese sido más que una marioneta en el plan maestro del cirujano plástico? Todavía no sabía lo suficiente sobre Schönbach.

No comprendía, por ejemplo, por qué le había legado semejante fortuna precisamente a una mujer tan normal e insignificante como Martina Kluge. Seguro que Arminé podría haberle explicado algo al respecto, pero era una de las víctimas. ¿Quizá por eso mismo? La única que conocía verdaderamente a Schönbach era ella. «Y a lo mejor también el doctor Teckler», se le ocurrió pensar entonces.

Lo llamó y, cuando le dijo dónde estaba, Teckler gritó al teléfono:

– ¡Las salchichas blancas son fabulosas! ¡Tráigame alguna!

Costa se echó a reír.

– No he venido a Baviera a comer salchichas blancas. Me gustaría que me explicara algo más acerca de Schönbach.

– Todo lo que usted quiera -exclamó Teckler-. Lo conozco mejor que ningún otro. Ni siquiera su mujer sabe nada sobre él, pero yo lo tengo calado. -Rió con esa risa suya que más bien parecían balidos-. ¡Porque me gusta arriesgar tanto como a él! ¡Soy igual de ambicioso, igual de voraz! -añadió.

Costa renunció a las salchichas blancas, cogió un taxi en Vier Jahreszeiten y pidió que lo llevara a la estación.

Desde el tren, Costa vio pasar por la ventana pequeñas ciudades y pueblos bávaros. Le alegraba ver los colores otoñales de las praderas y los campos. ¡Qué tierra más hermosa era Alemania! La naturaleza domesticada, los colores y las formas delicadamente combinados.

Sus pensamientos lo llevaron de vuelta a Schönbach. Le preguntaría a Teckler si creía posible que la mano del cirujano se escondiera tras una serie de delitos. Si tal era el caso, tendría ante sí a un criminal que lo calculaba todo al detalle y que contaba con cualquier eventualidad. Un criminal que no pondría en marcha su obra hasta no estar convencido de la perfección de su plan. Y puede que ese plan se remontara a muchos años atrás e incluyera desde el principio a Arminé.

¿Quizá por eso lo escuchó la señora Schönbach con tanto interés cuando le habló de los testamentos?