Lunes, 10. 47 h, Manhattan
El buen pecador, historia de una vida y de una muerte en Nueva York.
Will lo leyó, no en la página B6 o B11, ni siquiera en la B3, sino en la Al: en la primera página de The New York Times.
Lo había mirado en el metro, mientras se dirigía al trabajo, lo había seguido mirando mientras caminaba hacia la redacción, y en esos momentos, sentado a su mesa, hacía esfuerzos para que nadie notara que seguía mirándolo.
Al llegar, se encontró un alud de felicitaciones en el correo electrónico; provenían tanto de colegas que se sentaban a menos de tres metros de distancia como de viejos amigos que vivían en otros continentes y que habían leído la historia en la versión on-line del periódico. Estaba recibiendo más alabanzas por el teléfono cuando notó que una corriente de energía barría las mesas como una fuerza magnética. Era Townsend McDougal, que había descendido del monte Olimpo para hacer una de sus raras visitas a las tropas. De repente, las espaldas se habían enderezado, y en los rostros había aparecido un rictus en forma de sonrisa. Will se fijó en que Amy Woodstein se apresuraba a retocarse el cabello, mientras que el veterano columnista de Sociedad barría su mesa con el brazo, escondiendo de paso, en el cajón de los lápices, varios paquetes arrugados de Marlboro.
El alto mando de The New York Times todavía se estaba acostumbrando a McDougal. Nombrado director ejecutivo hacía pocos meses, su elección había sido atípica. Sus inmediatos predecesores provenían de ese segmento de la sociedad neoyorquina que había producido algunos de sus hombres más conocidos y conferido buena parte de su sentido del humor y lenguaje: los judíos liberales. Los anteriores directores del Times habían tenido siempre el aspecto y las maneras de Woody Allen o Philip Roth.
Townsend McDougal era una apuesta totalmente distinta: aristócrata de Nueva Inglaterra, con orígenes que se remontaban al Mayflower y modales de WASP, utilizaba un sombrero Panamá en verano y mocasines de borlas en invierno. Pero no fue eso lo que inquietó a los veteranos del diario cuando se anunció su designación. Lo que convertía al nuevo director en un elemento que no encajaba era, sencillamente, que Townsend McDougal fuera un cristiano renacido.
Todavía no era obligatorio el estudio de la Biblia ni había pedido a sus periodistas que juntaran las manos y alzaran una plegaria antes de cada edición; pero, para un templo del laicismo como era The New York Times, aquello había supuesto una conmoción. Tanto críticos como columnistas estaban acostumbrados a usar un tono que, si bien no era burlón, sí resultaba distante. La cristiandad evangélica era algo que existía ahí fuera, en los vastos territorios del medio Oeste o el profundo Sur que se extendían entre costa y costa. Nadie lo expresaba abiertamente, y aún menos lo escribía, pero la opinión general era que la fe de los renacidos era patrimonio de las mentes simples. «Confía en Jesús» quedaba para las mujeres con pantalones de poliéster que veían a Pat Robertson en el 700 Club o para los alcohólicos en período de recuperación que necesitaban dar un giro a sus vidas y declarar su salvación colocando pegatinas en sus vehículos. No era para los refinados profesionales salidos de las universidades privadas.
Townsend McDougal había puesto en duda todos esos principios. Con él, los periodistas de The New York Times habían tenido que revisar la frase que decía que laicismo era igual a inteligencia. Desde su llegada, la religión había dejado de ser considerada de mal gusto, como el cabello largo o las cenas ante el televisor. Debía ser tratada con respeto. El cambio, desde en los artículos acerca de la moda hasta en la sección de Deportes, había empezado a hacerse visible a las pocas semanas de su llegada. El nuevo director ni siquiera había tenido que redactar una circular. No le había hecho falta.
En esos momentos caminaba entre el personal de la sección de noticias locales con la mirada puesta en una única persona.
– Oye, será mejor que cuelgue -dijo Will por teléfono en lo que confió que fuera un inaudible susurro.
Nada más colgar, McDougal se dirigió a él:
– Bienvenido al sanctasanctórum, William, a la primera página del mayor diario del mundo.
Will notó que se ruborizaba, pero no fue por el cumplido ni por la voz de bocina de McDougal alabándole ante toda la sección con un acento que casi podía pasar por inglés. No, fue por el uso que había hecho de su nombre, de «William». Will estaba convencido de que su padre había llegado a un acuerdo con McDougal para que no se mencionara públicamente que eran amigos. Will sabía que ya despertaba suspicacias por haber entrado en la plantilla -un nuevo y prometedor periodista- y no necesitaba que sus colegas pensaran que se beneficiaba de lo que era el lubricante de toda trayectoria profesional y que se llamaba «nepotismo».
Pero ya estaba dicho. Los decibelios de McDougal se habían encargado de difundirlo. El correo electrónico interno no tardaría en dar la voz de alarma: «¿A que no sabes a quién tutea el nuevo jefe?». En realidad, Will había presentado su solicitud para el puesto igual que todo el mundo: había enviado una carta y había tenido una entrevista. Sin embargo, a partir de ese momento, nadie iba a creerlo. Notó que el calor subía a su cara.
– Ha sido un buen comienzo, William. Has cogido un material en bruto y lo has convertido en algo digno de aparecer en primera plana. A veces me gustaría que algunos de tus colegas mostraran el mismo empuje y creatividad.
Will se preguntó si McDougal estaría haciéndoselo pasar fatal a propósito. ¿Acaso se trataba de algún tipo de rito iniciático como los que practicaban los Skull y los Bone en Yale, donde McDougal y su padre se habían hecho amigos? El director lo mismo habría podido dibujar una diana en la espalda de Will y repartir arcos y flechas por toda la redacción.
– Gracias.
– A partir de ahora espero más de ti, William. Seguiré tu carrera con sumo interés.
Dicho esto, McDougal desapareció envuelto en su traje gris, cortado a medida. El personal recobró su actitud anterior, y el columnista de Sociedad abrió el cajón de su mesa, cogió los cigarrillos y se dirigió hacia la salida de incendios.
Will experimentó una urgencia parecida. Sin pensarlo dos veces marcó el número de Beth, pero colgó al oír el segundo timbrazo. Una llamada para contarle su triunfo en el trabajo no haría sino confirmar todo lo que ella le había dicho la noche anterior. No, todavía le quedaba mucha penitencia por purgar.
– ¡Caramba, William! -Era Walton, que había hecho girar su silla para situarse frente al espacio que compartían con Woodstein y Schwartz, y mostraba una sonrisa maliciosa. Tenía todo el aspecto de un escolar travieso.
A pesar de tener casi cincuenta años cumplidos, había algo infantil en Terence Walton. Tenía la irritante costumbre de entretenerse con juegos de ordenador de alta tecnología mientras trabajaba, aporreando el teclado mientras liquidaba distintas formas de vida alienígenas para pasar al siguiente nivel. Sus dedos parecían estar permanentemente a la caza de distracción. Tan pronto había concluido una conversación telefónica, iniciaba otra. Siempre estaba concretando actividades fuera del trabajo: una intervención radiofónica aquí, una jugosa conferencia allá. Su trabajo en Delhi había recibido muchas alabanzas y era reclamado a menudo como experto. Su libro, La India según Terence Walton, era famoso por haber introducido al gran público en los problemas de un país que apenas conocía.
Sin embargo, en la redacción Walton no era tan estimado. Will se percató de ello enseguida. La ubicación de su mesa lo confirmaba: un antiguo corresponsal extranjero relegado a compartir mesa con los novatos de la sección de Local. Difícilmente se podía considerar el trato que se daba a una estrella. Lo que Will no sabía aún era qué había hecho Walton para merecerlo.
– Estábamos hablando de tu triunfal primera página -prosiguió Walton-. Buen trabajo. Claro que habrá quien dude, los escépticos de siempre se preguntarán qué hay detrás de esta historia. De todas maneras, yo no soy uno de ellos. No, William, yo no.
– Will. Me llamo Will.
– Pues el director parece creer que te llamas William. Puede que tengas que aclarárselo. De todas maneras, la pregunta es: ¿por qué, me pregunto yo, esta pequeña historia debe figurar en primera plana? ¿Qué fenómeno social ha desvelado? Me temo que nuestro nuevo director no acaba de comprender el sacrosanto espacio de la esquina inferior izquierda. No está destinado únicamente a las viñetas interesantes, sino que debería ser una ventana a un nuevo mundo.
– Pues creo que eso es precisamente lo que ha sido. Lo que he hecho ha sido corregir uno de los estereotipos clásicos de esta ciudad: ese hombre parecía un simple macarra, pero en realidad era mejor que eso.
– Sí, eso es estupendo. ¡Bien hecho! Un trabajo fantástico. Pero recuerda lo que se dice de la suerte del principiante: lo más difícil es que se repita. Dudo incluso que seas capaz de encontrar más «historias de gente corriente» -Walton puso voz de falsete- que puedan interesar a The New York Times; al menos a The New York Times para el que yo solía trabajar. Recuerda: una vez es una hazaña; dos, sería un milagro.
Will se volvió hacia su ordenador, a su página de correo. Aparecía el nombre de Amy Woodstein, y en «Asunto», la pregunta: «¿Tomamos un café?».
Cinco minutos más tarde, Will se encontraba en la espaciosa cafetería del periódico, paseando ante el escaparate donde se exhibían los objetos promocionales de The New York Times: gorras, sudaderas y miniaturas de los antiguos camiones de reparto. Amy apareció a su espalda llevando en la mano una taza de té.
– Solo quería decirte que siento lo de hace un momento. Es uno de los inconvenientes de trabajar aquí: hay demasiada testosterona. Ya sabes a qué me refiero.
– No importa.
– La gente es muy competitiva, en especial Terry Walton.
– Sí, esa impresión me ha dado.
– ¿Conoces su historia?
– Sé que fue corresponsal jefe en la oficina de Delhi y que se vio obligado a volver.
– Lo acusaron de manipular la cuenta de gastos, pero no pudieron demostrarlo. Esa es la razón de que siga todavía aquí. De todas maneras, su credibilidad está en entredicho.
– ¿Te refieres con respecto al dinero?
– ¡Oh, no! No solo por el dinero. -Amy rió con un deje de amargura.
– Pues entonces, ¿por qué?
– Escucha, yo no te he dicho nada, ¿de acuerdo?, pero mi consejo es que tengas tus libretas de notas a buen recaudo si Walton anda cerca. Y cuando hables por teléfono, hazlo en voz baja.
– No te entiendo.
– Terry Walton roba historias. Es famoso por ello. Cuando estaba en Oriente Próximo lo llamaban «el ladrón de Bagdad».
Will sonrió.
– La verdad es que no tiene gracia -añadió Amy-. En todo el mundo hay periodistas que podrían pasarse la noche hablando de las jugarretas de Terence Walton. Te lo digo en serio, Will. Pon bajo llave tus notas y todas tus cosas. De lo contrario, las leerá.
– ¿De modo que por eso escribe así?
– ¿Qué?
– Walton tiene una letra minúscula, completamente indescifrable. Lo hace a propósito, ¿no? Así se asegura de que nadie mete la nariz en sus cosas.
– Yo solo te aconsejo que vayas con cuidado.
Cuando Will volvió a su mesa, vio que Glenn Harden estaba dejándole un Post-it en la pantalla del ordenador donde ponía: «Sube a verme en algún momento».
– ¡Ah, estás aquí! -exclamó-. Tengo un mensaje para ti de la sección de Nacional. Te vas al oeste, chico.
– ¿Cómo dices?
– A Seattle. La mujer de Bates está de parto y Nacional necesita que lo sustituyamos. Según parece no tienen a nadie y te lo encargan a ti. -Harden elevó el tono-. Intenté ofrecerles a Walton, pero se disculparon con una vulgar excusa y te propusieron a ti. -Walton conversaba por teléfono y no prestaba atención-. Habla con Jennifer. Ella te buscará un billete.
– Gracias -balbuceó Will mientras una sonrisa se dibujaba en su rostro.
Sabía que aquello significaba un paso adelante, un voto de confianza. Sin duda sería algo temporal, pero estaba seguro de que Harden no quería que la sección de Local quedara en mal lugar frente a los de Nacional, a quienes tenía por unos esnobs; esperaba poder mostrar el mejor rostro de Local. Will tragó saliva al pensarlo. Y aquel rostro era el suyo.
– ¡Ah! -añadió Harden-, y no te olvides de meter tus chanclas en la maleta.