174264.fb2
El seguir a una persona a solas en Nueva York es empresa que puede adoptar las formas más imprevisibles. Puede uno agotarse física y mentalmente en un esfuerzo de diez horas por mantenerse pegado a los talones del perseguido, valiéndose de todos los procedimientos imaginables, y perder luego la pista por cualquier fallo trivial que nadie hubiera podido prever. También se puede perder el rastro al cabo de cinco minutos, sobre todo si el objeto del seguimiento se da cuenta de éste. Y también dentro del plazo de los cinco primeros minutos es posible que el seguido se instale en un sillón, en una oficina, en un cuarto de hotel y se pase allí el día entero sin preocuparse ni poco ni mucho de lo que uno se aburre en la espera.
Así, pues, nunca se sabe lo que resultará de tal; empresa; Lo que yo me prometía era una jornada infructuosa, puesto que se daba el caso de que aquel día era domingo. Pocos minutos después de las ocho de la mañana, me instalé en un taxi que, situado en dirección a la ciudad, se detuvo a la altura del número 70 de Park Avenue, a cincuenta pasos al norte de la puerta de la casa de O’Neill. Me hubiera apostado cualquier cosa a que al cabo de seis o doce horas seguirla allí, aun cuan do no despreciaba la posibilidad de que a las once nos fuésemos a una iglesia o a las dos a almorzar. Ni siquiera podía leer tranquilo el periódico dominical, porque estaba obligado a tener la vista fija en aquella puerta. El taxista era mi viejo colaborador Herb Aronson, pero como no conocía a O’Neill no podía servirme de nada. A medida que fue pasando el tiempo, nos dedicamos a discutir diversos temas y él me leyó en voz alta el «Times».
A las diez decidimos establecer una apuesta. Cada uno de nosotros escribiría en un pedazo de papel el tiempo que en su opinión tardaría nuestro hombre en aparecer; el que se equivocase más; pagaría al otro un centavo por cada minuto que se apartase de la hora de la aparición. Herb estaba entregándome un pedazo de papel que acababa de arrancar del «Times» para que yo escribiese mi apuesta, cuando vi a Don O’Neill aparecer en la acera.
– Ahórrelo para la próxima vez. Este es el hombre.
El portero de O’Neill nos conocía ya de memoria a aquellas horas. Previamente había llamado a Herb en nombre de un cliente, y el taxista había rehusado. O’Neill nos miró y yo oculté la cara en una esquina para que no pudiera estar seguro de si me veía bien a aquella distancia. Luego le preguntó algo al portero y éste movió negativamente la cabeza. Herb me dijo por un colmillo:
– Nuestra estrategia no puede ser peor. Tomará un taxi, le seguiremos y cuando vuelva a casa el portero le dirá que le han seguido.
– ¿Qué quiere usted que haga, pues? -le dije-. ¿Disfrazarme de florista y ponerme a vender asfódelos en la esquina? La próxima vez le encargaré a usted de planear la operación. Este proyecto de la persecución ha sido una broma desde el primer momento. Ponga en marcha el motor. De una forma u otra, O’Neill no volverá nunca a casa. Antes de que acabe el día le habremos detenido por asesinato. ¿Pone usted el coche en marcha o no? El ya ha encontrado uno.
El portero había estado tocando el pito y un taxi que bajaba se había detenido. El portero abrió el coche y O’Neill entró en él y el taxi empezó a alejarse. Así lo hizo también Herb y nos pusimos en movimiento.
– ¡Qué fracaso! -gruñó Herb-. ¿Por qué no le rebasamos y le preguntamos adónde se dirige?
– O’Neill no tiene razón alguna para sospechar que le vamos siguiendo, a menos que le hayan puesto sobre aviso y en tal caso no habrá ya nada que le tranquilice y estaremos perdidos. Retrásese un poco más. Lo bastante para que no nos pueda separar ninguna luz de tráfico.
Herb lo hizo así y se ocupó en sortear las señales de circulación como si en ello le fuera la vida. Con el débil tráfico de aquella mañana de domingo, sólo tropezamos con dos antes de llegar a la calle 46, donde el coche de O’Neill torció hacia la izquierda. Una manzana después, en la avenida Lexington, se volvió hacia la derecha y al cabo de un minuto se detuvo en la entrada de la estación Grand Central. Nosotros estábamos separados del suyo por dos coches. Herb giró hacia la derecha y frenó. Yo salí, protegido por un coche de los parados.
– ¿No se lo dije? Ha soltado el coche. Espéreme en el patio.
Apenas hubo pagado O’Neill al taxista y cruzó la acera, yo salí de mi abrigo. Seguía poniendo pocas esperanzas en mi persecución y lo que me parecía más verosímil en aquel momento es que tuviera que seguirle hasta Greenwich y participar en una excursión campestre, de esas donde se bebe un poco y se juega al poker, de una forma u otra O’Neill no parecía tener la menor duda de lo que buscaba, porque entró en el largo corredor y atravesó la gran sala central de la estación como si anduviera seguro de su destino. No daba el menor indicio de sospechar que nadie le fuese siguiendo. Finalmente dio la vuelta, pero no para entrar en los andenes, sino para subir a la consigna. Me quedé a distancia, abrigado por una esquina. Había varias personas en la cola antes que él, y él esperó turno, luego entregó un taloncito y al cabo de un minuto o cosa así le entregaron un paquete.
Aun desde la distancia a que yo permanecía, cosa de unos diez metros, aquel objeto tenía aspecto de ser interesante. Era una cajita rectangular de cuero. O’Neill la cogió y salió con ella. En aquel momento yo tenía menos interés en que mi presencia pasase inadvertida y al mismo tiempo me sentía mucho más afanoso de no perder contacto con él. De esta suerte, me acerqué un poco más y casi le fui pisando los talones. Súbitamente, se frenó en su paso, casi hasta detenerse, metió la caja debajo del gabán, pasó el brazo en torno de ella y se abrochó. Luego continuó en su marcha, En vez de regresar a la entrada de la avenida de Lexington, bajó por la rampa que conduce a la calle 42 y cuando salió a la acera se volvió hacia la izquierda hasta llegar a la parada de taxis que hay delante del hotel Commodore. Seguía sin haber advertido mi presencia. Después de una breve espera cogió un coche, abrió la puerta y entró. Iba a cerrar.
Me propuse que no lo consiguiese. Hubiera sido bonito enterarse de la dirección que iba a dar al conductor, pero esto no era trascendental. En cambio, si yo perdía el contacto con aquella caja de cuero en los riesgos de la persecución, tendría que buscar otro empleo ayudando a Hattie Harding a coser botones. Así me adelanté con rapidez suficiente para impedir que cerrase la puerta y le rogué:
– Hola, O’Neill. ¿Va a la ciudad? ¿Le importa llevarme?
Me senté a su lado y entonces, ya queriendo aportar mi colaboración, cerré la puerta.
– ¡Vaya, hola, Goodwin! ¿De dónde sale usted? Voy… Bueno, no, el caso es que no voy a la ciudad. Voy hacia abajo.
– A ver si se decide -gruñó el conductor.
– No importa -le dije alegremente a O’Neill-. Lo qué me interesa es hacerle a usted un par de preguntas acerca de esta caja de cuero que lleva usted debajo del abrigo. -Y al chofer le dije-: Siga adelante, y dé la vuelta en la calle 8.
– Este no es su coche -dijo el taxista mirándome con odio.
– Es igual -dijo O’Neill-. Somos amigos. Vamos allá.
El coche se puso en marcha. No nos dijimos nada. Pasamos por delante del Vanderbilt y después de detenernos ante una luz, íbamos a cruzar la avenida de Madison, cuando O’Neill se inclinó hacia adelante para decirle al taxista.
– Vuélvase hacia la Quinta Avenida.
El taxista estaba demasiado agraviado para atinar a responder, pero cuando llegamos a la Quinta y dieron la luz verde, se volvió hacia la derecha.
– Si esto es lo que usted quiere, conforme -le dije-; pero me parece que ganaríamos tiempo yendo directamente a casa de Nero Wolfe. El se sentirá aún con más curiosidad que yo acerca de lo que lleva usted ahí. Claro está que no podemos debatirlo en este taxi, puesto que el conductor no nos tiene simpatía.
Volvió a inclinarse hacia el taxista y le dijo su dirección de la Park Avenue. Estuve considerando esta nueva posibilidad durante tres calles, y me pronuncié contra ella. La única arma que llevaba encima yo era un cortaplumas. Supuesto que había estado vigilando aquella entrada desde las ocho de la mañana, parecía improbable que el comité ejecutivo de la A.I.N. estuviese en sesión en el piso de O’Neill, pero si estaban, y sobre, todo si estaba con ellos el general Erskine, mecería en el caso de hacer una presión demasiado brutal para conseguir salir de allí con la cajita. Por todo ello, le dije a O’Neill en voz baja:
– Oiga, si el taxista es un ciudadano dotado de espíritu cívico y oye que hablamos de algo que tenga querer con un asesinato, lo más fácil es que se detenga delante del primer policía que encuentre. Quizá es esto también lo que usted quiere: un policía. Si es así, le complacerá saber que la idea de ir a su piso no me divierte. Si me lleva usted allí, le exhibiré mi documentación al portero, le sujetaré a usted y le ordenaré que vaya a avisar al cuartelillo 19, que está en el número 153 de la calle 67 Este. El incidente provocaría un desagradable estrépito. ¿Por qué no nos libramos de ese robaperas y discutimos el asunto en un banco tomando el sol? Además le he de advertir que he visto una expresión en sus ojos que no me ha gustado nada. Le advierto que tengo veinte años menos que usted y que hago gimnasia cada mañana.
O’Neill dejó de poner cara de. tigre y volvió a inclinarse para decirle al taxista:
– Pare aquí.
Aunque yo dudaba de que llevase armas, no quise que hiciese tonterías con los bolsillos, y por ello pagué yo la cuenta del taxi. Estábamos en la Calle 69. Después que et taxi se hubo alejado, cruzamos la calle y nos dirigimos a uno de los bancos que hay junto a la pared que cierra el Parque Central y nos sentamos. Seguía apretando el brazo izquierdo contra el objeto que llevaba debajo del abrigo.
– Un procedimiento muy fácil sería dejarme echar una mirada a este paquete, por dentro y por fuera. Si contiene sólo mantequilla de «estraperlo», vaya usted con Dios.
– Le diré, Goodwin -dijo pesando muchos las palabras-. No quiero apelar a la indignación para calificar la persecución de usted y todo esto. Pero le puedo explicar de qué manera ha venido a mis manos esta caja, de una manera absolutamente inocente, absolutamente, Y no tengo más noticia que usted de lo que hay en ella. No tengo ni idea.
– Echemos una ojeada.
– No -dijo con resolución-. A los efectos de usted, es propiedad mía…
– Pero ¿lo es en realidad?
– Insisto en que por lo que a usted respecta, es mío y que tengo derecho a examinarlo en privado. Derecho moral. Reconozco que no puedo plantear la cuestión en el terreno del derecho legal, porque usted ha brindado diferir el caso a la policía y esta solución es legalmente correcta. Pero el derecho moral está de mi parte. Usted ha insinuado antes que fuéramos a ver a Nero Wolfe. ¿Cree usted que lo aprobaría la policía?
– No, pero él sí.
– No lo dudo -dijo O’Neill recobrando facultades y adoptando un tono serio y persuasivo-. Pero ya lo ve usted, ninguno de nosotros dos quiere acudir a la policía. De una manera efectiva, nuestros intereses coinciden. El problema es, pues, de mero procedimiento. Considérelo usted desde su punto de vista personal: Lo que usted quiere es poder presentarse ante su jefe y decirle: «Me mandó usted a realizar un trabajo, lo he hecho y aquí están los resultados». Y entregarle esta cajita de cuero y llevarme de paso con usted, si le parece. ¿No es esto lo que usted desea?
– Ciertamente. Vamos allá.
– Iremos, se lo aseguro, Goodwin, iremos. -O’Neill se expresaba con una sinceridad casi dolorida-. Pero ¿tiene alguna importancia el momento exacto en que vayamos? ¿Es que ha de ser ahora, o quizá dentro de cuatro horas? ¡Claro está que no la tiene! Jamás he vulnerado una promesa en toda mi vida. Soy hombre de negocios y el verdadero fundamento de los negocios es en Norteamérica la integridad, la honradez absoluta. Este supuesto nos remite de nuevo a los derechos morales que me asisten. Lo que le propongo a usted es lo siguiente: Iré a mi despacho, que está en el número 1270 de la Sexta Avenida. Usted irá allá a las tres de la tarde, o podremos reunimos donde usted diga; traeré conmigo esta cajita de cuero y se la llevaremos a Nero Wolfe.
– No quiero…
– Aguarde. Sean cuales fueren mis derechos morales, si usted me testimonia esta gentileza, merece usted que sea reconocida y apreciada. Cuando me reúna con usted a las tres, le entregaré mil dólares en prueba de agradecimiento. Un detalle que se me había olvidado es que le garantizo que Wolfe no tendrá noticia de este retraso de cuatro horas. Será fácil de arreglar. Si llevase los mil dólares encima, se los daría ahora mismo. Jamás he faltado a una promesa en toda mi vida.
Miré al reloj y apelé a su generosidad.
– Dejémoslo en diez mil.
Sería inexacto decir que se quedó estupefacto. Su reacción fue únicamente de agravio, y aun de agravio pasajero.
– No, ni soñarlo -manifestó, pero en tono suave-. Ni hablar de ello. Mil dólares es lo máximo.
– Sería divertido ver hasta qué cantidad podemos llegar, pero son las once menos diez, y dentro de diez minutos el señor Wolfe bajará al despacho y no quiero que tenga que esperar. Lo malo del caso es que hoy es domingo y no acepto nunca sobornos en domingo. No hablemos más de este tema: El dilema que le propongo a usted es el siguiente; Usted y yo y el objeto que lleva debajo del gabán nos iremos ahora a ver al señor Wolfe. Y también cabe que o me dé usted el objeto y se lo lleve yo, o que vaya usted a dar un paseo o eche una siestecita. O también que yo le pegue un grito a aquel guardia que hay al otro lado de la calle y que le diga que llame al cuartelillo. He de admitir que esta última solución es la que me gusta menos, en atención a los derechos morales que le asisten. Hasta aquí no he tenido prisa alguna, pero en este momento el señor Wolfe debe de estar bajando las escaleras. Por ello le concedo a usted sólo dos minutos.
– ¡Cuatro horas, solamente cuatro horas! Le daré, a usted cinco mil, y usted vendrá conmigo y se lo dará a… -insistió él.
– No; basta. ¿No le dije que hoy es domingo? Vamos, entréguemelo.
– Está caja no se apartará de mí vista.
– Conforme -respondí, poniéndome en pie acercándome a la acera de forma que tuviese un ojo puesto en él y otro en busca de un taxi. Antes de mucho rato, hice seña a uno libre y se detuvo.
Don O’Neill, con repugnancia profundísima, se levantó, se dirigió al coche, entró en él. Me senté a su lado y le di la dirección al conductor.