174264.fb2 Los Amores De Goodwin - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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Capítulo VIII

Cuando sonó la campanilla de la puerta aquella tarde, a las tres y diez en punto y me puse en pie para abrir, le observé a Wolfe:

– Esa gente es posible que sea de aquella especie de la que suele usted huir. O aun peor, de aquellos que me hace usted expulsar. Quizá tendrá usted que contenerse. Acuérdese de sus gastos, y no se olvide de Fritz, Teodoro, Charley y yo.

Wolfe no dijo nada.

La pesca recogida fue superior a todas las esperanzas, porque en la delegación de cuatro personas que nos visitó no sólo venía un Erskine, sino dos. Padre e hijo. El padre tendría quizá sesenta años y me sorprendió el hecho de que no hubiera nada digno de admiración en su personalidad. Era alto, huesudo, flaco; vestía un traje azul marino hecho en los talleres rápidos, que no le caía bien, y aunque no llevaba dientes postizos, hablaba como si los tuviera. Hizo las presentaciones, dándose a conocer primero a sí mismo y luego a los demás. Su hijo se llamaba Edward Frank y él le llamaba Ed. Los otros dos, de quienes se nos dijo que eran miembros del comité ejecutivo de la Asociación Industrial Nacional, eran los señores Breslow y Winterhoff. Breslow tenía un aspecto tal que daba la impresión de que había nacido enfurecido y quería morir así. Winterhoff podía haber posado como modelo, en calidad de hombre distinguido, para el reclamo de una marca de whisky. No le faltaba siquiera ni el bigotito gris.

En cuanto al hijo, a quien no me atrevía aún a llamar Ed, y que era más o menos de mi edad, reservé mis juicios, porque parecía estar preocupado, y esta no es situación para calibrar a una persona. No cabía dudar de que le dolía la cabeza. Su traje le había costado tres veces más de lo que valía el de su padre.

Cuando les hube acomodado en sendas sillas, con el señor Erskine en el sillón de cuero rojo que había al extremo de la mesa de Wolfe y una mesita al alcance de su codo que le venía de perlas para firmar un cheque en ella, el padre dijo:

– Quizá estaremos perdiendo el tiempo, señor Wolfe. Por teléfono nos pareció imposible obtener ninguna información satisfactoria. ¿Ha sido usted encargado por alguien de investigar este asunto?

Wolfe levantó una ceja unos milímetros.

– ¿Qué asunto, señor Erskine?

– Pues… eso, la muerte de Cheney Boone.

– Déjeme usted que le diga -respondió Wolfe después de reflexionar- que no me he comprometido a nada ni he aceptado retribución alguna. No estoy sujeto a ningún interés particular.

– En un caso de asesinato -dijo malhumorado Breslow- no hay otro interés posible que el de la justicia.

– ¡Oh, por Dios! -gruñó Ed.

– Si hace falta -dijo con énfasis papá- pueden ustedes marcharse y yo resolveré esto a solas. -Y volviéndose a Wolfe añadió-: ¿Qué opinión ha formado usted?

– Las opiniones peritas valen dinero.

– Se las pagaremos.

– Una cantidad razonable -intervino Winterhoff, con voz grave y espesa, impropia de un hombre distinguido.

– No la valdrá, a menos que yo sea de veras un perito, y yo no seré perito a menos que trabaje. No he decidido aún si llegaré a esta determinación extrema. No me gusta trabajar.

– ¿Quién le ha consultado a usted? -insistió el señor Erskine.

– Vamos a hablar en serio, señor -dijo Wolfe señalándole con un dedo-. Es usted un indiscreto al hacerme esta pregunta y yo sería un necio si se la respondiese. ¿Ha venido usted acá con la intención de contratarme?

– Hombre. -dijo Erskine vacilante-. Hemos hablado de ello como de una eventualidad posible.

– ¿Por cuenta de ustedes como particulares o por cuenta de la Asociación Industrial Nacional?

– Se trató de ello como cosa de la Asociación.

– No les aconsejo que lo hagan -dijo Wolfe meneando la cabeza-. Podría ocurrir que malgastaran el dinero.

– ¿Por qué? ¿No es usted un buen detective?

– Soy el mejor. Pero la situación es obvia. Lo que les interesa a ustedes es la reputación y la solidez de su entidad. La opinión pública ha visto ya la causa y ha dictado sentencia. Nadie ignora que su Asociación era enconadamente hostil a la Oficina de Regulación de Precios, al señor Boone y a su política. El noventa y nueve por ciento de la gente está persuadida de quién fue el asesino del señor Boone: La Asociación Industrial Nacional. -Y dirigiéndome la mirada, Wolfe me pregunto-: Archie, ¿qué decía aquel hombre del Banco?

– ¡Oh, nada! Un chiste que corre de boca en boca: Que A.I.N. significa «Absolutamente inútil negarlo»

– ¡Esto es una infamia!

– Sin duda -convino Wolfe-, pero tal es la voz pública. La A.I.N. ha sido considerada culpable y la gente ha emitido su fallo. La única manera de anular esta sentencia sería encontrar al asesino y demostrar su culpabilidad. Aunque resultase que el criminal era un miembro de la A.I.N. el balance sería el mismo: la curiosidad y el odio de la gente se transferirían a la persona, si no de una manera total, por lo menos en gran medida. No habrá otra cosa que les descargue a ustedes de su presunta culpabilidad.

Los visitantes se miraron mutuamente. Winterhoff asintió con gesto abatido y Breslow se mordió los labios para que su irritación no estallase. Ed Erskine miró a Wolfe como si este fuese la causa de su dolor de cabeza.

– Dice usted -observó papá Erskine dirigiéndose a Wolfe- que el público considera culpable a la A.I.N. Lo propio han hecho la policía y el F.B.I. Se producen con nosotros de una manera despótica y opresiva. Habría que conceder a los miembros de una organización tan antigua y tan respetable como es la A.I.N. ciertos derechos y ciertos privilegios. ¿Sabe usted cómo actúa la policía? Además del resto de medidas adoptadas, ¿sabe usted que se han puesto en relación con la policía de cada ciudad de los Estados Unidos? ¿Sabe usted que les han pedido una declaración firmada a todos los ciudadanos de cada localidad que estuvieron en Nueva York en aquella cena y han regresado a su casa?

– ¡Claro!-convino cortésmente Wolfe-; y quiero suponer que la policía les habrá proporcionado papel y tinta.

– ¿Cómo dice? -dijo papá Erskine mirándole severamente.

– ¿Qué demonios tiene que ver una cosa con otra? -preguntó con irritación el hijo.

Wolfe pasó por alto la pregunta e hizo observar:

– Lo malo del caso es que la probabilidad de que la policía aprehenda al culpable parece más bien frágil. Sin haber estudiado el caso de manera profunda, tío puedo emitir una opinión perita acerca de él, pero me veo en el caso de declarar que me parece bastante oscuro. Han pasado ya tres días y tres noches. Por ello es por lo qua me pronuncio en contra de su idea de contratar mis servicios. Reconozco qué valdría cualquier gasto para su Asociación el descubrir al asesino, aun cuando resultase que era uñó de ustedes cuatro, pero de este trabajo me encargaría yo en el extremo más desesperado, y aun así con el mayor desagrado. Lamento que se hayan ustedes tomado la molestia de venir sin fruto. Archie…

Me puse en pie, entendiendo la insinuación de que mi cometido iba a ser demostrarles con qué cortesía, sabíamos ponerles en la puerta. Ellos permanecieron sentados mirándose recíprocamente.

– Yo echaría adelante, Frank -le dijo Winterhoff a Erskine.

– ¿Qué otra cosa podemos hacer sino? -se preguntó Breslow.

– ¡Dios mío, preferiría que estuviese aun vivo! -gimió Ed-. Aquello era mejor que esto.

Volví a sentarme.

– Somos hombres de negocios, señor Wolfe -dijo Erskine-. Nos hacemos cargo de que usted no puede garantizarnos nada, pero si lográsemos convencerle de que se encargase usted del asunto, ¿qué se brindaría usted a hacer?

Costó diez minutos el convencer a Wolfe, y cuando se rindió al cabo todos parecieron aliviados» incluso Ed. Quedó más o menos claro que el argumento clave era la afirmación de Breslow de que la justicia tenía que prevalecer. Fue lástima que la mesita tan apropiada a escribir un cheque permaneciese sin usar, puesto que la A.I.N., disponía de un sistema especial de órdenes de pago. En vez de ello puse a máquina una carta que dictó Wolfe y que Erskine firmó. La cantidad ascendía a diez mil dólares y quedaba abierta una cuenta final que incluiría los gastos de la investigación. Se advertía que aquella gente se agarraba a un clavo ardiendo.

– Ahora -dijo Erskine devolviéndome la estilográfica- me parece que lo mejor será que le revelemos las noticias que tenemos del caso.

– No hace falta que sea ahora mismo -opuso Wolfe -Tengo que ajustar mi cerebro a este lío. Mejor sería que volviesen ustedes esta noche, digamos a las nueve.

Todos protestaron. Winterhoff dijo que tenía una cita que no podía vulnerar.

– Como usted guste, señor; si es que la cita le parece más importante. Tenemos que empezar a trabajar sin pérdida de tiempo. -Volviéndose hacia mí Wolfe dijo-: Archie, su libro de notas. Un telegrama: «Queda usted invitado a tomar parte en una conversación acerca del asesinato de Boone que tendrá lugar en el despacho de Nero Wolfe a las nueve de la noche de este viernes, 29 de marzo». Fírmelo con mi nombre. Envíeselo en el acto a los señores Cramer, Spero y Kates, a la señorita Gunther, a la señora Boone, a la señorita Nina Boone y al señor Rhode y quizá también a otras personas, que ya veremos luego. ¿Estarán ustedes aquí, señores?

– ¡Dios mío -exclamó en tono ofendido Ed-, con tanta gente podría usted celebrar la reunión en el salón de baile mayor del Waldorf!

– Me parece a mí -dijo Erskine- que hay aquí un error. El primer principio…

– Soy yo quien lleva la investigación -. dijo Wolfe en el mismo tono que usaban con sus subordinados los magnates de la A.I.N.

Empecé a escribir el telegrama a máquina y puesto que su envío era urgente y dado que Wolfe sólo andaba largos trechos en casos de alarma, llamamos a Fritz para que les acompañase a la puerta. Escribía el texto y las diversas direcciones solamente, porque pensé que la manera más rápida de mandarlos sería el teléfono. El localizar las direcciones de algunos de ellos constituía un problema. Como Wolfe estaba arrellanado en su sillón, con los ojos cerrados, no era cosa de molestarle con pequeñeces, y por ello llamé al periodista Lon Cohen a la «Gazette» y conseguí los datos necesarios. Lo sabía todo. Había venido de Washington para recoger aquel gran discurso que nunca llegó a ser pronunciado y no había regresado aún. La señora Boone y su sobrina estaban en el Waldorf; Alger Kates vivía con unos amigos en la calle 11, y Phoebe Gunther, que había sido la secretarla confidencial de Boone, disponía de una habitación con baño en la calle 55 Este. Cuando hube terminado aquel trabajo, pregunté a Wolfe a quién más " name=_ftnref1 #_ftn1? 397? HEIGHT: 288; WIDTH:>[1] .

Movió negativamente la cabeza y empezó a manipular en el cuadro de la centralita. Puse una mano en su brazo y le dije:

– No me ha dejado usted terminar. Este billete era el papá. Aquí está la mamá. -Y desplegué otros diez dólares-. Pero le advierto a usted que no tienen niños.

Volvió a mover la cabeza y accionó una palanquita. Yo estaba sin habla de pura sorpresa. He tenido largo comercio con los porteros y me sorprendía encontrar uno que fuese tan honrado como para no aceptar veinte dólares por no hacer nada. Pero no era éste el caso. Salí de mi estupefacción cuando le oí decir por teléfono.

– Dice que vende conchas marinas.

– Me llamo Archie Goodwin y me envía el señor Nero Wolfe.

El portero lo repitió y al instante colgó el teléfono y se volvió hacia mí con gesto de asombro.

– La señorita dice que suba usted. Piso 9, letra H. -Me acompañó hasta el ascensor y dijo-: En cuanto a papá y mamá, he cambiado de opinión y en el caso de que considere usted que…

– Estaba bromeando -le dije-. En realidad, sí tienen niños. Este es Horacito. -Y le entregué dos dólares, mientras entraba en el ascensor y le decía el piso al ascensorista.

No tengo la costumbre de dirigir observaciones personales a las mujeres jóvenes a los cinco minutos de haberlas conocido, y si la violé esta vez fue solamente porque la observación se me escapó involuntariamente. Cuando toqué el timbre y ella me abrió la puerta y dijo «buenas noches», le respondí con las mismas palabras, me quité el sombrero, entré, y vi que la luz del techo resplandecía en su cabello y lo que se me ocurrió fue decir:

– Tinte «Golden Bantam».

– Cierto -respondió-. Me lo tino con él.

Empecé a comprender, al cabo de cinco segundos, por qué razón el portero se había mostrado tan puritano. Después de haberse hecho cargo de mi sombrero y de mi abrigo, la señorita Gunther se me adelantó, me introdujo en la habitación y se volvió para decirme:

– Ya conoce usted al señor Kates.

Pensé que la observación se le había escapado también como a mí el juicio sobre su cabello. Pero no, le vi en persona y ponerse en pie alzándose de una silla que había en un rincón oscuro.

– ¡Hola! -le dije.

– Buenas noches -respondió con su voz aflautada.

– Siéntese -dijo Phoebe Gunther mientras arreglaba una esquina de la alfombra con la punta del pie calzado con unas zapatillas rojas.

– El señor Kates ha venido a decirme lo que ocurrió en la reunión de ustedes de esta noche. ¿Quiere un poco de whisky? ¿Ginebra? ¿Cola?

– No, gracias -respondí, esforzándome en recuperar la desenvoltura.

– Bueno. ¿Ha venido usted a ver de qué color tengo el cabello -dijo recostándose en un sofá sobre un montón de cojines- o a alguna cosa más?

Entonces me di cuenta de que el aspecto que la atribulan las «fotos» publicadas en la Prensa no era nada en comparación con su auténtica belleza.

– Lamento molestarla a usted y al señor Kates -dije.

– No tiene importancia, ¿verdad, Al?

– Sí la tiene -dijo Alger Kates con resolución, con la vocecilla tensa- en cuanto a mí se refriere. Sería una estupidez el confiar en él y creer nada de lo que diga. Como ya te he dicho, está a sueldo de la A.I.N.

– Sí, me lo has dicho -dijo la señorita Gunther adoptando una postura cómoda entre los almohadones-; pero puesto que tenemos motivos suficientes para no confiar en él, todo lo que nos cabe hacer es ser un poco más amables para obtener de él más noticias de las que él pueda obtener de nosotros. -Me dirigió una mirada al decir esto y me pareció que sonreía, pero yo me había percatado ya de que tenía una cara tan variable, sobre todo la boca, que era imprudente el extraer conclusiones precipitadas. -En cuanto al señor Kates, sostengo una teoría -dijo-. Se expresa de la misma manera que hablaba la gente antes de que él naciese, y por ello se observa que debe ser lector de novelas anticuadas. ¿Qué opina usted?

– No me ocupo de las personas que no tienen confianza en mí -dije cortésmente-. Y no creo que usted lo sea.

– Que sea ¿el qué?

– Más lista que yo. Reconozco que es usted más atractiva, pero dudo de que sea usted más aguda. Yo fui campeón de pronunciación en Zanesville, Estado de Ohio, a la edad de doce años [2]. No puedo imaginar que usted considere que el perseguir a la gente que comete crímenes sea una ocupación vergonzosa, dado que es usted tan lista, y por ello si lo que la inquieta a usted es el hecho de que haya venido, ¿por qué no le ha dicho usted al portero?

Me paré en seco, porque me pareció estar haciendo una demostración ridícula de mis habilidades en la pronunciación rápida y creí que ella se burlaría de mí. Sin embargo, no dejé de mirarla fijamente, lo cual fue mala táctica porque el contemplarla estorbaba mi raciocinio.

– Conforme -dije secamente-; se ha apuntado usted un tanto. Ha terminado el primer round a favor de usted. Segundo round: Nero Wolfe podrá ser astuto, lo reconozco, pero sería una tontería creer que protegerá a un criminal por el mero hecho de que la A.I.N. le haya -firmado un cheque. Consulte usted la historia y verá si ha habido alguna ocasión en que se haya prestado a mixtificación alguna. Le voy a hacer una proposición generosa: Si usted cree o sabe que el crimen fue cometido por alguien de la O.R.P. y no quiere usted que le detengan, écheme de aquí en el acto y aléjese de Wolfe todo lo que pueda. Si cree usted que lo cometió uno de la A.I.N. y quiere usted colaborar con nosotros, póngase unos zapatos, un sombrero y un abrigo y vaya al despacho de Wolfe conmigo. -Y mirando a Kates, añadí-: Si lo cometió usted por algún motivo que no se pueda mencionar por respeto a las buenas formas, mejor será que venga usted, lo confiese y se quite este peso de encima.

– ¡Ya te lo dije! -exclamó Kates triunfante-. ¿Ves adónde ha ido a parar?

– No seas tonto -dijo la señorita Gunther con cata de enojo-. Mejor sería que te fueses. Deja el asunto en mis manos. Ya te veré en la oficina mañana.

Kates hizo un enérgico y valeroso ademán de negación.

– ¡No! -insistió-. Continuará con sus intenciones y yo no quiero…

Prosiguió en su discurso, pero no hace ninguna falta que reproduzca sus palabras, porque la dueña de la casa se puso en pie, se dirigió a una mesa, cogió el sombrero y el abrigo. En aquella ocasión me pareció que la señorita Gunther no debía ser la secretarla ideal. La secretarla de cualquiera está siempre moviéndose de un lado para otro, trayendo y llevando papeles, sentándose y levantándose, y si existe la tentación constante de contemplar cómo se mueve, es difícil hacer cosa de provecho en el trabajo.

Kates perdió la partida, desde luego. Al cabo de dos minutos la puerta se había cerrado tras él y la señorita Gunther había vuelto a acomodarse entre los almohadones del sofá. Mientras tanto yo había tratado de concentrarme, de suerte que cuando ella hizo como que me sonreía y me dijo que prosiguiese, yo me puse en pie y le pedí permiso para telefonear.

– ¿Qué espera usted que haga? -preguntó frunciendo las cejas-. ¿Preguntarle a quién va a telefonear?

– No, que me diga usted que sí.

– Sí. El teléfono está…

– Ya lo veo; gracias.

Estaba en una mesita adosada a la pared, con una silla al lado. Aparté la silla y me senté dándole la espalda a la señorita Gunther y marqué el número. Después de oír un zumbido (porque Wolfe aborrece el sonido de los timbres) obtuve un «dígame» y dije:

– ¿Señor Wolfe? Soy Archie. Estoy con la señorita Gunther en su piso y no creo que sea procedente llevarla ante usted como usted indicaba. En primer lugar, es de una belleza, extraordinaria, pero esto no hace al caso. Es la mujer con quien he venido soñando en los últimos diez años, ¿recuerda usted que se lo decía? No quiero decir que sea hermosa, porque esto -es cuestión de gustos, sino que es precisamente lo que he venido soñando. Por lo tanto, será mucho mejor que la deje usted en mis manos. Ha empezado por tomarme el pelo, pero esto se ha debido a que aún no me había repuesto de la impresión recibida. Podrá ser qué este trabajo me ocupe una semana, o un mes, o quizá un año, porque es muy difícil concentrarse en la tarea en estas circunstancias, pero puede usted contar conmigo. Váyase usted a la cama y ya le hablaré mañana por la mañana.

Me levanté de la silla y me volví hacía el sofá, pero ella no estaba en él. Por el contrario, se encontraba en dirección a la puerta con un abrigo azul marino, un renard y se estaba contemplando en un espejo mientras se ajustaba un sombrero azul. Me dirigió una mirada y dijo:

– De acuerdo; vamos.

– ¿Adónde?

– No se haga usted el loco -dijo apartándose del espejo-. Se ha esforzado usted en buscar un sistema de hacerme ir al despacho de Nero Wolfe y lo ha hecho usted con talento. Le concedo el segundo round. Algún día empataremos. Ahora voy a ver a Nero Wolfe, y por lo tanto habrá que aplazar esta otra sesión. Celebro que no diga usted que soy bonita. Nada molesta más a una mujer que el que la crean bonita.

Me puse el abrigo y ella abrió la puerta. El bolso que llevaba debajo del brazo era del mismo género azul que el sombrero. Mientras íbamos hacia el ascensor, expliqué:

– Yo no he dicho que no fuese usted bonita. He dicho…

– Ya lo he oído. Me ha herido profundamente. Aunque viniese de un extraño, y posiblemente de un enemigo, su opinión me ha herido. Soy vanidosa, y nada más. Se da el triste caso de que no sé ver las cosas claras y por ello estoy convencida de ser bonita.

– Yo también… -empecé a decir, pero me contuve al ver la expresión con que torció la boca. Lo malo del caso es que en realidad era bonita.

Mientras íbamos bajando por la Calle 35, la señorita Gunther se produjo de una manera tan hostil como si yo hubiese nacido dentro de la A.I.N. y no me hubiese movido nunca de sus locales. Al entrar en casa, encontré el despacho desierto. La dejé allí y fui a buscar a Wolfe. Estaba en la cocina, absorto en una conferencia con Fritz acerca del programa culinario del día siguiente. Me senté en un taburete y empecé a pensar en los últimos sucesos, que se resumían todos en un nombre: «Gunther», hasta que hubieron terminado. Wolfe, al final, quiso advertir mi presencia.

– ¿Está aquí?

– Sí, claro. Apriétese el nudo de la corbata y péinese.


  1. <a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Alusión a unos concursos de pronunciación que se organizan entre los alumnos de los colegios norteamericanos para corregir vicios de dicción.