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Telefoneé a Epstein desde una cabina de la Segunda Avenida, frente a un restaurante indio que ofrecía un bufé libre con comida que nadie quería probar, motivo por el que, en un intento de captar clientela, habían apostado en la puerta a un hombre taciturno con una vistosa camisa de poliéster para repartir propaganda que nadie quería leer. Llovía, y las octavillas pendían húmedas de su mano.
– Esperaba su llamada -dijo Epstein.
– Desde hace mucho, por lo que he podido saber -contesté.
– Supongo que querrá verme.
– Supone bien.
– Venga al sitio de costumbre. Pero mejor más tarde. A las nueve. Estoy impaciente por volver a verlo.
Dicho esto, colgó.
Me alojaba en un piso situado en la esquina de la calle Veinte con la Segunda Avenida, justo encima de una cerrajería. Tenía dos habitaciones de tamaño aceptable, una cocina independiente que jamás se había usado, y un cuarto de baño con espacio suficiente para realizar una rotación completa del cuerpo humano, siempre y cuando el cuerpo en cuestión mantuviese los brazos pegados a los costados. Había una cama, un sofá y un par de butacas, y un televisor con DVD pero sin conexión por cable. No disponía de teléfono, y por eso llamé a Epstein desde una cabina. No obstante, permanecí al aparato sólo el mínimo tiempo necesario para concertar el encuentro. Ya había tomado la precaución de extraer la batería del móvil y comprar otro provisional en una tienda.
Me llevé unos bollos de la panadería contigua y volví al apartamento. El casero, sentado en una silla a la derecha de la ventana del salón, limpiaba una pistola SIG, que no era lo que solían hacer los caseros en los domicilios de sus inquilinos, a menos que el casero en cuestión fuese casualmente Louis.
– ¿Y? -preguntó.
– He quedado con él esta noche.
– ¿Quieres compañía?
– Una segunda sombra no me vendría mal.
– ¿Eso es un comentario racista?
– No lo sé. ¿Cantas espirituales negros?
– No, pero te he traído un arma. -Metió la mano en una bolsa de piel y lanzó una pequeña pistola al sofá.
Extraje la pistola de la funda. Medía poco más de quince centímetros y pesaba bastante menos de un kilo.
– Una Kimber Ultra Diez Dos -explicó-. Cargador de diez balas. Cuidado con el ángulo posterior de la culata: es muy afilado.
Volví a enfundar la pistola y se la entregué.
– Estás de broma -dijo.
– Nada más lejos. Quiero recuperar la licencia. Si me cogen con un arma sin registrar, estoy acabado. Me despellejarán vivo y luego echarán los restos al mar.
Ángel salió de la cocina. Traía una cafetera.
– ¿Crees que el que se cargó a Wallace lo torturó para averiguar sus gustos musicales? -preguntó-. Le pincharon para sacarle lo que sabía de ti.
– De eso no estamos seguros.
– No, como tampoco lo estamos de la teoría de la evolución, o del cambio climático, o de la ley de la gravedad. Lo mataron en tu antigua casa, mientras investigaba sobre ti, y después alguien firmó su obra con sangre. Pronto ese alguien intentará hacer contigo lo que hizo con Wallace.
– Por eso Louis va a pegarse a mí esta noche.
– Claro -dijo Louis-, porque si me cogen a mí con un arma, no pasa nada. Los negros siempre salimos impunes de cualquier acusación por tenencia de armas.
– Sí, eso he oído -comentó Ángel-. Es algo relacionado con la defensa propia, creo: un delito de hermano contra hermano.
Alcanzó la bolsa de la panadería, la rompió para abrirla y la dejó en la mesa de centro pequeña y rayada. Luego me sirvió una taza de café y se sentó al lado de Louis mientras yo les contaba todo lo que había descubierto por mediación de Jimmy Gallagher.
El Centro Orensanz no había cambiado desde mi última visita unos años antes. Dominaba aún su tramo de Norfolk Street, entre East Houston y Stanton, un edificio neogótico proyectado por Alexander Seltzer en el siglo XIX para los judíos llegados de Alemania, inspirándose en la gran catedral de Colonia y los principios del romanticismo alemán. Por entonces se conocía como el Anshei Cheshed, el «Pueblo de la Bondad», antes de que la feligresía se uniera a la del Templo de Emanuel, coincidiendo con el traslado al Upper East Side de los judíos alemanes de Kleine Deutschland, en el Lower Manhattan. Su lugar lo ocuparon los judíos del este y el sur de Europa, y el barrio se convirtió en un laberinto densamente poblado, donde la mayoría pugnaba aún por abrirse camino en este nuevo mundo tanto desde el punto de vista social como desde el lingüístico. Anshei Cheshed se convirtió en Anshei Slonim, por el nombre de un pueblo polaco, y así se llamó hasta la década de 1960, cuando el edificio empezó a deteriorarse. Después lo rescató el escultor Ángel Orensanz y lo convirtió en un centro cultural y educativo.
Yo ignoraba qué relación tenía el rabino Epstein con el Centro Orensanz. Fuera cual fuese su posición allí, era extraoficial pero poderosa. Había visto algunos de los secretos que el centro escondía bajo su hermoso interior, y Epstein era su custodio.
Cuando entré, dentro sólo había un anciano que barría el suelo. Ya lo vi allí en mi última visita, y también entonces barría. Supuse que estaba siempre allí: limpiando, sacando brillo, vigilando. Me miró y movió la cabeza en un gesto de reconocimiento.
– El rabino no está -informó, deduciendo intuitivamente que sólo ésa podía ser la razón de mi presencia en aquel lugar.
– Lo he llamado por teléfono -dije-. Me espera. Vendrá.
– El rabino no está -repitió con un gesto de indiferencia.
Tomé asiento. Me pareció que no tenía sentido prolongar la discusión. El hombre suspiró y siguió barriendo. Transcurrió media hora, una hora. Epstein no daba señales de vida. Cuando al final me levanté para marcharme, el anciano se hallaba sentado junto a la puerta, sosteniendo la escoba en alto entre las rodillas, como un portaestandarte viejo y olvidado.
– Ya se lo había dicho -insistió.
– Sí, así es.
– Debería escuchar más atentamente.
– Eso me dicen a menudo.
El anciano movió la cabeza en ademán pesaroso.
– El rabino ya no viene mucho por aquí.
– ¿Por qué?
– Ha caído en desgracia, creo. O quizás ahora resulta demasiado peligroso para él, para todos nosotros. Es una lástima. El rabino es un buen hombre, un hombre sabio, pero algunos dicen que sus actos son impropios de esta… esta Bet Shalom.
Debió de advertir mi perplejidad.
– Casa de la paz -explicó-. Nada de Sheol. Aquí ya no.
– ¿Sheol?
– El infierno -contestó-. Aquí no. Ya no.
Y taconeó elocuentemente en el suelo, indicando los lugares ocultos debajo. En mi última visita al Centro Orensanz, Epstein me había enseñado una celda debajo del sótano del edificio. En ella retenía a una criatura que se hacía llamar Kittim, un demonio que deseaba ser hombre, o un hombre que se creía demonio. Ahora, si lo que decía el anciano era verdad, Kittim ya no estaba allí, expulsado junto con Epstein, su captor.
– Gracias -dije.
– Bevakashah -contestó-. Betakh ba-Adonai va'aseitov.
Lo dejé allí y salí a la fría noche de primavera. Por lo visto, había ido para nada. Epstein ya no se sentía cómodo en el Centro Orensanz, o el centro ya no estaba dispuesto a tolerar su presencia. Eché una ojeada alrededor, medio esperando verlo cerca, pero no había ni rastro de él. Había sucedido algo: no iba a venir. Intenté localizar a Louis, pero tampoco advertí el menor indicio de su presencia. Aun así, sabía que no andaba lejos. Bajé por la escalinata y me dirigí hacia Stanton. Al cabo de un minuto, noté que alguien caminaba a mi lado. Miré hacia la izquierda y vi a un joven judío con kipá y una holgada cazadora de cuero. Mantenía la mano derecha en el bolsillo. Me pareció distinguir la forma de la mira de una pequeña pistola marcada en el cuero. Detrás de mí, otro joven me seguía los pasos. Los dos parecían fuertes y rápidos.
– Se ha entretenido mucho ahí dentro -comentó el hombre a mi izquierda con un ligerísimo acento-. ¡Quién habría dicho que tiene tanta paciencia!
– He estado ejercitándome -respondí.
– Por lo que tengo entendido, buena falta le hacía.
– Bueno, sigo ejercitándome, así que tal vez quiera decirme adónde vamos.
– Hemos pensado que quizá le apetecería comer algo.
Me llevó por Stanton. Entre una tienda de comida preparada que no parecía haber renovado existencias desde el verano anterior a juzgar por la cantidad de insectos muertos esparcidos entre las botellas y los tarros del escaparate y una sastrería que, al parecer, consideraba la seda y el algodón modas pasajeras que acabarían sucumbiendo ante las fibras artificiales, había una pequeña cafetería kosher. Tenuemente iluminada, contenía cuatro mesas con la madera oscurecida y rayada por décadas de tazas de café caliente y cigarrillos encendidos. Un letrero en hebreo e inglés pegado al cristal anunciaba que estaba cerrada.
Sólo había una mesa ocupada. Sentado en una silla de cara a la puerta estaba Epstein, dando la espalda a la pared. Vestía un traje negro con camisa blanca y corbata negra. Un abrigo oscuro colgaba de una percha detrás de su cabeza, coronado por un sombrero negro de ala estrecha, como si su ocupante, en lugar de hallarse sentado debajo, se hubiera desintegrado recientemente, dejando sólo la ropa como prueba de su anterior existencia.
Uno de los jóvenes cogió una silla y la sacó a la acera, donde se sentó de espaldas a la entrada. Su compañero, el que me había hablado en la calle, tomó asiento dentro pero al otro lado de la puerta. No nos miró.
Había una mujer detrás del mostrador. Debía de tener poco más de cuarenta años, pero en la penumbra de la pequeña cafetería aparentaba diez menos. Tenía el pelo muy oscuro, y cuando pasé por delante de ella no le vi ni una sola cana. Además era hermosa, y olía ligeramente a clavo y canela. Me saludó con la cabeza, pero no me sonrió.
Me senté delante de Epstein pero ladeado para estar también de espaldas a una pared y ver la puerta.
– Podría haberme dicho que es persona non grata en el Centro Orensanz -protesté.
– Podría, pero no habría sido verdad -dijo Epstein-. Se tomó una decisión, una decisión con pleno acuerdo por ambas partes. Demasiadas personas cruzan las puertas del centro. No era justo, ni sensato, ponerlas en peligro. Lamento haberle hecho esperar, pero existía un motivo: vigilábamos las calles.
– ¿Y han encontrado algo?
A Epstein le brillaron los ojos.
– No, pero de habernos adentrado más en las sombras quizás algo, o alguien, nos habría encontrado a nosotros. Sospechaba que no vendría usted solo. ¿Me equivocaba?
– Louis ronda por aquí.
– El enigmático Louis. Es bueno tener amigos como él, pero malo necesitarlos demasiado.
La mujer nos sirvió comida: baba ghanoush con trozos de pan de pita; burekas; y pollo con vinagre, aceitunas, pasas y ajo, acompañado por un poco de cuscús. Epstein señaló la comida, pero no la probé.
– ¿Qué? -preguntó.
– En cuanto al Centro Orensanz, no me creo que esté usted en tan buenas relaciones con ellos.
– ¿Ah, no?
– No tiene usted fieles. No da clases. Va a todas partes con un pistolero como mínimo. Hoy lleva dos. Y una vez, hace mucho tiempo, le oí decir algo. Estábamos hablando y usted empleó el término «Jesucristo». Nada de eso me parece muy ortodoxo. No puedo evitar la impresión de que se ha ganado cierto rechazo.
– ¿Ortodoxo? -Se echó a reír-. No, soy un judío muy poco ortodoxo, pero judío en todo caso. Usted es católico, señor Parker…
– Un mal católico -rectifiqué.
– No soy quién para juzgar esas cosas. Aun así, me consta que hay distintos grados de catolicismo. Me temo que hay muchos más grados de judaísmo. El mío es menos claro que otros, y a veces me pregunto si no he pasado demasiado tiempo alejado de mi propio pueblo. Me descubro utilizando términos que no tengo por qué usar, lapsus que me abochornan, y peor aún, albergando dudas que no debería albergar. Así que en realidad quizá podría decirse que abandoné Orensanz antes de que me pidieran que me marchase. ¿Con eso se siente más cómodo? -Volvió a señalar los platos-. Ahora coma. Está bueno. Y nuestra anfitriona se ofenderá si no prueba lo que ha preparado.
No había quedado con Epstein para entretenerme con juegos semánticos ni para catar la cocina local, pero él sabía manipular las conversaciones a su entera satisfacción, y yo estaba en desventaja desde el momento mismo en que me dirigí hasta allí para reunirme con él. Aun así, no me había quedado elección. Ni Epstein ni sus custodios habrían permitido un punto de encuentro alternativo.
Por lo tanto, comí. Me interesé cortésmente por la salud de Epstein y su familia. Él me preguntó por Sam y Rachel, pero no ahondó en nuestra situación doméstica. Estaba al corriente de que Rachel y yo ya no vivíamos juntos, según me dijo. De hecho, tuve la impresión de que eran pocos los aspectos de mi vida que Epstein desconocía, y que siempre había sido así, desde el momento en que mi padre acudió a él para que le aclarase el significado de la marca del hombre que murió bajo las ruedas de un camión, cuya compañera había matado posteriormente a mi madre natural.
Cuando acabamos, sirvieron baklava. A mí me ofrecieron café, y lo acepté. Le eché un poco de leche, traída en un envase cerrado, y Epstein suspiró.
– Eso sí es un lujo -comentó-, poder disfrutar de un café con leche tan poco tiempo después de una comida.
– Tendrá que perdonar mi ignorancia…
– Una de las leyes del kashrut -aclaró Epstein-. Tenemos prohibido comer productos lácteos hasta seis horas después de consumir carne. Éxodo: «No cocerás el cabrito en la leche de su madre». Como ve, soy más ortodoxo de lo que cabría pensar.
La mujer permanecía cerca, esperando. Le di las gracias por su amabilidad y por la comida. A mi pesar, había comido más de lo que pretendía. Esta vez, ella sonrió pero no habló. Epstein le dirigió un parco gesto con la mano izquierda, y ella se apartó.
– Es sordomuda -explicó Epstein cuando ella nos volvió la espalda-. Lee los labios, pero no leerá los nuestros.
Miré a la mujer. Había vuelto el rostro en otra dirección y, con la cabeza gacha, examinaba un periódico.
Cuando por fin llegó el momento de encararme con él, sentí disiparse parte de mi ira. El rabino había mantenido muchas cosas ocultas durante mucho tiempo, igual que Jimmy Gallagher, pero tenía razones para ello.
– Sé que ha estado haciendo preguntas -dijo-. Y sé que ha recibido respuestas.
Cuando hablé, me pareció que adoptaba el tono de un adolescente malhumorado.
– Debería habérmelo contado cuando nos conocimos.
– ¿Por qué? ¿Porque ahora cree que tenía derecho a saberlo?
– Tuve un padre y dos madres. Todos murieron por mí.
– Por eso precisamente nadie podía contárselo -repuso Epstein-. ¿Qué habría hecho? Cuando nos conocimos, usted era aún un hombre colérico y violento: destrozado por el dolor, resuelto a vengarse. No era de fiar. Algunos opinan que aún no es de fiar. Y recuerde una cosa, señor Parker: cuando nos conocimos, yo acababa de perder a mi hijo. Era él quien me preocupaba, no usted. No posee el patrimonio exclusivo de la pena y el dolor.
»No obstante, tiene razón. Deberíamos habérselo contado antes, pero quizás ha elegido usted mismo el momento que más le convenía. Decidió cuándo empezar a hacer las preguntas que lo han traído hasta aquí. La mayoría ya han obtenido respuesta. Haré lo que pueda para aclararle las demás.
Ahora que había llegado el momento, no sabía bien por dónde empezar.
– ¿Qué sabe de Caroline Carr?
– Prácticamente nada -contestó-. Era de lo que ahora es un barrio residencial de Hartford, Connecticut. Su padre murió cuando ella tenía seis años. No quedan parientes vivos. Si la hubiesen concebido para ser anónima, no habría podido pedirse más.
– Pero no era anónima. Alguien vino a buscarla.
– Eso parece. Su madre murió al incendiarse su casa. Posteriores investigaciones revelaron que el incendio podría haber sido provocado.
– ¿Podría haber sido?
– Un cigarrillo encendido en el fondo de un cubo de basura, con papeles apilados encima, y un fogón de gas que no estaba del todo apagado. Podría haber sido un accidente, sólo que ni Caroline ni su madre fumaban.
– ¿Una visita?
– Esa noche no tuvieron visitas, según Caroline. A veces su madre recibía a caballeros, pero la noche que murió sólo Caroline y ella dormían en la casa. Su madre bebía. Estaba dormida en el sofá cuando se declaró el incendio, y probablemente ya había muerto cuando la alcanzaron las llamas. Caroline escapó descolgándose de una ventana en el piso de arriba. Cuando nos conocimos, me dijo que vio a dos personas observar la casa desde el bosque mientras ardía: un hombre y una mujer. Estaban cogidos de la mano. Pero para entonces alguien había dado la voz de alarma; algunos vecinos corrían ya a ayudarla y los bomberos estaban en camino. Su mayor preocupación era su madre, pero la planta baja ya había sido engullida por el fuego. Cuando volvió a pensar en el hombre y la mujer, habían desaparecido.
»Me dijo que, según creía, el incendio lo había provocado la pareja del bosque, pero cuando intentó contar a la policía lo que había visto, ellos le quitaron importancia, considerando que no eran más que las imaginaciones de una joven sumida en el dolor. Pero Caroline volvió a verlos, poco después del funeral de su madre, y se convenció de que pretendían hacerle a ella lo mismo que a su madre; o de que, en realidad, el objetivo era ella desde el principio.
– ¿Y por qué lo pensó?
– Un presentimiento. Por la manera en que la miraron, la manera en que sintió que la miraban. Llámelo instinto de supervivencia. Fuera cual fuese la razón, se marchó del pueblo después del funeral de su madre, decidida a buscar trabajo en Boston. Allí alguien intentó tirarla al metro. Notó una mano en la espalda y se tambaleó al borde del andén hasta que una joven la agarró y la salvó. Cuando miró alrededor, vio a un hombre y una mujer marcharse hacia la salida. La mujer se volvió a mirarla, y Caroline dijo que la reconoció: era la que había visto en Hartford. La segunda vez que los vio fue en South Station, cuando subía a un tren con destino a Nueva York. Le pareció que la observaban desde el andén, pero no la siguieron.
– ¿Quiénes eran?
– Entonces no lo sabíamos, y aún ahora no lo sabemos con certeza. Bueno, sí sabemos cómo se llamaba el hombre que murió bajo las ruedas de un camión, y los chicos que su padre mató en Pearl River, pero en último extremo esos nombres no han servido de nada. La confirmación de sus identidades no aclaró en modo alguno por qué perseguían a Caroline Carr, o a usted.
– Mi padre creía que Missy Gaines y la mujer que mató a mi madre eran la misma persona -dije-. Por extensión, debía de creer que Peter Ackerman y el chico que murió con Missy Gaines también eran los mismos. ¿Cómo es posible?
– Desde que nos conocemos, hace ya años, tanto usted como yo hemos presenciado cosas extrañas -contestó Epstein-. ¿Quién sabe qué debemos creer y qué descartar? No obstante, contemplemos primero la explicación más lógica o verosímil: durante un periodo de más de cuarenta años alguien ha contratado a una pareja de sicarios, un hombre y una mujer, para asesinarlo a usted, o a las personas allegadas a usted, incluida la mujer que fue su madre natural. Cuando moría una pareja, al cabo de un tiempo la sustituía otra. Estos sicarios se distinguían por ciertas marcas en los brazos, una para el hombre y otra para la mujer, justo aquí. -Se señaló un punto a medio camino entre la muñeca y la sangría del codo en el antebrazo izquierdo-. Desconocemos la razón por la que se ha elegido a sucesivas parejas para esto.
»Las investigaciones en torno a Missy Gaines, Joseph Dryden y Peter Ackerman revelaron que todos habían llevado una existencia totalmente normal durante gran parte de sus vidas. Ackerman era un cabeza de familia, Missy Gaines una adolescente modélica, Dryden ya era un bala perdida, pero no peor que otros muchos. De pronto, en algún momento, su comportamiento se alteró. Se desligaron de la familia y los amigos. Buscaron a un miembro del sexo opuesto desconocido hasta entonces, crearon un vínculo e iniciaron la cacería. Al principio, buscaban aparentemente a Caroline Carr, y más tarde, en los casos de Gaines y Dryden, lo buscaban a usted. Así que ésta es la explicación lógica: parejas dispares, unidas sólo por su determinación de causarle daño a usted y a su familia, actuando bien por voluntad propia, bien conforme a los designios de otro.
– Pero usted no da crédito a la explicación lógica.
– Pues no.
Epstein echó un brazo atrás y, tras hurgar en el bolsillo de su abrigo, sacó una fotocopia que desplegó sobre la mesa. Era un artículo científico y mostraba un insecto volando: una avispa.
– ¿Qué sabe usted de las avispas, señor Parker?
– Que pican.
– Cierto. Algunas, el grupo más numeroso de los Hymenoptera, son también parasitarios. En los insectos huéspedes elegidos…, orugas, arañas…, ponen huevos externamente, que atacan al huésped desde fuera, o los introducen en el cuerpo del huésped. Al final, las larvas aparecen y consumen al huésped. Esta conducta es relativamente habitual en la naturaleza, y no sólo entre las avispas. El icneumón, por ejemplo, utiliza a las arañas y a los áfidos para incubar a sus crías. Cuando inyecta sus huevos, inyecta también una toxina que paraliza al huésped. Luego las crías consumen al huésped desde dentro, empezando por los órganos menos necesarios para la supervivencia, tales como la grasa y las entrañas, a fin de mantener vivo al huésped el máximo tiempo posible antes de avanzar finalmente hacia los órganos esenciales. Con el tiempo, sólo queda un cascarón vacío. La manera de consumir al huésped pone de manifiesto cierto entendimiento instintivo de que un huésped vivo es mejor que uno muerto, pero por lo demás es todo bastante primitivo, aunque no puede negarse que desagradable.
Inclinándose, golpeteó la fotografía de la avispa.
– Ahora bien, existe una araña tejedora de telas orbiculares llamada Plesiometa argyra, autóctona de Costa Rica. También ella es presa de una avispa, pero de un modo interesante. La avispa ataca a la araña y la paraliza temporalmente mientras deposita sus huevos en la punta del abdomen de la araña. Luego se va, y la araña recupera la movilidad. Continúa su vida como siempre, tejiendo sus telas, atrapando insectos, mientras las larvas de la avispa se adhieren a su abdomen y se alimentan de sus jugos a través de pequeñas picaduras. Esto prosigue durante un par de semanas, y después ocurre algo francamente extraño: se altera el comportamiento de la araña. De algún modo, por medios desconocidos, las larvas, valiéndose de secreciones químicas, obligan a la araña a modificar la construcción de sus telas. En lugar de una tela redonda, la araña teje una plataforma reforzada de menor tamaño. Una vez acabada, las larvas matan a su huésped y forman un capullo en la nueva tela, a resguardo del viento, la lluvia y las hormigas depredadoras, y se inicia así su siguiente estadio de desarrollo. -Se relajó un poco-. Suponga que sustituimos a las avispas por espíritus errantes, y a las arañas por humanos: quizás así empecemos a comprender cómo es posible que hombres y mujeres en apariencia corrientes, llegado un punto, cambien por completo, muñéndose lentamente por dentro a la vez que permanecen inalterados por fuera. Una teoría interesante, ¿no cree?
– Tan interesante como para expulsar a alguien del centro cultural del barrio.
– O como para encerrarlo, si cometiera la insensatez de expresar esos pensamientos en voz demasiado alta, pero ésta no es la primera vez que usted oye cosas así: espíritus saltando de cuerpo en cuerpo, y personas que en apariencia viven más allá de su tiempo asignado, descomponiéndose poco a poco pero sin llegar a morir. ¿No es así?
Y me acordé de Kittim, atrapado en su celda, replegándose en sí mismo como un insecto en hibernación mientras su cuerpo se marchitaba; y de una criatura llamada Brightwell vista en un cuadro con siglos de antigüedad, y en una fotografía de la segunda guerra mundial, y por último en los tiempos actuales, mientras daba caza a un ser igual que él, cuya forma era humana pero no así su naturaleza. Sí, sabía de qué hablaba Epstein.
– Pero la diferencia entre una araña y un ser humano es una cuestión de conciencia, de conocimiento propio -continuó Epstein-. Como debemos dar por supuesto que la araña carece de conciencia de su propia identidad de araña, no tiene conocimiento, aparte del dolor que sufre al ser consumida, de lo que le ocurre cuando se altera su comportamiento y, en último extremo, empieza a morir. Pero un ser humano sí sería consciente de los cambios en su fisiología o, más exactamente, su psicología, su conducta. Sería, como mínimo, preocupante. Incluso es posible que el huésped consultara a un médico o un psiquiatra. Se llevarían a cabo pruebas. Se realizaría un esfuerzo por descubrir el origen de su desequilibrio.
– Pero no estamos hablando de avispas ni de otros insectos parasitarios.
– No, estamos hablando de algo que no puede verse, pero consume al huésped como las larvas de la avispa consumen a la araña, sólo que en este caso se adueñan de la identidad, del yo. Y algo en nosotros tomaría conciencia poco a poco de ese otro, esa criatura cebada en nosotros, y nos resistiríamos a esa oscuridad cuando empezase a consumirnos.
Me detuve a pensar un momento.
– Antes ha empleado la palabra «aparentemente» -dije-, en el sentido de que «aparentemente» eligieron como objetivo a mi madre natural. ¿Por qué dice «aparentemente»?
– Bueno, si Caroline Carr era su objetivo principal, ¿por qué volvieron al cabo de dieciséis años para acabar muriendo en Pearl River? La respuesta, cabría pensar, es que no pretendían matar a Caroline Carr sino al hijo que llevaba dentro.
– Aun así: ¿por qué?
– No lo sé, excepto que es usted una amenaza para ellos, y siempre lo ha sido. Quizá ni siquiera ellos mismos conozcan en realidad la naturaleza de la amenaza que usted plantea, pero la intuyen y reaccionan a ella, y su meta es eliminarla. Intentaban matarlo a usted, señor Parker, y probablemente creyeron que lo habían conseguido, durante un tiempo, hasta que descubrieron que estaban equivocados y que usted había permanecido oculto, de modo que se vieron obligados á regresar y enmendar su error.
– Y fracasaron por segunda vez.
– Y fracasaron -repitió Epstein-. Pero en los años posteriores usted ha empezado a captar la atención. Se ha cruzado con hombres y mujeres que tienen algo en común con esas criaturas, si no sus mismos objetivos, y puede ser que quienquiera, o lo que sea, que ha enviado a esos seres haya empezado a fijarse en usted. No es difícil extraer la conclusión necesaria, que es…
– Que volverán para intentarlo otra vez -concluí.
– No «volverán» -rectificó Epstein-. Ya han vuelto.
Y de debajo de la descripción de la avispa y sus acciones sacó una fotografía. Mostraba la cocina de Hobart Street, y el símbolo que había sido pintado con sangre en la pared.
– Ésta es la misma marca que se encontró en el cuerpo de Peter Ackerman y en el de Dryden, el chico que murió a manos de su padre en Pearl River -dijo. Luego añadió más fotografías-. Ésta es la marca que se encontró en los cuerpos de Missy Gaines y de la asesina de su madre natural. Desde entonces se ha visto en los escenarios de otros tres crímenes, uno de ellos antiguo, dos recientes.
– ¿Muy recientes? -De hace unas semanas. -Pero sin relación conmigo. -Sí, eso parece. -¿Qué están haciendo?
– Dejando señales. Entre sí y, quizás, en el caso de Hobart Street, para usted.
Sonrió, y la sonrisa reflejó compasión.
– Ya ve, algo ha regresado, y quiere que usted lo sepa.