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Sábado, 13.53 h, Manhattan
Los presentes los miraban abiertamente o fingían no hacerlo mientras TC intentaba apaciguar a Will, que acababa de dar un puñetazo en la mesa y de estrellar una taza de café contra la pared. Una camarera apareció con una fregona.
– Hemos de mantener la cabeza fría -dijo TC.
– ¿Cómo quieres que mantenga la cabeza fría? ¡Esto es una jodida amenaza de muerte!
– Puede que esté intentando prevenirnos.
– ¿Prevenirnos? ¡Lo que nos está diciendo es que se disponen a matar a Beth! -Will levantó la vista; tenía los ojos enrojecidos.
El móvil volvió a vibrar. TC lo cogió primero, antes de que Will tuviera la oportunidad de hacerlo. Por primera vez recibían una frase con sentido:
AQUEL QUE VACILA ESTA PERDIDO.
TC lo examinó durante un segundo, antes de intentar encontrarle un significado alternativo. No tenía sentido. No, esta vez llegó a la conclusión de que se trataba de un tipo distinto de pista. Cabía incluso que no fuera una pista. Quizá se trataba simplemente de una advertencia en el sentido de que no podían perder tiempo. Mostró la pantalla a Will para que la examinara, y él pareció tranquilizarse un poco. Allí no había ninguna amenaza directa. Más bien sonaba como una llamada a la acción.
TC observó el mensaje un momento y después lo anotó en la primera página de su cuaderno, bajo los tres primeros. Will vio que había escrito pulcramente la primera y codificada versión a la izquierda y su equivalente descifrado a la derecha. Por un instante, Will se la imaginó en el colegio: la clase de chica que siempre tenía el plumier ordenado.
Mientras TC mordisqueaba el bolígrafo y se esforzaba por encontrar sentido al último acertijo, Will hizo lo posible por matar el rato: picoteó la comida, se mordió las uñas, tamborileó con los dedos en la mesa e intentó leer el periódico, pero no pudo concentrarse. Oyó que una pareja discutía: «No te creo», le decía la mujer al hombre. En el instante en que Will oyó aquellas palabras, se enderezó de golpe recordando la noche en el Carnegie Deli. Allí, Beth le había dicho algo precioso y sin ninguna ironía, a pesar de que él había intentado restarle importancia haciendo una broma. «Creo en ti y en mí», había declarado Beth; de repente deseó haberle contestado que él también creía en ella, porque era verdad: Beth constituía su verdadera fe.
El móvil vibró:
QUIEN NADA SABE DE NADA DUDA.
Esta vez, Will lo leyó en voz alta. Sabía cuál iba a ser la respuesta a su siguiente pregunta, pero la formuló de todos modos.
– ¿Has averiguado algo de la primera, de «Aquel que vacila está perdido»?
– Todavía no. «Quien nada sabe de nada duda.» ¿Qué puede querer decir? -TC estaba escribiendo las palabras con lápiz en un rincón de la página donde ya había garabatos.
– No lo entiendo -comentó Will por decir algo-. Parece una contradicción. En el primer mensaje nos dice que no vacilemos, que sigamos adelante, y ahora nos suelta que dudar es bueno. Ya sabes que solo los idiotas no tienen dudas.
– Dudar no es lo mismo que vacilar.
– ¿Y cuál es la diferencia?
– ¡Ahora mismo no lo sé! Estoy intentando pensar. Este tío quiere decirnos algo, ya sabes, algo como «adelante» o «pensad las cosas a fondo». No lo sé. En cualquier caso suena como si quisiera ayudar.
– No. Si realmente quisiera ayudar no se comunicaría con jodidos acertijos.
Otro mensaje:
LAS OPORTUNIDADES RARA VEZ SE PRESENTAN DOS VECES.
Tan pronto como Will lo hubo leído, TC murmuró:
– Lo de «dos veces» es interesante. Puede que nos esté diciendo que multipliquemos algo. Quizá lo estamos interpretando equivocadamente desde el principio. Quizá quiere que interpretemos las letras como si fueran números.
– ¿Qué?
– Sí, ya sabes, igual que funcionan los mensajes de texto, solo que al revés. Cogemos las letras y pensamos en ellas como números.
– ¿De qué estás hablando?
– Verás, una manera sería contar el número de letras en cada pista. Ese número podría resultar significativo. O puede que cada letra tenga asignado un equivalente numérico. Ya sabes: A es uno, B es dos…
Will estaba perplejo, pero TC no le hizo caso y se puso a escribir febrilmente en su cuaderno, resolviendo operaciones.
No había pasado un minuto desde el anterior mensaje, cuando el teléfono volvió a sonar:
UN AMIGO EN APUROS ES UN AMIGO DE VERDAD.
Will se irritaba cada vez más a medida que llegaban los mensajes. Si quien los enviaba trataba de ayudar, ¿por qué era tan críptico? Le entraron ganas de poder agarrar a Yosef Yitzhok por las solapas y zarandearlo: «¡Si lo que quieres es ayudar, hazlo!».
– Pero ¿qué pasa? -exclamó-. ¿Estamos en el Día Internacional del Acertijo? «Un amigo en apuros es un amigo de verdad.» ¿Qué demonios significa eso? ¿Cómo espera que lo resolvamos tan deprisa?
– Cálmate, Will. En estos momentos es lo único que tenemos. El es lo único que tenemos. Puede que ahora esté en algún lugar desde donde puede enviar mensajes de texto sin que nadie lo vea. Quizá esté intentando enviarnos todos los mensajes que pueda mientras le sea posible.
Tenía lógica. Will se mordió el labio. No quería iniciar una nueva discusión con TC justo en ese momento, cuando ella estaba tan concentrada en su papel de criptógrafa.
Will empezó a dar vueltas por el establecimiento dejando que sus poros se llenaran con la grasa de la hamburguesería, porque eso era en realidad aquel lugar, a pesar de que en esa época vendieran ensaladas. Fue hasta una zona donde había un televisor en marcha. Estaba sintonizado en el NY-1, el canal de noticias por cable de la ciudad, y mostraba las imágenes de la detención en Bangkok del rabino acusado de asesinato. El sospechoso aparecía con la típica imagen -barba, camisa blanca, traje negro y sombrero de ala ancha- mientras iba esposado y escoltado por dos jóvenes y ceñudos policías tailandeses; el hombre mantenía el rostro inclinado hacia el suelo, ya fuera por vergüenza o para evitar que lo reconocieran. En conjunto, la escena no podría haber sido más incongruente. La secuencia fue seguida de imágenes de la policía de Nueva York llegando a pie, en un gesto de sensibilidad, a Crown Heights, tras haber descartado hacerlo en sus habituales coches patrulla a pesar de haberlo ordenado así la oficina del alcalde.
Aquellas imágenes reavivaron la discusión que Will y TC habían mantenido varias veces a lo largo de aquella larga tarde.
– Debería presentarme allí ahora mismo.
– ¿Para qué? ¿Para que vuelvan a meter tu cabeza en agua helada?
– No. Les diría lo que tú y yo hemos escrito en ese correo electrónico. Que sé cuáles son sus intenciones y que deberían hacer un trato.
– Es demasiado arriesgado; podrías decir la palabra equivocada y empeorar la situación. La ventaja del correo electrónico era que podíamos controlar exactamente lo que se decía. -«Lo que se decía», de nuevo la cobarde forma pasiva. Evidentemente, TC se mostraba reacia a reconocer que había puesto aquellas palabras en boca de Will.
– No puedo dejar a Beth allí. ¡Quién sabe de lo que es capaz esa gente si se ven rodeados! ¡Se pueden dejar llevar por el pánico! ¡Uno de esos matones podría pasarse de la raya o mantenerle la cabeza bajo el agua un segundo de más!
– Tú sí que estás dejándote llevar por el pánico. Ya te lo he dicho. Esto es como escalar una montaña: no hay que mirar abajo; de modo que no debes pensar en eso. Además, ese lugar está lleno de policías. Hoy no se atreverán a nada mientras la policía ronde por allí. Lo que el tono de los mensajes de Yitzhok nos dice es que el juego todavía no ha empezado. Nada ha cambiado. No ha ocurrido nada irreversible.
– Salvo que tú no crees que sean de Yosef Yitzhok.
– No estoy segura. Eso es todo.
La discusión se repitió varias veces hasta que terminó de modo poco concluyente cuando los dos se sumieron en un hosco silencio. Más tarde, Will recordó que él y Beth nunca se peleaban. Discutían, pero no se peleaban. En cambio, él y TC lo habían convertido en un deporte olímpico.
Las interrupciones se sucedían cada vez que llegaba un mensaje. Aquellos textos, que al principio Will esperaba con nerviosa expectación, se estaban convirtiendo en algo rutinario, incluso aburrido. Leyó el último:
AL VENCEDOR, LOS DESPOJOS.
Aquello sonaba a amenaza, como si los hasidim estuvieran apuntándose un tanto con Beth, como si dijeran: «Si ganamos, nos la quedamos». Will notó que el odio se apoderaba de él.
– Ahora nos amenazan.
– Al vencedor, los despojos -repitió TC lentamente, como si lo estuviera tomando al dictado.
Will echó un vistazo a lo que parecía una retícula dibujada en el cuaderno de TC y que había sido pulcramente rellenada con cada nuevo mensaje de Yitzhok.
– ¿Qué tienes ahí?
– Lo de los números no ha funcionado, así que he asignado anagramas a cada uno. Algo he conseguido, pero nada que tenga coherencia. No hay una constante. He intentado convertirlo en acróstico…
– ¿En qué?
– En acróstico. Es cuando la primera letra de cada frase te proporciona las letras de la palabra oculta. Ya sabes: «Rosas rojas» te da la «R»; «Violetas azules», la «V». Hay algunos salmos que están escritos de esa manera: juntas las primeras letras de cada línea y obtienes otra línea de rezo. Era un truco: un poema de doce líneas con una decimotercera línea invisible.
– Lo entiendo. ¿Y qué tenemos si haces eso?
– ¿Hasta ahora? Lo que tenemos es «A, Q, L, U, A», y ni siquiera prescindiendo de los artículos conseguimos nada.
– ¿A qué coño está jugando? Espera… Llegaba otro mensaje:
LA BONDAD ES MEJOR QUE LA BELLEZA.
Will empezaba a sentirse sobrepasado. TC tenía que pensar como un gran maestro de ajedrez en una partida múltiple, yendo de un lado a otro y jugando a la vez un centenar de partidas distintas en un centenar de tableros diferentes. Le había costado un buen rato descifrar un mensaje, y en ese momento tenía seis.
– Will, no hay forma de resolver esto hasta que termine. Cada vez que se me ocurre una teoría, llega el siguiente mensaje y se la carga. Lo mejor será que primero tengamos todos los mensajes, y después ya intentaremos averiguar qué quiere decirnos ese tío.
– ¿Te refieres a YY?
– Sí, suponiendo que sea él.
– ¿Quién coño podría ser, si no?
– Déjame en paz, Will.
Él no podía culparla por sentirse exasperada. Sabía que se estaba comportando de un modo insufrible, descargaba en ella su rabia, su desdicha y su cansancio. TC no tenía por qué cargar con todo eso. Podía marcharse cuando le diera la gana, y él se quedaría colgado.
Quería pedir perdón, pero era demasiado tarde: sabiamente, TC le había dado la espalda para evitar que la situación empeorara. Lástima que ninguno de los dos hubiera mostrado tanta tenacidad cuando eran amantes.
Apenas habían pasado dos minutos cuando llegó otro mensaje:
A UN HOMBRE SE LE CONOCE POR SUS COMPAÑÍAS.
¿Era una forma de apremiarlo para que pensara en los individuos que lo habían interrogado la noche anterior y que acompañaban al rabino? «Olvídate de él y piensa en sus verdugos.» ¿Era eso lo que intentaba decirle?
Apenas medio minuto después:
LOS GRANDES ROBLES SURGEN DE PEQUEÑAS BELLOTAS.
¡Por Dios, qué irritante era aquel tipo! ¿Era alguna referencia indirecta a padres e hijos? Fuera quien fuese, estaba malgastando un gran esfuerzo al teclear aquellos largos textos cuando lo único que tenía que hacer era enviar unas pocas y sencillas palabras: la dirección donde retenían a Beth. La ira empezó a hervir en su interior y a subir por las venas del cuello.
Todavía no había enseñado a TC el último mensaje cuando empezó a escribir la respuesta:
Ya basta de juegos estúpidos. Ya sabes qué necesito.
Se arrepintió nada más mandarlo. ¿Y si asustaba a Yosef Yitzhok? Ella estaba en lo cierto: era lo único que tenían. Peor aún, ¿y si su mensaje era interceptado por alguno de los tipos duros de Crown Heights y este descubría lo que Yosef estaba haciendo y se lo cargaba? Will se imaginó a Yitzhok en un callejón, justo en las afueras de Crown Heights, encorvado sobre su móvil, puede que utilizando su chal de rezar para ocultarse, y a dos hombres surgiendo tras él, agarrándolo, arrebatándole el aparato y llevándoselo a rastras para un inesperado encuentro con el rabino.
A pesar de todo, Will notó que una descarga de catártica energía recorría sus venas. No podía seguir soportando la pasividad de aquella situación, allí sentado, con las manos entrelazadas, esperando que las distintas pistas encajaran como migajas salidas de la mesa de los hasidim. Replicar sentaba bien.
Poco a poco, el cielo se fue oscureciendo. Will empezó a caminar arriba y abajo con la Blackberry en las manos y dejándola pegajosa. Exactamente a las 19.42, TC le hizo un gesto de asentimiento para indicarle que el sabbat había llegado a su fin. Will miró el aparato, esperando ver parpadear una luz roja en cualquier momento; pero TC le indicó que no, que debía dejar que transcurrieran treinta minutos como mínimo antes de esperar recibir una respuesta. Había cosas que hacer tras el sabbat, incluida la ceremonia del Havdalah, en la que con vino, especias y una vela se decía un último adiós a ese día. Luego estaba el paseo desde la sinagoga para hacer el Havdalah en casa; y después de eso la mayoría de los hombres querrían probablemente refrescarse.
De modo que, aunque los hasidim leyeran el mensaje de Will en algún ordenador de su casa o despacho, no responderían desde allí, porque se podía rastrear con demasiada facilidad. No Will, desde luego, sino la policía en ulteriores investigaciones. Por lo tanto tendrían que acudir al Internet Hot Spot, y podían tardar una hora. Aun así, TC le advirtió que eso sería en el mejor de los casos. Will sabía que les había enviado un correo, pero ellos no. Y si no esperaban ninguno, ¿qué prisa iban a tener en ir a comprobarlo?
Por otra parte, ese día las cosas podían ser distintas. Crown Heights estaba lleno de detectives que investigaban un asesinato por orden de la INTERPOL. El rabino que había maltratado a Will no podría atenerse a su rutina habitual, sino que se vería obligado a responder a un montón de preguntas que no tendrían nada que ver con asuntos del Talmud. Se vería sometido a algún interrogatorio y estaría bajo presión; la idea de aquella inversión de papeles satisfizo enormemente a Will. Si ese era el ambiente, estaba seguro de que tendrían mil razones para comprobar el correo electrónico lo antes posible. Aun suponiendo que no esperaran noticias de Will, tendrían que comunicarse con su gente de Bangkok, de modo que estaba seguro de que encenderían sus portátiles tan pronto como fuera teológicamente adecuado.
Su corazonada se vio confirmada a las ocho en punto. Veinte minutos después de la puesta de sol, la luz roja de su Blackberry parpadeó. Will hizo girar la ruedecilla y vio la misma escritura, cuyos caracteres sabía ya que eran hebreos. «Re: Beth.»
SE HA METIDO USTED EN AGUAS PROFUNDAS. NO SE AHOGUE.