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Capítulo XVI

El copiar todo aquello supuso dos horas y media de penosa labor que me destrozó la espalda. Tuve que transcribir con cuatro copias los diez cilindros de arriba abajo. No sólo esto, sino que esta clase de trabajo era nuevo para mí y tuve que ajustar la velocidad por lo menos veinte veces antes de cogerle el tranquillo. Cuando hube terminado y hube compaginado las hojas, le di el original a Wolfe, que volvía a estar en la oficina, coloqué las dos primeras copias en el arca de caudales y doblé la cuarta y me la metí en el bolsillo. Quedaban las doce cartas y sus sobres. Mientras Wolfe las fue firmando, él mismo se ocupó en doblarlas, meterlas en los sobres y aun ponerles los sellos. A veces, tiene raptos de febril energía. Era ya la hora de cenar, pero decidí no entretenerme comiendo con Wolfe y fui a tomar un bocado a la cocina.

Había telefoneado a la Brigada de Homicidios para asegurarme de que Cramer estarla allí y ahorrarme así tratar con el teniente Rowcliffe, cuyo asesinato tenía yo esperanzas de investigar algún día, y había llamado también al piso de Phoebe Gunther para citarme con ella, pero no obtuve respuesta. Al sacar el coche del garaje, subí a la Octava Avenida para echar las cartas en la estafeta y luego me dirigí hacia el sur, rumbo a la calle 20.

Después de haber estado diez minutos en presencia de Cramer, dijo:

– Aquí parece que hay algo, ¡pobre de mí!

Al cabo de veinte minutos, repitió:

– Aquí parece que hay algo, ¡pobre de mí!

Estas manifestaciones demostraban con claridad meridiana que el inspector estaba metido en un fangal hasta la cintura; Si hubiera contado con el menor triunfo, nos habría maldecido a Wolfe y a mí por haberle ocultado una prueba durante nueve horas y catorce minutos y se hubiera entregado a, toda clase de amenazas, gruñidos y advertencias. En vez de hacerlo, me pareció estar dispuesto a agradecer mis noticias. Por lo visto, estaba desesperado.

Cuando dejé a Cramer, seguía llevando la copia de la transcripción en el bolsillo, porque no tenía instrucciones de entregársela. Para poder llevar a Phoebe Gunther a presencia de Wolfe era conveniente que la viese antes que a Cramer, y me parecía probable que éste querría saber exactamente lo que contenían los cilindros antes de ponerse en movimiento. Por esto le conservé la curiosidad y no le dije que se había sacado una transcripción de ellos. Tampoco perdí ni un minuto en trasladarme a la calle 55.

El portero telefoneó al piso, me dirigió otra mirada de sorpresa cuando me dijo que se me recibiría y le hizo una seña de aprobación al mozo del ascensor. Al llegar al piso 9, letra H, Phoebe abrió la puerta y me hizo pasar. Dejé el sombrero y el abrigo en una silla y la seguí hacia el interior. Allí vi a Alger Kates en aquel mismo rincón oscuro.

Al encontrar a Alger Kates allí no se me ocurrió otra cosa que decirle:

– ¿Vive usted en esta casa?

– Si es que le importa, le diré que sí -respondió.

– Siéntese, señor Goodwin -dijo Phoebe con su hipotética sonrisa-. Aclararé este punto: El señor Kates reside aquí cuando se encuentra en Nueva York. Su mujer tiene arrendado este piso porque no le gusta Washington. Ahora está en Florida. Yo no podía encontrar una habitación de hotel y por ello el señor Kates vive con unos amigos en la calle 11 y me deja dormir aquí. Supongo que esto bastará para definir mi posición y la de él.

– Podría ocurrir que lo que me trae acá fuese, urgente -dije, no sin sentir la impresión de haber cometido una tontería con mi anterior pregunta-. Ello depende de la prisa que tenga en venir el inspector Cramer. Cuando la he telefoneado hace una hora, no ha respondido nadie.

– ¿Tengo que dar explicaciones de esto también?-dijo ella cogiendo un cigarrillo-. Salí a comer algo.

– ¿La han llamado de la oficina de Cramer desde que ha vuelto usted?

– No. ¿Quiere algo de mí quizá? ¿Qué busca?

– Si no quiere nada de usted aún, no tardará en hacerlo -dije mirándola a los ojos para observar su reacción-, Le he llevado la caja de cilindros que usted se dejó olvidada en el alféizar de la ventana el martes por la noche.

No creo que el tono con que lo dije tuviese nada de amenazador, supuesto que yo no interpretaba así aquella frase. Pero Alger Kates se puso en pie súbitamente, como si yo hubiera blandido una llave inglesa contra Phoebe. Volvió a sentarse en el acto. La señorita Gunther no se movió, pero detuvo bruscamente el cigarrillo, que iba a llevarse a los labios y se quedó con la cabeza muy derecha.

– ¿La caja? ¿Con los cilindros?

– Sí, señorita.

– ¿Es que…? ¿Qué ocurre…?

– Es una historia muy larga.

– ¿Dónde la encontró usted?

– Esta es otra historia larga. Tenemos que pasarla por alto, porque ahora está en poder de Cramer y puede llamaría cualquier momento o venir a verla a usted. Quizá querrá esperar también a oír lo que dicen los cilindros. De todas maneras, el señor Wolfe la quiere ver antes.

– Así, pues, ¿sabe usted lo que contiene la caja?

Kates había salido de su rincón oscuro y se había acercado al diván, como si se dispusiera a rechazar a algún enemigo peligroso. Prescindí de su presencia y le dije a la señorita:

– Claro que lo sé. Y el señor Wolfe también. Hemos buscado un aparato y hemos pasado los cilindros. Son interesantes, pero no aclaran nada. Lo más notable de ellos es que no fueron dictados el martes, sino en fecha anterior. Algunos de ellos lo fueron una semana antes o más. Le diré…

– ¡Es imposible!

– No, por cierto, antes muy posible y muy real. Como le decía, el señor Wolfe quiere verla antes que el otro. Ni que decir tiene que respecto a Cramer, lo mejor es marcharse de aquí. El señor Kates puede venir para protegerla, si usted lo desea. Llevo una transcripción de los cilindros en mi bolsillo y puede usted leerla por el camino.

Sonó el timbre. Ya lo había oído sonar dos veces y adiviné de quién se trataba. En un susurro le pregunté:

– ¿Espera usted a alguien?

Movió negativamente la cabeza y comprendí por su mirada que también presentía quién llamaba. Era inútil evadirse. El portero habría enterado a quienquiera que fuese del estado efectivo de la situación. De todos modos, nada se perdía por probar. Me puse un dedo en los labios y les miré a los dos. Al cabo de diez segundos de sostener este cuadro plástico, nos llegó a través de la puerta la voz irritada y gruesa del sargento Purley Stebbins.

– ¡Vamos, Goodwin, abra!

Fui a abrir. Entró rudamente, se quitó el sombrero y trató de conducirse como una persona educada.

– Buenas tardes, señorita Gunther. Buenas tardes, señor Kates. El inspector Cramer le agradecerá que venga usted conmigo a su despacho. Ha encontrado unas cosas que Quiere que usted las examine. Me dijo que la informase de que eran cilindros de «Stenophone».

– No se para usted en detalles, ¿eh, Purley? -dije.

– ¿Ah, está usted aún aquí? -dijo volviendo la cabeza-. Me figuraba que se había marchado. El inspector se alegrará mucho de saber que le he pisado el terreno.

– ¡Rábanos! -le respondí-. Señorita Gunther, ya sabe usted que, naturalmente, es usted dueña de hacer lo que le parezca. Hay gente que se figura que con que un empleado municipal se proponga llevarlas a alguna parte, basta para que tengan que ir. No es así, a menos que traiga un documento.

– ¿De veras? -me preguntó la señorita.

– De veras.

– A pesar de lo poco que sé de usted -me dijo ella- y de lo mucho que sé de la policía, me parece que tengo más confianza en usted que en ellos. Así, pues, decida usted por mí. Iré con usted a ver al señor Wolfe, o me dejaré conducir por este sargento, según usted disponga.

Y en este punto cometí una falta. Y no la lamento porque fuese una falta, supuesto que no vacilo en hacerme responsable de todas cuantas acciones cometo, incluyendo los errores, sino porque la cometí en aras de Phoebe, y no en las de Wolfe o del éxito de nuestro trabajo Nada me hubiera complacido más que llevarla en mi coche, mientras Purley nos seguía, jadeando, y nada satisfacía más a Wolfe que frustrar los designios de Cramer. Pero comprendí que si la llevaba a casa de Wolfe, Purley se plantaría en la puerta y en cualquier caso le inferiría a Phoebe algún perjuicio, Y cometí aquella falta porque creí que la chica merecía dormir un poco. Ella misma me había dicho que cuanto más fatigada estaba, mejor aspecto tenía, y según lo que su figura atraía mis ojos, en aquel momento debía estar en el límite de sus fuerzas.

– Le agradezco mucho la confianza, de la cual soy digno -le dije en consecuencia de todas estas meditaciones a la señorita Gunther-. Me duele mucho tener que aconsejarla que opte usted por la invitación de Cramer. Hasta la vista.

Veinte minutos más tarde llegué al despacho y le dije a Wolfe:

– Purley Stebbins llegó a casa de la señorita Gunther antes de que yo pudiese llevármela. Ella pretirió ir con él. Está ahora en la calle 20.

Con lo cual no sólo había cometido un error, sino que le estaba mintiendo a mi jefe.