174264.fb2
La caja contenía diez cilindros negros, de unos cinco centímetros de diámetro y unos quince de longitud. Los cilindros estaban dispuestos en dos filas sobre la mesa de Wolfe. A su lado, con la tapa abierta, estaba la caja, de buen cuero grueso, un tanto abollado y mustio. En el exterior de la misma figuraba con grandes caracteres un cuatro. En el interior estaba pegada una etiqueta: «Oficina de Regulación de Precios. -Edificio Potomac. -Washington». Y escrito a máquina rezaba en la misma etiqueta: «Oficina de Cheney Boone, director».
Yo estaba sentado en mi mesa y Wolfe en la suya. Don O’Neill se paseaba arriba y abajo del despacho con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. La atmósfera era bastante hostil y tensa. Yo le había dado a Wolfe un informe completo, sin olvidar el ofrecimiento que me había hecho O’Neill de cinco mil dólares. La propia estimación de Wolfe era tan grande que siempre consideraba cualquier tentativa de comprarme como un agravio personal, Inferido no a mí, sino a él. A veces he pensado a quién culparía él, caso de que yo me vendiese alguna vez: si a mí o a él mismo.
Wolfe había rechazado sin discusión la pretensión de O’Neill de tener derecho moral a escuchar antes que nadie lo que estaba grabado en los cilindros. Luego se había planteado el problema de cómo hacer sonar los cilindros. Al día siguiente, jornada laborable ya, la cuestión hubiera sido fácil, pero entonces estábamos en domingo. El presidente de la compañía «Stenophone» pertenecía a la A.I.N. y O’Neill le conocía. Vivía en Jersey. O’Neill le telefoneó y, sin entrar en detalles comprometedores, le hizo telefonear al gerente de la oficina y de la sala de demostraciones de Nueva York, que vivía en Brooklyn, y encargar a éste que cogiese un «Stenophone» y lo llevase a la oficina de Wolfe. Esto es lo que be dicho que estábamos esperando sentados; mejor dicho, sentados Wolfe y yo y O’Neill paseando.
– Señor O’Neill -dijo Wolfe, abriendo los ojos lo justo para poder ver-. Este ir y venir de sus pasos me ataca los nervios.
– No pienso salir de esta habitación -dijo él sin dejar de andar.
– ¿Quiere que le ate? -ofrecí yo a Wolfe.
Wolfe, prescindiendo de mi rasgo, le dijo a O’Neill:
– Tardará en llegar probablemente una hora, o más. ¿Qué me dice usted de su anterior afirmación de que este objeto le vino a las manos inocentemente? ¿Quiere usted explicarlo ahora? ¿Cómo lo consiguió usted sin culpa por su parte?
– Lo explicaré cuando me parezca.
– ¡Qué tontería! Le tenía a usted por más inteligente.
– ¡Váyase al diablo!
– Sí; decididamente, no es usted inteligente -dijo Wolfe al oír esta respuesta, que siempre le molestaba- Sólo tiene usted dos maneras de ponernos a raya al señor Goodwin y a mí: Sus facultades físicas y el apelar a la policía. Lo primero es imposible, porque el señor Goodwin es capaz de doblarle a usted y hacer con usted un paquete. Por lo demás, es evidente que la idea de la policía no le complace. No sé por qué, dado qué es usted inocente. ¿Qué le parece a usted, pues, la siguiente solución? Cuando haya llegado este aparato y nos hayamos enterado de cómo funciona, y el encargado se haya marchado, el señor Goodwin le sacará a usted afuera y le pondrá en la puerta, volverá a entrar y cerrará. Luego él y yo escucharemos lo que dicen los cilindros.
O’Neill dejó de pasear, se sacó las manos de los bolsillos, las puso en la mesa de Wolfe, se apoyó en ellas y le gritó a Wolfe:
– ¡Usted no será capaz de hacer esto!
– Yo no. El señor Goodwin lo hará.
– ¡Maldito sea! -Y después de permanecer un rato en esta postura, la fue aflojando y acabó por preguntar-: ¿Qué quiere usted de mí?
– Quiero saber de dónde ha sacado usted esto.
– Conforme. Voy a decírselo. Anoche…
– Perdone, Archie. Su libro de notas. Continúe, señor O’Neill.
– Anoche, a eso de las ocho y media, recibí una llamada telefónica en mi casa. Era una mujer. Dijo que se llamaba Dorothy Unger y que era taquígrafa de la oficina neoyorquina de Regulación de Precios. Dijo también que había cometido una equivocación grave. En un sobre dirigido a mí había incluido un papel que tenía que mandarse a otra persona. Explicó que se había acordado de ello después de regresar a casa y que si su jefe se enteraba de ello, estaba en peligro de que la despidiese. Me pidió que cuando recibiera yo el sobre, le mandase aquel papel a su domicilio y me dio la dirección. Le pregunté de qué se trataba y dijo que era el talón de un paquete depositado en la estación Grand Central. Le hice algunas otras preguntas y le dije que accedía a su petición.
– Claro está que luego volvió usted a telefonearla.
– No pude. Dijo que no tenía teléfono y que me llamaba desde una cabina. Esta mañana he recibido el sobre y lo incluido en él…
– Hoy es domingo -saltó Wolfe.
– ¡Caray, claro que es domingo! ¡Vino por correo urgente! Contenía una circular sobre tasas y el talón anunciado. Si hubiera sido día laborable, me habría puesto en comunicación con la Oficina de Regulación de Precios, pero como es natural ésta no estaba abierta. Pero ¿qué importa lo que quise hacer o lo que pensé? -dijo O’Neill con un gesto de impaciencia-. Usted ya sabe lo que hice en realidad. Como salta a la vista, conoce usted mejor los hechos que yo, puesto que fue usted quien lo urdió todo.
– Ya. ¿Se figura usted, pues, que yo lo preparé?
– No -dijo O’Neill volviendo a abalanzarse sobre la mesa-. Estoy seguro de que lo preparó. ¿No estaba al acecho acaso el señor Goodwin? He de reconocer que fui un idiota al venir aquí el viernes. Sentía temor de que se hubiesen puesto ustedes de acuerdo para achacarle el asesinato de Boone a alguien de la Oficina de Regulación de Precios, o por lo menos a alguna persona ajena a la A.I.N. y de hecho estaban ustedes ya maquinando el achacar el crimen a alguien de la A.I.N. ¡A mí! No me extraña que dude usted de mi inteligencia.
Estas razones las profirió O’Neill a voz en grito, mirando furiosamente a Wolfe; luego se volvió hacia mí, se dirigió hacia el sillón de cuero rojo, se sentó y dijo entonces en un tono de voz completamente diferente, calmoso y contenido:
– Pero ya tendrá usted ocasión de darse cuenta de que no soy tonto.
– Este punto -respondió Wolfe- es relativamente trivial. El sobre que dice usted que ha recibido por la mañana con correo urgente, ¿lo trae usted encima?
– No.
– ¿Dónde está? ¿En casa de usted?
– Sí.
– Telefonee y dígale a alguien que lo traiga.
– No. Quiero que se efectúen pesquisas sobre él y no precisamente por parte de usted.
– Entonces, ¿no quiere usted escuchar lo que dicen los cilindros? -dijo Wolfe en tono paciente.
Esta vez O’Neill no trató de argumentar. Cogió el teléfono de mi mesa, marcó el número, comunicó con su casa y le dijo a alguien a quien llamó «cariño», que cogiese un sobre cuyas señas le dio y que lo mandase por un mensajero al despacho de Wolfe. Me quedé sorprendido, porque habría apostado a que tal sobre no existía, y mucho más aún a que caso de existir estaría a aquella hora en el cesto de los papeles.
Cuando O’Neill hubo vuelto a sentarse en el sillón de cuero, Wolfe dijo:
– Le será a usted difícil convencer a alguien de que el señor Goodwin y yo hemos tramado esta conspiración. Porque de ser ello cierto, ¿qué le impide a usted acudir a la policía? Goodwin quería hacerlo.
– Goodwin no quería. Se limitó a amenazarme con ella.
– Pero la amenaza dio resultado. ¿Por qué?
– Ya lo sabe usted de sobra. Porque yo quería oír lo que contienen los cilindros.
– Cierto que lo quería usted. Como que ofreció cinco mil dólares a cambio. ¿Por qué razón?
– ¿Tengo que decírselo?
– No, no tiene usted que hacerlo. Le conviene a usted.
O’Neill tragó saliva; con toda seguridad nos había mandado al demonio treinta veces en treinta minutos.
– Porque tengo motivos para suponer, como los tiene usted, que son dictados confidenciales de Cheney Boone y que pueden tener que ver con su asesinato. Por tal razón, tengo interés en saber lo que dicen.
– Es usted inconsecuente -dijo Wolfe en tono de reproche-. Anteayer, sentado en esta misma silla, el punto de vista de usted era que la A.I.N. no tenía ninguna relación con el crimen y que por ello no le importaba nada. Otra cosa: Usted no intentó sobornar al señor Goodwin para que le dejase escuchar los cilindros. Le quiso comprar para que le dejase a usted cuatro horas a solas con ellos. ¿Quería usted desorientarnos a todas, a la policía, al F.B.I. y a mí?
– Sí, así es, si es que quiere usted usar tal expresión. Yo no tenía confianza en usted y ahora…
Podría reproducir por enteró todas sus palabras, que están aún consignadas en mis notas, pero no vale la pena. Wolfe determinó, más para pasar el rato que por otra cosa, examinar minuciosamente el episodio de la llamada telefónica de Dorothy Unger y la llegada del sobre. Le obligó a O’Neill a repasar este suceso, a recorrerlo en todas direcciones una y otra vez y él se vio obligado a hacerlo, en contra de sus instintos e inclinaciones más vigorosos, porque se daba cuenta de que sólo con esta condición conseguiría enterarse del contenido de los cilindros. Me harté hasta tal punto de estas repeticiones que cuando sonó la campanilla de la puerta, celebré la interrupción sinceramente.
O’Neill se puso en pie de un salto y salió a la puerta. En ella estaba una mujer de mediana edad y cara cuadrada, a la cual él saludó con el nombre de Gretty, cogió el sobre que ella le entregó y le dio las gracias.
Al volver al despacho, nos permitió a Wolfe y a mí examinarlo en mano, pero no se apartó mucho de nosotros. Era un sobre de oficio de la, O.R.P., con el membrete: de la oficina, de Nueva York, y su nombre y señas escritos a máquina. En el ángulo llevaba un sello de tres centavos y cinco centímetros a la izquierda había otros cuatro sellos del mismo valor. Debajo estaba escrito a mano con un lápiz azul: «CORREO URGENTE». En el interior había una circular de la O.R.P. impresa en multicopista, de fecha 27 de marzo, que se refería a los precios de tasa del cobre y de los objetos de bronce. Cuando Wolfe se lo hubo devuelto a O’Neill y éste metido en el bolsillo, observé:
– Los empleados de Correos son cada día más negligentes. El sello de la esquina está matado y los otros no.
– ¿Qué? -dijo O’Neill sacando el sobre del bolsillo y mirándolo-. ¿Qué pasa?
– Nada -dijo secamente Wolfe-. Al señor Goodwin le gusta enredar las cosas. No significa nada.
No veía razón alguna para que yo no contribuyese a pasar el tiempo de la espera, y me dolió aquella fea costumbre de Wolfe de hacer estas observaciones personales delante de gente extraña, y sobre todo enemiga. Tenía la boca abierta para contestar, cuando sonó de nuevo la campanilla. Cuando salí a abrir, O’Neill vino también conmigo. Al verle ir y venir, habrían creído ustedes que se estaba entrenando para ordenanza de nuestra casa.
Era el empleado de la «Stenophone». O’Neill le acogió excusándose por haberle estropeado el domingo, no sin aludir al presidente de la Compañía, y yo ayudé a entrar la máquina. No fue cosa de mucho trabajo, porque Wolfe había explicado ya por teléfono que no necesitábamos el equipo grabador. El reproductor no pesaba más de veinte kilos. El empleado lo hizo entrar, empujándolo para que rodase, en la oficina. En menos de cinco minutos estábamos ya todos enterados de su funcionamiento. Luego, como no parecía deseoso de entretenerse, le dejamos marchar. Cuando volví al despacho, después de enseñarle la salida al empleado, Wolfe me miró con cierta expresión de connivencia y prevención y me dijo:
– Archie, si quiere usted traer el sombrero y el abrigo del señor O’Neill… El señor se marcha.
O’Neill se lo quedó mirando un instante y luego se echó a reír. O por lo menos articuló un ruido. Luego trató de mirarnos a Wolfe y a mí a la vez.
– Vaya, vaya -dijo de muy mal talante-. ¿Se ha figurado usted que le va a tomar el pelo a Don O’Neill? Yo le puedo asegurar que no lo conseguirá.
– ¡Bah! -respondió Wolfe-. No le he dado a usted palabra de dejarle oír lo que dicen los cilindros. Sería absolutamente incorrecto que un funcionarlo de la A.I.N., escuchase los dictados confidenciales del director de la O.R.P., aun después de haber sido asesinado éste. Hace un rato dijo usted que no tenía confianza en mí. Ahora manifiesta usted sorprenderse de que yo no sea de fiar. Es usted extremadamente inconsecuente. Bien, señor mío, ¿quiere usted salir andando?
– No pienso dejar esta habitación.
– Archie…
Yo me dirigí hacia él. No se movió. Por la expresión de su cara, comprendí que si hubiera podido valerse de algún objeto ofensivo, lo habría hecho. Le cogí del brazo y le dije:
– Vamos, vamos, venga usted con Archie… Debe usted pesar unos setenta y cinco kilos. No quiero llevarle a rastras.
O’Neill trató de dirigirme un puñetazo a la mandíbula, o por lo menos ésta pareció que era su intención, pero el hombre era demasiado lento para estos menesteres. Sin hacer caso de su propósito, quise cogerle por la espalda y el pícaro de él me dio una patada. Quiso llegar más arriba, pero no pasó de la rodilla. No diré que me hiciese mucho daño, pero la cosa no me gustó. Por ello le di un golpe con la izquierda en el cuello, debajo de la oreja, y el hombre se derrumbó. Supuse que esto le aclararla las ideas, pero volvió a levantarse y trató de darme otra patada. Tuve que usar la derecha, también contra el cuello para no hacerme daño con los nudillos y volvió a caer, esta vez sin sentido.
Le dije a Wolfe que llamase a Fritz para que abriese la puerta y entonces me di cuenta de que Fritz estaba ya presente. Cogí mi desfallecido adversario por los tobillos y lo arrastré a través del vestíbulo hasta la puerta, y luego lo deposité en el descansillo. Fritz me dio su abrigo y su sombrero, los dejé caer encima de él, volví a entrar y cerré la puerta.
En el despacho le dije a Wolfe:
– Este señor, ¿pertenece al comité ejecutivo también o era sólo el presidente del comité del banquete? Mientras le arrastraba, trataba de acordarme de este detalle.
– Me disgusta la violencia -dijo Wolfe-. No le dije a usted que le golpeara.
– Quiso darme, una coz. Y en realidad me la dio. La próxima vez se cuidará usted de semejantes casos.
– Ponga en marcha el aparato -dijo Wolfe encogiéndose de hombros.