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Capítulo 37

Domingo, 14.23 h, Manhattan

Como de costumbre, paciencia y fortaleza miraban a lo lejos. Desinteresados de las fuentes de la sabiduría que custodiaban y de las multitudes hambrientas de conocimiento que avanzaban hacia ellos, mantenían sus respectivas posiciones imperturbablemente: centinelas de piedra, silenciosos guardianes del templo de la razón.

A Will siempre le había gustado aquel edificio. Como a todos los jóvenes, descubrir su propio conservadurismo lo había sorprendido, pero poco después de su llegada a Estados Unidos había descubierto que sentía un gran cariño -no, más que eso: casi necesidad- hacia los edificios antiguos. Era más inglés de lo que creía y le hacía falta la firmeza y solidez de los viejos muros de piedra. Había crecido en un país donde hasta el pueblo más insignificante podía presumir de tener una iglesia con más de dos, cuatro y hasta ocho siglos de antigüedad. Cuando lo tenía a su alrededor no reparó en ello, pero tras llegar a un país donde todo era reciente, la falta de aquella antigüedad casi lo aturdía, como al marinero que pone pie en tierra tras una larga navegación.

Nueva York era distinto. Al igual que Boston o Filadelfia, tenía suficientes ladrillos antiguos para que Will se sintiera a gusto. Y la Biblioteca Pública era un ejemplo perfecto: una estructura que podría haber sido arrancada de Londres u Oxford y depositada intacta, desde el aire, en Manhattan.

Mientras entraban, el teléfono de Will sonó de nuevo anunciando un mensaje:

3 VECES BESO LA PÁGINA.

Parecía obvio que se trataba de las últimas instrucciones que necesitaban. Si, según había averiguado TC, Pardes Rimonim era el nombre del libro, esas palabras podían indicar el lugar donde debían buscar e incluso el número de la página.

Subieron ágilmente los dos tramos de escalera hasta la sección Dorot Jewish y TC explicó a la bibliotecaria qué libro estaba buscando. Esta dio un respingo.

– ¿Se refiere al manuscrito de 1591 llamado Pardes Rimonim?

Will y TC cruzaron una mirada.

– ¿Se dan cuenta de que es un libro único y muy valioso? -prosiguió la bibliotecaria-. Solo están autorizados a manejarlo el director de la sala de lectura o su subalterno. ¿No pueden volver mañana?

– La verdad es que necesitamos verlo ahora mismo.

– Lo lamento, pero un libro así requiere un permiso especial. Lo siento.

– ¿Quién es esa mujer de allí, la que está tomando café? -TC señaló la oficina tras el mostrador.

– Es la subdirectora. Es su hora de comer.

– Vale. ¡Hola! ¡Señora, oiga…!

Will sintió una enorme vergüenza, pero TC apartó a la bibliotecaria y se inclinó sobre el mostrador; gritó e hizo señales a la subdirectora en medio del solemne silencio de la biblioteca. Los estudiosos que se hallaban concentrados en sus lecturas levantaron la cabeza para ver la causa de aquel vocerío. Aunque solo fuera para restablecer el orden, la subdirectora interrumpió su almuerzo y se acercó.

Funcionó. TC tuvo que escribir su nombre y dirección en el libro de visitas, rellenar un formulario y facilitar su identificación. Sin dejar de mascullar, la mujer desapareció para sacar un manuscrito de un armario cerrado con llave del interior del despacho. En total transcurrieron veinte largos minutos, que Will pasó observando los rostros de los lectores de fin de semana que lo rodeaban.

– Aquí está -dijo al fin la mujer acercándose a la mesa donde Will y TC habían montado su base de operaciones. No les entregó el libro ni tampoco lo dejó en la mesa, sino que lo depositó en un atril especial que evitaba que el lomo pudiera abrirse en exceso. TC sacó su cuaderno y buscó un bolígrafo-. Solo están autorizados los lápices. Nada de bolígrafos ni plumas cerca de un libro tan importante como este.

– Lo siento. Que sea un lápiz. Se lo agradecemos. Estoy segura de que no nos llevará mucho tiempo.

– Oh, no pienso marcharme. Voy a quedarme junto a este libro hasta que hayan acabado. Estas son las normas.

TC empezó a pasar las páginas con premeditada lentitud. El manuscrito era una reliquia de una época pasada. Confeccionado a mano en Cracovia, sus páginas guardaban cuatro siglos de historia. TC se sentía intimidada solo con tocarlo.

Will estaba sentado al lado de ella, mirando el último mensaje de texto. Preocupado por la mujer que los observaba, susurró a TC:

– Lo de besar la página, ¿tiene algún significado religioso?

– Los judíos besan sus libros de oraciones cuando están cerrados o si los dejan caer al suelo, pero no tres veces ni páginas concretas. -TC hablaba sin apartar la vista del texto. Parecía sobrecogida por aquel ejemplar.

Will sacó su libreta de notas. Quizá se expresara aritméticamente. Escribió distintas variantes del mensaje: «3 veces» como «3 X». Quizá «I» fuera «1», ¿cómo quedaría?: «3 X 1». No le decía nada.

Entonces echó un segundo vistazo a lo que tenía escrito. Un momento. Su mente retrocedió a los miércoles por la tarde de cuando tenía nueve años, a las clases de latín del señor McGregor. McGregor era un viejo maestro, siempre de negro y con el borrador de la pizarra en la mano, pero Will recordaba todo lo que le había enseñado, incluidos los juegos que solía hacer para enseñarles los números romanos.

A toda prisa, Will escribió «3 veces» como tres equis seguidas: «XXX». Luego, para «I kiss»… ¡Claro! ¡La «I» era un «1» romano! Y en cuanto a «kiss», «beso», ¿de qué modo se podía expresar un beso si no era mediante una equis? Por un brevísimo instante, recordó la primera vez que Beth firmó uno de sus mensajes de texto con una equis. Solo era una equis tras su nombre, pero le emocionó. Se hallaban en ese breve período inicial de una relación, en pleno enamoramiento, en el que nadie había pronunciado todavía la palabra «amor», pero la equis de Beth fue un aperitivo.

Lo escribió todo de cabo a rabo: «XXX» por «3 veces» y «IX» por «I kiss». Resultado: XXXIX.

– Ve a la página treinta y nueve.

TC obedeció lentamente, pasando las hojas con sumo cuidado, mientras Will se moría de ganas de arrancarlas para ver qué significaba el mensaje.

– Ya está -anunció TC.

Ante ellos tenían una página en la que había un dibujo: diez círculos distribuidos geométricamente y entrelazados por un complejo entramado de líneas. Will recordaba vagamente haberlo visto antes, pero tardó unos segundos en situarlo. Aquello le sonaba a los libros de química de su infancia que representaban en dos dimensiones las estructuras moleculares. Salvo que cada círculo llevaba escrita dentro una fórmula. Tuvo que forzar la vista para leerlas y descubrir que estaban en hebreo. Tanta geometría y pulcritud resultaban chocantes en un documento que databa de la Edad Media.

– ¿Qué es todo esto?

Se dio cuenta de que TC era reticente a contestar. Estaba encorvada sobre la imagen, y con su hombro le bloqueaba casi toda la visión.

– No estoy segura todavía. Tengo que seguir mirando.

– Vamos, TC. Tú sabes qué es esto -le susurró Will al oído-. Dímelo.

Consciente de la presencia de la bibliotecaria y no del todo segura, TC señaló el dibujo y empezó a hablar:

– Es la imagen clave de la cábala.

– ¿La cábala? ¿Tiene algo que ver con el rollo ese de Madonna y las cintas rojas?

TC alzó los ojos al cielo. En su rostro podía leerse una expresión que decía: «¿Por dónde empezar?».

– No. Todo eso no son más que tonterías de una famosa. Tienen tanto que ver con la cábala de verdad como el conejito de pascua con el cristianismo. Tú escucha.

– Lo siento.

– La cábala es un sistema de pensamiento que forma parte del misticismo judío. Se trata de una forma muy antigua de los estudios judíos que está vedada a la mayoría de la gente. Se supone que nadie puede acercarse a ella hasta cumplidos los cuarenta años. Y además, está reservada a los hombres.

– ¿Y qué hay de este dibujo?

– Viene a ser el punto de partida de la cábala. Lo contiene todo. Lo llaman «El árbol de la vida».

– ¡Dios mío!

– Sí, eso es exactamente lo que los cabalistas piensan que es: una representación esquemática de las cualidades de Dios. Cada uno de estos círculos es un Sefirah, es decir, un atributo divino. -TC señaló el de abajo-. ¿Lo ves? Empieza por abajo con Malchut, que significa «reino» y hace referencia al dominio físico. Luego, se ramifica en Yesod, «cimiento»; Hod, «gloria», y Nezah, «eternidad». A continuación sigue con Tiferet, «belleza»; Gevurah, «juicio», y Hesed, «misericordia». Más adelante, en lo alto del árbol, está Binah, que viene a ser el «entendimiento intelectual», y a la derecha, Hochmah, que es «sabiduría». Por último, en la cima, se halla Keter, «corona», algo así como la esencia divina.

– Por lo tanto, ¿estamos viendo la imagen de Dios?

– O la más aproximada de las imágenes posibles.

Will fue incapaz de decir nada, un escalofrío le había recorrido la espalda mientras TC hablaba. Puede que no fuera más que una absurda superstición, pero aquel conjunto de líneas y círculos, trazados tanto tiempo atrás y que durante generaciones solo se había enseñado a los que se mostraban capaces de afrontar sus secretos, parecía irradiar una especie de poder.

– Tiene gracia que hablemos de la imagen de Dios -prosiguió TC-. Los místicos creen que la razón de toda existencia radica en que Dios quería contemplar a Dios.

Will parecía perplejo.

– Hasta ese momento, solo había Dios. Nada más. Solo un Dios ilimitado e infinito. El problema estaba en que no había espacio para nada más. No había espacio para la creación de Dios, para el mundo físico que sería su imagen. Así, tuvo que contraerse, tuvo que dejar un poco de espacio para que esa especie de espejo suyo pudiera existir y reflejar su imagen. ¿Lo ves? Aquí lo pone. -Cogió otro libro, uno que había pedido mientras esperaban que les llevasen el manuscrito, y pasó rápidamente las páginas hasta que encontró lo que estaba buscando-. Hasta el momento del Zimzum, la contracción, «el Rostro no contemplaba el Rostro». Dios no se veía a sí mismo.

Will estaba fascinado por aquella imagen y, más aún, por la explicación que TC le estaba dando; sin embargo, también se sentía desanimado por ella. Aquellas eran las aguas profundas de la teología, ¿hasta dónde tendrían que bucear para encontrar la conexión con el momento que estaban viviendo, la que les llevaría hasta los hasidim, hasta sus víctimas y hasta Beth?

De nuevo sintió una oleada de rabia e indignación hacia Yosef Yitzhok. ¿Por qué no podía comunicarse simple y llanamente?

Antes no le había dado resultado, pero decidió volver a intentar una aproximación directa. Mientras TC seguía ensimismada en el dibujo, ladeando la cabeza a un lado y a otro para leer el texto de la página siguiente, cogió el móvil y, lejos de la mirada de la bibliotecaria, envió el siguiente mensaje a Yosef:

Estamos en la biblioteca. Vemos el dibujo. Necesitamos saber más.

Miró su reloj: eran las 15.30 horas. Eso significaba que en Bangkok era noche cerrada. Miró su Blackberry. Ninguna noticia de la sección de Internacional.

– Escucha -le dijo a TC-.Voy a salir un momento para llamar al periódico. Vuelvo en unos minutos.

– Tráeme un refresco.

En cuanto salió de la sala de lectura, Will empezó a marcar el número de la sección de Internacional. Andy contestó antes de que su amigo hubiera tenido tiempo de salir a la calle.

– Vaya, Will, ¿cómo estás? ¡Mierda! Se suponía que debía mandarte todo aquel material, ¿no? Lo siento, esto ha sido una casa de locos durante toda la tarde.

– ¡Andy, te dije que lo necesitaba sin falta!

– Lo sé, lo sé. Lo siento, la he jodido. Bueno te lo envío ahora mismo.

– Mira, será mejor que me lo leas, ¿quieres? No puedo esperar. -Will paseaba arriba y abajo al pie de la enorme escalinata.

– Will, aquí estamos muy ocupados -comentó Andy parodiando el acento inglés de su amigo, lo cual era buena señal-. Bueno, tendré que darme prisa y saltarme los nombres más raros, pero ahí va: «De John Bishop, Bangkok. Samak Sangsuk fue llorado ayer por quienes lo conocían bien y también por unos cuantos que no lo conocían de nada.

»E1 señor Samak, que según parece fue víctima de un complot internacional para secuestrarlo, formaba parte de la élite financiera tailandesa y había ganado una fortuna en el sector inmobiliario e invirtiendo en la creciente industria turística de Tailandia.»

«Adelante, sigue», pensó Will.

– «Pero también era conocido entre las clases menos favorecidas de Bangkok, cuyos miembros lo llamaban "Señor Funeral". A decir de algunos, el señor Samak mantenía una actividad paralela, una actividad que mantenía no con ánimo de lucro sino por una cuestión de conciencia: organizaba los funerales de los pobres.

»E1 señor Samak estaba en contacto con las funerarias y los hospitales -recordaba el domingo un viejo amigo-. Si les llegaba un cadáver y no había parientes o amigos que se encargaran de enterrarlo, llamaban al señor Samak. También lo llamaban en caso de que la familia no tuviera dinero para un entierro decente.»

Will notó que la sangre se le disparaba en las venas.

– Will, ¿sigues conmigo?

– Sí, sigue leyendo.

– «En el pasado, los indigentes de Bangkok acababan sus días en una fosa común, sin el lujo de un ataúd. Se atribuye al señor Samak el mérito de haber puesto fin a esa costumbre casi sin ayuda. No solo se hacía cargo de los gastos del entierro, sino que la gente de la ciudad asegura que también reunía a una congregación para la ceremonia, a menudo pagando unas pocas monedas para que acudieran plañideras. "Gracias al Señor Funeral -dijo un médico-, nadie más ha sido enterrado como un perro ni enterrado solo."»

Will ya había oído suficiente. Colgó y corrió escalinata abajo, disfrutando de la sensación del sol en el rostro. Primero, Macrae; luego, Baxter y, en esos momentos, Samak. No solo buena gente, sino gente notablemente buena. Aquello ya no era una coincidencia.

Encontró una tienda, compró algunas botellas de té helado y se encaminó de vuelta a la biblioteca. Tenía que poner al día a TC y desentrañar la relación que hubiera con el dibujo. Sin duda tenía que encajar.

En ese instante reparó en una figura que hasta ese instante se había mantenido en la periferia de su visión. Apartándose a un lado, como si temiera ser visto, había un hombre alto, vestido con vaqueros y una sudadera gris con capucha. Su edad, su color y su expresión resultaban imposibles de discernir: tenía el rostro oculto por la capucha. Pero algo estaba claro: seguía a Will.