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Capítulo 27

Cuando Costa llegó, Teckler estaba esperándolo ante la puerta con el abrigo y el sombrero puestos.

– ¡Nos vamos al Grüner Jäger! -graznó-. No puedo volver a coger una borrachera. Tengo que pasear un poco. No lo hago todo lo que debería desde que murió mi perro. -Se dirigió a la verja del jardín, donde lo aguardaba Costa-. Allí podemos comer algo y tomar una cerveza.

No le ofreció a Costa la mano, sino que lo asió directamente del brazo.

– Bueno, ¿qué es lo que quiere saber esta vez? -Costa iba a decir algo sobre Schönbach, pero el hombre prosiguió-, ¿cómo es la mujer de Schönbach?

La mención de Arminé emocionó a Costa de una forma extraña. Era evidente que Teckler no sabía que había muerto y que él estaba buscando a su asesino.

– ¿La conoce?

– ¡Por supuesto que la conozco! ¡Estuve incluso en el enlace! ¡Una boda persa en una granja bávara! Como el comienzo de un cuento de hadas. Un hombre al que Dios ha bendecido con todos los dones y, además, ¡le da a la mujer más hermosa que existe sobre la faz de la Tierra!

– Entonces, ¿la conocía bien?

– ¡Ay, Dios mío! -exclamó el hombre con su voz de falsete-. Si uno pudiera irse con ella a la cama, saldría la luna llena y en el jardín se abrirían todas las flores. Las cigarras empezarían a cantar y las ranas croarían con una A mayúscula de Amor. ¡Ella es el aroma y el sonido de todas las cosas! ¡Una sinfonía de la naturaleza! -Hizo una mueca y se rascó la cabeza-. Por desgracia, yo no fui invitado a esa sinfonía, sólo a su boda -dijo con picardía, gesticuló un poco con el brazo que tenía libre y casi se tropezó con el borde de la acera cuando quisieron cruzar la calle.

Por suerte, Costa lo tenía bien agarrado. Disfrutó mucho de ese tranquilo paseo hasta el restaurante, y ya veía ante sí una cerveza fría recién tirada y una escalopa a la vienesa con patatas salteadas. Teckler estaba bastante animado y rebosaba de alegría por haber encontrado a alguien a quien poder explicarle historias del pasado. Aunque a lo mejor era simplemente que no se había tomado su betabloqueante, como hacía la señora Brendel, para disfrutar del gusanillo de la hipertensión. ¿No se habría tomado incluso algún estimulante? «Ninguna ocurrencia parece absurda, tratándose de estos médicos para quienes nada es sagrado», pensó Costa.

– ¿También ella estaba operada?

– No. Es verdad que Schönbach es obsesivo, pero no tonto -dijo Teckler, y le explicó que el cirujano, por entonces aún relativamente joven, había trabajado con tal tenacidad que Horstmeier y él, a su lado, parecían unos haraganes-. Por supuesto, lo que aprendió en Medico Ästhetik en aquella época aún le compensa a día de hoy. Ha llegado a convertirse en un hombre inmensamente rico, pero no será de esos cirujanos que dejan el bisturí para disfrutar de una agradable tercera edad. Al contrario: la vejez y la enfermedad parecen enardecer su pasión por utilizar la cirugía para transformar a las personas.

– ¿Por qué dice eso?

Teckler se detuvo un momento, miró hacia las copas de los árboles e inspiró hondo.

– Hay que llenar los pulmones -anunció, y le dio un golpecito a Costa- ¡Adelante!

Siguieron camino y Costa volvió a preguntarle por qué había dicho aquello.

– ¿El qué?

– Acaba de decir algo sobre la creciente pasión de Schönbach por embellecer a la gente.

– ¡Ah, sí, sí! Me encontré con él hace poco en un congreso, en Frankfurt. Era uno de los ponentes principales. Y ¿sabe? -Se detuvo de nuevo y miró a Costa-. Me levanté y le pregunté: «¿Qué tipo de artista es usted en realidad?».

– ¿Y él contestó?

– ¡Desde luego! ¡Qué se ha creído usted! Por lo visto ninguno de los caballeros allí presentes lo entendió. En cualquier caso, él divide su biografía médica en diferentes «períodos». -Sonrió con mucha malicia-. Por ejemplo, el joven Schönbach «de líneas aerodinámicas»; después, el Schönbach «diferenciado y sensualmente cultivado» de los años noventa; y ahora, el Schönbach «clásico de orientación griega».

Costa no sabía si Teckler hablaba en serio.

– ¿Está enfermo? -preguntó.

– ¡No, no, de ninguna manera! A usted le suena raro, claro, pero Schönbach es sin lugar a dudas el cirujano plástico europeo más brillante de la era tecnológica. Ya de joven, estaba completamente obsesionado por la tecnología. Siempre se compraba coches muy rápidos, y yates, incluso se sacó la licencia de piloto. Por eso es lógico que también en el campo de la medicina busque siempre las técnicas de operación más novedosas.

– ¿Podría ponerme un ejemplo, a mí, como lego en la materia?

– Por ejemplo, lo que hizo con aquella japonesa. Fue cuando aún trabajaba aquí, en Medico Ästhetik. La mujer estaba tan agradecida que lo convirtió en heredero de su fortuna. ¡Imagínese!

Costa se despertó de golpe. De repente tuvo la visión de un delito a escala mundial. ¿Sería Schönbach una especie de líder de una secta?

– ¿Qué le pasaba a esa japonesa?

– Una de las especialidades de Schönbach es la remodelación de los huesos de la cara. ¡Es muy complicado! Otros dedican años a aprender a hacerlo y a veces no llegan a conseguirlo. Pero él puede convertir un rostro alargado en uno redondo o uno redondo en uno alargado como si nada. Esa mujer, por ejemplo, tenía un rostro demasiado alargado para los estándares japoneses, y sufría por ello. Tenía otras tres hermanas y, al compararse con sus caras redondas como tortitas, no podía evitar sentirse fea. Realizó un largo viaje desde Tokio hasta Offenbach sólo para que Schönbach la operara. ¡Y él le dejó una cara redonda y genuinamente japonesa! Para ello tuvo que modificar toda la mandíbula superior y también la inferior, y lo consiguió poniendo en práctica técnicas especiales. Cuando la mujer se vio en el espejo, una amplia sonrisa cubrió su perfecto rostro de luna llena. A todos nos pareció increíble. Desde entonces, venía siempre dos veces al año a Offenbach y siempre se operaba algo con él: una vez eran los pechos, otra la nariz… Siempre encontraba algo. Más adelante, Schönbach escribió un libro sobre operaciones de rostro que ella tradujo al japonés. Sin embargo, no debió de parecerle suficiente gratitud y terminó por nombrarlo heredero suyo.

– ¿Vive aún?

– No. Tenía no sé qué extraña enfermedad de la sangre contra la que los médicos de Tokio no pudieron hacer nada.

Costa quería saber más.

– Eso es asombroso y muy emocionante. A las personas normales no se les ocurriría ni soñar con algo así -dijo, sin tener que fingir su interés.

Teckler se echó a reír y comentó que también había otros que lo hacían, que eso no convertía a Schönbach en el Von Karajan de la cirugía estética.

– ¡A ese nivel todavía nos encontramos con los pies en el suelo! -exclamó con una sonrisa traviesa.

– ¿En qué está pensando?

– Los cirujanos plásticos tenemos el problema de que la mayoría de los que quieren operarse son gente mayor, para quienes una anestesia total puede conllevar peligro de muerte. Ya en aquella época, Schönbach se ocupó a fondo de ese problema. Esa limitación lo enojaba muchísimo, así que empezó a experimentar con técnicas anestésicas alternativas. La hipnosis se adecuaba a la perfección y le fascinaba sobremanera. Poco después empezó a operar en algunos casos sin ningún tipo de anestesia química.

Costa se sintió como electrizado, aunque en ese momento no sabía muy bien de dónde procedía ese nerviosismo. En cualquier caso, la sola idea de que alguien pudiera operar sin narcóticos le resultaba algo incómoda.

– Pero ¿cómo? ¿Cómo se hace… sin anestesia?

– Anestesia hipnótica.

– ¿Eso funciona?

– Al principio tampoco yo lo creí. Por eso precisamente tuvimos una fuerte discusión, pero yo no me dejé convencer. Quería verlo con mis propios ojos.

– ¿Y le enseñó, entonces, cómo operaba?

A Teckler se le iluminó la cara.

– ¡Ya lo creo! ¡Vaya si lo hizo!

Costa quería conocer todos los detalles, pero de pronto Teckler se encerró en sí mismo. No quería hablar más del tema. Sin embargo, el capitán no pensaba dejarlo correr y se puso incluso algo agresivo hasta que al final Teckler se justificó diciendo que se lo había prometido a Schönbach.

– ¿Por qué tuvo que prometerle algo así? ¿Qué era eso tan horrible que hacía para que nadie pueda saberlo?

– No es nada horrible, pero es que tiene una especie de fobia a la publicidad. Por eso tiene siempre esos perros de presa adiestrados vigilando su casa. No quiere periodistas. «Un médico decente no los necesita», dice siempre.

Costa le explicó que Schönbach había cambiado radicalmente y que ahora estaba tan rodeado de publicidad que incluso se veía protegido por ella.

Teckler no lo entendió.

– ¿Qué quiere decir eso de que lo protege? -quiso saber.

Costa reflexionó un momento si debía explicarle toda la historia. Al fin y al cabo, posiblemente la japonesa formase parte también de la serie de asesinatos.

Todo eso le pasó por la cabeza en un instante, pero aun así decidió ahorrarle al anciano el sobresalto y, en lugar de eso, le explicó que se trataba de un caso de homicidio por negligencia a causa de un tratamiento erróneo. Era sumamente importante descubrir de quién había sido el fallo decisivo, y por eso necesitaba comprender lo más exactamente posible la forma de trabajar de quienes habían participado en la operación.

– ¿Y Schönbach estaba operando? -preguntó Teckler.

– Él dirigía la operación -mintió Costa.

– Entonces no fue él -dijo Teckler-. A él nunca le pasa nada así.

– Si me explica lo sucedido en aquel entonces, sólo le estará ayudando -insistió Costa una vez más.

Franziska Haitinger bien merecía que recurriese a un embuste como ése. También ella había hecho testamento a favor de Schönbach y, si él era el asesino, ella podía ser la siguiente víctima. De nuevo sintió que esa mujer no le era indiferente.

Teckler asintió y, despacio, siguió explicando:

– La historia tuvo lugar en el otoño del ochenta y ocho, poco antes de que nos abandonara. Tuvimos esa pelea y al final acordamos que me haría una demostración del procedimiento. Yo me ofrecí como voluntario, pero él propuso enseñármelo primero con Horstmeier, puesto que el hipnotizado suele pensar que lo que ha hecho, lo ha hecho por propia voluntad. Eso me convenció. En nuestro experimento, Horstmeier haría de paciente al que Schönbach preparaba para la operación. Para ello le induciría un trance, aunque, claro está, después no habría ninguna intervención.

»Nos reunimos una tarde en el despacho de Schönbach. Él encendió una vela en la que Horstmeier debía fijar la mirada. Después le dijo que estaba cayendo en un sueño muy agradable y que rememoraría hermosos recuerdos de su infancia. No sentiría ningún dolor y no percibiría nada de lo que sucedía a su alrededor. Horstmeier entró verdaderamente en una especie de trance, y entonces Schönbach le dio la orden de que, al despertar, le sacara la lengua. Cuando salió de ese estado hipnótico, Horstmeier se quedó un rato sentado en silencio, algo insólito en él. Cuando le pregunté cómo se sentía, dijo que muy bien y que no estaba nada cansado. Entonces Schönbach le ofreció una taza de café. Horstmeier se sobresaltó y se quedó mirando al vacío con los ojos muy abiertos. Schönbach me hizo una señal y se apartó de Horstmeier. Cuando éste notó que Schönbach ya no lo veía, le sacó la lengua. Me hizo una señal de complicidad y sonrió. Naturalmente, pensé que se había enterado de todo y que estaba aprovechando la oportunidad para tomarle el pelo a su odiado Schönbach. Sin embargo, más tarde le pregunté por qué le había sacado la lengua y me di cuenta de que no recordaba nada de la sesión. Yo le expliqué entonces que la orden de sacar la lengua se la había dado Schönbach, pero él no me creyó y dijo que le había sacado la lengua porque era un capullo presuntuoso. -Teckler sonrió-. Interesante, ¿verdad?

– Suena un poco a espectáculo de feria -dijo Costa.

– Sí, eso pensé yo también al principio, pero la prueba definitiva estaba aún por llegar.

– ¿Y bien?

– Por aquel entonces yo estaba empezando a quedarme calvo y ya le había pedido una vez a Schönbach que me hiciera un trasplante capilar. Él se había negado a hacerlo, seguramente porque prefería que sus colegas fueran feos. Esa vez, sin embargo, como quería convencerme, le propuse que me hiciera una demostración de la hipnosis anestésica con el trasplante de cabello. Sabía que es un loco que hace lo que sea por conseguir su objetivo. De modo que accedió. Concertamos una cita y empezó a hipnotizarme. Eso duró aproximadamente una media hora. Noté que paulatinamente yo iba accediendo a sus peticiones. Me tumbé sobre la mesa de operaciones y él preparó la intervención. Recuerdo muy bien que me operó, pero no sentí ningún dolor. Todo me parecía como salido de una vieja película descolorida. Podría haberme inducido una narcosis total, pero a mí me pareció incluso más bonito así. -Teckler inclinó la cabeza-. ¿Ve, aquí? Aún tengo las cicatrices.

Costa no sabía qué pensar de todo aquello. A lo mejor no se trataba más que de una pequeña intervención cosmética.

– ¿En qué consiste esa operación? -quiso saber.

– Generalmente se le extrae al paciente el parche de piel que se va a injertar. Para ello, se arranca una franja de veinte centímetros de largo por cuatro centímetros de ancho del cuero cabelludo posterior, algo parecido a una gran lengüeta. El injerto se recoloca hacia delante, de manera que la lengüeta con raíces capilares cubra la zona de la calvicie. Se deja siempre un pedúnculo para que el injerto con cabello, que ahora está en lo alto de la cabeza, siga recibiendo riego sanguíneo. Schönbach, sin embargo, sabía cómo aplicar un injerto autónomo, es decir, que a mí me extrajo un parche de piel con vasos sanguíneos y raíces capilares, y me lo implantó en lo alto de la cabeza. Normalmente, eso lo hacen sólo los cirujanos vasculares. Son habilidades de cirugía traumática, en la cirugía cosmética nadie lo había hecho hasta entonces.

– ¿Ni siquiera los cirujanos de medicina traumática?

– No, no. Ellos no hacen operaciones de estética. Se trata de una operación de importancia, y siempre existe el riesgo de que el injerto fallezca.

– ¿Y con usted funcionó?

– De maravilla. Me cerró la franja de cuatro centímetros de ancho de la nuca desplazando hacia abajo todo el cuero cabelludo y cosiendo un borde de piel con otro. Debo decir que hizo un trabajo excepcional. Al tercer día ya me crecía el pelo.

– ¿Y no notó nada?

– Notaba todo lo que pasaba, pero, como ya le he dicho, sin participar de ello.

– Increíble -dijo Costa.

Entretanto ya habían llegado al restaurante. El jefe de camareros, al que Teckler saludó como Karl, se les acercó y los condujo a una mesa de madera que quedaba junto a la ventana. Teckler pidió una ensalada y un vino tinto, mientras que Costa, decepcionado, no encontró escalopa a la vienesa en la carta.

– ¿No tendrán por casualidad escalopa a la vienesa? -preguntó.

Teckler hizo un ampuloso gesto con el brazo y dijo:

– Tonterías. Karl, dile al cocinero que le prepare al joven una escalopa a la vienesa. Viene de muy lejos, ha venido especialmente desde España para comer una buena escalopa a la vienesa en vuestro restaurante.

El jefe de camareros se inclinó.

– Como desee, señor doctor. ¿Y usted, la ensalada y el vino tinto?

– Y patatas salteadas.

– ¿Vino tinto con patatas salteadas?

Teckler despidió al camarero con gestos exagerados, diciendo:

– Escalopa a la vienesa con patatas salteadas. ¡Y una cerveza! ¿Correcto?

Costa asintió.

– Karl es un buen chico. Fue testigo en mi segunda boda. La celebramos aquí, en el Grüner Jäger. Hace ya mucho tiempo. Bueno, cuénteme algo de usted.

Costa le explicó que su padre era español y su madre alemana, que los primeros nueve años de su vida los había pasado en el sur, pero que después sus padres se habían separado y su madre había vuelto con él a Alemania, donde al principio había tenido dificultades para encontrar trabajo. Por eso lo envió durante un año a un internado en Irlanda.

– Fue una época espantosa. Una época llena de melancolía -explicó Costa, y Teckler lo miró con sus grandes ojos bien operados.

– Vivir sin amor es algo terrible -dijo-. Aunque sólo sea el amor por la profesión de uno. Usted ama su profesión, lo noto. También mi profesión fue para mí algo maravilloso. Sin embargo, ahora me aburro. Ni siquiera salgo ya a pasear desde que murió mi perro, y estoy solo en esa casa tan grande que tengo.

Costa se sintió extrañamente afectado. A él le gustaría disponer de más tiempo, y ese hombre sufría porque tenía demasiado.

Tenía bastante hambre cuando llegó la escalopa. No era ni muy fina ni muy gruesa, deliciosa. Las patatas estaban salteadas con beicon y cebolla, y maravillosamente crujientes. El beicon español sabía diferente del alemán. A Costa el de España no le gustaba, lo encontraba demasiado aceitoso.

Teckler, sonriente, lo miraba comer. Costa le preguntó por qué sonreía.

– El que tiene tan buen apetito como usted sabe ser feliz. -Adoptó una expresión beatífica-. Por lo que a la comida concierne.

– ¿Y cómo se siente entre comidas? -preguntó Costa mientras masticaba su escalopa.

– Tiene problemas con las mujeres -dijo Teckler con una amplia sonrisa.

– Gracias -repuso Costa con ánimo un tanto agridulce, y pensó en Karin.

– ¡Pero puedo darle un consejo! -exclamó Teckler, riendo con cierto tonillo alegre.

– ¿Y cuál es?

– Búsquese a una mujer con cara de mula y llévela a ver a Schönbach. ¡Él la convertirá en una belleza y ella le estará a usted eternamente agradecida!

Costa se echó a reír.

– ¿Y cuánto me costaría eso?

– Entre diez y doce mil marcos. Aunque, si deja que escape de ese homicidio por negligencia por el que está usted aquí, a lo mejor se lo hace gratis. -Teckler volvió a sonreír-. ¿Qué clase de negligencia médica ha cometido, por cierto, para que la policía tenga que investigar?

Costa se limpió la boca con la servilleta, se inclinó un poco hacia atrás y puso cara de pecador cazado.

– No ha cometido ninguna negligencia. En realidad, su único fallo ha sido impresionar demasiado a la mujer que me ha mandado a paseo.

– Ya decía yo.

El camarero llegó con la cuenta y Teckler insistió en pagar.

De regreso a la casa, el anciano se entretuvo explicándole más cosas sobre el cirujano.

– No debería llamarse Schönbach, «bello riachuelo», sino Schöngeist, «bello intelecto». No sólo lee mucho, sino que también se interesa por la música y la pintura. A mí incluso quiso venderme la mamarrachada de que se había hecho cirujano plástico porque tenía la convicción de que la belleza salvaría el mundo. Yo siempre le decía: «No quiero llevarte la contraria, arcángel Gabriel, pero yo lo expresaría de otra forma. No es la belleza la que salvará el mundo, ¡sino el bello dinero! Eso, al menos, es lo que nos salvará a nosotros». -Se echó a reír y abrió la verja del jardín, en la que el capitán se despidió ya de él.

Cuando Costa se disponía a marchar de nuevo hacia la estación, vio que el extravagante caballero se había quedado en la verja y alzaba ambos brazos para despedirse de él como si fuese la última despedida del mundo.

De pronto, Costa lo comprendió. Las piezas de la imagen encajaban. El gran plan de Schönbach. Lo vio todo ante sí. Antes de las operaciones, había hipnotizado a las pacientes y les había sugerido que cambiaran su testamento a favor de él. Una exposición manuscrita de su última voluntad con fecha y firma bastaba. No hacían falta testigos. En 1997 había conocido a Martina Kluge en el centro de belleza de Vista Mar y enseguida se había dado cuenta de que era una víctima complaciente. Una vez la tuvo bajo su influjo, ella cumplió siempre todos sus deseos. Hasta que le ordenó que asesinara a su antigua paciente Ingrid Scholl con una sobredosis de la medicación que tomaba para el corazón, y Martina Kluge le administró el brebaje mortal.

Lo que la masajista no podía sospechar era que en el apartamento se encontraba también en aquel momento un psicópata homosexual. Grone había hecho entrar a la policía en el juego, con lo cual Schönbach se había visto cada vez más acorralado. Costa supuso que Arminé había empezado a sospechar algo después de su visita. Schönbach tenía que ordenar su muerte. La iraní posiblemente habría desempeñado antes la misma función que cumplía ahora Martina Kluge: la red que recogía todas las herencias para que ninguna sospecha recayera sobre él como médico. Schönbach se hacía pasar por el buen samaritano que no actuaba por dinero y que lo donaba todo a una especie de asociación de la madre Teresa, de la que él luego, cuando toda sospecha hubiera pasado ya, podría recuperarlo. Bien volviendo a reclamar sus donaciones, o bien matando a la beneficiaria.

Schönbach no corría riesgo en ningún momento. Cuando los hechos tenían lugar, él estaba convenientemente lejos. Si su marioneta cometía algún error y se descubría todo, siempre podía decir: «Yo no he heredado nada, ella se lo quedaba todo». Así, eliminaba el motivo que lo señalaba como sospechoso. Y en caso de que la juzgaran por asesinato, él podía impugnar las donaciones concedidas. ¡Genial!

¿No le había explicado Elena que a los hipnotizados se les puede practicar una contrahipnosis, y que entonces recuerdan todo lo que les ha sido ordenado?

¿Había pensado Schönbach tal vez en eso al saber que Martina Kluge sería enviada al psiquiátrico y por eso lo había mirado de esa forma tan extraña?

Costa vio ante sí el plan de Schönbach en toda su perfección. Al mismo tiempo, no obstante, comprendió que Martina Kluge estaba en grave peligro. El cirujano intentaría hacer cualquier cosa para impedir su ingreso en el psiquiátrico, y eso sólo podía conseguirlo matándola. ¡La joven era como una caja fuerte que guardaba todas las pruebas contra él! El que encontrara la combinación y lograra hacerla hablar acabaría con Schönbach. Sin embargo, si Martina moría en la cárcel, él podría recuperar las donaciones y embolsarse todo el dinero, porque nadie podría demostrar nunca nada.

Comoquiera que fuese, Elena tenía que volver a interrogar a fondo a Martina… y cuanto antes.

Costa marcó su número y la teniente escuchó con calma todo su informe hasta el final.

– Pero no voy a poder interrogarla otra vez. Esta mañana la han dejado en libertad bajo fianza.

¡Costa no podía creerlo! ¡Lo que había temido! Le dijo que tenían que intentar encontrarla enseguida y vigilarla sin llamar la atención. No podían perderla de vista ni un solo momento, ni siquiera a bordo del yate de altura de Schönbach. Lo mejor sería que se pusieran enseguida en contacto con la policía del puerto para que les proporcionara un barco. En cualquier caso, Costa quería que lo mantuvieran al corriente de todo.

Después volvió a llamar a la consulta del doctor Schönbach y le preguntó a la secretaria si el doctor Hemmelrath, por casualidad, se encontraba allí. Ella se extrañó, pero le dijo que el notario había estado allí a mediodía y que se había quedado muy poco rato.

De modo que Hemmelrath había ido a ver a su cliente justo después de la visita de Costa. ¿Y dónde estaba Schönbach?

– En tal caso, tengo otra pregunta -dijo el capitán con su voz tranquila-. La verdad es que me gustaría volar a Ibiza con el doctor Schönbach… ¿se ha ido ya?

– Hace dos horas -dijo la chica.

Costa sospechaba lo que intentaría hacer: matar a Martina Kluge.