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Capítulo 23

Sábado, 8.49 h, Manhattan

Cuando repasaron los acontecimientos de la noche anterior, TC no mostró ningún interés hacia Yosef Yitzhok, y se centró en el rabino, en lo ocurrido dentro del aula y, más tarde, en el mikve. Sin embargo, una vez descifrado el misterioso mensaje, concentró su poderoso intelecto en el encuentro que puso punto final a la breve e infortunada visita de Will a Crown Heigths.

– Te equivocas en una cosa -le dijo a Will rápidamente-. No tiene sentido que Yosef Yitzhok llevara un ejemplar de The New York Times solo para demostrar a sus amigos que tú trabajabas para ese diario y decirles que debían tener cuidado. Ellos ya sabían que trabajabas para el periódico: el primer mensaje lo enviaron a tu dirección de correo electrónico de The Times. Es decir, que ya lo sabían. Tan pronto como se dieron cuenta de que tú no eras Tom Mitchell, sino Will Monroe, supieron que estaban tratando con el marido de Beth, el reportero de The Times.

– Entonces, ¿por qué dejaron a la vista el ejemplar del diario con mi reportaje? ¿Por qué lo llevó allí Yosef?

– No sabes si lo llevó él. Puede que hubiera estado allí antes.

– No. Seguro que… -Will se interrumpió. Después de su error con el Rebbe, ya no estaba seguro de nada. Creía haber oído que otra persona entraba en la sala, el ruido del papel al pasar las hojas; pero no había visto nada de todo aquello. Podía estar equivocado.

– ¿Y qué hizo Yosef Yitzhok? Si te parece, para abreviar lo llamaremos YY. ¿Qué te dijo YY cuando saliste?

– Se disculpó por lo que había pasado dentro. En ese momento me pareció que mentía y no hice caso. No obstante, puede que esa fuera su manera de decirme que no estaba conforme con lo que ocurría. ¡Igual es un disidente! Quizá pueda ayudarnos, ya sabes, desde dentro.

– Will, comprendo que estés nervioso, pero debes hacer un esfuerzo por mantener la cabeza fría. Esto no es como en las películas. Limítate a contarme lo que te dijo.

– Bueno, vale. Se disculpó, y luego me dijo aquello sobre mi trabajo: «Si quiere saber qué ocurre, piense en su trabajo».

– A ver… -TC empezó a caminar arriba y abajo por la habitación y se detuvo ante un cuadro del edificio Chrysler, que había pintado como si se derritiera bajo la lluvia del anochecer-. Ese tío ha visto tu reportaje en el periódico y sabe a qué te dedicas. Puede que no lo supiera hasta entonces.

– Creía que habías dicho que lo sabían desde el momento en que me enviaron el primer mensaje.

– Es verdad. Lo sabían. Lo sabía el rabino y también el especialista en ordenadores que te lo envió. Pero puede que YY no forme parte de su círculo de íntimos. Quizá para él fue una novedad.

– Así que es posible que estuviera allí, impaciente por avisarles de que yo era un reportero y que eso podía suponer problemas.

– Sí. Es posible, pero hay algo que no encaja. Si estaba en la habitación es porque le tienen la confianza suficiente para dejarle saber qué ocurre. Tiene que ser otra cosa. De todas maneras, pensemos por un momento que tienes razón, que no le gusta lo que está pasando e infringe el sabbat para decirte que no debes rendirte. ¿Por qué iba a decírtelo en forma codificada con este mensaje?

– No sé; por si tenía a alguien mirando por encima del hombro o por si se daba la circunstancia de que alguien metiera las narices en los mensajes que enviaba.

– De acuerdo -convino TC-. Aceptémoslo. Supón, además, que lo que te dijo anoche, lo de «píense en su trabajo», tenga algo que ver. Puede que lo que pretenda sea indicarte que debes seguir haciendo lo que haces en tu trabajo: seguir buscando, seguir haciendo preguntas.

– Supongo que debe de ser eso: que no lo deje, que siga investigando.

– De acuerdo, pues. Supongo que eso es lo que debe de significar.

Will se daba cuenta de que TC solo estaba convencida en parte.

– ¿Qué vas a hacer ahora? -prosiguió ella-. ¿Vas a contestar?

Él ni siquiera lo había pensado, pero TC tenía razón: debía pulsar «Responder», enviar su mensaje y ver qué pasaba. «¿Quién eres?» podía asustar a YY. «¿Qué quieres que haga?» era otra posibilidad. Debía acertar con el mensaje correcto.

– ¿Tú qué opinas, TC?

– Creo que necesito un café.

Por evidente falta de costumbre, ella encendió la cafetera y la radio a la vez. Esta última era un viejo receptor manchado de pintura que no estaba sintonizado en ninguna cadena musical, sino en la WNYC, la emisora de radio de la ciudad de Nueva York.

Will se recostó en el sofá y se forzó a pensar. Tenía que ocurrírsele algo que pusiera fin a aquel calvario. Beth había pasado la noche cautiva. Solo Dios sabía dónde y en qué situación se hallaba. Él había tenido la oportunidad de comprobar qué duros podían ser los hasidim cuando estuvieron a punto de ahogarlo y congelarlo. ¿Qué tormentos habrían infligido a la pobre Beth? ¿Qué extrañas normas les permitían torturar a una mujer que, según sus propias palabras, no había hecho nada malo? No le costaba imaginar lo asustada que estaría. «¡Piensa! -se dijo-. ¡Piensa!»; pero se quedó mirando el móvil y su codificado mensaje de ánimo -«No te detengas»- y la Blackberry, que hasta ese momento solo le había dado malas noticias. Tenía un aparato en cada mano, pero ninguno le sugirió nada.

En la radio sonó la melodía que anunciaba las noticias. Will miró la hora: las 9.00 h.

«Buenos días. Esta es la edición del fin de semana. El presidente promete una nueva iniciativa en Oriente Próximo. La conferencia baptista del sur manifiesta que va a iniciar una guerra contra lo que llama la "sordidez de Hollywood".Y en Londres tenemos más noticias del escándalo del año…»

Will hizo caso omiso de la mayor parte, pero prestó atención a la última noticia, relacionada con Gavin Curtis. Resultaba que aquel rubicundo clérigo al que vio en la televisión la otra noche tenía razón: Curtis había estado sustrayendo enormes cantidades de dinero del erario público. No millones, cosa que lo habría convertido en alguien inmensamente rico, sino cientos de millones. Según parecía, el dinero había sido desviado a una cuenta numerada de Zurich. El humilde ministro Curtis, el que se paseaba por la capital británica en un modesto utilitario, se había convertido en uno de los hombres más ricos del planeta.

En el estado de ánimo en que se encontraba, aquellas noticias le parecieron deprimentes. No eran más que la confirmación, a una escala mucho mayor, de todo lo que había vivido durante las últimas veinticuatro horas: uno no podía fiarse de nadie; nadie valía nada. Entonces, como un reproche a sí mismo, pensó en Pat Baxter y en Howard Macrae. En efecto, los dos habían hecho algo bueno, pero eran la excepción.

– Escucha esto, Will.

TC había subido el volumen, y Will reconoció la voz: era la del locutor principal de la emisora, que estaba dando las noticias locales.

«La INTERPOL ha realizado una extraña excursión hasta Brooklyn esta mañana que ha tenido como escenario principal la comunidad hasídica de Crown Heights. Los agentes del departamento de policía de Nueva York han explicado que están trabajando con la policía tailandesa en la investigación de un asesinato. La portavoz del departamento, Lisa Rodríguez, ha comentado que el caso está relacionado con el descubrimiento del cadáver de un importante hombre de negocios tailandés en la sede que la comunidad hasídica tiene en Bangkok. El hombre llevaba varios días desaparecido y se pensaba que había sido secuestrado. El rabino responsable del centro de Bangkok ha sido detenido, y las autoridades tailandesas han solicitado, a través de la INTERPOL, que la policía de Nueva York investigue el cuartel general del movimiento hasídico ubicado en nuestra ciudad, para ampliar las pesquisas.

«Ahora, el tiempo: en Manhattan…»

TC parecía muy pálida.

– Necesito salir de aquí -dijo de repente.

Parecía sufrir un ataque de claustrofobia. Recorrió la habitación en busca de sus cosas (el móvil, el bolso).Will sabía que no había otra alternativa: se marchaban.

Al verla así, se asustó. No había dudas sobre la reacción de TC: estaba claro que pensaba que Beth había sido asesinada o estaba a punto de serlo. Hasta ese momento, la anterior tranquilidad de su amiga, casi rayana en la despreocupación, le había consolado tanto como irritado; pero en ese instante, con ella cerrando de golpe la puerta metálica del montacargas y pulsando furiosamente los botones como si de ese modo pudiera lograr que aquel maldito cacharro fuera más deprisa, perdió esa sensación. Notó que sus manos sudaban. Mientras él perdía el tiempo jugando a detective aficionado, su querida Beth, su compañera, podía haber sido estrangulada o ahogada. Sus ojos se cerraron de espanto. «Más que ayer, menos que mañana.»

Salieron a la calle y TC lo agarró por la muñeca, guiándolo más que caminando con él, como si fuera una madre que arrastra a la guardería a su hijo recalcitrante.

– ¿Adonde vamos? -preguntó Will.

Habían recorrido un par de manzanas cuando ella entró en NetZone, un cibercafé donde de verdad servían café. Había ejemplares de The New York Times, incluido el suplemento dominical dedicado a las artes y al entretenimiento -que normalmente se distribuía un día antes-, repartidos al lado de las viejas y cómodas butacas. Comparado con aquel establecimiento, el Internet Hot Spot de Eastern Parkway parecía de otro mundo.

Pero TC no había entrado para tomarse un cappuccino. Tenía un propósito, de manera que pagó en el mostrador y se sentó con Will frente a un terminal libre.

– De acuerdo -le dijo-, conéctate.

Will recordó de repente cómo había sido salir con TC: siempre se había sentido como si él fuera el inexperto y ella la persona al mando. Durante un tiempo pensó que se debía a que ella era de Nueva York, y él un recién llegado, por lo que la dejaba hacer, ya que dominaba un entorno que a él le resultaba desconocido. No obstante, a pesar de que llevaba seis años viviendo en Estados Unidos, ella seguía comportándose igual. Will se dio cuenta de que sencillamente tenía tendencia a ser mandona.

– Espera un momento -le dijo-. Hablemos un segundo, ¿qué propones que haga?

– Conéctate a tu correo electrónico y te lo enseñaré.

– ¿Y por qué tenemos que hacerlo aquí? ¿Por qué no usar la Blackberry?

– Porque no puedo pensar mientras uso los dedos. Vamos, conéctate.

Will cedió y tecleó el código que permitía a los redactores de The NewYork Times acceder a su correo. Nombre, contraseña y ya estaba en su bandeja de entrada. No había sorpresas, solo la misma serie de mensajes que había visto en la Blackberry.

– ¿Dónde está el último mensaje de los secuestradores?

Will examinó la lista hasta dar con él: la serie de símbolos en el campo del nombre y «Beth» en la casilla de «Asunto». Lo abrió y leyó de nuevo aquellas palabras:

NO QUEREMOS DINERO.

Las noticias que acababa de escuchar sobre Tailandia hicieron que aquella frase se le antojara especialmente cruel. Si no era dinero lo que buscaban, ¿qué los motivaba, el simple y enfermizo placer de matar? Will notó que le hervía la sangre de rabia y desesperación.

– De acuerdo -dijo TC-.Ahora marca «Responder».

Will obedeció y ella se sentó a su lado en el mismo asiento. Sus cuerpos se tocaban desde los hombros hasta las rodillas. La joven se apoderó del teclado y empezó a teclear rápidamente con dos dedos:

Voy detrás de vosotros. Sé que sois culpables de lo ocurrido en Bangkok porque sé que estáis haciendo lo mismo en Nueva York. Tengo intención de acudir a la policía y contarle todo lo que he averiguado. Eso os implicará como mínimo en dos delitos graves, por no hablar de mi asalto, detención y tortura. Tenéis hasta las nueve de esta noche para devolverme a mi mujer. De lo contrario, hablaré.

Will leyó y releyó el mensaje; luego, observó el rostro de TC, que seguía con la mirada fija en el monitor. Tenía su perfil a escasos centímetros, y el pequeño diamante brillaba en su nariz. Había mirado aquel rostro desde ese mismo ángulo tantísimas veces que se le hacía extraño no besarlo.

– ¡Jesús! -exclamó al fin-. Esto parece un poco fuerte.

Se preguntó si no resultaba demasiado explícito mencionar el trato recibido la noche anterior, y recordó diversos juicios recientes que habían tenido lugar en Estados Unidos y en Gran Bretaña, donde se habían presentado correos electrónicos de algunos periodistas. ¿Qué iban a pensar de alguien que formulaba amenazas directas y decía que obstruiría la acción de la justicia, y todo ello desde una dirección de The New York Times? «¡Que se jodan!», fue lo único que se le ocurrió. Su esposa se hallaba en grave peligro. Todo estaba permitido. El mensaje de TC era claro y daba directamente en el blanco. Se disponía a enviarlo cuando algo llamó su atención.

– ¿Por qué hasta las nueve de la noche? ¿Por qué esa hora límite?

– Porque puede que no lo lean antes de que haya finalizado el sabbat. Debemos darles tiempo para que respondan.

Lo irracional de aquella situación no disminuía con el tiempo. La idea de unos asesinos piadosos, dispuestos a matar pero reacios a poner en marcha un ordenador antes de la hora permitida, resultaba demasiado absurda para que Will la aceptara. TC le había explicado que el sabbat no terminaba hasta que se cumplía un minuto concreto de la tarde del sábado. No era algo tan impreciso como «a la puesta de sol» o «cuando haya oscurecido». No. Tenía que ser a las 19.42 horas de la tarde. Quien no tuviera reloj, no tenía más que asomarse a la ventana. Si divisaba tres estrellas ya sabía que el sabbat había concluido y que podía reanudar su semana normal de trabajo.

Will no tenía ni idea de qué contestarían los hasidim. TC había ido tan deprisa, su deseo de actuar había encajado hasta tal punto con la furia que despertaban en él unos secuestradores capaces, según sabía en ese momento, de matar, que apenas había pensado en las consecuencias de lo que acababan de hacer. Sin duda se trataba de gente rara e impredecible. ¿Quién sabía cómo podían reaccionar? El tono de desafío de Will podía llevarlos a cometer una barbaridad, a decidir que se trataba de una provocación suficiente para asesinar a Beth. Eran capaces de matarla, y él se sentiría culpable por haber hecho caso a una antigua novia. Imaginó el dolor que supondría en el futuro tener que aprender a vivir con semejante culpa.

Sin embargo, ¿qué podía perder? Portarse bien no le había dado resultado. Necesitaba captar la atención de sus adversarios, obligarlos a que comprendieran que tendrían que pagar un precio si mataban a Beth. Aquel mensaje les decía que necesitaban su silencio y que para comprarlo debían respetar la vida de su esposa.

Además, contraatacar hacía que se sintiera bien. Recordó cómo se sintió la noche anterior, cuando se sumergió en la tibia agua del mikve antes del sabbat mientras Sandy estaba cerca: se sintió avergonzado de su desnudez, de su disposición a desnudarse con tal de congraciarse con aquellos a quienes habría debido combatir como enemigos. Pues bien, en ese momento estaba vestido y se disponía a enfrentarse a ellos. Con aquel mensaje no solo luchaba por su esposa, sino que también se comportaba como lo hacen los hombres.

Envió el mensaje.

– Bien -dijo TC, dándole un apretón en el brazo-. Buen trabajo.

La satisfacción de TC fue contagiosa y para Will se tradujo en una sensación de alivio. Por fin había hecho algo, por fin había movido ficha.

La tentación de dejarse caer en una de las cómodas butacas del cibercafé era irresistible. Se sentía exhausto, pero TC ya estaba empujándolo para que se pusiera en pie y se marcharan. No se trataba de impaciencia por parte de ella. Will sabía que estaba calculado, naturalmente. TC temía que el propio Will pudiera ser objetivo de los hasidim. Si alguna vez había albergado dudas, ya no: estaba convencida de que no convenía andarse con tonterías con la gente de Crown Heights. Las noticias de Bangkok se lo habían aclarado. Si al principio había sido escéptica, en ese momento estaba convencida.

Al salir, el móvil de Will vibró, pero él esperó a que estuvieran en la calle antes de atreverse a mirarlo siquiera. En la pantalla leyó: «Padre casa». El pobre hombre llevaba horas llamándolo, y él no le había enviado ni un mensaje de texto.

– ¿Hola? -contestó.

– ¡Gracias a Dios que estás ahí, Will! Estaba muy preocupado.

– Estoy bien. Un poco cansado, pero bien.

– ¿Qué demonios ha estado pasando? Me moría de ganas de llamar a la policía, pero no me atrevía hasta que al menos pudiera hablar contigo. De verdad, Will, he estado realmente a punto de hacerlo, pero me he contenido. ¡No sabes qué alivio es oír tu voz!

– No se lo habrás contado a nadie, ¿verdad, papá?

– Claro que no, pero no habrá sido por falta de ganas. Solo dime si has tenido noticias de Beth.

– No, pero sé dónde se encuentra y quién la retiene.

TC gesticuló señalando el móvil y llevándose un dedo a los labios como una severa maestra de escuela. Will captó el mensaje.

– Escucha, papá, creo que será mejor que sigamos hablando desde un teléfono normal. ¿Qué tal si te llamo dentro de un momento?

– ¡No! Tienes que decirme algo ahora mismo o me volveré loco. ¿Dónde tienen a Beth?

– Está en Nueva York, en Brooklyn.

Will lamentó al instante que se le hubiera escapado aquella información. Los teléfonos móviles eran terriblemente indiscretos, lo sabía por propia experiencia: los escáneres del periódico captaban las transmisiones de la policía con más facilidad que la NPR. Para aquellos que sabían cómo hacerlo, pinchar un móvil era un juego de niños.

– Pero, papá, ¡escúchame bien! ¡Nada de intentos privados de rescate! ¡Nada de que llames al que ahora es comisario jefe de la policía y que conociste en Yale! Lo digo en serio; podría estropearlo todo y a Beth podría costarle la vida. -Su voz temblaba, y no sabía si acabaría gritando a su padre o poniéndose a llorar-. ¡Prométemelo, papá! ¡Prométeme que no harás nada de nada!

Su padre respondió algo, pero Will no llegó a oírlo porque las últimas palabras quedaron ahogadas por otra llamada en la línea.

– De acuerdo, papá. Ahora voy a colgar. Hablaremos después. -No tenía tiempo para cortesías. Necesitaba que su padre colgara para poder atender la llamada que estaba entrando.

Pulsó los botones tan rápidamente como pudo, con los dedos insensibles por el cansancio, pero no se trataba de ninguna llamada. Lo que había oído era la señal de aviso de que acababa de recibir un mensaje de texto.

Notó que TC se apoyaba en su brazo y estiraba el cuello para poder ver la pantalla del móvil mientras permanecían de pie en medio de la calle.

«¿Leer mensaje?», preguntó estúpidamente el aparato.

– ¡Pues claro que quiero leerlo! -exclamó Will, furioso, pulsando el botón de «OK».

Pero el teclado estaba bloqueado. ¡Maldición! Tuvo que apretar más botones y se vio obligado a seguir el camino más largo, escoger los mensajes de texto, abrir la bandeja de entrada y esperar un rato mientras la pantalla lo informaba de que estaba abriendo una carpeta. Por fin, apareció el mensaje: cinco palabras, cortas, simples y totalmente misteriosas.