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Miércoles, 18. 51 h, Missoula, Montana
Había llegado tarde; el laboratorio forense estaba cerrado, y no había método alguno de persuasión que pudiera alterar aquel hecho. El personal se había ido a casa y no regresaría hasta el día siguiente. Eso significaba que tendría que pasar la noche en Missoula.
Aunque solo fuera por la gracia del nombre, se había sentido tentado brevemente por el C'mon Inn [3]; pero pensó que no tenía por qué quedarse y que podía avisar a la gente del periódico en Nueva York. Así pues, apostó sobre seguro y optó por pasar una tercera noche en el Holliday Inn, con servicio de habitaciones, mando a distancia y llamada a Beth incluida.
– Te estás complicando la vida -le dijo ella mientras él la oía claramente saliendo del baño.
– Pero es complicado. A ese tipo le faltaba un riñón.
– Deberías comprobar su historial médico. Puede que… ¿cómo has dicho que se llamaba?
– Baxter.
– Puede que el tal Baxter hubiera tenido problemas de riñón. Cualquier mención de eso o de un tratamiento de diálisis y tendrás tu explicación.
Durante unos segundos Will no dijo nada.
– Te lo estoy estropeando, ¿verdad? -preguntó ella.
– Bueno, si hablamos del valor de la noticia, la elección entre la muerte de un viejo con antecedentes de enfermedades renales y el intento de robo de un riñón está bastante clara. Pero sí, puede que tengas razón: el robo de un riñón lleva una mínima ventaja. -Will se alegró de que hubieran vuelto a los comentarios jocosos. Ya habían transcurrido varios días desde su discusión, y la herida parecía que estaba cerrándose.
Jueves, 10. 02 h, Missoula, Montana
A la mañana siguiente acompañaron a Will al despacho del doctor Russell. Lo primero que vio fue un certificado cuyo emblema, un libro abierto escrito en latín y rematado por dos coronas, reconoció al instante.
– Vaya, así que estuvo usted en Oxford. Igual que yo. ¿En qué año?
– Yo diría que algunos siglos antes.
– Lo dudo mucho, doctor Russell.
– Llámeme Allan.
Por fin un poco de suerte.
– Verá, Allan, ni siquiera estoy seguro de que vaya a escribir ese reportaje para el periódico; pero debo confesar que el caso de Pat Baxter me tiene intrigado -comentó Will como si se dispusiera a iniciar una amigable conversación. Notó que su acento inglés se había hecho más pronunciado.
– Deje que eche una ojeada -repuso el forense volviéndose hacia el ordenador-. Ah, sí: «Graves hemorragias internas que corresponden a una herida de bala, contusiones en la piel y en las vísceras. Observaciones generales: marcas de pinchazos de agujas hipodérmicas en la pierna que indican una anestesia reciente».
– Y dígame, Allan, en este caso, ¿cómo definiría usted «reciente»? -Will confió en que su tono denotara un simple interés académico.
– Creo que estamos hablando de hechos simultáneos.
– Pues verá, doctor, eso es precisamente lo que me intriga. ¿Por qué iba alguien a anestesiar a su víctima antes de matarla?
– Quizá intentaban reducir su sufrimiento.
– ¿Es eso lo que suelen hacer los asesinos? No tiene sentido, a menos que…
– A menos que el asesino fuera alguien del mundo de la medicina, alguien acostumbrado a poner una inyección antes de pasar a lo importante. Quizá la fuerza de la costumbre.
– También pretendía hacer algo antes del asesinato, realizar alguna otra operación.
– ¿Cómo cuál?
– Bueno, tengo entendido que a Baxter le faltaba un riñón.
Russell se echó a reír, aunque Will no conseguía encontrarle la gracia.
– Ya veo adónde quiere ir a parar. -El forense sonreía maliciosamente-. Dígame, Will, ¿ha visto alguna vez a un muerto?
Al instante, Will se acordó del cuerpo de Howard Macrae, cubierto por una manta en aquella calle de Brownsville. Su primer cadáver.
– Sí. En mi trabajo es inevitable.
– Bien, entonces supongo que no le importará que le enseñe otro, ¿verdad?
No hacía tanto frío como Will esperaba. Había imaginado el depósito como un enorme frigorífico parecido a las cámaras de almacenamiento de los grandes hoteles; sin embargo, se asemejaba más a una sección de hospital.
Unos ayudantes estaban trasladando un cuerpo en una camilla a una zona situada tras unas cortinas. Will supuso que se trataría del lugar destinado a las autopsias. Sin previo aviso, Russell retiró la sábana.
Will notó que se le encogía el estómago. El cuerpo estaba tieso, tenía la textura de la cera y un color amarillo verdoso. El hedor que desprendía era rancio y le llegó en oleadas: durante unos segundos pensó que había pasado o, al menos, que se había acostumbrado, pero entonces volvió a asaltarlo, provocándole ganas de vomitar allí mismo.
– Cuesta acostumbrarse. Le pido disculpas. Ahora eche un vistazo a esto.
Will se acercó. Russell señalaba algo en la zona del estómago, pero Will estaba hipnotizado por el rostro de Pat Baxter. Los diarios habían publicado fotografías, pero todas eran de baja calidad y extraídas de imágenes de televisión. En esos momentos podía ver las curtidas mejillas, la barbilla, los ojos y la boca de un hombre al que habría definido como blanco, de mediana edad y pobre. Llevaba una barba blanca que en otro contexto habría podido parecer elegante e incluso señorial; en la mente de Will surgió la imagen de Charles Darwin. No obstante, daba al rostro de Pat Baxter aspecto de mendigo, como esos infelices que dormían en la calle arropados por cajas de cartón.
Russell subió la sábana hasta cubrir el torso del cadáver, y Will adivinó que estaba intentando ocultar algo, seguramente las heridas de bala, y mostrarle algo más.
– Mire de cerca. ¿Lo ve?
Will se inclinó hacia delante y vio la línea que el dedo del forense indicaba en la blanca carne.
– Esto es una cicatriz -añadió Russell.
– En la zona del riñón, ¿no?
– Yo diría que sí.
– Pero no puede ser de la noche del crimen, ¿verdad? Me refiero a que una cicatriz tarda tiempo en formarse.
Russell cubrió el cadáver por completo, se quitó los guantes de látex y se dirigió al lavamanos que había en el rincón.
– Bueno, desde luego es difícil estar seguro con tantos traumatismos en la piel y en las vísceras.
– Pero ¿cuál es su opinión profesional?
– ¿Mi opinión? Esa cicatriz tiene como poco un año, puede que dos.
Will notó que se le caía el alma a los pies.
– Por lo tanto, no pudo producirse la noche del asesinato. Los asesinos no se llevaron el riñón de Baxter.
– No. Me temo que no. Parece usted decepcionado, Will. Espero no haberle estropeado la historia.
«Pues sí que me la ha estropeado, idiota», pensó Will. Toda aquella cacería había sido en vano. Entonces se acordó de lo que Beth le había dicho por teléfono la noche anterior.
– Hay una última cosa que podría serme de ayuda. ¿Cree usted que podríamos comprobar los antecedentes médicos de Baxter?
Russell le soltó un sermón sobre la confidencialidad entre médico y paciente, pero no tardó en ceder y cuando volvieron a su despacho sacó el expediente.
– ¿Qué estamos buscando?
– La fecha en que extirparon el riñón a Baxter.
El forense empezó a revisar las páginas.
– Es extraño -dijo al final-, no hay registrada ninguna operación de riñón.
Will se acercó y recordó las palabras de Beth.
– ¿No hay nada acerca de problemas renales, ninguna enfermedad ni menciones de fallo de los riñones, de diálisis? ¿Nada?
Russell guardó silencio unos segundos. Luego, en tono de sorpresa, contestó:
– Pues no.
Will percibió que en esos momentos el forense y él tenían algo en común: ambos estaban igualmente perplejos.
– Y ese historial médico, ¿habla de alguna enfermedad en particular?
– Parece que tenía problemas en un tobillo como consecuencia de la guerra, la de Vietnam. Aparte de eso, nada. Yo había dado por sentado que era un paciente con problemas renales al que le habían extirpado un riñón. Este expediente está completo, y sin embargo no dice nada de ello. Me veo obligado a reconocer que estoy muy sorprendido.
Alguien llamó a la puerta, y entró una mujer a quien Russell presentó como la portavoz del laboratorio criminalista.
– Lamento interrumpir, doctor Russell, pero estamos recibiendo un montón de llamadas sobre el caso Baxter. Según parece, un compañero del difunto ha llamado hoy a una emisora de radio y ha dicho que creía que el señor Baxter había sido víctima de un complot de robo de órganos.
«Bob Hill», se dijo Will. Al cuerno su exclusiva.
– Claro, enseguida estaré con usted -repuso el forense frunciendo el entrecejo.
Will esperó a que la puerta se cerrara para preguntar al médico qué pensaba decir a la prensa.
– Bueno, no podemos dar la explicación más sencilla, que sería que Baxter tenía un historial de problemas de riñón. Ya no. -Will tenía la culpa: sabía demasiado-. Le acompañaré a la puerta.
Will se disponía a salir del aparcamiento cuando oyó que alguien golpeaba la ventanilla del coche. Era Russell, que seguía en mangas de camisa y estaba sin aliento.
– Acabo de recibir una llamada. Alguien quiere hablar con usted -dijo entregando a Will un móvil a través de la ventanilla.
– Señor Monroe, me llamo Genevieve Huntley y soy cirujana en el Swedish Medical Center de Seattle. He visto las noticias sobre el caso del señor Baxter, y Allan acaba de contarme lo que usted sabe. Creo que tenemos que hablar.
– Desde luego -repuso Will buscando su libreta de notas.
– Voy a necesitar que me dé algunas garantías, señor Monroe. Me fio de The New York Times y espero que esa confianza sea recompensada. Lo que voy a decirle es algo que juré no decir a nadie, pero si estoy dispuesta a contárselo es porque temo que no hacerlo sería todavía peor. No podemos permitir que la gente caiga presa del pánico por culpa de un rumor sobre robo de órganos.
– Lo comprendo.
– No estoy segura de que lo entienda. De hecho, no estoy segura de que nadie lo entienda. Lo que le pido es que trate con respeto, honor y dignidad lo que voy a contarle, porque eso es lo que se merece. ¿He hablado con claridad?
– Desde luego. -Will no tenía la menor idea de qué iba a oír.
– De acuerdo. La principal petición del señor Baxter fue la del anonimato. Eso fue lo único que me pidió a cambio de lo que hizo.
Will dejó que la mujer prosiguiera.
– Pat Baxter acudió al Swedish hará unos dos años. Tal como averiguamos más tarde, había tardado en encontrarnos. Cuando apareció, las enfermeras supusieron que se trataba de un caso para Urgencias: parecía uno de esos mendigos de la calle. Sin embargo, nos dijo que gozaba de perfecta salud y que solo necesitaba hablar con uno de nuestros médicos de la Unidad de Trasplantes porque quería donar uno de sus riñones.
»Nosotros le preguntamos de inmediato a quién deseaba donarlo, si sabía de algún niño enfermo en concreto o si algún miembro de su familia necesitaba un trasplante. "No. Solo quiero donarlo para que ustedes se lo trasplanten a quien lo necesite", dijo. Francamente, mis colegas y yo dimos por hecho de inmediato que estábamos ante un caso de trastorno mental. Un caso así es de lo más infrecuente, y desde luego era el primero que llegaba a nuestras manos.
»Así pues, me quité a Baxter de encima y le dije que lo que pedía estaba fuera de nuestra consideración; sin embargo, volvió a aparecer, y yo me desembaracé de él nuevamente. La tercera vez que vino tuvimos una larga charla. Me comentó que desearía haber nacido rico porque de ese modo, y recuerdo exactamente sus palabras, podría darse el placer de donar grandes sumas de dinero. Me dijo que había tanta gente necesitada de ayuda… Recuerdo que me preguntó: "¿Sabe qué sentido tiene la palabra 'filantropía'? Pues quiere decir amor al prójimo. Bien, dígame entonces por qué solo la gente con dinero puede permitirse amar al prójimo. Yo también quiero ser un filántropo". Baxter estaba decidido a encontrar alguna forma de dar, incluso aunque eso significara desprenderse de sus propios órganos.
»Al final me convencí de su sinceridad. Le hice diversos análisis y no encontré ningún impedimento desde el punto de vista médico. Incluso le hicimos algunas pruebas psicológicas que nos confirmaron que estaba en sus cabales y que era totalmente capaz de tomar aquella decisión.
»Solo hubo una condición, que él mismo impuso. Nos hizo jurar total secreto y completa confidencialidad. El paciente receptor no debía saber de dónde provenía el riñón que recibía. Aquello era muy importante para Baxter: no deseaba que nadie se sintiera en deuda con él. También hizo hincapié en que no dijéramos una sola palabra a la prensa. Insistió mucho. No buscaba la gloria.
Will preguntó en voz baja, casi tímidamente:
– Así que siguieron adelante, ¿verdad?
– Sí. Yo misma hice la extirpación. Y puedo asegurarle que nunca en toda mi carrera he hecho un trabajo del que me sintiera más orgullosa. Y no solo yo, todos tuvieron la misma sensación: el anestesista, las enfermeras… Ese día en el quirófano había un ambiente extraordinario, como si algo formidable estuviera ocurriendo.
– ¿Y todo transcurrió sin problemas?
– Sí, todo fue como la seda; y el receptor del órgano no tuvo problemas de rechazo.
– ¿Puedo preguntarle de qué tipo de receptor estamos hablando? ¿Joven, viejo, hombre, mujer…?
– Era una mujer joven. No puedo decirle más.
– Y a pesar de que ella era joven y él ya era mayor, ¿todo salió bien?
– Bueno, eso fue lo más extraño. Analizamos aquel riñón y monitorizamos sus funciones muy escrupulosamente. ¿Y sabe qué? Baxter tenía más de cincuenta años, pero aquel órgano funcionaba como si el donante tuviera diez años menos. Era muy fuerte y estaba completamente sano. Era perfecto.
– ¿Y para la mujer supuso una gran diferencia?
– Le salvó la vida. El personal del hospital y yo quisimos organizar una pequeña ceremonia para Baxter y darle las gracias por lo que había hecho, pero no le sorprenderá saber que no pudimos. Baxter se largó antes de que tuviéramos oportunidad de despedirnos siquiera. Simplemente desapareció.
– ¿Y esa fue la última vez que supo algo de él?
– No. Tuve noticias suyas una vez más, hace justo unos pocos meses. Baxter quería hacer algunas disposiciones para después de su muerte.
– ¿En serio?
– No se entusiasme, señor Monroe. No creo que supiera que iba a morir. De todas maneras, deseaba asegurarse de que todo su cuerpo sería utilizado. -La doctora soltó una carcajada-. Incluso me preguntó cuál era la mejor forma de morir.
– ¿La mejor?
– Sí, pero desde nuestro punto de vista: cómo iría mejor en caso de que, por ejemplo, quisiéramos trasplantar su corazón. Creo que estaba preocupado porque, viviendo tan lejos, si sufría un accidente, su corazón podía ser inservible cuando llegase al hospital. Naturalmente, la única hipótesis que no consideraba era la de ser víctima de un brutal asesinato.
– ¿Tiene usted alguna idea de…?
– No tengo la menor idea de quién podía desear la muerte de ese hombre. Le he dicho lo mismo hace un momento al doctor Russell. Simplemente me parece un crimen horrible y totalmente al azar, porque nadie que conociera a Baxter podría desear que lo asesinaran.
La doctora calló, y Will dejó que el silencio se prolongara. Sabía que, en una entrevista, cuando el entrevistador no decía nada, el entrevistado tenía tendencia a llenar el silencio con lo que solía ser la mejor frase de toda la conversación.
Al final, la doctora Huntley volvió a hablar, y a Will le pareció detectar una nota de tristeza en su voz.
– En el hospital hablamos de esto cuando ocurrió y hemos vuelto a hablar de ello hoy. Lo que ese hombre hizo, lo que Pat Baxter hizo por una persona a la que no conocía, ni llegaría a conocer, fue de verdad el acto más justo que he visto nunca.
<a l:href="#_ftnref3">[3]</a> Juego de palabras intraducible donde se juega con el significado de in, «entrar», y el de inn, «posada». (N. del T.)