174263.fb2 Los amantes - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 23

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16

Mickey Wallace se marchó de Portland al día siguiente por la mañana temprano. Bullía de rencor, poseído de una ira que apenas podía contener y que le era ajena, porque Mickey rara vez se enfurecía verdaderamente. Pero su encuentro con Parker, unido a los esfuerzos de aquel amigo suyo, el Neanderthal, por amedrentarlo lo habían transformado por completo. Estaba acostumbrado a los intentos de intimidación de los abogados, y lo habían inmovilizado contra una pared y amenazado con daños más graves al menos dos veces, pero hacía muchos años que nadie le daba un puñetazo como el de Parker. De hecho, la última vez que se vio envuelto en algo parecido a una pelea en serio aún estaba en el instituto, y en esa ocasión tuvo la suerte de saltarle un diente a su adversario de un golpe. Lamentó no haber sido capaz de hacer lo mismo con Parker, y cuando tomó el puente aéreo en Logan, imaginó situaciones alternativas, una en la que obligaba al detective a hincarse de rodillas y lo humillaba, no a la inversa. Se deleitó con esas fantasías por unos minutos y luego las apartó de su mente. Ya encontraría otras maneras de conseguir que Parker se arrepintiese, entre ellas, por encima de todo, acabar el libro en el que tenía puesto todo su empeño y del que, según pensaba, dependía su prestigio profesional.

Todavía lo inquietaba lo experimentado en casa de Parker durante aquella noche de bruma. Había esperado que la intensidad de su reacción, su miedo y su confusión disminuirían, pero no había sido así. Por el contrario, siguió durmiendo mal, y la primera noche después de aquel encuentro se despertó a las 4:03, convencido de que no estaba solo en la habitación del motel. Encendió la lámpara junto a la cama, y la bombilla de bajo consumo cobró vida lentamente, propagando la luz por casi toda la habitación pero dejando en penumbra los rincones, lo que le produjo la incómoda sensación de que la oscuridad retrocedía de mala gana ante la luz, ocultando la presencia que él había percibido en los lugares que la lámpara no iluminaba. Recordó a la mujer agazapada junto a la puerta de la cocina y a la niña deslizando el dedo por el cristal del coche. Debería haber podido ver sus caras, pero no las vio, y sospechaba que al menos debía dar gracias por ese pequeño acto de misericordia. Sus caras se le ocultaron por una razón. Porque el Viajante se las había destrozado, ése era el motivo, porque no dejó allí nada aparte de sangre y hueso y cuencas vacías. Y tú no querías ver eso, desde luego que no, porque esa imagen te habría acompañado hasta que tus ojos se cerrasen por última vez y cubriesen tu propia cara con la sábana. Nadie sería capaz de contemplar ese grado de brutalidad sin quedar trastornado para siempre.

Y si ésas eran personas queridas, tu mujer y tu hija, en fin…

Una amiga y su hija; estaban de visita: así las había descrito Parker a Mickey, pero éste ni por un momento aceptó esa explicación. Eran visitantes, sí, pero no de las que duermen en la habitación de los invitados y se entretienen con juegos de mesa las noches de invierno. Mickey no comprendía su naturaleza, todavía no, y aún no había decidido si mencionar o no ese encuentro en el libro que presentase a la editorial. Sospechaba que no. Si incluía una historia de fantasmas en su narración, corría el riesgo de socavar el fundamento real de toda la obra. Por otra parte, esa mujer y esa niña, y sus padecimientos, representaban el núcleo del libro. Mickey siempre había considerado a Parker un hombre perseguido por los fantasmas de su esposa y de su hija, pero no literalmente. ¿Era ésa la respuesta? ¿Había visto Mickey la prueba de la presencia de auténticos fantasmas?

Y todas estas reflexiones e ideas las añadió a sus notas.

Mickey tomó una habitación en un hotel cercano a Penn Station, un típico establecimiento para turistas con un laberinto de habitaciones pequeñas ocupadas por asiáticos ruidosos pero correctos y familias de paletos que pretendían visitar Nueva York por poco dinero. A última hora de la tarde estaba sentado en lo que, desde su punto de vista, y el de la mayoría de la gente excepto los mendigos, era un antro, y se planteaba qué podía pedir sin poner en peligro su salud. Le apetecía un café, pero aquél semejaba uno de esos sitios donde pedir café por cualquier razón que no fuera una resaca se vería con malos ojos, si es que no se consideraba prueba irrefutable de tendencias homosexuales.

De hecho, pensó Mickey, incluso lavarse las manos después de una visita al baño podía verse con recelo en un tugurio como aquél.

Tenía un menú a su lado, y en una pizarra vio una lista de platos del día que bien podían haber estado escritos en sánscrito, de tanto tiempo como llevaban allí y de tan inmutables como eran, pero nadie comía. Nadie hacía prácticamente nada, porque Mickey era la única persona en el local, aparte del camarero, y éste parecía no haber consumido nada más que hormonas del crecimiento durante aproximadamente una década. Tenía bultos en sitios donde ninguna persona normal los habría tenido. Tenía bultos incluso en la calva, como si su coronilla hubiese desarrollado músculos para no sentirse excluida del resto del cuerpo.

– ¿Le pongo algo? -preguntó con una voz más aguda de lo que Mickey esperaba. Pensó que tal vez se debía a los esteroides. El camarero tenía unas peculiares protuberancias en el pecho, como si sus pectorales hubiesen engendrado sus propios pectorales secundarios. Estaba tan bronceado que se confundía con la madera y la mugre del bar. Mickey tuvo la impresión de hallarse ante unas medias de mujer repletas de balones de fútbol.

– Espero a alguien.

– Pues pida algo mientras espera. Considérelo el pago por el alquiler del taburete.

– Un sitio muy hospitalario -observó Mickey.

– Si busca hospitalidad, vaya a un centro de acogida. Esto es un negocio.

Mickey pidió una cerveza ligera. Casi nunca bebía antes de la noche, e incluso entonces solía limitar su consumo a una o dos cervezas, exceptuando la noche que visitó la casa de Parker, y ésa fue excepcional en muchos sentidos. En ese momento no se moría por una cerveza; es más, la sola idea de tomarse una le revolvía el estómago, pero no tenía intención de ofender a un individuo que parecía capaz de volverlo primero del revés y luego otra vez del derecho antes de que él se diera cuenta siquiera de lo que pasaba. Llegó la cerveza. Mickey la miró fijamente, y la cerveza le sostuvo la mirada. La espuma empezó a desaparecer, como en respuesta a la falta de entusiasmo de Mickey.

La puerta se abrió y entró un hombre. Era alto, dotado de la mole natural propia de quienes nunca han sentido la necesidad de recurrir a potenciadores artificiales del crecimiento más allá de la carne y la leche. Vestía un abrigo largo azul, que llevaba desabotonado y dejaba al descubierto una barriga de tamaño considerable. Tenía el pelo muy blanco, corto, y la nariz roja, no sólo por el viento frío de la calle. Mickey comprendió que había hecho bien en pedir una cerveza.

– Vaya -dijo el camarero-, pero si es el capitán. Cuánto tiempo sin vernos.

Tendió una mano, y el recién llegado se la estrechó afectuosamente, empleando la otra para darle una palmada en la voluminosa parte superior del brazo.

– ¿Qué tal, Hector? Veo que sigues tomando esa mierda.

– Así me mantengo grande y en forma, capitán.

– Te han salido tetas, y debes de estar afeitándote la espalda dos veces al día.

– Tal vez me deje crecer el pelo, así los chicos tendrán algo donde agarrarse.

– Eres un desviado, Hector.

– Y a mucha honra. ¿Qué te sirvo? La primera es a cuenta de la casa.

– Todo un detalle por tu parte, Hector. Un Redbreast, si no te importa, para sacudirme el frío de los huesos.

Se dirigió hacia el extremo de la barra, donde estaba sentado Mickey.

– ¿Es usted Wallace? -preguntó.

Mickey se puso en pie. Medía alrededor de un metro setenta y cinco, y el recién llegado lo aventajaba en quince o veinte centímetros.

– Capitán Tyrrell. -Se estrecharon la mano-. Muchas gracias por dedicarme un poco de su tiempo.

– Bueno, después de la invitación de Hector, las copas corren de su cuenta.

– Con mucho gusto.

Hector colocó un generoso whisky, sin estorbos como hielo o agua, junto a la mano derecha de Tyrrell. Éste señaló un reservado al fondo.

– Llevemos las copas allí. ¿Ha comido?

– No.

– Aquí preparan una hamburguesa excelente. ¿Come usted hamburguesas?

Mickey dudaba mucho de que en un sitio como aquél preparasen nada excelente, pero supo que no le convenía rehusar el ofrecimiento.

– Sí. Una hamburguesa no es mala idea.

Tyrrell levantó la mano y comunicó el pedido a Hector a voz en grito: dos hamburguesas, poco hechas, con todos los extras. Poco hecha, pensó Mickey. Dios bendito. La habría preferido casi carbonizada con la esperanza de matar todas las bacterias que pudieran haberse instalado en la carne. A saber si no sería ésa la última hamburguesa que comía en su vida.

Hector introdujo el pedido debidamente en una caja registradora de una modernidad asombrosa, si bien la manejaba como un simio.

– Wallace: un buen apellido irlandés -observó Tyrrell.

– Belga-irlandés.

– Vaya una mezcla.

– Europa. La guerra.

La expresión de Tyrrell se suavizó, transformándose en un desagradable gesto de sentimentalismo, como un dulce de malvavisco reblandeciéndose.

– Mi abuelo sirvió en Europa. En los Reales Fusileros Irlandeses. Le pegaron un tiro por la molestia.

– No sabe cuánto lo siento.

– Ah, no, no murió. Aunque perdió la pierna izquierda por debajo de la rodilla, eso sí. En aquellos tiempos no había prótesis, o no como las de ahora. Cada mañana se plegaba la pernera y se la prendía con imperdibles. Creo que lo lucía con orgullo.

Levantó la copa ante Mickey.

– Sláinte -dijo.

– Salud -respondió Mickey. Bebió un buen trago de cerveza. Por suerte, estaba tan fría que apenas percibió el sabor. Metió la mano en la cartera y sacó un cuaderno y un bolígrafo.

– Derecho al grano -observó Tyrrell.

– Si prefiere esperar…

– No, no. Me parece bien.

Mickey extrajo una pequeña grabadora digital Olympus del bolsillo de la chaqueta y se la enseñó a Tyrrell.

– ¿Le importa si…?

– Sí me importa. Guárdesela. Mejor aún, quite las pilas y deje ese artefacto donde yo lo vea.

Mickey obedeció. Complicaría las cosas, pero era un taquígrafo aceptable y tenía buena memoria. En cualquier caso, no reproduciría textualmente las palabras de Tyrrell. Eso formaba parte de la investigación de fondo, muy de fondo. Tyrrell lo había dejado bien claro al acceder a reunirse con Mickey. Si su nombre llegaba a relacionarse con el libro, por remotamente que fuera, le pisotearía los dedos hasta dejárselos como tirabuzones.

– Cuénteme algo más sobre ese libro que está escribiendo.

Mickey así lo hizo. Omitió los elementos más artísticos y filosóficos de su propuesta e intentó ofrecer una imagen lo más neutra posible mientras describía su interés en Parker. Si bien aún no había determinado la opinión de Tyrrell acerca del sujeto, sospechaba que en general era negativa, aunque sólo fuera porque de momento todos aquellos que sentían simpatía o respeto por Parker se habían negado en redondo a hablar con él.

– ¿Ya ha conocido a Parker? -preguntó Tyrrell.

– Pues sí. Le propuse una entrevista.

– ¿Y qué pasó?

– Me dio un puñetazo en la tripa.

– Muy propio de él. Es un hijo de puta, un matón. Y eso no es lo peor que puede decirse de él.

Tomó un sorbo de whisky. Ya casi se había bebido la mitad.

– ¿Quiere otro? -preguntó Mickey.

– Cómo no.

Mickey se volvió hacia la barra. Ni siquiera tuvo que pedir. Hector asintió y fue por la botella.

– ¿Y bien? ¿Qué quiere saber de él? -preguntó Tyrrell.

– Quiero saber todo lo que usted sepa.

Y Tyrrell empezó. Primero habló del padre de Parker, que había matado a dos jóvenes en un coche y luego se había suicidado. No pudo ofrecer más información sobre los asesinatos, aparte de insinuar que el padre padecía algún trastorno que el hijo había heredado: un gen defectuoso, quizás; una predisposición hacia la violencia.

Junto con la segunda copa de Tyrrell llegaron las hamburguesas. Éste comió, pero Mickey no. Estaba muy ocupado tomando notas, o ésa sería la excusa si le preguntaban.

– Creemos que el primer hombre al que mató se llamaba Johnny Friday -contó Tyrrell-. Era un chulo de putas, muerto de una paliza en los lavabos de una estación de autobús. No fue una gran pérdida para el mundo, pero ésa no es la cuestión.

– ¿Por qué sospecha de Parker?

– Porque él estaba allí. Las cámaras lo captaron entrando y saliendo de la estación en la franja horaria del asesinato.

– ¿Había cámaras en la puerta de los lavabos?

– Había cámaras por todas partes, pero ninguna grabó su imagen. Sólo lo vimos entrar y salir de la estación.

Mickey quedó desconcertado.

– ¿Y eso cómo es posible?

Tyrrell vaciló por primera vez.

– No lo sé. Por aquellas fechas sólo eran fijas las cámaras que estaban en las puertas. Era una manera de reducir costes. Las demás giraban de un lado al otro. Supongo que Parker cronometró la rotación y coordinó sus acciones con el movimiento de las cámaras.

– Eso no es nada fácil.

– Fácil no, pero tampoco imposible. Aun así, fue raro.

– ¿Lo interrogaron?

– Un testigo lo situó en el lugar del crimen: un hombre del servicio de limpieza de los lavabos. Coreano. No hablaba más de tres palabras en inglés, pero identificó a Parker en la imagen captada por las cámaras de las puertas. Bueno, identificó la imagen de Parker como una de cinco posibles entre una serie de imágenes. El problema es que a él todos le parecíamos iguales. De esas cinco personas, cuatro eran tan distintas entre sí como usted y yo. De todos modos, Parker fue llevado a la comisaría y accedió a someterse a un interrogatorio. Ni siquiera solicitó la presencia de su abogado. Admitió haber estado en la estación, pero nada más. Dijo que fue allí por un asunto que le habían encargado: la búsqueda de un fugitivo. Se verificó. Por entonces llevaba un caso de una adolescente fugada.

– ¿Y ahí quedó la cosa?

– No había pruebas suficientes para procesarlo, ni interés en hacerlo. Era un ex policía que había perdido a su mujer y a su hija hacía sólo unos meses. Puede que sus compañeros no lo adoraran, pero los polis se apoyan entre sí en los momentos difíciles. Procesarlo habría estado tan mal visto como acusar a Ricitos de Ora de robo con fractura. Y como he dicho, Johnny Friday no era ningún boy scout. Mucha gente opinaba que alguien le había hecho un servicio a la humanidad retirándolo del equipo permanentemente.

– ¿Por qué no era apreciado Parker?

– No lo sé. No tenía madera de policía. Nunca se integró. Siempre hubo algo extraño en él.

– ¿Y por qué entró en el cuerpo?

– Por una lealtad mal entendida al recuerdo de su padre, supongo. Tal vez pensó que podía compensar la muerte de aquellos dos chicos siendo un policía mejor que su padre. Si quiere saber mi opinión, es prácticamente el único acto admirable de ese hombre en toda su vida.

Mickey no insistió por ese lado. Le asombraba la intensidad del rencor de Tyrrell por Parker. No imaginaba qué podía haber hecho Parker para merecerlo, como no fuese incendiar la casa de Tyrrell y luego tirarse a su mujer entre las cenizas.

– Ha dicho que Johnny Friday fue el primer asesinato. ¿Hubo otros?

– Supongo que sí.

– ¿Supone?

Tyrrell pidió un tercer whisky con una seña. Estaba aminorando un poco la marcha, pero se mostraba cada vez más irritable.

– Mire, de la mayoría hay constancia: aquí, en Louisiana, en Maine, en Virginia, en Carolina del Sur. Ese hombre es como la Parca o el cáncer. Si sabemos de todos esos casos, ¿no cree que habrá otros que desconocemos? ¿Cree que avisó a la policía cada vez que él o uno de sus amigos paraban el reloj de alguien?

– ¿Sus amigos? ¿Se refiere a dos hombres conocidos como Ángel y Louis?

– Sombras -dijo Tyrrell en voz baja-. Sombras con dientes.

– ¿Qué puede decirme de ellos?

– Rumores, casi todo. Ángel cumplió condena por robo. Tengo entendido que Parker lo utilizó como informante y a cambio le ofreció protección.

– ¿Empezó como relación profesional, pues?

– Podría decirse que sí. El otro, Louis, es más difícil de definir. Sin detenciones, sin antecedentes: es un espectro. El año pasado supimos de cierto incidente. Alguien envió a un par de matones a un taller mecánico en el que, según se cree, Louis era socio capitalista. Un tipo, uno de los agresores, acabó en el hospital. Al cabo de una semana murió a causa de las heridas. Después…

Hector apareció junto a su codo y sustituyó el vaso vacío por otro lleno. Tyrrell se interrumpió para echar un trago.

– Bueno, aquí viene lo más raro. También murió uno de los amigos, socios o lo que sea de Louis. Dijeron que fue un infarto, pero a mí me llegó una versión distinta. Según un empleado de la funeraria, tuvieron que rellenar un orificio de bala en la garganta.

– ¿Quién fue? ¿Louis?

– No, él no hace daño a sus allegados. No es esa clase de asesino. Según los rumores, fue una venganza que salió mal.

– Eso es lo que fue a hacer a Massena -comentó Mickey, más para sí que para Tyrrell, que en todo caso no pareció darse cuenta.

– Con esos dos pasa lo mismo que con él: alguien vela por ellos -afirmó Tyrrell.

– ¿Vela por ellos?

– Un hombre no consigue hacer lo que Parker ha hecho, matar impunemente, a menos que alguien le guarde las espaldas.

– Los homicidios de los que hay constancia estuvieron justificados, según he oído.

– ¡Justificados! -exclamó Tyrrell-. ¿No le extraña que ninguno de ellos, ni uno solo, haya llegado a los tribunales? ¿Que toda investigación de sus actos lo haya exonerado o se haya quedado en agua de borrajas?

– Está hablando de una conspiración.

– Estoy hablando de protección. Estoy hablando de gente con intereses creados en mantener a Parker en la calle.

– ¿Por qué?

– Lo ignoro. Puede que sea porque aprueban lo que hace.

– Pero ha perdido la licencia de investigador privado -adujo Mickey-. No puede tener un arma de fuego.

– No puede portar legalmente un arma de fuego en el estado de Maine. Pero puede dar por hecho que tiene armas almacenadas en algún sitio.

– Lo que quiero decir es que si existía una conspiración para protegerlo, algo ha cambiado.

– No tanto como para que acabe entre rejas, que es lo que se merece. -Tyrrell golpeteó la mesa con el dedo índice para dar mayor énfasis.

Mickey se reclinó. Había llenado páginas y páginas de anotaciones. Le dolía la mano. Observaba a Tyrrell, que mantenía la mirada fija en su tercer whisky. Le habían servido generosamente, copas como no había visto en ningún bar. Si él hubiese consumido semejante cantidad de alcohol, ya estaría dormido. Tyrrell permanecía recto, pero se encontraba en las últimas. Mickey no iba a sacarle nada más de provecho.

– ¿Por qué lo odia tanto?

– ¿Eh? -Tyrrell levantó la vista. Pese a los vapores de la embriaguez progresiva, le sorprendió una pregunta tan directa.

– A Parker. ¿Por qué lo odia tanto?

– Porque es un asesino.

– ¿Sólo por eso?

Tyrrell parpadeó lentamente.

– No. Porque hay algo en él que no cuadra, no cuadra en absoluto. Es como… Es como si no tuviera sombra, o imagen en el espejo. Parece normal, pero si uno lo mira con atención, no lo es. Es una aberración, una abominación.

Dios santo, pensó Mickey.

– ¿Va usted a misa? -preguntó Tyrrell.

– No.

– Pues debería. Un hombre ha de ir a misa. Le ayuda a verse a sí mismo en perspectiva.

– Lo tendré en cuenta.

Tyrrell alzó la mirada, su semblante transformado. Mickey se había extralimitado.

– No se pase de listo conmigo, muchacho. Fíjese en usted, escarbando en la inmundicia, esperando embolsarse unos dólares a costa de la vida de un hombre. Es un parásito. No cree en nada. Yo sí creo. Creo en Dios, y creo en la ley. Distingo el bien del mal, la bondad de la maldad. He vivido siempre conforme a esos principios. He limpiado esta ciudad distrito a distrito, eliminando de raíz a aquellos que se pensaban que por ser representantes de la ley estaban por encima de la ley. Pues bien, yo les demostré su error. Nadie debe estar por encima de la ley, y menos los policías, da igual si llevan la placa ahora o si la llevaron hace diez años, hace veinte. Encontré a los que robaban, a los que se aprovechaban de los camellos y las fulanas, a los que administraban su versión de justicia callejera en callejones y apartamentos vacíos, y les pedí cuentas. A la hora de rendirlas, no dieron la talla.

»Porque hay un proceso en marcha. Hay un sistema de justicia. Es imperfecto, y no siempre funciona como debería, pero es lo mejor que tenemos. Y cualquiera, cualquiera que se aparte de ese sistema para erigirse en juez, jurado o verdugo de los demás es enemigo de ese sistema. Parker es enemigo de ese sistema. Sus amigos son enemigos de ese sistema. Por culpa de sus actos, otros consideran aceptable actuar de la misma manera. Su violencia engendra más violencia. No pueden llevarse a cabo acciones malvadas en nombre del bien común, porque el bien se deteriora. Se corrompe y contamina por lo que se ha hecho en su nombre. ¿Lo entiende, señor Wallace? Ésos son hombres grises. Cambian los límites de la moralidad a su conveniencia y emplean los fines para justificar los medios. Para mí, eso es inadmisible, y si tiene usted una pizca de decencia, opinará lo mismo que yo. -Apartó el vaso bruscamente-. Ya hemos terminado.

– Pero ¿y si los otros no actúan, si no pueden actuar? -preguntó Mickey-. ¿Vale más dar rienda suelta al mal que sacrificar una pequeña parte del bien para plantarle cara?

– ¿Y eso quién lo decide? -preguntó Tyrrell. Se tambaleó un poco mientras se ponía el abrigo, pugnando por encontrar los agujeros de las mangas-. ¿Usted? ¿Parker? ¿Quién decide cuál es el nivel aceptable del bien que ha de sacrificarse? ¿Cuánto mal ha de cometerse en nombre del bien antes de que se convierta él mismo en mal?

Se palpó los bolsillos y oyó complacido el tintineo de las llaves. Mickey confió en que no fuesen llaves de coche.

– Vaya a escribir su libro, señor Wallace. Yo no lo leeré. Dudo mucho que tenga algo que decirme que no sepa ya. Pero le daré un consejo de balde. Por muy malos que sean los amigos de Parker, él es peor. Yo me andaría con cuidado al preguntar por ellos, y tal vez preferiría dejarlos fuera de la historia por completo, pero Parker es letal porque se cree parte de una cruzada. Espero que lo presente como el canalla que es, pero yo no le daría la espalda en ningún momento.

Tyrrell formó una pistola con la mano, apuntó a Mickey y dejó caer el pulgar como el percusor contra la recámara. A continuación salió del bar con paso un tanto vacilante, no sin antes estrecharle la mano a Hector una vez más. Mickey guardó el cuaderno y el bolígrafo y fue a pagar la cuenta.

– ¿Es usted amigo del capitán? -preguntó Hector mientras Mickey calculaba la propina y la anotaba a mano en la cuenta a fines tributarios.

– No -contestó Mickey-, no lo creo.

– El capitán no tiene muchos amigos -dijo Hector, y en el tono de su voz se percibió algo, acaso lástima.

Mickey lo miró con interés.

– ¿A qué se refiere?

– Me refiero a que aquí vienen policías a todas horas, pero él es el único que bebe solo.

– Fue inspector de Asuntos Internos -señaló Mickey.

Hector cabeceó.

– Lo sé, pero no es eso. Sencillamente es… -Hector buscó la palabra-. Sencillamente es un capullo -concluyó, y luego reanudó la lectura de su revista de culturismo.