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Eran las dos y cuarto cuando Wolfe echó una mirada al reloj de pared, suspiró y dijo:
– Muy bien, señorita Gunther. Estoy dispuesto a poner mi parte en este negocio. Se convino que después que usted respondiese a mis preguntas, yo contestaría a las, suyas. Empiece.
No me había distraído mucho la contemplación de su belleza, porque como se me había encargado de tomar nota literal de todo, mis ojos habían tenido otra ocupación. Había escrito cincuenta y cuatro páginas. Wolfe había estado en uno de sus momentos inquisitivos y los datos recogidos en algunas ocasiones tenían tanto que ver con el caso Boone, desde mi punto de vista, como los viajes de Colón.
Algunas de las noticias podían ciertamente aportar alguna ayuda, la primera y principal era, claro está, la de su itinerario del martes anterior. La señorita Gunther no tenía información de la conferencia que le había impedido a Boone tomar el tren en Washington junto con los demás y reconocía que tal hecho era sorprendente, puesto que ella era su secretaria particular y era de creer qué tuviese noticia de todos sus actos habituales. Al llegar a Nueva York, la señorita había ido con Alger Kates y Nina Boone a la oficina neoyorquina de la O.R.P., donde Kates había pasado a la sección de Estadística y toa y Nina habían ayudado a los jefes de departamento a recoger diversos efectos que pudieran servir de ilustración de los pasajes del discurso. Había allí una amplia colección de toda especie de cosas, desde palillos de dientes hasta máquinas de escribir, y hasta las seis de la tarde no estuvo terminada la selección de ellas. Se escogieron dos abrelatas, dos llaves inglesas, dos camisas, dos plumas estilográficas y un cochecillo de niño, y se compilaron los datos referentes a ellos. Uno de los funcionarios las acompañó hasta la calle y buscó un taxi. La señorita Gunther se dirigió al Waldorf, adonde se había encaminado previamente Nina. Un «botones» la ayudó a trasladar aquellos objetos al piso del salón de baile y al salón de recepciones. Allí se enteró de que Boone había pedido estar solo para repasar su discurso y uno de los de la A.I.N., el general Erskine, la llevó hasta aquella habitación, que luego sería denominada «la del crimen».
– ¿General Erskine? -preguntó Wolfe.
– Sí -dijo ella-; Ed Erskine, el hijo del presidente de la A.I.N.
Yo proferí una exclamación de sorpresa.
– Era general de brigada -explicó ella-. Uno de los generales más jóvenes de la Aviación.
– ¿Le conoce usted a fondo?
– No, sólo le he visto una o dos veces y nunca habíamos hablado Pero como es natural le odio. -En aquel instante esta afirmación no fue discutida, porque la frase fue pronunciada sin sonreír-. Odio a todo el mundo que tenga algo que ver con la A.I.N.
– Naturalmente, prosiga.
Ed Erskine había empujado el cochecillo hasta la puerta de la habitación y la había dejado en ella. La señorita no estuvo con Boone más que dos o tres minutos. La policía había dedicado horas de investigación a estos minutos, porque eran los últimos que, exceptuando al asesino, había pasado alguien con Boone en vida. Wolfe les concedió dos páginas de mi cuaderno de notas. Boone estaba reconcentrado y en tensión, aún más de lo corriente, lo cual no era de extrañar, dadas las circunstancias. Sacó bruscamente las camisas y las llaves inglesas del cochecillo y las puso en la mesa, echó una ojeada a los datos, le recordó a la señorita Gunther que debía seguir su discurso sobre otro ejemplar mientras fuese hablando y tomar nota de cualquier desviación del texto en que incurriese y luego la entregó la caja de cuero y le dijo que podía retirarse. Ella volvió al salón de recepción y se tomó dos combinados tuertes, porque sintió que le hacían falta, y luego se sumó a la marcha de la gente hacia el salón de baile y encontró que la mesa número 8, próxima al estrado, estaba reservada al personal de la O.R.P. Estaba tomándose el combinado de fruta cuando se acordó de la caja de cuero y de que la había dejado olvidada en el alféizar de una ventana del salón de recepción. No dijo nada de ello, porque no quería poner de manifiesto su descuido y empezaba a excusarse ante la señora Boone y dejar la mesa, cuando Frank Thomas Erskine, desde el estrado, se acercó al micrófono y dijo:
– Señoras y caballeros, lamento la necesidad de darles a ustedes tan bruscamente esta noticia, pero debo explicarles a ustedes la razón de que nadie pueda salir de esta sala…
Hasta una hora más tarde no pudo salir ella al salón de recepción y entonces se percató de que la caja había desaparecido.
Boone le había dicho que la caja contenía cilindros que había dictado en su oficina de Washington aquélla tarde y esto era lo único que ella sabía de los mismos. No tenía nada de particular que Boone no le hubiese enterado de lo que trataban los cilindros, porque lo hacía raras veces. Dado caso que recurrir a otras taquígrafas para el trabajo rutinario, se entendía que los cilindros que le entregase a ella personalmente contenían materia importante y probablemente confidencial. En la oficina de Boone había doce de tales cajas, cada una de las cuales contenía diez cilindros, que estaban constantemente yendo y viniendo de él a la secretaria y otras taquígrafas, supuesto que Boone realizaba la totalidad de sus dictados ante tal mecanismo. Estaban numeradas, con una etiqueta fija en la parte superior, y aquélla era la caja número cuatro. La máquina usada por Boone era la «Stenophone».
La señorita Gunther admitía haber cometido un error. No hizo mención de la caja desaparecida a nadie hasta el miércoles por la mañana, cuando la policía le preguntó el contenido de la caja de cuero que traía consigo cuando entró en el salón de recepción a tomar un combinado. Algún soplón de la A.I.N., como era de esperar, había informado a la policía de ello. La señorita Gunther había dicho a la policía que se avergonzaba de confesar su negligencia y que de todas maneras su silencio no podía causar perjuicio alguno, puesto que la caja podía no tener nada que ver con el crimen.
– Hay cuatro personas -murmuró Wolfe- que dicen que usted llevó la caja consigo desde el salón de recepción al de baile.
Phoebe Gunther asintió sin asombrarse. Estaba bebiendo whisky con agua y fumaba un cigarrillo.
– Todo está en que les dé usted crédito a ellas o a mí. No me sorprendería nada si cuatro personas de ese jaez dijesen que habían mirado por el ojo de la cerradura y me habían visto matar al señor Boone. Ni que fuesen cuarenta.
– ¿Se refiere usted a los de la A.I.N.? Pero la señora Boone no es de este grupo.
– No -convino Phoebe, y encogiéndose de hombros añadió-: El señor Kates ya me ha dicho lo que manifestó la viuda. La señora Boone no me tiene ninguna simpatía. Sin embargo, aunque no esté yo segura de ello, quizá sí me aprecia, pero lo que la ponía fuera de si era que su marido dispusiese de mí. Observará usted que no mintió, porque no dijo haberme visto llevar la caja cuando salí del salón de recepción.
– ¿En concepto de qué disponía de usted el señor Boone?
– Hacía lo que él me decía.
– Sí, claro -dijo en un susurro Wolfe-; pero, ¿qué obtuvo él de usted? ¿Obediencia reflexiva? ¿Lealtad? ¿Compañía agradable? ¿Felicidad? ¿Pasión?
– ¡Oh, Dios mío! -dijo ella delicadamente disgustada-. Se expresa usted como la mujer de un senador. Lo que obtuvo fue un trabajo de la mejor calidad en la oficina. No quiero decir que durante los dos años que trabajé para el señor Boone, yo ignorase lo que era la pasión, pero jamás entró en la oficina conmigo y la contuve siempre hasta que conocí al señor Goodwin. Usted también lee novelas antiguas. Pregunta usted si estuve con Boone en relaciones de pecaminosa intimidad y a ello le tengo que responder que no. Por un motivo: Porque estaba demasiado ocupado y yo también. Y además no me impresionaba por este concepto. Yo me limitaba a adorarle.
– ¿De veras?
– Cierto -dijo ella en tono de sinceridad-. Era irritable y de grandes ambiciones. A mí casi me volvía loca del esfuerzo de sujetar sus actos al programa previsto, pero era un hombre integérrimo y el mejor de Washington, y además se enfrentaba con la mayor banda de cochinos y de estafadores que existe bajo la capa del sol. Yo me limitaba a adorarle e ignoro en qué lugares se inspiraría para sentir emociones apasionadas.
Esta respuesta pareció aclarar el problema de la pasión. Me encontraba yo en este punto, mientras iba llenando páginas y páginas en el libro de notas, cuando me propuse considerar la medida en que prestaba crédito a sus palabras, y cuando comprobé que mi credulidad era casi total, me sentí avergonzado.
La señorita Gunther tenía una opinión concreta, acerca del asesinato. Dudaba de que en él hubiesen tomado parte numerosos miembros de la A.I.N., porque eran demasiado cautos para conspirar preparando un crimen que conmoverla al país entero. Su idea era que algún miembro aislado lo había cometido personalmente o había comprado a alguien que lo cometiese, y que éste era alguno cuyos intereses habían sido amenazados o perjudicados por Boone hasta tal punto que despreciaba la mala fama que caería sobre la A.I.N. Phoebe aceptaba la teoría de Wolfe de que desde el punto de vista de la A.I.N. era de desear que el criminal fuese detenido.
– Entonces, se infiere de ello que usted y la O.R.P. prefieren que no sea detenido, ¿verdad?
– Podría deducirse -reconoció ella-, pero como yo no tengo temperamento lógico, no soy de este parecer.
– ¿Porque adoraba usted al señor Boone? Es comprensible. Mas en tal caso, ¿por qué no ha aceptado usted mi invitación a venir aquí y comentar el caso esta noche?
Una de dos: o Phoebe tenía la respuesta preparada, o la supo improvisar muy bien.
– Porque no tenía ganas. Estaba cansada y no sabía quién habría aquí. Entre la policía y el F.B.I. he respondido ya a centenares de preguntas, cientos de veces cada una, y necesitaba descansar.
– Pero luego vino usted con el señor Goodwin.
– Ciertamente. Cualquier muchacha que necesite descansar irá adonde sea con el señor Goodwin, porque en su compañía no tendrá necesidad de hacer uso del talento. De todas maneras, no me proponía quedarme toda la noche, y son ya más de las dos. ¿Se acuerda usted de que me toca preguntar a mí?
En este momento fue cuando Wolfe miró el reloj, suspiró y le dijo que empezase. Phoebe rebulló en la silla para cambiar de postura, tomó un par de sorbos del vaso, lo dejó, apoyó la cabeza en el cuero rojo, lo cual produjo un efecto muy bonito, y vino a decir:
– ¿Quién le ha puesto a usted en contacto con la A.I.N., qué dicen ellos, a qué se ha prestado usted y cuánto le pagan?
Wolfe se quedó tan sorprendido, que la miró casi parpadeando.
– ¡Oh, no, señorita Gunther; esto no!
– ¿Por qué no? -preguntó-. Entonces no ha habido negocio entre nosotros.
– Conforme. Vamos a ver -dijo él recapacitando-. El señor Erskine y su hijo, el señor Breslow y el señor Winterhoff, han venido a verme. Posteriormente vino también el señor O’Neill. Han dicho muchas cosas, pero la principal es que me han contratado para que investigue. He convenido en hacerlo y en intentar aprehender al culpable. Lo que…
– ¿Sin consideración a quién pueda ser?
– Sí. No interrumpa. Lo que pagarán depende de los gastos necesarios y de lo que yo determine cargar. Será una cosa justa. No me gusta la A.I.N. En realidad, soy anarquista.
– ¿Han tratado de persuadirle a usted de que el asesino no es un miembro de la A.I.N.?
– No.
– ¿Ha obtenido usted la impresión de que sospechen de alguien en particular?
– No.
– ¿Cree usted que alguno de los cinco que vinieron cometió el crimen?
– No.
– ¿Deduce usted que celebra que ninguno de ellos lo cometiese?
– No.
Phoebe hizo un ademán.
– Esto es una tontería. No juega usted limpio. No dice usted más, que no.
– Contesto a sus preguntas. Y hasta ahora no le he dicho ninguna mentira, pudo de que usted pueda presumir de lo mismo.
– ¡Vaya! ¿Conque lo que le he dicho no era verdad?
– No tengo ni idea. Hasta ahora. La tendré. Prosiga.
Interrumpí y le dije a Wolfe:
– Perdone usted, pero no hay precedente de lo que está pasando. ¿Usted, bloqueado por un sospechoso de asesinato? ¿Quiere usted que deje de tomar nota?
Wolfe no me hizo caso y le repitió a ella:
– Continúe. El señor Goodwin ha querido aprovechar una ocasión de calificarla a usted de sospechosa de asesinato.
Phoebe estaba concentrándose y tampoco me hizo caso.
– ¿Cree usted -preguntó- que el uso de la llave inglesa, de la cual nadie sabía que estaría allí, demuestra que el asesinato fue impremeditado?
– No.
– ¿Por qué no?
– Porque el asesino pudo haber ido armado y al ver la líate inglesa decidir usarla en vez del arma.
– Pero, ¿pudo ser impremeditado?
– Sí.
– ¿Alguno de los de la A.I.N. le ha dicho a usted algo que dé algún indicio de quién se llevó la caja de cuero o de lo que le ha ocurrido a ésta?
– No.
– ¿Ni de dónde para ahora?
– Tampoco.
– ¿No tiene usted idea de quién es el asesino?
– No.
– ¿Por qué ha mandado usted al señor Goodwin a buscarme? ¿Por qué a mí y no a… a cualquier otra persona?
– Porque usted se mantuvo apartada y yo quería saber por qué.
Phoebe se interrumpió, se sentó muy derecha, volvió a beber, acabó el contenido del vaso y se pasó la mano por el cabello.
– Todo esto es disparatado -dijo con énfasis-. Podría seguir haciéndole preguntas durante varias horas y ¿cómo sabría yo que ni una sola de sus palabras es verdad? Por ejemplo, yo no sé lo que llegaría a dar por aquella caja. Usted dice que hasta ahora no tiene usted noticia de nadie que esté al corriente de lo que pasó con ella, o de dónde está, y de hecho la caja puede estar en esta habitación, aquí en esta mesa.
Miró el vaso, vio que estaba vacío y lo dejó en la «mesita de escribir los cheques».
– Esta es la dificultad de siempre. Yo he tenido con usted la misma pega.
– Pero yo no tengo razón alguna para mentir.
– Todo el mundo tiene algún motivo para mentir. Prosiga.
– No -dijo ella levantándose y arreglándose la falda-. Es completamente inútil. Me iré a casa y me acostaré. Míreme. Debo parecer una bruja con surmenage.
Esto sorprendió de nuevo a Wolfe. Su actitud respecto de las mujeres es tal que raramente le preguntan qué opinión tiene de ellas.
– No -murmuró.
– Pero en realidad estoy cansada -insistió ella-. Siempre me afectan las cosas por, este registro. Cuanto más cansada estoy, menos lo parezco. El martes recibí el golpe más duro de mi vida y desde entonces no he podido dormir decentemente una sola noche, y míreme -Volviéndose a mí, añadió-: ¿Le importará enseñarme dónde puedo encontrar un taxi?
– La llevaré -dije-. De todas maneras tenía que sacar el coche.
Phoebe le dio las buenas noches a Wolfe, nos abrigamos y salimos a la calle. Subimos al coche y ella reclinó la cabeza en el respaldo, cerró los ojos durante, un segundo, los abrió luego, se puso derecha y me miró.
– No sea usted hosco -dijo ella, pasando los dedos alrededor de mi brazo, diez centímetros por debajo de la axila, y apretando-: No me haga usted caso. No significa nada el que le coja del brazo. De cuando en cuando me gusta sentir el brazo de un hombre; no es, más que esto.
– De acuerdo; soy un hombre.
– Ya lo he sospechado.
– Cuando todo esto haya terminado, me gustaría enseñarle a usted a jugar al «pool» o a buscar palabras en el diccionario.
– Gracias -dijo. Sentí en aquel momento la impresión de que se estremecía-. Cuando todo esto haya terminado…
Al detenernos ante una luz del tráfico en la calle cuarenta y tantos, dijo:
– Ya ve usted, me parece que me estoy poniendo nerviosa. Pero tampoco haga usted caso.
La miré, y no vi indicio alguno de ello ni en su voz ni en su cara. Jamás vi a nadie que estuviese menos nervioso. Cuando di la vuelta para acercarme a su casa, saltó del coche antes de que pudiese moverme, y me dio la mano por la ventanilla.
– Buenas noches. O más bien, ¿qué manda el protocolo? Un detective, ¿puede estrechar la mano de uno de los sospechosos?
– Ciertamente.
Entró en la casa y desapareció, quizá para darle alguna consigna al portero. Cuando volví a casa, después de haber dejado el coche y entré en la oficina para asegurarme de que la caja de caudales estaba cerrada, encontré una nota en mi mesa. Decía así:
. «Archie: No vuelva usted a ponerse en relación con la señorita Gunther más que por orden mía. Cualquier mujer que no sea tonta es peligrosa. No me gusta este caso y mañana decidiré si lo abandono y devuelvo el pagaré que me han dado. Por la mañana, haga usted Que vengan acá Panzer y Gore. – N. W.»
Me dio una idea del estado de confusión en que se encontraba la contradicción que se advertía en la nota. El sueldo de Saúl Panzer era de treinta dólares al día, y el de Bill Gore, de veinte, sin mencionar los gastos, y el encomendarse a tal salida demostraba que Wolfe renunciaba a que quedase sobrante alguno de sus ingresos. El texto apelaba a mi comprensión del embrollo en que se había metido. Subí a mi habitación, echando una mirada a la suya al pasar ante ella, y observé que tenía la luz roja encendida, demostración de que había conectado el aparato de alarma.