174264.fb2 Los Amores De Goodwin - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

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Capítulo XX

El hecho de que Wolfe y Cramer cooperasen en el esclarecimiento de un caso era realmente singular. Y no menos singular era que yo fuese la clave de él. En efecto, la suposición más admitida era que Phoebe había llegado a nuestra casa, había subido las escaleras de la puerta y que el asesino, o había venido con ella o se había aproximado a ella en el descansillo de la puerta y que la había golpeado antes de que llamase al timbre, haciéndola caer a la calle. Había bajado luego a ésta y la había golpeado otras tres veces para asegurarse de su muerte, apoyando el cuerpo luego contra la puerta de hierro, donde nadie podía verle desde el descansillo sin abalanzarse y torcer el cuello; tampoco se le podía ver desde la acera por causa de la poca luz. Luego, como es natural, el asesino pudo haberse ido a casa y acostarse, pero se suponía que había vuelto a subir los peldaños, había llamado, yo le había abierto y me había hecho cargo de su sombrero y su abrigo.

Esta circunstancia me situaba a tres metros de Phoebe y su matador, y quizá aún a menos, en el momento en que ocurrió el crimen. Si por casualidad hubiese corrido la cortina de detrás del -cristal de la puerta, hubiese podido presenciarlo. También, según tal hipótesis, yo había saludado al asesino unos segundos después del crimen. Como convine con Wolfe y Cramer, yo había observado las caras de cada uno de los que llegaban para comprobar las reacciones que en ellas producía la tensión del momento. Por esta razón también había subido a mí alcoba; es decir, para evocar aquellas caras. Después de hacerlo, tuve que reconocer que, contra lo esperado, me veía incapaz de señalar cuál era el rostro, o los dos o tres rostros, que pertenecía con mayor probabilidad al hombre que un minuto antes había machacado el cráneo de Phoebe. Al oírlo, Wolfe suspiró y Cramer gruñó como un león decepcionado, pero yo no podía hacer más.

Naturalmente, se me había pedido formular una lista de las llegadas por orden cronológico y los intervalos que mediaban entre ellas. Yo no había pulsado un reloj registrador cada vez que había entrado uno, pero pude asegurar que mi lista era bastante precisa. Todos habían venido individualmente. Se partía de la idea de que si dos de ellos habían venido con corto intervalo -digamos, con dos minutos de diferencia o menos- el que venía delante podía estimarse como improbable. Pero no el que venía en segundo lugar, puesto que el asesino, al terminar el crimen y oír pasos o la proximidad de un taxi, podía haberse recogido contra la puerta, sumergida en la oscuridad, y esperar que el visitante hubiese subido los escalones y le hubiesen franqueado el paso y entonces subir él detrás inmediatamente y sonar el timbre. De todas maneras no había necesidad de realizar tal cálculo de precisión, puesto que, según recordaba, ninguno de los intervalos había sido inferior a tres minutos.

La situación dentro de la lista de orden no significaba nada, porque tanta oportunidad habían tenido de cometer el crimen Hattie Harding, que había llegado la primera, como Nina Boone, que había venido la ultima.

Se había interrogado a todos los visitantes por lo menos una vez, cogiendo por separado a cada uno y era probable que este juego continuase durante toda la noche. A no ser por el microscopio, como luego se verá. En las preguntas que se hicieron no había posibilidad de coartada. Todos y cada uno de ellos habían puesto los pies a solas en el descansillo entre las 9,50 y las 10,40 y durante tal lapso de tiempo Phoebe Gunther había llegado a la puerta y había sido asesinada. La única pregunta que cabía hacer en serio era: «¿Tocó usted el timbre tan pronto como llegó, o mató a Phoebe Gunther antes?» Si contestaban que no vieron a Phoebe Gunther, que llamaron y que el señor Goodwin les abrió la puerta, ¿qué más be podía preguntar? Si se sentía natural comezón de saber si cada uno llegó en coche, en taxi, a pie, ya no se sabía adonde se iba a parar.

He dicho antes que la suposición oficial era que el asesino había vuelto a subir la escalera y había entrado en la casa, pero debo dejar testimonio de otra de las hipótesis. La A.I.N. patrocinaba una explicación diversa, inspirada por Winterhoff, la cual constaba de tres elementos. A saber:

1.º -Él, Winterhoff, el hombre distinguido, llevaba en los zapatos unas suelas hechas de una composición tan silenciosa como la goma, y por tal razón producía muy poco ruido al andar.

2.º -Winterhoff sentía repugnancia a tirar nada en la calle, ni siquiera una colilla de cigarrillo.

3.º -Vivía en la East End Avenue. Su esposa e hijas usaban su coche y el chofer aquella noche. Si podía evitarlo, él nunca recurría a los taxis para precaverse contra la insolencia de los taxistas en esta época de carestía de tales vehículos. De esta suerte, cuando el teléfono le llamó para requerir su presencia en la oficina de Wolfe, cogió el autobús de la segunda avenida hasta la Calle 35 y siguió el camino a pie.

Al acercarse a la casa de Wolfe desde el Este, con sus zapatos silenciosos, se detuvo a unos veinticinco metros de la puerta, porque el pitillo llegó a su término y observó que en la acera había un cenicero Mató el cigarrillo en ella; estaba casi de espaldas a la acera cuando vio a un hombre salir de una verja en dirección contraria, hacia el río, con cierta presteza. Había continuado su camino hacia casa de Wolfe y observó que de ella debía de haber salido probablemente aquel hombre, pero no llevó su examen hasta el punto de inclinarse por encima de la baranda de la escalera y mirar al cercado Lo más que podía aclarar respecto de aquel hombre huidizo era que llevaba un traje oscuro y usado y que ni era un gigante ni un pigmeo.

Y, cosa curiosa, se había presentado una corrobora clon de esta teoría Pe enviaron dos policías a comprobar su veracidad. Volvieron al cabo de media hora y dieron cuenta de que en una verja que distaba exactamente veinticuatro pasos de la puerta de Wolfe había un cenicero. No sólo esto: En la parte superior de las cenizas había una colilla y su estado y ciertas tiznaduras en el interior del cenicero hacían verosímil que la hubiesen apagado frotándola contra, el interior del recipiente. Además traían consigo la colilla.

Winterhoff no había mentido: Se había detenido a matar su pitillo en un cenicero y además había precisado exactamente las distancias. Desgraciadamente no era posible comprobar lo referente al fugitivo, porque en aquellas dos horas éste andaría ya muy lejos.

No puedo decir si Wolfe y Cramer dieron entero crédito a la historia; yo tampoco podía determinar si se lo concedía, porque desde el momento en que alumbré con mi lámpara el cadáver de Phoebe me sentía trastornado. Cramer, al oír esta explicación que le transmitió Rowcliffe, después de interrogar a Winterhoff, se limitó a gruñir, mas quizá porque en aquel momento estaba pensando en otra cosa. En aquel instante, uno de los especialistas, no sé cuál de ellos, expresó la sugestión de valerse de un microscopio. Cramer la acogió en el acto: Dio orden de que Erskine y Dexter.-que estaban sometidos a interrogatorio en otra dependencia, viniesen inmediatamente a la habitación de la fachada, se trasladó a ella en compañía de Purley y mía. Cramer se puso delante de los re unidos y después de llamar su atención, cosa nada difícil, empezó a decir:

– Hagan ustedes el favor de escucharme atentamente, para percatarse de lo que pregunto. La prueba…

– ¡Esto es una impertinencia! -saltó Breslow-. ¡Ya hemos contestado a toda clase de preguntas! Nos hemos dejado registrar y hemos dicho todo lo que sabemos…

– Póngase usted a su lado -le dijo Cramer a un policía- y si no se calla, hágale usted callar.

El agente se dirigió hacia él y Breslow cortó sus voces.

– Ya estoy harto de lamentaciones de inocentes ofendidos -continuó Cramer con una rudeza y una furia como jamás las había visto en él-. Durante seis días les he venido tratando a ustedes con tantas consideraciones como si fueran niños de teta, porque ustedes son gente importante y tal, pero esto se ha terminado. De la muerte de Boone es posible que les considerara antes inocentes a todos ustedes, pero ahora ya sé que uno no lo es. Uno de ustedes mató a esa mujer y no es aventurado suponer que es el mismo que asesinó a Boone.

– Perdone, inspector -dijo Frank Thomas Erskine en fono seco-. Ha formulado usted una afirmación de la cual quizá tendrá que arrepentirse. ¿Qué me dice de ese hombre que el señor Winterhoff ha visto…?

– Sí, ya he oído hablar de esto -respondió Cramer sin soltar prenda-. Por el momento me atengo a la manifestación que les he hecho, y les añadiré que el comisario de policía la confirma. Cuanto más trabas me pongan ustedes, tanto más tiempo perderemos aquí. Se ha dado cuenta a sus familias de dónde están ustedes y por qué. Uno de ustedes se imagina que me podrá hacer condenar a veinte años de cárcel, porque no le dejo telefonear a todos sus amigos y abogados. Pues bien, yo le digo que no telefoneará. -Cramer hizo una mueca y preguntó-: ¿Comprenden ustedes la situación?

Nadie contestó.

– Ahora van a ver ustedes lo que he venido a decirles. El pedazo de cañería con que Phoebe Gunther fue asesinada ha sido examinado en busca de huellas digitales. No hemos encontrado ninguna apreciable. Se trata de un tubo viejo con la capa de galvanizado medio desprendida y tiene manchas de pintura y de otras materias más o menos extendidas por él. Imaginamos que cualquier persona que agarrase aquel tubo con la fuerza suficiente para hendir un cráneo debe de haber recogido partículas de pintura en las manos. No me refiero a manchas visibles, sino a partículas demasiado pequeñas para que se las pueda distinguir a simple vista. No conseguirían ustedes desprenderse de ellas frotándose las manos en la ropa. Habrá que efectuar este examen con un microscopio. No quiero llevarles a todos al laboratorio y por ello he mandado que traigan un microscopio acá. Les solicito a ustedes que permitan este examen de sus manos, así contó de sus ropas y pañuelos.

– Oiga, Inspector -dijo la señora Boone-; yo me he lavado las manos. Fui a la cocina a ayudar a preparar bocadillos, y como es natural me lavé las manos.

– ¡Lástima! -gruñó Cramer-; pero aun así podemos probar. Algunas de las partículas pueden no haberse desprendido de las grietas de las manos ni siquiera con el lavado. Denle ustedes las respuestas afirmativas o negativas al sargento Stebbins, Yo estoy demasiado ocupado ahora.

Cramer salió de la habitación y volvió al comedor. En este punto me percaté de que me convenía un rato de meditación, fui al despacho y le anuncié a Wolfe que esta ría en mi habitación, por si me necesitaba. Permanecí en ella por espacio de media hora. El microscopio llegó a la una de la madrugada. Mientras tanto no habían dejado de ir y venir los coches de la policía y por mera coincidencia pude ver, desde la ventana, que de uno de ellos salía un hombre con una gran caja. Me bebí la leche y bajé al piso inferior.