174264.fb2 Los Amores De Goodwin - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

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Capítulo XII

Comprendí mucho mejor lo difícil que iba a ser aquel trabajo a la mañana siguiente cuando a las once bajó Wolfe de los invernaderos y le oí dar instrucciones a Saúl Panzer y a Bill Gore.

Para cualquiera que no le conociese, Saúl Panzer no significaba otra cosa que un tipito escuchimizado con una nariz muy grande y un afeitado generalmente precario. Para los pocos que le conocían, Wolfe y yo, por ejemplo, estos detalles carecían de importancia. Era un francotirador que, año tras año, se veía ofrecer diez veces más ocupaciones de las que tenía tiempo o ganas de aceptar. Jamás rechazaba las que le brindaba Wolfe, a poco que pudiese. Aquella mañana estaba sentado en el despacho, con el viejo sombrero castaño en las rodillas, escuchando a Wolfe. Nunca tomaba notas. Mi jefe le describía la situación y le encargó que se pasase en el Waldorf todos los días y todas las horas que fuesen precisos cubriendo los actos de todo el mundo.

Bill Gore era de estatura normal y de aspecto tosco. Al mirarle la cabeza se advertía que al cabo de cinco años, estaría calvo. El objetivo inmediato que se le había señalado era la oficina de la A.I.N., donde debería compilar algunas listas y datos de los archivos. Habíamos telefoneado a Erskine y había prometido su ayuda.

Cuando se hubieron marchado, le pregunté a Wolfe:

– ¿Tan mal está la cosa?

– ¿Tan mal como qué?

– Bastante lo sabe usted. Le costarán cincuenta dólares diarios. ¿Qué tiene de genial esta operación?

– ¿Genial? ¿Y qué tiene que ver el genio con este maldito enredo? ¡Mil personas, todas con motivo y oportunidad y medios a mano! ¿Por qué demonios le permitirla yo a usted que me convenciese?…

– No, señor -dije en voz alta y firme-; no es por ahí. Cuando me di cuenta de lo difícil que iba a ser esto y cuando leí la nota que me dejó usted anoche, me percaté de que inevitablemente trataría usted de echarme la culpa de todo. Reconozco que no me daba cuenta de lo desesperado del caso hasta que le oí a usted encargar a Saúl y a Bill que vuelvan a sumergirse en las profundidades que ha explorado ya la policía hasta la saciedad. Expediré un cheque a favor de la A.I.N. por valor de sus diez mil y usted puede dirigirles una carta diciéndoles que por haber cogido paperas, o quizá…

– ¡Cállese! -gruñó-, ¿Cómo puedo devolver un dinero que no he recibido?

– Sí lo ha recibido usted. El cheque llegó en el correo de la mañana y lo he depositado.

– ¡Dios mío! ¿Está en el Banco?

– Sí, señor.

Jamás he visto a Wolfe tan asustado.

– Así, ¿se ha quedado usted sin nada? -pregunté-. ¿No cuenta usted con nada?

– Sí que cuento.

– ¿Ah, sí? ¿Con qué?

– Con algo muy particular que dijo ayer por la tarde el señor O’Neill. Algo muy particular…

– ¿Qué era?

– No es cosa de usted. Haré que mañana se ocupen en ello Saúl o Bill.

No di crédito a esta afirmación. Durante diez minutos estuve repasando mentalmente lo que me acordaba de que O’Neill había dicho, y entonces aún creí menos a Wolfe.

Durante todo el sábado no me dio ningún trabajo relacionado con el caso Boone; ni siquiera tuve que llamar por teléfono. Todas las llamadas nos vinieron de fuera y por cierto que con abundancia. La mayoría de ellas procedían de los periódicos y de la oficina de Cramer, pero carecían de interés. Dos de ellas fueron cómicas: Winterhoff, el hombre distinguido, telefoneó alrededor del mediodía. Se veía acosado por la policía. Después de muchas horas de interrogatorio, había quedado establecido que él era quien había indicado la habitacioncita para que Boone estuviese a solas, quien le había acompañado hasta ella, y el hombre estaba atemorizado. Explicó que su conocimiento de aquel cuarto procedía de haber intervenido anteriormente en asuntos semejantes, pero los policías no estaban satisfechos. Winterhoff quería que Wolfe asegurase su inocencia y aconsejase a la policía que le dejasen tranquilo. Esta petición quedó incumplida. Poco antes del almuerzo recibimos la llamada de un hombre que se expresaba con voz cultivada y que dijo llamarse Adamson y pertenecer al Consejo de la A.I.N. El tono de sus palabras daba a entender que no estaba muy complacido por el hecho de que hubiesen contratado a Wolfe y que requería un informe diario de todas sus actividades, operaciones, conversaciones, contactos e intenciones. Insistió en hablar con Wolfe y esto le perdió, porque si hubiera hablado conmigo, por lo menos habría sido tratado con la cortesía elemental.

Otra cosa que pedía la A.I.N. en aquella misma jornada fue algo que no hubiéramos podido otorgar aunque hubiésemos querido. Hattie Harding en persona nos trajo la petición, a media tarde, inmediatamente después que Wolfe hubo subido a reunirse con sus orquídeas. La hice pasar al despacho y nos sentamos en el sofá. Era mujer de un aspecto muy agradable y bien vestida y sus ojos se mostraban aún animados, a pesar de ser evidente su agotamiento. Entonces parecía estar más próxima a los cuarenta y ocho que a los veintiséis años.

Había venido a pedir socorro con desesperación, aun cuando no lo plantease en estos términos. Según sus palabras, el diablo andaba suelto por todo el país y había que aguardar el fin del mundo de un momento a otro. La oficina de Relaciones Públicas estaba acercándose al coma. Llegaban centenares de telegramas a la A.I.N., procedentes de asociados y de amigos de toda la nación, que referían los artículos periodísticos, las decisiones adoptadas por las Cámaras de Comercio y las especies más variadas de conspiraciones, cábalas, camarillas y chismorreos. Incluso, aun siendo ello confidencial, me dijo que se habían recibido once bajas de asociados y la dimisión de un miembro del Consejo de Dirección. Había que hacer algo. Le pregunté qué. Y ella insistió en que había que hacer algo.

– ¿Coger al asesino, por ejemplo?

– Esto es, claro -respondió, en un tono que parecía indicar que lo consideraba un simple detalle-; pero hay que hacer algo para que se detenga este insensato nerviosismo. Quizá una declaración firmada por un centenar de personajes. O unos telegramas que soliciten sermones en las iglesias. Mañana es domingo…

– ¿Quiere usted decir que el señor Wolfe envíe sendos telegramas a cincuenta mil sacerdotes, pastores y rabinos?

– No, no, claro que no… -dijo con manos temblorosas-. Pero algo… algo…

– Oiga, Relaciones Públicas -le dije dándole unos golpecitos tranquilizadores en las rodillas-. Está usted sobresaltada y agitada, y lo reconozco. Pero la A.I.N. parece entender que ésta es una tienda de «0,95». Le es igual a usted Nero Wolfe, como Perico de los Palotes, No, señorita; esta es una tienda selecta. Lo que podemos hacer y vamos a hacer es detener al asesino.

– ¡Dios mío! -dijo-. Lo dudo -añadió en el acto.

– ¿El qué duda? ¿Que le cojamos?

– Sí, que le coja alguien.

– ¿Por qué? -Y mirándome con firmeza, dijo cambiando de expresión- Oiga, lo que le voy a decir es confidencial.

– Claro, no saldrá de mí. Y de mi jefe, pero él nunca se franquea con nadie.

– Estoy harta -dijo, frotándose el mentón como un hombre-. Voy a dejar este trabajo y ponerme a coser botones. El día en que alguien aprehenda al asesino de Cheney Boone, y demuestre que lo es, los cerdos cantarán melodiosamente. En realidad, será…

– ¿El qué? -dije haciendo un ademán alentador.

– Estoy hablando demasiado -respondió poniéndose bruscamente en pie.

– ¡Oh, no, en absoluto!… Apenas ha empezado usted. Siéntese.

– No, gracias -dijo recobrando la mirada segura de sus ojos-. Es usted el primer hombre ante quien he cedido. Por el amor de Dios, no se figure usted que conozco secretos y pretenda extraérmelos. Lo único que pasa es que este asunto es superior a mis fuerzas y que he perdido la cabeza. No se moleste en acompañarme para salir.

Hattie Harding se marchó. Cuando Wolfe bajó al despacho a las seis, le expliqué extensamente la conversación. Al principio, decidió mostrarse indiferente, pero luego cambió de opinión. Quiso conocer mi parecer y se lo di: Que yo dudaba que supiese nada de provecho para nosotros, y que aunque lo supiese, ante mí se mostraba confundida, pero que él podía sondearla.

– Archie, es usted transparente -dijo él con un gruñido-. Lo que quiere usted decir es que no quiere usted molestarla, y usted no quiere molestarla porque la señorita Gunther le tiene a usted sorbido el seso.

– No es así -dije fríamente.

Por lo general, cuando se pone de esta guisa, te soporto, pero como no sabía qué se le ocurriría decir a propósito de Phoebe Gunther y yo no quería dimitir a medio resolver el caso, corté la conversación saliendo a la puerta a buscar los diarios de la noche.

Recibíamos un par de ellos para repartírnoslos y evitar roces. Le entregué su mitad y me senté en mi mesa para leer la mía. Miré primeramente la «Gazette» y vi en los titulares de la primera página una noticia gorda: La señora Boone había recibido por correo la cartera de bolsillo de su marido.

Un detalle que no creo haber mencionado antes era la cartera de Boone. Y no lo he mencionado porque el hecho de que el asesino se la hubiese llevado, no daba ninguna luz nueva sobre el crimen ni el motivo, puesto que no había dinero en ella. El dinero lo traía Boone en forma de un pliego de billetes en el bolsillo del pantalón y no lo había tocado nadie. La cartera la llevaba en un bolsillo de la chaqueta y la dedicaba a papeles varios y tarjetas, y como no había aparecido en el cadáver se presumía que la tenía el asesino. La noticia de la «Gazette» decía que la señora Boone había recibido un sobre por el correo de aquella mañana, con el nombre y la dirección escritos con un lápiz de plomo, y que en él venían dos cosas que Boone había llevado siempre en la cartera: su permiso de conducción y una fotografía de la señora Boone en traje de novia. El artículo del diario hacía observar que el remitente tenía que ser a la vez sentimental y realista. Sentimental, por lo de la «foto», y realista porque había devuelto la licencia de conducción que era aún válida.

– Así es -dijo Wolfe en voz lo bastante alta para que le oyese. Comprendí que estaba leyendo también y dije:

– Si los policías no lo tuviesen ya, y si la señorita Gunther no me hubiese sorbido el seso, Iría a ver a la señora Boone y conseguirla este sobre.

– Habrá tres o cuatro personas en un laboratorio que se lo harán todo a ese sobre, menos disgregar sus átomos. Y dentro de poco, lo desintegrarán también, si hace falta. De todos modos éste es el primer indicio con que contamos.

– Y tanto -convine-. Lo único que hay que hacer es mirar cuál de los mil cuatrocientos noventa y dos comensales es sentimental y realista a la vez, y ya le tendremos.

Volvimos a nuestra lectura. No hubo mayor novedad antes de la cena. Después de comer volvimos al despacho, poco antes de las nueve, y entonces llegó un telegrama. Lo saqué del sobre y se lo entregué a Wolfe. Después de leerlo, me lo transmitió. Decía:

«NERO WOLFE, Calle 35, 919. NUEVA YORK.

»LAS CIRCUNSTANCIAS IMPOSIBILITAN SEGUIR VIGILANDO A O’NEILL PERO CREO ESENCIAL QUE SE HAGA AUNQUE NO PUEDO GARANTIZAR NADA.- BRESLOW

Miré a Wolfe alzando las cejas con gesto interrogante. Él me miraba con los ojos semicerrados, lo cual quiere decir que me miraba de veras.

– Quizá tendrá usted la bondad -me dijo- de decirme qué medidas ha tomado usted para resolver este caso, sin mi conocimiento.

– No, señor. Se equivoca usted. Iba a preguntarle si tenía usted a Breslow en su nómina y con qué cantidad para sentarlo en mis cuentas.

– ¿No sabe usted nada de esto?

– No. ¿Y usted?

– Telefonee al señor Breslow.

No era cosa tan sencilla. Todo lo que sabíamos de Breslow era que fabricaba papel en Denver y que, tras haber venido a Nueva York para la reunión de la A.I.N., se había quedado, en calidad de miembro del comité ejecutivo, para ayudar a la Corporación en aquel trance. Sabía yo que Frank Thomas Erskine residía en el Churchill, y traté de encontrarle, pero sin fruto. El teléfono de Hattie Harding no respondió. Volví a probar fortuna con Lon Cohen, en la «Gazette», que es por donde debía haber empezado, y él me dio las señas de Breslow. En tres minutos pude comunicar con él y le pasé la conexión a Wolfe, no sin dejar yo de escuchar la conversación. Por teléfono sonaba igual que su rostro, roja de ira.

– Diga, Wolfe… ¿Ha conseguido usted algo? Diga, diga…

– Tengo que preguntarle una cosa…

– ¿Sí? ¿De qué se trata?

– Ahora voy a decírselo. Por esta razón he hecho que el señor Goodwin averiguase su número y le llamase, para que usted pudiese estar en un extremo del teléfono y yo en el otro y de esta forma pudiera yo hacerle la pregunta que le voy a hacer. Dígame cuándo estará dispuesto para que se la formule.

– ¡Ya lo estoy, maldita sea! ¿De qué se trata?

– Bueno. Ahí va. En cuanto al telegrama que me envió usted…

– ¿Telegrama? ¿Qué telegrama? No le he mandado a usted ningún telegrama.

– ¿No tiene usted noticia de él?

– No. En absoluto. ¿Qué…?

– Entonces será una equivocación. Deben haber tomado mal el nombre. Ya me lo figuraba. Estaba esperando un telegrama de un señor que se llama Breslow. Perdone usted, señor, que le haya molestado. Adiós.

Breslow trató de prolongar la agonía, pero nos libramos de él.

– De esta forma -observé- resulta que él no lo ha mandado. Si lo hizo y no quiere que lo sepamos, ¿por qué firmaría con su nombre?

– Probablemente se tratará de alguien que querrá confundirnos, pero no podemos pasarlo por alto. -Echó una ojeada al reloj, que señalaba las nueve y tres minutos-. Mire si está en casa el señor O’Neill. Pregúntele… No. Déjeme hablarle.

Miramos el número de la residencia de O’Neill en Park Avenue y le puse en comunicación con Wolfe. Este le dio cuenta de la petición de Adamson, que era el abogado de la A.I.N., y le aburrió con una larga disertación sobre lo poco aconsejable que era formular informes escritos. O’Neill dijo que le importaban un pito los informes escritos o por escribir, y se despidieron muy amistosamente.

Wolfe meditó un momento, y luego dijo:

– No. Lo dejaremos por esta noche. Mejor será que se pegue usted a él por la mañana cuando salga de casa. Si nos decidimos a continuar teniéndole vigilado, ya llamaremos a Orrie Cather.