174263.fb2 Los amantes - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

Los amantes - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

5

El Great Lost Bear era toda una institución en Portland. Ocupaba un local de Forrest Avenue, lejos de la principal ruta turística del Puerto Antiguo, que en su día había albergado un bar, el Bottom's Up. Antes tocaban allí semi big bands, grupos en trayectoria ascendente o descendente, o que habían llegado a un estancamiento en el que lo único importante era tener bolos más o menos bien pagados delante de un público razonablemente numeroso, y a ser posible que no empezara a lanzar botellas cada vez que se apartaban de los grandes éxitos para interpretar una canción nueva.

Los antiguos focos del escenario seguían en la zona destinada ahora al comedor y daba la impresión de que los comensales no eran más que un preludio de la actuación principal, o de que ellos mismos eran la actuación principal. Una panadería ocupaba la otra mitad del edificio, y a las once y media de la noche, cuando se servía la última ronda en el bar, el local se llenaba de olor a pan horneándose, cosa que provocaba en los clientes ataques de hambre cuando la cocina ya estaba cerrada.

En 1979 el bar cambió de manos y pasó a conocerse como el Grizzly Bear, hasta que una cadena de pizzerías de la Costa Oeste puso pegas al nombre y hubo que llamarlo Great Lost Bear, que en todo caso resultaba más evocador. El Bear se distinguía principalmente, aparte de por su cordialidad y la circunstancia de que servía comidas hasta muy tarde, por su surtido de cervezas: cincuenta y seis cervezas de barril a todas horas del día, a veces incluso sesenta. Pese a estar situado en una zona tranquila de la ciudad, no lejos del campus de la Universidad del Sur de Maine, se había labrado una notable fama a lo largo de los años, y ahora el verano, antes un periodo de inactividad, era la época de mayor afluencia.

Además de contar con la clientela del barrio, el Bear atraía a los aficionados a la cerveza, en su mayoría hombres, y hombres de cierta edad. No alborotaban, no incurrían en excesos, y casi todos se conformaban con hablar de lúpulos y toneles y cerveceras artesanales desconocidas de las que ni siquiera los camareros habían oído hablar. De hecho, cuanto más desconocidas eran, tanto mejor, ya que en el Bear se creaba una especie de competitividad entre determinado grupo de bebedores. De vez en cuando la aparición de una mujer podía distraerlos de la conversación durante un rato, pero siempre habría mujeres; en cambio, uno no siempre estaba sentado al lado de un hombre que había catado todas las cervezas de producción artesanal de Portland, Oregon, pero no sabía nada de Portland, Maine.

Yo era el encargado del Bear desde hacía unos cuatro meses. No andaba escaso de dinero, todavía no, pero me pareció oportuno buscar algún empleo mientras Aimee Price llevaba mi defensa. Tenía una hija que mantener, por más que la madre no me agobiase con los pagos. A veces me preguntaba si Rachel no habría preferido que me apartara de la vida de Sam por completo, pese a que nunca había hecho el menor comentario que me indujera a extraer tal conclusión. Me permitía visitar a Sam en Vermont siempre que quisiera, a condición de que la avisara con cierta antelación. Aun así, a veces sentía la necesidad de ver a Sam (y la verdad sea dicha, a Rachel, ya que aún quedaba algo pendiente entre nosotros) y viajaba a Burlington de improviso. Al margen de alguna que otra mirada de desaprobación por parte del padre de Rachel, ya que ella y Sam vivían en la casa contigua a la propiedad de sus padres, esas visitas improvisadas no habían causado hasta el momento fricciones entre nosotros.

Rachel y yo nos habíamos acostado un par de veces desde la separación, pero ninguno de los dos había planteado la posibilidad de reconciliarnos. Yo no creía que fuera posible, no de momento, pero no por eso iba a dejar de amarla. Así y todo, era una situación que no podía durar. Cada vez nos distanciábamos más. La relación se había acabado, pero ninguno de los dos lo había expresado con palabras.

Pasaba un poco de las cuatro de la tarde del jueves, y el Bear aún estaba tranquilo. Bueno, relativamente tranquilo. Había tres hombres sentados a la barra. Dos eran parroquianos, los arquetípicos personajes de Maine en invierno: botas gastadas, gorras de los Red Sox e incontables capas de ropa que habrían bastado para protegerse de los efectos de una segunda glaciación hasta que a alguien se le ocurriera abrir un bar en una caverna y empezar a producir cerveza otra vez. Se llamaban Scotty y Phil. Normalmente los acompañaba un tercer hombre, un tal Dan, también conocido como «Dan el Gran», «Danny el Niño» o, cuando él no estaba delante, «Dan el Patán», pero ese día en concreto Dan no había ido y ocupaba su lugar un hombre a quien no se consideraba parroquiano, pero parecía a punto de adquirir ese rango ahora que yo trabajaba allí.

Eso no era necesariamente motivo de satisfacción. Jackie Garner me caía bien. Era leal y valiente, y mantenía la boca cerrada acerca de las cosas que había hecho en mi nombre, pero algo suelto le bailaba en la cabeza cuando andaba, y yo tenía mis dudas respecto a su cordura. Era la única persona a quien conocía que, de forma voluntaria, había asistido a la academia militar en lugar de a un instituto normal porque le gustaba la idea de que le enseñaran a disparar, apuñalar y volar cosas. También era la única persona a quien conocía que había sido expulsada discretamente de la academia militar a causa de su excesivo entusiasmo por los disparos, las puñaladas y, muy en especial, las voladuras, entusiasmo que lo convertía en un individuo potencialmente letal tanto para sus camaradas como para sus enemigos. Al final, el ejército le encontró un puesto en sus filas, pero nunca consiguió controlarlo del todo, y no cuesta mucho imaginar el callado hurra de los militares estadounidenses cuando por fin Jackie fue considerado no apto para el servicio.

Peor aún, allí a donde Jackie iba, lo seguían normalmente los hermanos Fulci, Tony y Paulie, y al lado de los Fulci, dos búnkers de forma humana, Jackie parecía la madre Teresa. Hasta el momento no habían honrado el Bear con su presencia, pero era sólo cuestión de tiempo. Aun no sabía cómo explicarle a Dave que tendría que reforzar un par de sillas para ellos. Mucho me temía que en cuanto se enterase de que quizá los Fulci acabaran siendo clientes asiduos me despidiese; eso, o se proveería de un cargamento de armas y se prepararía para un asedio.

– ¿Dan no anda por aquí? -pregunté a Scotty.

– No, está otra vez ingresado. Cree que igual es esquizofrénico.

No me extrañaba. Seguro que era algo terminado en «ico», y esquizofrénico no era un mal punto de partida.

– ¿Sigue saliendo con aquella chica? -preguntó Phil.

– Bueno, una de sus personalidades, sí -contestó Scotty, y se echó a reír.

Phil arrugó el entrecejo. No era tan listo como Scotty. Nunca había votado porque, en su opinión, las máquinas eran demasiado complicadas. Uno de sus hermanos, aún menos dotado que él intelectual-mente, acabó en la cárcel después de escribir al reality show «Atrapar a un depredador» de Dateline NBC pidiendo que le concertaran una cita con una menor.

– Ya sabes cuál: la que no es muy lista -prosiguió Phil como si Scotty no hubiese hablado. Se detuvo a pensar por un momento-. Se llama Lia. Más tonta que una caja de donuts.

Estaba claro que el viejo proverbio sobre la gente que vivía en casas de cristal no había hecho mella en Phil: era la clase de individuo que arrojaría una piedra contra una pared de cristal y se sorprendería de que no rebotase.

– Ahí te quedas corto -dijo Scotty-. La chica se hizo un tatuaje en la cárcel y ni siquiera sabía escribir su nombre. Tres putas letras. ¿Tan difícil es? Ahora lleva «Lai» tatuado en el brazo y va por ahí diciendo a la gente que es medio hawaiana.

– ¿No estaba en una secta?

– Sí. Tampoco sabía escribir el nombre, o eso, o movió la mano mientras se lo hacían. Ahora tiene que llevar tapado el brazo izquierdo, sobre todo en la iglesia.

– En fin, tampoco es que Dan el Gran sea lo que se dice un buen partido -comentó Jackie-. Vive con su madre y duerme en una cama con forma de coche.

– Jackie -señalé-, tú también vives con tu madre.

– Ya, pero no duermo en una cama con forma de coche.

Los dejé con lo suyo, planteándome si no serían aquellos tres los primeros a quienes debía prohibir la entrada en el bar, y fui a ayudar a Gary Maser a almacenar las botellas de cerveza nacional. Había contratado a Gary poco después de ponerme al frente del bar, y trabajaba bien. Cuando acabamos y serví sendos cafés para él y para mí, por desgracia seguían allí Jackie, Phil y Scotty. Jackie leía algo del periódico en voz alta.

– Ya está otra vez aquel tío, el de Ogunquit, aquel al que abdujeron los alienígenas -explicó-. Ahora sale con que ya no puede encender la tele. Dice que los canales empiezan a cambiar solos sin que él toque el mando, y entonces le zumba la cabeza. -Jackie reflexionó un momento-. ¿Por qué será que estas cosas siempre pasan en Ogunquit?

– O en Fort Kent -añadió Scotty.

– Uy, sí, Fort Kent, no veas -coincidió Phil.

Los tres asintieron con un gesto de solemne conformidad. En la Costa Este corría la idea de que en ciertas zonas recónditas del norte de Maine la gente se volvía muy rara. Como Fort Kent se encontraba tan al norte, en el territorio que había justo antes de adoptar la nacionalidad canadiense, se deducía que sus habitantes eran la rareza personificada.

– Porque, a ver -prosiguió Jackie-, ¿qué se piensan esos alienígenas que van a averiguar metiéndole una sonda por el culo a un fulano de Ogunquit?

– Aparte de lo evidente -señaló Phil.

– Como, por ejemplo, que no conviene volver a hacerlo -comentó Scotty.

– Lo lógico sería que abdujesen a generales o a científicos nucleares -continuó Jackie-, y en cambio lo único que hacen, al parecer, es llevarse a tarados y paletos.

– Soldados de a pie -dijo Phil.

– Es la primera tanda -apuntó Scotty-. A ésos es a quienes los alienígenas tendrán que…, ya sabéis, someter.

– Pero ¿para qué la sonda? -preguntó Jackie-. ¿Qué sentido tiene?

– Igual alguien les ha tomado el pelo -aventuró Phil-. Algún venusiano les habrá dicho: «Sí, cuando vas y les metes una sonda por el culo, se encienden».

– O suena música -agregó Scotty.

– La verdad es que no me lo explico -concluyó Jackie.

En el otro extremo de la barra un hombre escribía rápidamente en un cuaderno. Me sonaba su cara, y pensé que tal vez había estado allí la semana anterior, aunque no era un cliente asiduo. Tenía cincuenta y tantos años y vestía una chaqueta de tweed marrón y camisa blanca con el cuello desabrochado. Llevaba el pelo corto, y envejecía bien o gastaba mucho dinero en Grecian. Un rato antes, al servirle, había percibido el aroma de un aftershave caro. Le quedaba un dedo de cerveza en el vaso. Me acerqué a él.

– ¿Le sirvo otra?

Cuando me vio aproximarme, cerró el cuaderno y consultó el reloj.

– No, gracias. Tráigame la cuenta.

Asentí y se la di.

– Un local agradable -comentó.

– Sí, lo es.

– ¿Trabaja aquí desde hace mucho?

– No. Ni siquiera estaría trabajando hoy si uno de los camareros habituales no se hubiese puesto enfermo.

– ¿Y qué hace aquí? ¿Es el encargado?

– Soy el encargado del bar.

– Ah. -Mordiéndose el labio inferior, pareció estudiarme por un momento-. En fin, ya me voy. Hasta la próxima.

– Eso -dije. Lo observé marcharse. Jackie advirtió mi expresión.

– ¿Pasa algo? -preguntó.

– Seguramente no.

Durante el resto de la velada no tuve tiempo para pensar en el desconocido. En el Bear, el jueves se organizaba siempre la noche de la cerveza artesanal, y se presentaba una en particular como la marca del día; esa noche habíamos elegido una pequeña cervecera llamada Andrew's Brewing Company, un negocio familiar de Lincolnville. Al cabo de unos minutos estábamos con el agua al cuello, y nos las vimos y nos las deseamos para no acabar desbordados. Dos fiestas de cumpleaños con gran número de invitados, uno de los grupos casi íntegramente masculino, el otro sólo femenino, llegaron al restaurante al mismo tiempo y en el transcurso de la noche empezaron a fundirse en un todo indiscernible de carnalidad alimentada por el alcohol. Rara vez quedaba más de un taburete libre en la barra y daba la impresión de que todo el mundo quería comer además de beber. Escasos de personal como andábamos, Gary y yo tuvimos que trabajar seis horas sin descanso. Ni siquiera recuerdo ver marcharse a Jackie; yo debía de estar cambiando un barril cuando él salió.

– Todavía estamos en febrero, ¿no? -preguntó Gary mientras preparaba unos margaritas para Sarah, una de las camareras de mesa habituales, que siempre llevaba un pañuelo en la cabeza, por lo cual era fácil localizarla en noches como ésa.

– Eso creo.

– Entonces, ¿de dónde demonios ha salido toda esta gente? Es febrero.

A eso de las diez y media las cosas se tranquilizaron un poco y dispusimos de un rato para reabastecernos y ocuparnos de nuestras bajas. Uno de los cocineros se había hecho un buen corte en la palma de la mano con un cuchillo y la herida necesitaba unos puntos. Ahora que reinaba una relativa calma en el Bear, podía ir él mismo en coche a urgencias. Aparte de eso, en la cocina la situación era la de siempre: unas cuantas quemaduras menores y los ánimos exaltados. Algo debo decir en favor de los cocineros: siempre proporcionaban entretenimiento. Los que trabajaban en el Bear eran mejores que la mayoría. Conocía a gente en el sector que dedicaba una considerable parte de su tiempo a sacar de la cárcel bajo fianza a sus cocineros, encontrarles sitio donde dormir cuando sus medias naranjas los ponían de patitas en la calle y, de vez en cuando, someterlos a palos sólo para mantenerlos bajo control.

Un grupo de policías de Portland se había apostado cerca de la puerta. Gary venía atendiéndolos la mayor parte de la noche. El Bear era un local muy frecuentado por las fuerzas del orden de la ciudad: había aparcamiento, la cerveza era buena, servía cenas hasta la hora de cierre y estaba a una distancia prudencial del Puerto Antiguo y de la jefatura de policía de Portland, suficiente para darles la sensación de hallarse fuera del alcance del radar. Quizá también los atraía su aspecto de búnker. El Bear no tenía muchas ventanas, y si se apagaban todas las luces, dentro quedaba oscuro como boca de lobo.

De pronto, mientras yo los observaba, el grupo de policías se dispersó un poco y una figura conocida se abrió paso hasta la barra. Yo pensaba que todos eran policías de Portland, pero me equivocaba. Al menos uno de ellos era del estado: Hansen, el inspector de la jefatura de Gray, quien se deleitaba más que nadie con mi situación. Tenía un aspecto saludable, los ojos más verdes que azules, el pelo muy negro y una permanente sombra en la cara después de años de afeitarse con maquinilla eléctrica. Como de costumbre, vestía mejor que el policía medio. Llevaba un traje azul marino de buen corte y una corbata azul turquesa. Una aguja de oro destellaba al reflejarse en ella las luces de encima de la barra.

Tomó asiento lejos del grupo principal y colocó su vaso casi vacío en la barra. Luego entrelazó las manos y aguardó a que me acercase. Dejé pasar un par de segundos y me resigné a tener que tratar con él.

– ¿Qué le pongo, inspector?

No contestó. Apretando los dientes inferiores contra los incisivos superiores tensó la mandíbula. Me pregunté cuánto habría bebido ya y decidí que seguramente no mucho. No parecía un hombre a quien le gustase perder el control.

– Me he enterado de que trabaja usted en este bar -dijo.

– Ha tardado lo suyo en dejarse caer por aquí.

– Esto no es una visita de cortesía.

– Ya lo supongo. Dudo mucho que la cortesía forme parte de su manera de ser.

Apartó la mirada con un ligero cabeceo: un hombre razonable ante otro que no lo era en absoluto.

– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó, abarcando el bar, la clientela, quizás el mundo entero, con un gesto de desdén.

– Ganarme la vida. Usted y sus compinches me apartaron de la profesión que elegí. He buscado otra temporalmente.

– ¿«Temporalmente»? ¿Eso cree? Ha llegado a mis oídos que su abogada está haciendo muchas llamadas en su nombre, a ver si tiene suerte. Y a usted le aconsejo que acumule muchas propinas. Esa mujer no trabaja de balde.

– Pues he aquí una oportunidad para contribuir a la causa: ¿quiere que le sirva otra, o le dejo que se la llene usted mismo de orina y vinagre?

Hansen se inclinó hacia mí. En ese momento vi que tenía los ojos un tanto vidriosos. O había bebido más de lo que pensaba, o resistía mal el alcohol.

– Éste es un bar de policías. ¿Acaso no tiene dignidad? Permite que buenos policías lo vean así, trabajando detrás de una barra. ¿Qué se propone? ¿Restregárselo por la cara?

Ésa era una pregunta que me había hecho yo mismo. Incluso Dave había dicho, al ofrecerme el empleo, que lo entendería si yo no aceptaba porque lo frecuentaban policías. Le contesté que me traía sin cuidado lo que pensara nadie, pero quizá Hansen había puesto el dedo más cerca de la llaga de lo que yo quería admitir. Había algo de testarudez en mi decisión de trabajar en el Bear. No estaba dispuesto a escapar después de lo sucedido. Era cierto que a algunos de los policías que venían al bar parecía incomodarlos mi presencia, y un par de ellos manifestaban abiertamente su desdén, pero eran hombres a quienes en todo caso yo nunca les había inspirado gran simpatía. En cuanto a los demás, la mayoría no representaba ningún problema, y algunos incluso me habían expresado su pesar por el trato que había recibido. Pero daba igual. De momento, las cosas estaban bien como estaban. El trabajo me dejaba el tiempo necesario para llevar a cabo lo que me había propuesto.

– ¿Sabe qué le digo, inspector? Si no lo conociera como lo conozco, juraría que se le empina cada vez que me ve. A lo mejor quiere que le presente a ciertas personas. Tal vez así aliviaría un poco esa tensión.

O podría usted poner un anuncio en el Phoenix. Allí hay muchos muriéndose por un hombre de uniforme todavía en el armario.

Hansen dejó escapar una risotada desprovista de humor, como un dardo venenoso lanzado con una cerbatana.

– Más le vale conservar ese ingenio tan mordaz -dijo-. Un hombre que vuelve a una casa vacía apestando a cerveza necesita algo de que reírse.

– No está vacía -repliqué-. Tengo un perro.

Alcancé su vaso. Suponiendo que bebía Andrew's Brown, le serví otra y se la puse delante.

– A cuenta de la casa -dije-. Nos gusta tener contentos a los buenos clientes.

– Bébasela usted -repuso él-. Nosotros ya hemos hecho aquí lo que teníamos que hacer.

Sacó la cartera del bolsillo y dejó un billete de veinte dólares.

– Quédese con el cambio. No le dará para mucho, pero en Nueva York aún le daría para menos. ¿Quiere explicarme qué fue a hacer allí?

No debería haberme sorprendido. En los últimos meses la policía de carretera me había dado el alto cinco veces. Ésa era la manera elegida para transmitirme el mensaje de que no me habían olvidado. Probablemente en mi último viaje a Nueva York, a la ida o a la vuelta, un policía me había reconocido en el Portland Jetport y había hecho una llamada. En el futuro tendría que andarme con más cuidado.

– Fui a ver a unos amigos.

– Eso me parece bien. Un hombre necesita amigos. Pero como me entere de que está trabajando en un caso, acabaré con usted.

Se dio la vuelta, se despidió de sus compañeros y se marchó del bar. Gary se acercó a mí cuando Hansen salió.

– ¿Todo en orden?

– Todo bien. -Le di los veinte-. Creo que era de los tuyos.

Gary lanzó una mirada a la cerveza intacta.

– No se ha acabado la cerveza.

– No ha venido aquí a beber.

– ¿A qué ha venido, pues?

Era una buena pregunta.

– Por la compañía, supongo.