174264.fb2 Los Amores De Goodwin - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

Los Amores De Goodwin - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

Capítulo XV

Tardamos más de una hora en pasar los diez cilindros, sin contar el tiempo que estuvimos fuera para almorzar. Puse en marcha el primero de ellos a la velocidad recomendada por nuestro instructor, pero llevaba sólo unos segundos funcionando cuando Wolfe me dijo que lo frenase. Después de haber escuchado a Cheney Boone en la radio, esperaba que los cilindros sonasen igual, pero aunque había bastante semejanza entre ambas voces, ésta parecía ser de tono más agudo y las palabras eran más distintas. El primer dictado decía así:

«Seis-setenta y nueve. Personal. Señor Pritchard. Mi distinguido amigo: Muchas gracias por su carta, pero he decidido no adquirir un perro de Chesapeake, sino un «setter» Irlandés. No tengo nada contra los de Chesapeake y no existe otra razón de esta postura más que la imprevisible oscilación de las decisiones humanas. Suyo afectísimo. Seis-ochenta: Señor Ambruster. Mi distinguido amigo: Me acuerdo muy bien de aquella jornada tan agradable de San Luis y lamento profundamente la imposibilidad de estar presente en la reunión de primavera de su espléndida organización. La próxima vez que vaya a San Luis me pondré en contacto con usted. El material que usted solícita se le enviará sin tardanza, y si no le llega a usted dentro, de breve plazo, sírvase dámelo a conocer. Con afectuosos saludos para usted y los mejores votos para el éxito de su reunión, suyo afectísimo. Seis-ochenta y una. Minuta… No, hágalo en forma de carta dirigida a todos los directores regionales. A nombre de cada uno. Sírvase usted devolver a esta oficina inmediatamente los ejemplares, anticipados que se le mandaron para publicar en la Prensa del 25 de marzo, acerca de las fórmulas de solicitud de viviendas. Esta inserción ha sido anulada y no se efectuará. Punto y aparte. La publicación prematura de parte de estas noticias por una agencia periodística ha vuelto a suscitar la cuestión de si se debe o no enviar ejemplares anticipados de tales informaciones a las oficinas regionales. Se servirá usted investigar sin demora el uso que se ha hecho de estos ejemplares de su oficina y dirigirme un informe completo directamente a mí. Espero que este informe llegue a mis manos antes del 28 de marzo. Suyo afectísimo. Seis-ochenta y dos. Señor Maspero. Mi distinguido amigo: Le agradezco mucho su carta del día 16 y le aseguro que su contenido será considerado confidencial. Claro está que ello será imposible si resulta necesario aprovechar sus informaciones que para una acción judicial deberé emprender, en cumplimiento de mi obligación, pero me doy perfecta cuenta de lo difícil que será iniciarla…»

Esta carta continuaba a lo largo de dos folios enteros escritos a un solo espacio y dejaba en el cilindro el espacio justo para dos cartas más y para un comunicado de orden interior. Cuando llegó al final, lo saqué y lo devolví a su sitio en la fila. Cogí el número dos, haciendo observar:

– Supongo que habrá notado usted que Boone pretendía dirigir sus cartas por cohete y confiaba en que los directores regionales le contestasen como relámpagos.

– Estamos en un error -dijo Wolfe tristemente y mirando su calendarlo añadió-: Es muy fácil que no dictase esto en la tarde del día de su muerte, el 28 de marzo. Les decía a los directores regionales qué efectuasen una investigación y que le respondiesen por todo el día 28 de marzo. Dado que la comunicación se dirigía a todos los directores regionales, tenían que estar comprendidos también los de la costa del Pacifico. Aun contando con la celeridad del correo aéreo y concediendo un solo día como margen para sus investigaciones, lo cual parece bastante escaso, esta carta no debió de ser dictada después del 23 de marzo, y quizá varios días antes. Maldita sea… Tenía la esperanza… -dijo apretando la boca y mirando ceñudamente a la caja de cuero-. Aquella mujer dijo que era la caja cuatro, ¿verdad?

– ¿Se refiere usted a la señorita Gunther?

– ¿A quién demonio, si no?

– Así, pues, se refiere, usted a la señorita Phoebe Gunther. Si es así, le diré que sí. Dijo que había doce cajas como ésta y que la que Boone le dio en la habitación del crimen tenía un número cuatro impreso en su parte superior, y le dijo que contenía cilindros de un dictado que había hecho en su oficina de Washington aquella tarde. ¿Nos sentimos decepcionados o pasamos a escuchar el número dos?

– Adelante.

Continuó la audición. El almuerzo se interpuso al terminar el sexto movimiento del concierto, y después de una comida agradable, pero no demasiado alegre, volvimos al despacho y acabamos de escuchar los cilindros. En parte alguna de ellos había nada sensacional, aun cuando algunos de ellos abordaban temas que podían estimarse confidenciales. Desde el punto de vista de indicios en una investigación criminal, no valían un ochavo. En otros cuatro cilindros, además del primero, existían pruebas concluyentes de que habían sido dictados antes del 26 de marzo.

No me sorprendió nada que Wolfe estuviese deprimido. Además de las otras complicaciones, se presentaban ahora las múltiples explicaciones que podían darse del hecho de que la caja número cuatro contuviese cilindros atetados antes del día del crimen. La explicación más sencilla era que Boone se había equivocado de caja al salir de su despacho de Washington aquella tarde. Ello sin mencionar la cuestión de fondo: Es decir, si los cilindros tenían importancia capital dentro del problema o constituían sólo una ilustración secundaria del mismo.

Wolfe, reclinado en su sillón, dedicado a digerir el almuerzo, hubiera parecido dormido a unos ojos menos expertos que los míos. Ni siquiera se movió cuando saqué la máquina de en medio y la trasladé rodando a un rincón. Cuando volví luego a su mesa y empecé a colocar los cilindros en la caja, se entreabrieron sus párpados y dijo:

– Mejor será que los vuelva usted a pasar y saque copia de lo que dicen. Cuatro copias. Subiré dentro de treinta y cinco minutos -dijo-. Hágalo entonces.

– Sí, señor -dije tristemente-. Ya me lo esperaba.

– ¿Ah, sí? Yo no.

– No quiero decir que esperase que los cilindros dijesen todas estas tonterías. Lo que temía era pasarlos a máquina. A esto hemos tenido que llegar.

– No me eche la culpa de que este caso haya bajado tanto de tono. Fui un asno al encargarme de él. Tengo más orquídeas de las que caben en casa y podría haber vendido quinientas en doce mil dólares. Cuando haya usted terminado de copiar esto, lleve usted un ejemplar a Cramer y dígale como lo hemos conseguido.

– ¿Que se lo diga todo?

– Sí, pero antes de ir a verle, escribirá usted otra cosa. Tome nota. Envíe esta carta a todos los que estuvieron presentes aquí en la reunión del viernes por la noche. -Frunció el ceño un momento buscando las palabras y luego dictó-: «Dado qua tuvo usted la amabilidad de venir a mí oficina, según mi invitación, el viernes por la noche y supuesto que estuvo usted presente cuando se estableció que la afirmación de la señorita Gunther de haber dejado la caja de cuero en el alféizar de la ventana, no merecía crédito, le escribo para informarle de un suceso que ha ocurrido hoy. Punto y aparte. El señor O’Neill ha recibido por correo un talón correspondiente a un paquete depositado en la estación Grand Central. Este paquete ha resultado contener la caja de cuero en cuestión, que lleva el número cuatro estampado en la parte superior, conforme lo describió la señorita Gunther. Sin embargo, salta a la vista que los cilindros contenidos en ella fueron dictados por el señor Boone en techa anterior al 26 de marzo. Le transmito a usted esta información para hacer justicia a la señorita Gunther.»

– ¿Esto es todo? -pregunté.

– Sí.

– A Cramer le sentará muy mal.

– No lo dudo. Mándelas antes de ir a verle, y llévele una copia. Luego traiga acá a la señorita Gunther.

– ¿A. Phoebe Gunther?

– Sí.

– Es peligroso. ¿No se arriesga usted demasiado al ponerla en mis manos?

– Sí, pero la quiero ver.

– Conforme. Sobre usted caerá la responsabilidad de lo que ocurra.