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Al día siguiente tuvo lugar en presencia del juez Montanyà una revisión de la condicional en la que el abogado Roca Ribas se encargó de la defensa de Martina Kluge. El juez decretó prisión preventiva para la joven y al mismo tiempo la envió a un centro psiquiátrico de Barcelona.
Allí, a la psicóloga jefe le llamó la atención lo reducida que tenía la consciencia. La masajista estaba en una especie de trance permanente que en algunos lugares de su memoria se condensaba en auténticos agujeros negros. Esas regiones estaban protegidas por el bloqueo hipnótico, así que llamaron a un experto de Madrid para que lo levantara y Martina Kluge fuera capaz de exponer todos los encargos que Schönbach le había pedido que realizara.
El departamento de la Guardia Civil de Ibiza que había realizado las investigaciones fue informado de ello, y Costa voló a Barcelona para interrogar a Martina Kluge.
Sacudida una y otra vez por histéricos llantos convulsivos, Martina explicó lo que le había sucedido.
Todo había empezado hacía cuatro años, cuando recibió la oferta de Schönbach de encargarse de pacientes especiales. Ella aceptó sin pensarlo dos veces. El cirujano siempre estaba en contacto con ella, la llamaba todos los días y le pedía que lo informara acerca de sus pacientes. Su relación fue volviéndose más estrecha, y él le permitía incluso opinar sobre su trabajo. El hombre estaba avanzado a su tiempo en muchas cosas, también en la anestesia. Dominaba aquel campo en todas sus facetas, desde los fármacos hasta la hipnosis. A Martina le había resultado especialmente fascinante el trabajo con la hipnosis. Él le propuso someterla a una sesión para demostrarle su método. La joven, que no entendía mucho del tema, le preguntó con cierto temor si después la haría regresar. Él le estrechó las manos, la acarició, la miró fijamente a los ojos y le dijo que la necesitaba con plenas facultades conscientes. Poco podía imaginar ella lo que entendía el cirujano por «plenas facultades». Había sido, como ahora recordaba, el 31 de octubre de 1999.
– Estábamos en mi sala de tratamiento. Cuando fuera oscureció, encendió una vela en la que yo debía concentrarme. Me tumbé en mi camilla, escuché su agradable voz… y entonces caí inconsciente. En aquel momento no oí lo que me decía, pero ahora sí lo recuerdo. Tenía que informarle por teléfono cada día sin falta de cómo les iba a Ingrid Scholl, Erika Brendel y Franziska Haitinger. Aquello quería decir que tenía que sondear a sus pacientes. Él deseaba saberlo todo de ellas, lo más banal y lo más íntimo. Y yo lo hice, las espié y las delaté. Hoy me avergüenzo, porque ellas confiaban ciegamente en mí. Ninguna se dio cuenta de mi juego sucio… ni siquiera yo.
Ocultó su rostro entre las manos.
Costa no la presionó. Sentía el terror de la joven ante la verdad. Un terror que crecía con el paso de las horas. Martina prosiguió:
– Fui una bruja. En las sesiones de lectura de runas tenía que darles malas noticias hasta escoger la carta que les predecía la muerte. Así me lo había ordenado él. Esas mujeres creían en su funesto destino. Con Ingrid Scholl fue con quien mejor funcionó. A Ingeli la tenía completamente sometida, no hacía nada sin que antes se le hubiera aconsejado.
– ¿Y Erika Brendel? -preguntó Costa-. ¿También hacía ella todo lo que le ordenaba?
– Lo que ordenaba no… Hacía lo que le aconsejaba.
Costa recordó su veleidad y su espíritu contradictorio. No podía imaginar a una Erika Brendel obediente.
Durante el largo interrogatorio, Costa fue descubriendo poco a poco todos los detalles que hasta entonces aún le habían parecido poco claros o que le faltaban por conocer. Martina Kluge había enviado a Erika Brendel a Mallorca porque podía haberla molestado en la ejecución del asesinato de Ingrid Scholl. Le había recomendado que se reconciliara con su hijo, Andreas; una madre siempre debe querer a su hijo. Sin embargo, Erika se lo tomó demasiado al pie de la letra y le prometió a Andreas nombrarlo heredero a él en lugar de a Schönbach. Aquello fue su sentencia de muerte. Había fallecido por una sobredosis de su propia medicación, pero le había explicado demasiadas cosas de su vida a Franziska Haitinger, de modo que también ella debía morir.
Todo estaba planeado al detalle. De no haber aparecido Günter Grone, nunca habría podido demostrarse nada.
Schönbach le había inculcado a la joven sus ideas sobre la belleza, la riqueza y la perfección. La vejez, el tormento, el deterioro y el dolor quedarían desterrados de su reino. Ella había dedicado toda su vida a esa visión. Ejecutaba los asesinatos como un autómata, y en cada uno de ellos moría también un pequeño pedazo de ella. Cada vez más partes de sí misma quedaban a merced del poder de Schönbach. Él se había ido apoderando poco a poco de sus ganas de vivir, hasta que finalmente le exigió que le sacrificara su vida. Junto al acantilado, le sugirió que saltara a las profundidades, pero ella no lo hizo. Un rechazo que ya se había dado con anterioridad y que se había expresado en los fallos cometidos en sus crímenes. Cuando Costa se acercó a ese punto, ella pareció revivir esa resistencia, esta vez en forma de doloroso desgarro: se rebelaba y llegó incluso a lanzarse dos veces al suelo, donde se revolcó sin dejar de chillar.
La primera vez que Costa se encontró con ese fenómeno fue al hablarle de la visita al apartamento de Ingrid Scholl.
– Lo habían planeado todo a la perfección, ¿no es cierto? -preguntó el capitán.
– El jamás cometía un error -repuso ella-. Lo repasó todo conmigo en diversas conversaciones telefónicas.
Costa asintió. Ése era también el juicio que se había formado él del cirujano. Sólo la casualidad podía torcerle las cosas. Hasta el mayor de los monstruos tendría que inclinarse ante ese maestro.
– No pudo olvidar decirle que comprobara antes que no había nadie más en el apartamento de Ingrid Scholl. Un grave fallo. ¿No le ordenó que lo hiciera?
En ese momento, Martina Kluge se quedó helada y abrió mucho los ojos. Costa lamentó no haber insistido en que hubiera un médico presente en el interrogatorio. No sabía que la dirección del psiquiátrico había dispuesto a una doctora en la sala de supervisión contigua. No querían dejarlo a solas con esa asesina enajenada. Más tarde, ante el tribunal, la psiquiatra declaró que Costa había interrogado a la acusada con mucha comprensión y que no había evitado el contacto físico. La prensa lo retrató en grandes titulares y preguntó a las lectoras si preferirían entregarse a un hipnotizador o a un seductor. Costa se enfureció al leerlo.
– ¿Qué le sucede? -preguntó, preocupado.
Martina inspiraba y espiraba con breves alientos.
– ¿Qué le pasa? -Costa se levantó de un salto.
– No…
El capitán rodeó enseguida la mesa, la asió con fuerza del brazo y le acarició la espalda. Aquello duró un momento. Después la joven se relajó, volvió la cabeza y lo miró con culpabilidad.
– No… me acuerdo.
También había sido un error humedecer ella misma el sobre de la carta y dejar marchar a Franziska Haitinger.
Costa le preguntó entonces por ella y supo que a Franziska ya le habían sido administradas varias dosis elevadas de su propia medicación, que tres días más tarde habrían desembocado en su muerte. Si no se hubiese puesto en tratamiento nada más llegar a Alemania, también ella habría acabado tumbada en la mesa de Torres. El capitán comprendió por qué Franziska Haitinger, probablemente poco antes de la operación, había cambiado su testamento a favor de Schönbach. La gratitud por que no le hubiera operado las pantorrillas no era más que una fantasía, puesto que no podía recordar la instrucción directa comunicada durante la hipnosis.
– ¿Sabía usted por qué quería el doctor Schönbach que murieran esas mujeres?
– Le habían salido mal -pronunció la sencilla frase de un modo tranquilo.
Costa no tenía muy claro qué quería decir con eso, y ella le describió en detalle todas las operaciones que Schönbach había realizado con la señora Scholl y la señora Brendel. En ellas se le habían escapado varios pequeños errores que, con los años, podían degenerar en una fealdad monstruosa.
Costa no era un gran conocedor del tema y no comprendía los términos especializados, pero, aun así, aquella explicación le pareció un refinado embuste ideado para cuadrar con la mentalidad de Martina Kluge. A esa joven obsesionada por las terapias de belleza le resultaría fácil creer algo así. Un error quirúrgico de Schönbach, por el contrario, era algo que Teckler había descartado por completo.
Al final resultó que Martina Kluge tampoco sabía demasiado sobre el cirujano. Parecía como si para ella hubiese sido un espejo en el que se miraba con la esperanza de que le dijera: «¡Tú eres la más bella de todo el reino!». Fueron sus propias palabras, y se había reído infantilmente al decirlas. Igual que el espejito del cuento, Schönbach tenía que ayudar a todas esas mujeres a quienes ya no bastaban el maquillaje, un vestido bonito o un caro abalorio. Él no se había sometido nunca a una operación, pero siempre participaba cuando había en juego algo de valor material: acciones, casas, cuentas, cuadros, caras pipas, viejos manuscritos o un yate de lujo.
Entre las mujeres y él, sin embargo, no había sexo. Costa no estaba muy seguro de por qué consideraba tan importante ese aspecto, pero no aflojó hasta que Martina le explicó lo que sabía sobre Schönbach y Arminé. No mantenían relaciones sexuales. Schönbach sólo quería ser como el sol que iluminaba y deslumbraba. Quería resultar seductor, no le bastaba con una simple admiración, quería la entrega total: ellas se tumbaban ante él mientras él las tajaba y les daba forma como ofrenda a su diosa, Venus. La que se negaba o se resistía, era aniquilada. Ése era el reino en el que él gobernaba. ¿A cuántas más habría asesinado? Costa retomó el tema de Franziska Haitinger.
– Que Franziska supiera tantas cosas sobre Ingrid la convertía casi en una testigo -dijo Martina-. No tenía más que explicárselo todo a una tercera persona. Así se lo comuniqué, y él me aconsejó que la silenciara.
Martina dejó de hablar otra vez. Estaba sentada muy erguida, con las manos en el regazo.
– ¿Cómo tenía que silenciarla? -preguntó Costa.
– Ella tomaba un fármaco anticoagulante. Sintrom. Le disolví treinta pastillas en kombucha y se lo di a beber. Empezó a sentirse cansada y tuvo que echarse. Al irme cogí una llave y más tarde regresé para administrarle otra vez la misma dosis. Cuando entré en el apartamento, ella iba ya de camino a la cocina a beber agua, pero no llegó. Tuvo que apoyarse en la mesa. Le temblaban las piernas y pensé: «En cualquier momento se desploma». La ayudé a tumbarse en la cama y le di la bebida en kombucha. Cuando volví a visitarla el lunes por la mañana, estaba inconsciente sobre la alfombra. La incorporé, la puse en pie y volví a darle una tercera dosis elevada.
– ¿Qué le provocaron esas dosis?
– Hemorragias internas. Pero el lunes por la tarde, de pronto, desapareció. -Martina reflexionó un momento-. Qué extraño.
Entonces le dirigió a Costa una mirada interrogante, como si hubiera sido él el encargado de hacer desaparecer a Franziska Haitinger.
Por unos instantes reinó el silencio. Sólo la cinta siseaba regularmente al girar. Costa esperó y pensó en lo que había dicho Elena sobre la esteticista: que era una persona sin fuerza para vivir una vida propia y que por eso se dedicaba sólo a los demás. Esas palabras habían cobrado de pronto un extraño significado.
¿Qué más tenía que preguntarle? Miró a la joven. Ya no llevaba peluca y le había crecido un poco su pelo, de un tono castaño oscuro.
– A Franzi ya no he vuelto a verla desde entonces.
¿Había tristeza en su voz? Costa no estaba seguro.
– ¿Por qué tenía que matar a Arminé? -preguntó.
– Lo había amenazado con calumniarlo y destruir su reputación.
También eso se lo habría inculcado Schönbach. Incluso una persona manipulada por otra necesitaba una motivación para sus actos.
A Martina le temblaba todo el cuerpo, le caían lágrimas por las mejillas. Estaba vacía. Completamente vacía.
Costa salió de la sala para ir a buscar a un médico.
Cuando la psiquiatra la acompañó a la cama y la arropó, Martina se llevó el pulgar a la boca y se quedó dormida.
El capitán cerró la puerta y recorrió el pasillo en silencio. Por primera vez volvió a sentir todo su cuerpo. Inspiró profundamente. Quería olvidarlo todo, pero no podía evitar pensar en esas mujeres. Sabía que la belleza era importante, pero no había creído posible semejante lucha por conseguirla. Pensó en su hija y recordó una conversación que había tenido con ella en la que la chiquilla le había explicado el gran miedo que tenía de volverse gorda y fea y que ya nadie la quisiera más. Antes hubiese preferido estar muerta, le había dicho. «Si esa mentalidad infantil no se supera -pensó Costa-, en un adulto puede acabar en grotescas deformaciones.»
Tras el gran escándalo del juicio que tuvo lugar a lo largo del año siguiente, Martina Kluge fue puesta en libertad. No había tenido control alguno sobre sus actos. La autoría recaía únicamente en el cirujano plástico Schönbach. Hubo un largo tira y afloja entre los diferentes expertos. Sin embargo, al final el tribunal se adscribió a la interpretación legal del Tribunal Superior de Madrid, que había dejado en libertad en un caso semejante a un exiliado ruso que había asesinado a un desertor soviético en la capital española por orden del KGB. Para ello, el KGB le había proporcionado una pistola con un veneno de acción paralizante rápida. El servicio secreto ruso había invitado previamente al exiliado a Moscú, y allí le habían inducido un trance. El hombre había regresado después a Madrid para cumplir el encargo en plena calle. El tribunal había fallado que aquel hombre no poseía dominio alguno de sus actos y que había tenido que ejecutar como un autómata lo que el KGB le había sugerido con anterioridad.
Tras el interrogatorio, Costa regresó de Barcelona a Ibiza. Mientras cojeaba por el vestíbulo del aeropuerto, con los huesos doloridos y la nariz hinchada, por delante de él caminaba una mujer que le resultó familiar. Sólo podía verle la espalda, pero, no sabía muy bien por qué, estaba convencido de que la conocía. La adelantó y le dirigió una mirada de soslayo. Era Franziska Haitinger.
La mujer lo saludó con verdadera alegría, le brillaron los ojos y se disculpó por haber estado tanto tiempo fuera sin dar noticias.
– Seguro que habrá pensado cualquier cosa -dijo, con un asomo de timidez. Después añadió-: Colgó muy deprisa.
Costa le explicó que mientras mantenían aquella conversación tenía tres huevos en la sartén y que, si no, se le habrían quemado.
La acompañó hasta la cinta de equipajes y, mientras esperaba con ella las maletas, le preguntó qué tal se encontraba.
Franziska Haitinger le explicó que se había sentido muy enferma y que, aunque la doctora no lograba encontrarle nada, ella había empeorado de una hora para otra. Su médico de confianza de Alemania le había expresado su sospecha de que tuviera leucemia. Enseguida había hecho las maletas y había pedido una revisión completa en una clínica. Los médicos le encontraron hemorragias internas.
– Cuando llegué a Frankfurt, estaba terriblemente débil. Si no hubieran podido detener esas hemorragias, hoy estaría muerta. -Soltó una breve risa-. Los médicos supusieron que había tomado una sobredosis de mi medicación por error, pero es imposible. Soy muy escrupulosa con eso.
Costa la contempló unos instantes. La alegría de vivir le sentaba bien.
– Esas espantosas horas en el hospital fueron para mí como una advertencia -dijo-. Desde entonces he cambiado muchas cosas en mi vida y he tomado una gran cantidad de decisiones. Por sorprendente que parezca, no me ha resultado ni mucho menos tan difícil. Salvo por el divorcio. En todo caso, ahora estoy divorciada y me he independizado… personal y profesionalmente. He comprado una pequeña galería, aquí en Ibiza, y por primera vez me mudo a un apartamento del casco antiguo, donde viviré más entre la gente.
Se echó hacia atrás su pelo castaño, que ahora llevaba largo y suelto, extendió los brazos y giró una vez sobre sí misma.
Les dedicó una sonrisa a los demás pasajeros, queriendo expresar con ello lo mucho que le gustaba la gente. «Esto es nuevo en ella», pensó Costa.
– También he cambiado mi testamento, voy a dejárselo todo a mis hijos.
Ni una palabra sobre el doctor Schönbach. En poco tiempo había conseguido darle la vuelta completamente a su vida. Cuando llegaron sus maletas, se despidió de Costa con una sonrisa.
– Seguro que volvemos a vernos.
Costa asintió.
Al salir del edificio del aeropuerto, el capitán parpadeó por el sol, contempló un momento el molino blanco que había al otro lado del aparcamiento y que siempre le recordaba ridículamente a Don Quijote, y vio lo último que habría esperado… ¡a Karin! Estaba junto a su coche y se le acercó con una sonrisa y los brazos abiertos como hacía siempre su madre, a quien imitaba.
– ¡Bienvenido a casa! -También una cita de su madre, pero le llegó al corazón.
¿Cómo sabía cuándo llegaba? Karin había llamado a su despacho y había conseguido hablar con El Obispo. Había ido a buscarlo para invitarlo personalmente al Elephante a cenar para celebrar la publicación en el Stern de su espectacular artículo:
«La Bella y la Bestia. El célebre cirujano plástico que en realidad era un asesino en serie.»
Lo de la cena estuvo a punto de irse al traste. Su superior, don Andrés López Santander, lo llamó para que compareciera ante él: quería que diera una ponencia ante toda la Guardia Civil sobre el tema del seminario de Bruselas, «Diligencias sumarias contra delincuentes». Costa se lo quedó mirando. López le sostuvo la mirada y dijo:
– ¡He oído decir que está usted en muy buena forma para su edad!
Costa pensó en cómo había caído Schönbach y asintió con gratitud. Después rechazó la oferta de hacer de ponente.
En lugar de eso, disfrutó de una relajada velada con Karin en el restaurante, donde volvió a atenderles la francesa del «FUCK ME».
Después de cenar, Karin lo llevó a su casa, lo arrastró hasta el dormitorio, lo desvistió y se tumbó junto a él. Costa se quedó dormido en sus brazos, reposando su dolorida nariz en el hombro de ella. Su desesperación se esfumó, su odio desapareció y la soledad se convirtió en una palabra de un idioma desconocido.
A la mañana siguiente, cuando despertó, se sentía como un niño en vacaciones. Su olfato percibió el aroma del café. Todos sus sentidos se intensificaron, el amor llegaba flotando desde la cocina para descender sobre él mientras se hacían las tostadas.
La mesa del desayuno estaba preparada en el balcón, y Karin había puesto canciones mexicanas de Linda Ronstedt. El cielo estaba azul y un pájaro aleteaba sobre la barandilla. Karin llevaba un albornoz de un amarillo intenso. Sus ojos relucían como las trompetas de los mariachis.
¡Y cómo se movía! Parecía que el tiempo que regía la vida de él no pudiera atraparla.
Era ella la que escogía a su amante, Costa ya lo había aprendido. Ella decidía. Eso le había gustado desde el principio, pero al mismo tiempo sufría por ello. Ya sentía celos de aquel al que escogiera después de él.
¿Por qué lo había abandonado Karin? ¿Acaso no la entendía? ¿Le había dado demasiado poco? ¿Qué le había dado? Ternura y deseo ocasionales, regalos sorprendentes, felicidad espontánea. Pero después siempre había regresado al bien demarcado territorio de sus leyes y sus reglas. A ese reino de las ideas fijas, de la cacería y de la muerte. Hasta allí no había podido llevársela consigo. A ese desierto de desprecio y locura. Ese vertedero del final del camino. La gran montaña de basura, traición y odio que su equipo y él sobrevolaban a diario. Buitres de la podredumbre, como en las pinturas de Goya. ¿Por qué le resultaba tan difícil pasar al otro lado, donde aguardaban la cotidianeidad, la ternura y el amor? A lo mejor huía de la mediocridad, de la monotonía y de la banalidad. A lo mejor amaba a las mujeres precisamente porque eran fuertes en lo cotidiano. «Pathos del hombre medio», lo había llamado una vez la psicóloga de la policía en Hamburgo durante una conversación sobre sus problemas con Sabine.
– Tendría que haber aceptado el trabajo de mi tío -dijo Costa.
– No me cantes ahora la canción del tendría que -dijo ella-. Es demasiado tarde. Hace tiempo que te he dejado.
Costa se levantó, la rodeó con los brazos desde atrás y le susurró al oído:
– Sí, es verdad. No tendría que haberlo olvidado.
Pasó un descapotable cuyos altavoces hicieron retumbar toda la calle con la melodía de Purple Rain.