174264.fb2 Los Amores De Goodwin - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

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Capítulo XVIII

Salomón Dexter era un escandaloso. Admito que sus funciones de director accidental de la O.R.P., en las que iba anejo el misterio del asesinato de su predecesor en el cargo, le daban ocasión bastante para gritar y vociferar, pero a Wolfe no le gusta esta especie de personas. Por ello frunció el ceño cuando después de un breve saludo y sin preámbulo alguno, Dexter estalló:

– ¡No lo comprendo en absoluto! He pedido informes de usted al F.B.I. y al Ejército y me los han dado intachables, con las expresiones más halagadoras. ¡Y aquí le veo liado con la banda más infame que existe de farsantes y asesinos! ¿Qué demonios se propone usted?

– Tiene usted los nervios de punta -dijo Wolfe.

– ¿Qué tienen que ver mis nervios con todo esto?- volvió a vociferar Dexter-. Se ha cometido el crimen más repugnante que recuerda la historia de nuestro país, detrás de él está esa partida de sin vergüenzas y cualquiera que se relacione…

– ¡Basta!-cortó Wolfe-. No me grite usted. Está usted excitado. Quizá tiene usted razones para estarlo, pero el señor Cramer no tenía que haberle traído acá hasta que se encontrase más apaciguado. ¿Qué quiere este señor, Cramer? ¿Se le ofrece algo?

– Sí -gruñó Cramer-… Se imagina que es usted quien ha planeado este lío de los cilindros. Dice que de esta forma parece que la O.R.P. los haya retenido hasta ahora y haya tratado de endosárselos a la A.I.N.

– ¿Lo cree usted también?

– Yo, no. Si lo hubiera usted hecho así, lo habría hecho mejor.

– Si lo que desea usted saber, señor Dexter -dijo Wolfe-, es sí he manipulado en algún sentido n torno de los cilindros, le diré que no. ¿Algo más?

Dexter sacó un pañuelo del bolsillo y se secó el rostro. No había observado en él humedad alguna y hacia fresco en el exterior, pero por lo visto él entendía que algo tenía que secar. Bajó la mano, sin dejar de tener prendido el pañuelo, y miró a Wolfe como si tratase de recordar el siguiente párrafo del discurso que traía preparado.

– No existe tal Dorothy Unger empleada en la O.R.P. ni en Washington, ni aquí.

– ¡Dios mío, claro que no! -dijo exasperado Wolfe.

– ¿Qué quiere usted decir con esto de «claro que no»?

– Quiero decir qué es obvio que no existe tal persona. Sea quien fuere quien ha inventado este barullo del talón de la consigna, O’Neill u otra persona, lo cierto es que han tenido que forjar la superchería de una Dorothy Unger.

– Debía usted estar enterado de ello, pues -dijo Dexter.

– ¡Qué tontería! Señor Dexter, sí no piensa usted abandonar sus sospechas, lo mejor que podrá hacer será marcharse de aquí. Me acusa usted de «estar liado» con unos bandidos. Yo no «estoy liado» con nadie. Me he comprometido a realizar un trabajo concreto, que es encontrar al asesino y las pruebas para declararle convicto. Si tiene usted…

– ¿Hasta qué punto ha llegado usted en él?

– Hombre… Más lejos que usted, o de no ser así no estaría usted aquí.

– Vaya -repuso sarcásticamente Cramer-, y, ¿por qué no detuvo usted al criminal la otra noche aquí mismo?

– En determinado momento creí poder hacerlo, porque uno de los presentes dijo algo extraordinario, pero no pude.

– ¿Quién fue?

– Lo estoy investigando -dijo Wolfe con tal ampulosidad que parecía tener ocupada a toda una división del Ejército en la pesquisa-. Usted metió cucharada y los hizo salir de aquí. Si hubiera usted procedido con más prudencia, en vez de conducirse como un niño mal criado, habríamos conseguido algo práctico.

– ¡Ah, ya, resulta que yo lo eché todo a perder! ¿Por qué no me pide usted que los vuelva a reunir?

– ¡Excelente idea! -dijo Wolfe incorporándose en la silla y con rostro radiante de entusiasmo-. ¡Excelente, haga usted el favor de reunirlos! Use el teléfono de Goodwin.

– ¡Cielo santo! -dijo atónito Cramer-. ¿Cree usted que lo decía en serio?

– Yo sí lo digo en serio -afirmó Wolfe-. Usted no habría venido si no se sintiese desesperado. Y no se sentiría usted desesperado si supiese que puede preguntarlo a cualquiera que se le ponga por delante. Y por esto ha venido usted: A conseguir ideas para elaborar preguntas. Traiga a esa gente acá y veré lo que se puede hacer.

– ¿Quién demonios se ha figurado que es este hombre? -le preguntó Dexter a Cramer.

Cramer no contestó. Al cabo de unos segundos, se puso en pie y se acerco a mi mesa. Cuando llegó ante ella, yo había ya levantado el teléfono y había marcado el número de su Brigada Cogió el aparato, se sentó en la esquina de la mesa y dijo:

– ¿Horowitz? Soy el inspector Cramer; estoy en la oficina de Nero Wolfe. Póngame con el teniente Rowcliffe. Tiene usted una lista de la gente que estuvo aquí el viernes por la noche. Coja usted a los telefonistas y que les llamen a todos y les digan que vengan inmediatamente a la oficina de Wolfe. Incluya usted a Phoebe Gunther. Espere un momento. -Y volviéndose hacia Nero Wolfe, preguntó-: ¿Nadie más?

Wolfe movió negativamente la cabeza y Cramer concluyó:

– Esto es todo. Mándeme a Stebbins en seguida. Hágales venir a todos cueste lo que cueste. Mande usted agentes en su busca, si hace falta. Sí, ya lo sé; ya me doy cuenta de que moverán un escándalo. ¿Qué me importa perder el empleo de una manera o de otra, si lo he de perder? Wolfe dice que estoy desesperado, y ya sabe usted cómo es Wolfe. Sabe leer en las fisonomías de la gente. Ocúpese en esto.

Cramer se sentó de nuevo en el sillón de cuero rojo, se sacó un cigarro del bolsillo, lo mordió y masculló:

– Jamás creí encontrarme en situación semejante.

– Con franqueza le he de decir que no esperaba verle a usted -dijo Wolfe-. Con lo que el señor Goodwin y yo le proporcionamos ayer, parece que tenía usted que haber progresado…

– Claro. Progresado en el seno de la niebla más espesa con que me he tropezado en la vida. ¡Valiente ayuda la que me dieron ustedes!… En primer lugar…

– Perdonen ustedes -interrumpió Dexter-. Tengo que llamar por teléfono.

– Sí, se trata de asuntos íntimos -le dije-, hay un teléfono en el piso de arriba.

– No, gracias -respondió mirándome rudamente-. Ya saldré a buscar una cabina pública.

Se dirigió a la puerta y por encima del hombro dijo que volvería al cabo de media hora y se fue. Salí a asegurarme de que no tropezaba en el umbral de la puerta y cuando ésta se hubo cerrado tras él, volví al despacho. Cramer decía:

– Y estamos peor que nunca. No aparece ningún resultado útil.

– Existen la fotografía y el permiso de conducción remitidos a la señora Boone y el sobre. ¿No quiere usted un vaso de cerveza?

– Sí, gracias. Hemos buscado huellas digitales y los demás detalles de rutina y no surge nada. El sobre fue expedido desde el centro de la ciudad el viernes a las ocho de la tarde. Es imposible comprobar las ventas de sobre en las máquinas automáticas.

– Archie podría intentarlo. -El hecho de que Wolfe, al hablar con Cramer, me llamase Archie, era indicio de que éramos amigos; por lo general me llamaba señor Goodwin-. Y de los cilindros, ¿qué me dice?

– Fueron dictados por Boone el 19 de marzo y transcritos a máquina por la señorita Gunther el día 20. Las copias están en Washington y el F.B.I. las ha confrontado. La señorita Gunther no comprende nada de lo su» cedido y no ofrece otra explicación sino que Boone se equivocase de caja cuando salió de la oficina el martes por la tarde. Dice que su jefe no acostumbraba a incurrir en semejantes errores. Pero, aunque fuese así, la caja que contenía los cilindros que dictó el martes por la tarde tenía que estar en su despacho de Washington y no está. No hay rastro de ella. Existe aún otra posibilidad. Hemos pedido a todas las personas relacionadas con el caso que no salgan de la ciudad, pero el jueves la O.R.P. pidió permiso en favor de la señorita Gunther para que ésta fuese a Washington por un asunto urgente, y la dejamos salir. Fue y vino en avión y llevaba consigo una maletita.

Wolfe se estremeció. La idea de que la gente subiese voluntariamente a un avión era excesiva para su sensibilidad.

– Veo que no ha prescindido usted de detalle alguno- le dijo a Cramer.

– ¿Iba sola la señorita Gunther en este viaje?

– Fue sola. Volvió con Dexter y otros dos de la O.R.P.

– ¿No tiene dificultad alguna para explicar sus movimientos?

– No tiene dificultad alguna para explicar nada. Esta joven no repararla en darnos cuenta de sus intimidades más recónditas.

– Estoy seguro de que Archie coincide con su opinión -dijo Wolfe-. Mientras decía esto llegó la cerveza en manos de Fritz, que empezó a servirla-. Supongo que habrá usted charlado con el señor O’Neill.

– ¿Charlado? -saltó Cramer levantando las manos-. ¡Dios mío! ¡Me pregunta que si he charlado con ese pájaro!

– Como ya le advirtió Archie, tenía interés en conocer el contenido de los cilindros.

– Y sigue teniéndolo. El imbécil de él se figuraba que podría retener aquel sobre. Quería que se hiciese una investigación sobre ello, no a cargo de usted, sino de un detective particular, según dijo. Fíjese usted, para que te dé cuenta de lo feo que está este caso. En cualquier otro crimen, ¿querría usted mejor pista que un sobre en las condiciones de éste? ¿Tiene su membrete de la O.R.P., su entrega urgente, su sello matado y los demás nuevos, su dirección a máquina? ¿Quiere usted que le especifique todo lo que hemos hecho, incluyendo el haber comprobado un mular de máquinas?

– No tengo ningún interés.

– Ni yo tampoco, porque ocuparía toda la noche el explicárselo. La maldita estafeta de Correos dice que lamenta no poder ayudarnos, que ha contratado empleadas nuevas y que no se sabe nunca si matan los sellos o qué. Ya habrá usted oído que le he hablado a Rowcliffe de la posibilidad de ser destituido.

– ¡Bah! -dijo Wolfe.

– Sí, ya sé -convino Cramer-… Otras veces lo he dicho; es una costumbre. Desde mi punto de vista actual, sin embargo, la bomba atómica es un buscapiés comparada con este maldito caso. Mis jefes están locos de excitación y yo tengo que admitir que la opinión pública exige que el asesino de Cheney Boone no quede impune. Hace ya seis días que se cometió el crimen y aquí me tiene usted de charla.

Acabó de vaciar su vaso de cerveza, lo dejó y se secó la boca con el dorso de la mano.

– Ya ve usted la situación -continuó-. Ya sé bien que ningún cliente de usted ha cometido nunca un crimen, y en este caso sus clientes…

– Mis clientes no existen como persona -interrumpió Wolfe-. Mis clientes son una asociación. Una asociación no puede cometer un crimen.

– Quizá no. Aun así, ya sé cómo trabaja usted. Me parece que ya está aquí su cliente o su asociación.

Acababa de sonar el timbre. Fui a abrir y vi que Cramer había acertado. El primero en llegar era uno de los fragmentos de nuestro cliente. Era la persona de Hattie Harding. Parecía venir sin aliento. En el vestíbulo me prendió del brazo y dijo:

– ¿Qué pasa? ¿Es que…? ¿Qué pasa?

Con la mano del otro brazo le di unos golpecitos en la espalda.

– No, no, cálmese. Está usted nerviosa. Hemos decidido celebrar estas reuniones dos veces por semana. No es más que esto.

La hice pasar a la oficina y que me ayudase a disponer las sillas.

A partir de aquel momento, fueron entrando todos uno por uno. Vino Purley Stebbins y se excusó a su jefe de no haber podido convocar a los interesados con más presteza, y le cogió aparte para explicarle algo. G. G. Spero, del F.B.I., fue el tercero en llegar y la señora Boone llegó en cuarto lugar. Luego regresó Salomón Dexter y al ver vacante el sillón de cuero rojo se acomodó en él. La familia Erskine vino por separado, con un intervalo de un cuarto de hora, y también lo hicieron Breslow y Winterhoff. En conjunto, a medida que les fui introduciendo contestaron a mi saludo por considerarme un colega dentro de la raza humana, pero hubo dos excepciones: Don O’Neill dirigió una mirada a través de mí y trató de dar la impresión de que si yo llegaba a rozar su gabán lo mandaría al tinte, por lo cual le deje acomodarse solo. Acogida no menos hostil me tributó Alger Kates. Nina Boone, que llegó tarde, me sonrió. No me lo figuraba, y sí, me sonrió a mí. Para premiarla la hice sentar en el mismo lugar de la otra vez, es decir, en la silla de al lado de la mía.

Tuve que reconocer la excelencia de la policía en el empeño de montar una reunión. Eran las once menos veinte, es decir, una hora y diez minutos después del momento en que Cramer le había telefoneado a Rowcliffe para que organizase la tertulia.

Me puse en pie y les echó una ojeada para comprobar si estaban todos. Luego, volviéndome hacia Wolfe, le dije:

– Están los mismos de la otra vez. A la señorita Gunther, por lo visto, no le gustan las multitudes, porque están todos excepto ella.

Wolfe paseó la mirada por la reunión, moviéndola con lentitud de derecha a izquierda y luego en, sentido contrario, a la manera del hombre que está deliberando qué camisa comprar. Todos estaban sentados, divididos en dos facciones como en la anterior ocasión, exceptuando a Winterhoff y a Erskine padre que estaban en pie al lado del globo hablando en voz baja. Desde el punto de vista de la simpatía, la reunión era un fracaso aun antes de empezar. En un momento dado se producía un murmullo de conversación y al cabo de un instante un silencio de muerte; luego había alguien que se asustaba de aquella quietud y renacía el murmullo. Cramer se acercó a mi mesa, telefoneó y luego informó a Wolfe:

– Me dicen que han avisado a la señorita Gunther en su piso hace una hora y que anunció que venía en seguida.

– No podemos esperar -dijo Wolfe encogiéndose de hombros-. Empiece.

Cramer se volvió hacia los reunidos, se aclaró la voz y dijo:

– Señoras y señores. -Se produjo un silencio repentino y él siguió-: -Quiero que se enteren ustedes del motivo por el cual se les ha llamado aquí y del auténtico estado de la situación. Supongo que leen ustedes los periódicos. Según ellos, o por lo menos parte de ellos, la policía considera demasiado delicado este caso en razón de la gente que hay complicada en él, y permanece con los brazos cruzados Supongo que todos ustedes estarán al corriente de lo falso de esta afirmación. Supongo también que todos ustedes, o casi todos, se sienten molestados y perseguidos por un hecho en el cual no tienen parte alguna. Los periódicos tienen su punto de vista y ustedes tienen el suyo. Estoy convencido de que a todos les ha producido extorsión el tener que venir aquí esta noche, pero tienen ustedes que, hacerse cargo de que no teníamos otro remedio que llamarles; esta extorsión tienen ustedes que achacársela no a la policía ni a otra persona alguna que al asesino de Cheney Boone. No quiero decir que se encuentre en esta habitación. No lo sé. Puede estar a mil millas de aquí…

– ¿Para escuchar esto -ladró Breslow- nos ha hecho usted venir? Ya lo sabíamos todos antes.

– Sí, ya sé -respondió Cramer intentando seguir mostrándose amable-. No les hemos hecho venir para que me escuchen a mí. Voy a pasar el uso de la palabra al señor Wolfe y él les hablará después que yo les haya dicho dos cosas: Primera, que se les ha convocado desde mi despacho, pero ello no da carácter oficial a la llamada, de la cual soy yo el Único responsable. Por lo que a mí toca, pueden ustedes ponerse en pie y marcharse, si les parece. Segunda, pueden ustedes considerar que es incorrecta esta reunión, dado que el señor Wolfe actúa en este caso por cuenta de la A.I.N. Puede ser. Lo único que puedo decir es repetirles que si quieren, se queden, y si no, que se marchen. Hagan lo que les parezca.

Dirigió una mirada en torno de sí. Nadie se movió ni habló.

Cramer aguardó diez segundos y luego se volvió hacia Wolfe y le hizo una seña. Wolfe profirió un profundo suspiro y empezó a hablar con un murmullo difícilmente audible:

– Una de las cosas que ha dicho el señor Cramer, la molestia que ustedes se ven obligados a soportar, merece cierto comentario. Este sacrificio por parte de las personas, que a veces son muchas, que están a cubierto de…

Me desagradó verme en el caso de cortar el hilo de su oratoria, porque mi larga experiencia me advertía que en aquel momento, por fin, empezaba a trabajar; se le veía resuelto a sacar algo en claro de aquella reunión aunque ésta tuviese que prolongarle toda la noche. Pero no hubo más remedio que hacerlo, porque en el vestíbulo vi a Fritz que me contemplaba con expresión angular. Cuando vio que yo le miraba, me llamó y se me ocurrió la idea de que, en situación como la que nos encontrábamos y con Wolfe en pleno discurso, no hubiera procedido de otra manera si la casa estuviese ardiendo. Como entre él y yo se interponía toda la masa de asistentes, tuve que rodearla para llegar a la salida. Wolfe seguía hablando. Cuando hube llegado al vestíbulo, cerré la puerta tras de mí y le pregunté a Fritz:

– ¿Qué pasa?

– Es… es… -Se detuvo y trató de contenerse. Durante veinte años Wolfe había tratado de imbuirle la idea de que no se excitase. Volvió a. empezar su notificación diciéndome-: Venga usted y se lo enseñaré.

Bajamos a la cocina, no sin que yo pensase que se trataba de alguna catástrofe culinaria que él se veía incapaz de sobrellevar a solas, pero la cruzó para dirigirse a la puerta trasera y a los escalones que conducían a lo que llamábamos subterráneo, aunque sólo estaba metro y medio debajo del nivel de la calle. Fritz dormía allí en una habitación que daba a la calle. A través de un pequeño vestíbulo se pasaba al arroyo franqueando una pesada puerta y luego otra de hierro, con una reja, que daba a un sendero asfaltado del cual se subía a la calle con cinco escalones. En este vestíbulo diminuto se detuvo Fritz haciéndome tropezar con él. Señaló al suelo: «¡Mire!», me dijo. Puso la mano en la puerta y la agitó un poco.

– Vine a ver si la puerta estaba cerrada, como siempre lo hago.

En el cemento de aquel sendero se veía un objeto acurrucado contra la puerta, de forma que ésta no podía abrirse sin empujarle hacia un lado. Me adelanté a mirar. Había poca luz allí, puesto que el farol más cercano de la calle caía a treinta pasos de distancia, pero pude distinguir claramente en qué consistía aquel objeto, aunque no con certeza de quién se trataba.

– ¿Para qué demonios me ha traído usted aquí? -le pregunté a Fritz haciéndole volver a entrar a empellones en el subterráneo-. Venga conmigo.

Subí la escalera con Fritz pegado a los talones. En la cocina me detuve a abrir un cajón y sacar una lámpara de pila y luego por el vestíbulo grande salí a la puerta principal y bajé a la acera por la que fui hasta aquel lugar. Examiné con la luz todo aquello. Fritz estaba a mi lado, inclinado

– ¿Quiere?… -me dijo con voz temblorosa-. ¿Quiere que sostenga la luz?

– ¡Cállese, diantre! -le dije.

Al cabo de medio minuto suspendí el examen y le dije:

– Quédese usted aquí.

Me dirigí a la puerta y vi que Fritz la había cerrado tras de sí. Me costaba algún trabajo meter la llave en la cerradura, pero efectué una profunda inspiración y lo conseguí ya más tranquilo. Crucé el vestíbulo, fui a la cocina, cogí el teléfono que había en ella y marqué el número del doctor Vollmer, que vivía en la misma calle a media manzana de distancia. El timbre de su teléfono sonó seis veces antes de que respondiese.

– ¿Doctor? Soy Archie Goodwin. ¿Está usted vestido? Bien. Venga lo más deprisa que pueda. Hay una mujer tendida en nuestra acera, junto a la puerta del subterráneo; le han dado un golpe en la cabeza y me parece que está muerta. Irá la policía. Por lo tanto no la mueva más que lo imprescindible. ¿Viene usted ahora? Conforme.

Volví a inspirar hondamente, cogí papel y lápiz y escribí: «Phoebe Gunther está muerta en nuestra acera. Le han dado un golpe en la cabeza. He telefoneado a Vollmer».

Entré en el despacho. Calculo que estuve fuera seis minutos solamente y Wolfe continuaba su monólogo, con trece pares de ojos clavados en él. Di la vuelta por la derecha, me acerqué a su mesa y le entregué la nota. Le echó una mirada, luego la consideró con más detenimiento, me miró a mí y sin apreciable cambio en su tono ni en sus maneras dijo:

– Señor Cramer, el señor Goodwin tiene que darle un recado a usted y al señor Stebbins. ¿Quiere usted salir con él al vestíbulo?

Los dos se pusieron en pie. Mientras salíamos, Wolfe continuaba:

– La cuestión que se nos plantea es la credibilidad, desde el punto de vista de los antecedentes con que contamos…