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Capítulo 28

Cuando cruzó las puertas corredizas de cristal de la terminal de llegadas del aeropuerto, Elena Navarro ya lo estaba esperando. Le dio su arma enfundada en la pistolera y le dijo que la había cogido de su despacho por si acaso. «Tan fea no se pondrá la cosa», pensó Costa, pero le dio las gracias y se la colocó al salir fuera, donde no lo viera todo el mundo. Elena no había ido a buscarlo en un coche de servicio, sino en su moto. Costa no quería ponerle pegas, pero no se sentía demasiado cómodo. No estaba acostumbrado a ir en moto y no sabía si debía rodearle la cintura con los brazos o si era mejor dejarlos caer a los lados. Se decidió por esto último, pero en cada curva tenía la sensación de que Elena iba a perder el control de la moto; una perspectiva desagradable. Su miedo se transformó en enfado por el hecho de que, además, así no tenían posibilidad de hablar.

– ¿Adónde vamos? -le gritó al oído.

– ¡A Na Xamena! -contestó ella a gritos.

Conseguiría aguantar los veintidós kilómetros que había desde el aeropuerto hasta San Miguel, aunque el cinturón de cuero de su compañera no hacía más que azotarle en el muslo derecho. Era un dolor punzante, pero lo olvidó en cuanto Elena torció hacia la derecha para bajar al puerto natural de Balansat y, sin disminuir prácticamente la velocidad, empezó a descender las curvas cerradas. Costa tenía la sensación de que el caballete acabaría arañando la carretera. Estaba medio mareado y sentía que se le aceleraba el corazón. Olvidó entonces todo su recato, la rodeó con sus brazos y apretó la mejilla contra su espalda. Así se sintió algo más seguro.

Mientras veía pasar las colinas verdes y los árboles a toda velocidad, inspiró hondo la aromática fragancia de los pinos. Cuando ya casi habían llegado abajo, Elena torció hacia la izquierda y entró en el bosque sin aminorar la marcha. Costa reconoció el camino hacia Na Xamena.

Llegaron al aparcamiento circular de la Hacienda, el hotel de cinco estrellas que se alzaba sobre el mar en lo alto de un acantilado, por cuyas paredes de roca descendían sus seis pisos de profundidad. El Obispo estaba apoyado en su jeep y tenía el móvil al oído. Sonrió cuando vio bajar a Costa de la moto, pálido como un cadáver.

Elena le explicó que habían estado vigilando a Martina Kluge desde su puesta en libertad. La joven había permanecido todo el tiempo en su pequeña finca, pero ese mediodía de repente se había subido al coche y había conducido hasta allí. No se había detenido en el hotel, sino que había enfilado ese camino del bosque cada vez más pedregoso que llevaba a la explanada de roca que había al otro lado de la pequeña bahía, frente al hotel. El Surfista dejó su coche y la siguió el último tramo a pie, ya que por allí no podía escapar. La observó un rato mientras ella permanecía sentada en su Mazda plateado. Mantuvo una breve conversación telefónica. Alguien la había llamado.

El Obispo estaba en contacto con El Surfista por el móvil. Hasta el momento no había pasado nada más. Martina Kluge seguía en su coche, parecía estar esperando algo.

Costa preguntó si habían visto a Schönbach llegar al aeropuerto. Elena le explicó que el hombre había ido en coche hasta su casa de Es Cubells y que había desaparecido tras sus verjas de acero. Ella lo había seguido y se había escondido tras una finca medio derruida. El cirujano abandonó finalmente la casa con su Range Rover, y Elena lo siguió hasta la Hacienda.

– ¿Se ha dado cuenta de que lo seguías? -preguntó Costa.

– Creo que no, si no, seguramente habría intentado darme esquinazo.

– ¿Dónde está su coche?

La teniente señaló a un todoterreno negro que no quedaba muy lejos de allí.

– ¿Ha entrado en la Hacienda y de momento no ha vuelto a salir?

La joven asintió. Costa le pidió que fuera a recepción a preguntar por él y que se hiciera pasar por una paciente que quería hablar con él urgentemente. Ella asintió y desapareció.

Costa le dio unos golpecitos a Rafel en su enorme barriga y le preguntó qué se contaba de nuevo. Se alegraba de que El Obispo, pese a la advertencia de El Cubano, hubiese permanecido a su lado. Sin embargo, Elena los interrumpió y les informó de que Schönbach estaba en esos momentos en una reunión con la dirección. El funeral de su mujer, al que estaba invitada toda la gente importante de la isla, iba a celebrarse allí, en el hotel.

Costa le preguntó a El Obispo si se sabía algo más de El Surfista. Este sacudió la cabeza y comentó que seguramente con prismáticos se podría ver bastante bien a Martina Kluge desde un balcón del hotel. Como El Obispo era un apasionado cazador, Costa le preguntó si no tendría unos prismáticos entre todos los trastos de su jeep, pero Rafel le dijo que no. Costa lanzó una mirada al interior de su coche y vio en el asiento de atrás una de sus escopetas.

– ¿El objetivo de esa arma de caza no tiene también cristal de aumento? -preguntó.

El Obispo se lo confirmó, y Costa propuso coger la escopeta y pedir en el hotel una habitación con balcón mientras Elena seguía montando guardia ante el edificio. Tenía que avisarles en caso de que Schönbach saliera, y después seguirlo.

En recepción, Costa mostró su identificación y explicó que necesitaban una habitación con balcón para observar el mar durante una o dos horas. El joven recepcionista supuso enseguida que tenía ante sí a unos agentes de Narcóticos que debían de estar tras la pista de unos traficantes de cocaína, y les ofreció la suite Sa Creu, en el sexto piso.

Costa y El Obispo cruzaron un pequeño salón y entraron en el gran dormitorio con vistas panorámicas al mar y a las paredes de granito de enfrente, que conformaban la parte izquierda del puerto natural. Enseguida vieron el Mazda plateado de Martina Kluge en la explanada de roca. Estaba a cierta distancia del borde del acantilado, que caía unos cuatrocientos metros hacia la playa rocosa. Era imposible sobrevivir a esa caída.

Costa cerró la puerta tras de sí, sacó el arma de su funda, comprobó la mira de aumento y salió al balcón, que tenía su propia bañera de hidromasaje. Menudo lujo. ¿No sería inolvidable poder pasar allí una noche con Karin?

– ¡Eh, tú, idiota! -rugió El Obispo-. ¿Quieres pegarme un tiro?

Y empujó hacia un lado el cañón del arma que Costa había alzado, distraído, hacia delante.

Este se disculpó y se inclinó sobre la barandilla de manera que Martina quedara en su punto de mira.

– ¿La ves bien así? ¿No quieres desenroscarla?

– ¿Para qué? -Costa sacudió la cabeza-. ¡Se la ve muy cerca! ¡Qué barbaridad! Menudo cristal de aumento.

– Déjame ver -dijo El Obispo.

Costa le dio el arma y cogió, a cambio, el móvil de Rafel. Saludó a El Surfista y preguntó si todo seguía tranquilo. El joven respondió que sí.

– ¿Qué habrá venido a hacer aquí? ¿Por qué estará todo el rato ahí sentada, como atontada tras el volante? -preguntó su joven compañero.

En ese momento sonó el móvil del propio Costa. Era Elena, que informaba de que Schönbach acababa de salir del hotel y que había subido a su coche. En el maletero llevaba a su perro encerrado en una jaula. Ella no podía coger la moto, llamaría la atención, así que había corrido tras él y había logrado ver que tomaba el pedregoso camino del bosque que iba a la explanada de roca.

Costa cogió enseguida el otro móvil.

– ¡Cuidado, Schönbach va para allá! ¡No dejes que te vea!

– Todo controlado, tío -respondió El Surfista.

– Déjame ver otra vez -le dijo Costa a El Obispo. Le cogió el arma y le pasó los dos móviles-. Ve informándome de lo que dicen.

Costa ajustó el objetivo y volvió a encuadrar a Martina Kluge en el centro de la mira. El Range Rover negro no tardó en aparecer en el claro del bosque. Se detuvo cerca del Mazda. Schönbach y Martina bajaron y se acercaron juntos al borde del acantilado.

– ¡Por el amor de Dios, va a matarla! -exclamó Costa-. ¡Dile a El Surfista que corra! ¡Tiene que reducir a Schönbach como sea, da igual lo que pase!

El Obispo retransmitió la orden, pero El Surfista adujo que Schönbach lo reconocería y Costa vociferó:

– ¡Que se lo ordenes! ¡Es una orden!

El Obispo lo gritó al teléfono. Schönbach y Martina Kluge ya habían llegado casi al borde del abismo.

Rafel seguía gritando al teléfono. Por lo visto El Surfista todavía no había echado a correr.

Costa dejó la escopeta apoyada en la barandilla del balcón y le pidió a El Obispo que no dejara de apuntar a Schönbach. Si intentaba tirar a Martina Kluge por el acantilado, debía dispararle. Entonces echó a correr hacia la puerta y oyó aún a El Obispo que gritaba:

– ¿Adónde vas?

Salió corriendo por el vestíbulo del hotel y allí chocó con el hombro izquierdo de un hombre corpulento y vestido con falda escocesa que arrastraba un carrito de golf. Le hubiera encantado enseñarle a ese tipo uno de sus mejores golpes, pero tenía que seguir corriendo, no podía perder un segundo.

Costa bajó a saltos los escalones de la entrada principal y corrió hasta el lugar en que el camino del bosque torcía hacia la derecha. Allí aminoró el paso para no dejarse ver antes de llegar hasta Schönbach. Sin embargo, no logró mantener ese ritmo contenido mucho tiempo, porque no hacía más que ver a la joven cayendo por ese abismo de cuatrocientos metros.

Pasó corriendo junto a Elena y le hizo una señal para que no se moviera de allí. Al llegar a las últimas malezas antes de salir al claro, casi se llevó por delante a El Surfista, que lo miró sin comprender qué hacía y sin quitarse de en medio. Costa lo apartó hacia los matojos y le siseó que no se moviera de su sitio.

El capitán permaneció oculto en el bosque todo lo que pudo. Después se detuvo un momento para valorar la situación. Sobre la explanada, en la que había grandes rocas aquí y allá, vio a Martina cerca del precipicio. Estaba sola. Su Mazda se encontraba en paralelo al borde del acantilado, a unos ocho metros del Range Rover negro, pero a Schönbach no se lo veía por ninguna parte.

Costa cogió aire y echó a correr. Tenía que alejar a Martina del borde lo antes posible, porque estaba claro que Schönbach tramaba algo.

Como no quería perder de vista a Martina en ningún momento, no miró muy bien dónde pisaba y metió el pie derecho en una estría de la roca, pero siguió corriendo sin aminorar el paso. «Creerá que corro hacia ella y que caeremos los dos al abismo», pensó, y empezó a hacerle bruscas señales con los brazos para decirle que caminara hacia él, pero ella no se movía. Seguía allí como anclada al suelo.

Por fin llegó hasta ella, sin aliento, y se dio cuenta de que la joven no lo estaba mirando a él. Miraba más allá, parecía fascinada por algo muy especial. Costa, jadeante, se volvió y siguió su mirada. En el coche de Schönbach se movió entonces algo y una sombra negra salió volando en su dirección. El capitán comprendió que Schönbach había soltado al perro de presa. La fiera sanguinaria se abalanzaba hacia ellos a grandes saltos, ya estaba a menos de ciento cincuenta metros. Costa miró un momento a Martina, que seguía inmóvil junto al borde del acantilado y miraba el coche de Schönbach. Se le pasó por la cabeza agarrarla y echar a correr, pero comprendió que era demasiado tarde para eso. Sacó su arma de la funda, le quitó el seguro y apuntó. Era una Star 30 BM 9 mm con la que hacía por lo menos un año que no disparaba. Ahora lamentaba no haber participado en los ejercicios de tiro.

El mastín, marrón y negro, estaba a sólo cien metros y se acercaba a grandes zancadas. Costa dio un paso hacia un lado para colocarse delante de Martina. Alzó el brazo derecho, se agarró la muñeca con la mano izquierda y bajó el arma hasta que tuvo a la fiera en el punto de mira. Sintió un dolor punzante en el brazo a causa del golpe que se había dado con aquel tipo robusto en el vestíbulo del hotel.

El perro estaba ya a sólo treinta metros, la distancia a la que Costa se atrevía a disparar con seguridad. Dobló el índice y apretó el gatillo. Sonó la bala. Cuando comprendió que había errado el tiro, el perro dio su último salto. Costa olvidó su corazón acelerado y su respiración. Toda su energía se concentró en la sombra negra que volaba hacia él. Quería esperar hasta el último instante, pero de repente le dio la sensación de que el tórax del animal había chocado ya contra la embocadura de su pistola. Cuando volvió a orientarse, comprendió que era debido al retroceso del arma; había vuelto a disparar instintivamente. El perro estaba a dos metros de distancia. Le había dado en el cuello, la sangre manaba de su garganta y formaba un pequeño charco sobre la roca gris. Costa se volvió hacia Martina al oír un motor que se ponía en marcha. Las ruedas derraparon y el Range Rover negro arrancó hacia ellos. «¡Ese loco quiere tirarnos con el coche!», le cruzó por la mente. De nuevo alzó el arma, apuntó a la cabeza del conductor y disparó, pero el todoterreno seguía acelerando hacia ellos. Costa vació todo el cargador, pero no consiguió nada, el coche parecía tener cristales blindados.

Dejó caer la pistola, asió a Martina de la muñeca y tiró de ella. La joven tropezaba tras él y estuvo a punto de caerse. No volvió en sí hasta que Costa la increpó. La apretó contra sí con todas sus fuerzas y la puso a cubierto tras una gran roca. Schönbach frenó tan bruscamente que las ruedas casi se bloquearon. El coche se detuvo a poca distancia del abismo.

– ¡Entréguese, Schönbach! ¡Esto no tiene sentido! ¡Salga de ahí!

Al oír crujir la caja de cambios, el capitán supo que Schönbach no bajaría, sino que intentaría dar marcha atrás. El coche retrocedió haciendo girar las ruedas. Toda su angustia contenida se transformó entonces en una avalancha de agresividad que arrolló a Costa. Corrió hacia el todoterreno negro y logró alcanzarlo, porque Schönbach estaba girando el volante para dar media vuelta. Agarró la manecilla de la puerta del conductor y tiró de ella. El coche estaba cerrado por dentro. El cirujano dio gas, Costa tropezó y se vio arrastrado. Cuando Schönbach volvió a dar vueltas al volante para salir a toda velocidad por la explanada, Costa se lanzó sobre el capó y se agarró a los limpiaparabrisas. Schönbach aceleró, el coche saltó sobre un bache y empezó a coger velocidad. Costa no sentía nada, sólo tenía un objetivo: mantenerse sobre el capó y no dejar que ese demonio escapara.

Schönbach no regresó al hotel, sino que tomó la dirección contraria sin saber qué le aguardaba allí. Al cabo de unos metros, el camino terminaba en una empinada pared de roca con un caminillo de cabras que bajaba hasta la cala del hotel. Un cartel prohibía a los clientes de la Hacienda utilizar ese sendero escarpado. Schönbach parecía querer lanzarse por la pared de piedra, pero frenó justo en el borde y con tanta fuerza que hizo resbalar del capó a Costa, que se dio con la espalda en la roca.

Quedó aturdido unos instantes. Cuando levantó la vista, vio que Schönbach saltaba por la puerta del acompañante y desaparecía por el camino de cabras. A duras penas logró levantarse, cojeó hasta el letrero y se asomó. Aquello no era un sendero, sino más bien una pendiente abrupta. Aun con todo el tiempo del mundo, bajar a tientas por allí habría supuesto arriesgar la vida. «Si él ha podido hacerlo, yo también», pensó Costa con rabia. Buscó puntos de apoyo para manos y pies y empezó a descender por el despeñadero. En realidad ya no veía a Schönbach, pero oía cómo se desprendían piedras sin parar.

Al cabo de unos cien metros, se detuvo. Tenía por delante un tramo especialmente complicado en el que apenas si había dónde agarrarse. Se dejó caer resbalando y aterrizó sobre un saliente de roca que apareció ante sus ojos al cabo de unos tres metros. Cuando dio contra él, sintió dolor en el pie que se había torcido. Encogió la pierna para palparse el tobillo y, por eso, no se fijó en la gran explanada de roca de unos quince metros cuadrados que se extendía a la altura de su cabeza. La explanada quedaba un tanto protegida por las rocas que se cernían por encima de ella, casi como una cueva, y sólo se abría hacia el mar. Desde allí había una caída de trescientos metros en picado.

Costa vio que tenía el tobillo hinchado, pero lo olvidó en cuanto oyó un ruido, como si alguien estuviera escarbando, y empezaron a caerle piedras muy pequeñas en la cabeza. Vio a Schönbach de pie por encima de él, dispuesto a tirarle una pesada roca. Costa no tenía escapatoria, así que saltó hacia arriba e intentó agarrar la pierna izquierda del médico. Ya daba por seguro que aquella roca gigantesca le abriría el cráneo en cualquier momento, pero no sucedió nada. La mente de Costa estaba en blanco, sólo sus músculos trabajaban. Había conseguido agarrar a Schönbach del talón y tiraba desesperadamente de él. Algo se movió, se oyó un crujido, la pierna cedió, pero Costa se encontró sólo con un zapato en la mano. Lo tiró y miró hacia arriba. El hombre había desaparecido. ¿Se había caído, o sólo había dejado la roca porque había perdido el equilibrio a causa de sus tirones?

Tenía que subir allí arriba antes de que Schönbach se recuperase. Para eso necesitaba un apoyadero en la roca, pero apenas se atrevía a buscarlo, ya que su oponente podía reaparecer en cualquier momento y golpearle. Aun así, era su única posibilidad. El capitán se obligó a examinar la pared hasta encontrar un hueco adecuado. Puso allí el pie, se impulsó hacia arriba, lanzó los dos brazos y apoyó las manos sobre la superficie de la explanada. Aunó fuerzas y se izó hacia arriba. ¡Entonces vio que Schönbach lo estaba esperando! Volvía a tener aquella gran piedra en las manos. Costa se encaramó a la explanada y rodó hacia un lado. Lo hizo con tal impulso que sus piernas resbalaron de nuevo hacia el abismo mientras la contundente piedra se estrellaba y se hacía pedazos junto a él. Schönbach no sólo era un excelente planificador, también había resultado ser un despiadado estratega en el cuerpo a cuerpo. Costa no había contado con eso. En una fracción de segundo comprendió que se había dejado engañar por el estúpido cliché de que los intelectuales no eran capaces de reacciones corporales coordinadas. Schönbach, en cualquier caso, sí lo era. Lanzó el pie hacia delante y le dio una patada a Costa en toda la cara. Seguramente le había roto la nariz, porque de pronto sintió todo el rostro cálido y húmedo. Se le saltaron las lágrimas. Intentó agarrar al cirujano, pero falló por poco. Schönbach se lanzó enseguida al suelo, empezó a darle fuertes empujones con las piernas y dejó a Costa en el borde y con las piernas colgando ya en el aire. De hecho, conservaba el torso encima del saliente, pero sus manos no encontraban dónde sujetarse. Palpando febrilmente, consiguió encajar los dedos en una ranura de la roca para auparse de nuevo hasta la explanada. Schönbach, sin embargo, dio un salto y le propinó una patada en el hombro izquierdo. La fuerza catapultó a Costa de nuevo hacia el borde del acantilado, sólo el tenaz aguante de sus dedos le impedía caer. Comprendió que a Schönbach le bastaba con pisarle las manos con el tacón de su zapato para lanzarlo finalmente al más allá. Pero no sucedió nada, así que alzó la cabeza con esfuerzo. El cirujano estaba de pie con las piernas muy abiertas, y volvía a tener una pesada piedra en las manos. ¡Sonreía! ¿Se le estremecían los labios? Costa no podía distinguirlo, lo veía todo borroso.

– ¿Conque ha resuelto usted el caso, Costa? ¡Bravo! Ahora ya puede relajarse y dejarse caer. No hay nada que lo retenga. Lo invadirá una extraordinaria sensación de libertad, la sensación de volar. ¿Quiere que cuente hasta tres?

A Costa empezaban a dolerle los dedos, pero el miedo a morir le confería una fuerza sobrehumana. «A los locos hay que hablarles tranquilamente», eso le habían enseñado en la Academia, pero en ese momento no se le ocurría nada. Un nudo le cerraba la garganta. A lo mejor tendría una última oportunidad si le suplicaba piedad. ¡Tenía que ser capaz de pronunciar al menos un ruego! Se obligó a abrir la boca.

– ¡Hay testigos de su crimen! -logró exclamar.

Schönbach soltó una pequeña carcajada gutural.

– La verdad es que es usted un imbécil muy simple -dijo-. Martina Kluge está bajo el influjo de mi hipnosis. Si no, ¿por qué habría hecho todas esas cosas? Le pediré que salte al vacío después de usted. A ambos los guardaré en el recuerdo como «los amantes frente a la muerte».

Costa no soportaba la crueldad y el cinismo. Se vio arrastrado por una ira inmensa. Alzó la mirada. ¡Quería observar a la bestia, aunque fuese la última imagen que viera en su vida!

Schönbach sonrió y estiró la espalda para levantar más aún aquel pedrusco. A Costa le pareció entonces un gigante al que nada podría vencer. Su vida había acabado, lo sabía. Sin embargo, de pronto el cirujano dio un paso hacia atrás, dejó caer la roca, que por pocos centímetros no cayó sobre las manos de Costa, y se tambaleó un poco, aunque enseguida volvió a erguirse. Parecía que le costase un gran esfuerzo hacerlo, porque tenía el rostro demudado. Aun así, apretó los dientes, inspiró tan hondo que se le hinchó todo el torso, alzó incluso los brazos y los extendió como si quisiera abarcar el mundo en un gesto de dominio y poder. Entonces se estremeció como si le hubieran asestado un golpe, se tambaleó dos pasos hacia delante y cayó hacia las profundidades por encima de Costa.

Al capitán ya no le quedaban fuerzas para izarse hasta la explanada. Concentró toda su energía en no soltarse, pero no podría aguantar mucho más. De pronto oyó la voz de El Obispo en alguna parte. Sintió consuelo y alivio, pero, al ver que seguía sin pasar nada, comprendió que estaba inspirando los últimos alientos de su vida. Por un breve instante vio ante sí los rostros felices de sus hijos. De nuevo concentró toda la fuerza en sus manos. Al cabo de un rato, que le pareció una eternidad, oyó que se desprendía gravilla por el sendero.

– Ya llega la ayuda -exclamó El Surfista con voz animada.

Poco después, unas manos poderosas lo agarraron de las muñecas y Costa se vio alzado con tal ímpetu que aterrizó de pie sobre la explanada. Las rodillas le cedieron, pero El Obispo lo sostuvo por debajo de los brazos. Lo llevó un trecho a rastras, lo recostó contra la pared de roca, le dio unos golpecitos en las mejillas y le sonrió.

– ¡Sin reproches, hombre! El primer disparo en el hombro no ha sido más que una advertencia, pero, cuando me he dado cuenta del cariño que te tengo, me he decidido a pesar del riesgo. -Le palpó los huesos a Costa para comprobar que no tuviera nada roto-. Cuando se lucha contra Satán hay que ir sobre seguro -siguió diciendo-. Un tiro en el estómago. -Escupió en un pañuelo y le limpió a Costa la cara-. Tienes la nariz bastante hinchada. -Lo agarró con fuerza del brazo-. ¿Crees que podrás volver a trepar hasta arriba?

Costa asintió. El Surfista estaba tumbado boca abajo, mirando por el borde del acantilado. Se levantó y dijo:

– Debe de haberla palmado en un saliente de roca que hay allí abajo.

Durante el ascenso, Costa no hacía más que sentir nuevas oleadas de miedo, como si hubiesen permanecido congeladas y se estuvieran derritiendo de pronto con cada uno de sus movimientos.

Al llegar a la gran explanada, vio a Martina. Seguía allí de pie, cerca del borde del acantilado, junto al perro muerto. Se había levantado una suave brisa y sobre el mar se habían formado pequeñas coronas de espuma.

La joven volvía a llevar su peluca y tenía la cara embadurnada de tierra y lágrimas.

Costa cojeó hasta allí. Tenía la nariz hinchada, los ojos inyectados en sangre y la piel rasguñada y despellejada por todas partes. Se detuvo frente a ella y se miraron. Los ojos azules de la joven estaban afligidos, sus párpados se pusieron a temblar cuando él alargó su brazo, despacio. Quería estrecharle la mano, pero detuvo su movimiento cuando ella, en voz baja y acusadora, dijo:

– Ha disparado usted al perro. Baal está muerto.

Costa se volvió despacio hacia los demás, que aguardaban junto a los coches.