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Capítulo 18

Viernes, 19. 40 h, Río de Janeiro, Brasil

Era el final de una semana de agotador trabajo, y Luis Tavares notaba que la fatiga se extendía por todas sus articulaciones. Aun así, decidió que seguiría un poco más: aún había gente a la que tenía que ver.

Por lo visto, hacía poco habían gastado algo de dinero. Podía verlo a su alrededor. De repente, las calles estaban asfaltadas, y el alquitrán era tan reciente que aún olía. Los niños se apelotonaban alrededor de un televisor que podía verse a través del espacio abierto y sin puertas de la chabola. Luis sonrió, su insistencia ante las autoridades había funcionado. O eso o alguien había sobornado a la compañía eléctrica para que conectase aquellos chamizos a la red municipal. También cabía la posibilidad de que algunos hubieran pagado a escote a un electricista para que hiciera el trabajo a cambio de unos pocos reales.

Luis sintió la familiar punzada de la ambivalencia. Era consciente de que se suponía que debía defender el respeto a la ley y condenar cualquier forma de fraude; sin embargo, no podía evitar admirar a aquellos marginales, a los espabilados de las favelas, que hacían lo que fuera para proveer a sus comunidades. Aplaudía su determinación de conseguir un tramo de calle asfaltada o pupitres para las aulas. ¿De verdad podía condenarlos por infringir la ley? ¿Qué clase de pastor negaría lo mínimo a una gente que apenas tenía nada?

Le apetecía descansar, pero sabía que no lo haría. La menor pausa hacía que se sintiera culpable. Se sentía culpable cuando se despertaba: ¿cuánto trabajo habría podido hacer si no hubiera dormido? Se sentía culpable cuando comía: ¿a cuánta gente podría haber ayudado en la media hora empleada en alimentarse? Además, en la favela Santa Marta siempre había gente necesitada de ayuda. La pobreza resultaba irrefrenable, insaciable, como las olas en la playa, y Luis Tavares era el Canuto local, de pie en la orilla, gritándole al mar [5].

Siguió subiendo, dirigiéndose hacia la vista que sabía que lo impresionaría incluso después de tantos años. Desde aquel lugar privilegiado podría verse tanto la ciudad como el mar perdiéndose en la distancia. En noches como aquella, disfrutaba observando la centelleante alfombra de luz y los destellos de las demás favelas que se extendían a lo lejos. Y lo mejor de todo era que se hallaba cerca del lugar que había hecho famosa a Río de Janeiro: la estatua gigante de Cristo dominando la ciudad, el país y, por lo que a Luis Tavares hacía referencia, el mundo entero.

Mientras ascendía, el religioso reparó por enésima vez en cómo la calidad de las viviendas se deterioraba con la altitud. Al pie de la colina se hallaban las que todavía podían definirse como «casas». Sus estructuras eran sólidas, tenían paredes, techo y cristales en las ventanas. Algunas disponían de agua corriente, teléfono y televisión por satélite; pero a medida que uno subía montaña arriba, se hacían cada vez más escasas. Las construcciones ante las que pasaba en ese momento apenas podían calificarse de «refugios». Estaban pegadas unas a otras, sus paredes eran de oxidada plancha ondulada, y sus techos de plástico; las puertas consistían en un marco vacío, y las ventanas, en un agujero. Se apoyaban unas en otras como castillos de naipes. Aquel era uno de los principales barrios de chabolas; estaba próximo al lujoso distrito de la playa y resultaba abyecto.

Llevaba veintisiete años yendo por allí, desde que había salido del seminario. Todos sus compañeros baptistas habían tenido contacto con aquella desgarradora pobreza en algún momento de sus carreras, pero a ninguno lo había impresionado como a él. No había querido aprender sus lecciones y seguir adelante; había preferido quedarse y luchar a pesar de lo desigual de la lucha. Sabía que la pobreza es como la mala hierba: puedes arrancarla un día, pero reaparece al siguiente.

A pesar de todo, se resistía a considerar que su tarea había sido inútil. Casi diez mil personas se amontonaban en aquella ladera, y el alma de cada una de ellas había sido creada a imagen de Dios. Si uno de ellos conseguía comer, si cualquiera de ellos lograba dormir bajo un techo en lugar de en los fétidos callejones -porque no había espacio ni para una calle-, la vida entera de Luis Tavares tenía justificación. Al menos así era como él lo veía.

Le desagradaba no estar comprometido con ninguna actividad en concreto aquella noche, con nada relacionado con cuidar, dar de comer a alguna mujer hambrienta o abrigar a alguna criatura aterida, situaciones en las que podía verse un cambio al instante. No, su tarea de aquella noche era reunir datos para un informe que le habían pedido que presentara a un departamento del gobierno.

Solo que estuvieran interesados en recibir el informe ya era todo un acontecimiento, el resultado de nueve meses de cabildeo. El gobierno -ya fuera el federal, el estatal o el municipal- había desertado hacía años de lugares como Santa Marta. No iba por allí, no enviaba policía. Eran zonas adonde no llegaba el brazo de la administración, de modo que si sus habitantes deseaban algo -por ejemplo, un hospital o un lugar donde los chavales pudieran jugar a fútbol- se lo procuraban ellos mismos o daban la lata al gobierno hasta que lograban que les prestara atención.

Y ahí era donde intervenía Luis. Se había convertido en el defensor de Santa Marta: una semana la dedicaba a mover los hilos en la administración; la siguiente, en las organizaciones de beneficencia extranjeras solicitando que hicieran algo en beneficio de los pobres de las favelas, de los niños que crecían entre las cloacas a cielo abierto o escarbando los montones de basura en busca de algo que comer. Su arma preferida era la vergüenza; solía pedir a la gente que mirara Nagoa -el barrio de la colina que presumía de ser uno de los más lujosos de toda Sudamérica- y mostraba a continuación una foto de alguno de los niños de Santa Marta, que en una semana comía menos que cualquiera de los mimados perros de Nagoa en un solo día.

Esa noche estaba reuniendo testimonios, hablando con los habitantes de las zonas más castigadas de la favela. Ellos le contarían que necesitaban un hospital, qué servicios debería prestar y dónde debería emplazarse. Luego, él trasladaría aquella información a las autoridades en su informe. Luis incluso utilizaba una cámara de vídeo para que los habitantes de la favela pudieran hablar libremente.

En ese momento había llegado a su primera dirección, aunque no podía decirse que alguna de aquellas chabolas estuviera numerada. Entró y le sorprendió encontrarse con unos rostros que no le eran familiares. Eran todos jóvenes. Quizá dona Zezinha no había llegado.

– ¿Es mejor que espere? -preguntó a uno de los del grupo, pero no hubo respuesta-. ¿Esta es vuestra casa? -añadió dirigiéndose a un muchacho de expresión lobuna que parecía nervioso y evitaba su mirada-. ¿Qué ocurre? -preguntó al fin.

Como si fuera una respuesta, el muchacho de expresión lobuna sacó una pistola. La primera reacción de Luis Tavares fue pensar que el arma tenía un aspecto vagamente cómico porque era demasiado grande para la mano del chico. Pero entonces lo encañonaron. Antes de que tuviera siquiera la oportunidad de darse cuenta de que iba a morir, una bala le atravesó el corazón.

Luis Tavares murió con una expresión de sorpresa, más que de terror. Si alguien parecía asustado era su asesino. Sus verdugos cubrieron rápidamente el cadáver con una manta, tal como les habían ordenado, y después salieron corriendo para reunirse con el hombre que les había encargado el trabajo. Cogieron el dinero de su mano con ojos enfebrecidos y no lo oyeron cuando él les dio las gracias. Tampoco oyeron sus alabanzas por haber ejecutado la obra del Señor.


  1. <a l:href="#_ftnref5">[5]</a> Se dice que el rey Canuto de Inglaterra, para demostrar a sus cortesanos que era un ser humano común, gritó al mar que se detuviera… hasta que tuvo que retroceder por la subida de la marea. (N. del E.)