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No tenía necesidad alguna de haber bajado, porque en tal habitación fue donde se efectuó el examen de las manos. El especialista del microscopio requería un lugar tranquilo. En todas partes había bullicio, exceptuando la alcoba de Wolfe donde él se opuso a que entrase nadie. De esta suerte, los examinandos tuvieron todos que subir los dos pisos El aparato, dotado de una luz especial, fue instalado en mi mesa. En la habitación estábamos cinco personas: los dos especialistas, el policía que introducía y se llevaba a cada uno de los sujetos, el examinando de turno y yo, que estaba sentado en la esquina de la cama.
Mi permanencia en la alcoba se debía en parte a que me repugnaba ceder mi habitación a extraños y en parte a que, dentro de mi tozudez, me resistía a admitir mi incapacidad para recordar la cara del asesino de Phoebe. Por esta última razón hubiera apostado en favor de la teoría de Winterhoff del hombre vestido de oscuro y dado a la fuga. Sentía necesidad de volverles a mirar la cara a todos. Estaba persuadido de que al mirar derechamente al rostro del asesino, me daría cuenta de que era él. Tal procedimiento, del cual no me habría atrevido a informar a Wolfe, era enteramente nuevo en la investigación criminal, pero yo me aferraba a él. Así, pues, me senté en la esquina de la cama y fui mirando fijamente a las caras, mientras los especialistas miraban a las manos.
La primera fue la de Nina Boone: pálida, cansada y nerviosa.
La segunda fue la de Don O’Neill: agraviado, impaciente y curioso. Los ojos inyectados en sangre.
La tercera, Hattie Harding: Inquieta y con los ojos mucho menos seguros que cuatro días atrás cuando la vi en su despacho.
La cuarta, Winterhoff: distinguido, afectado y rígido.
La quinta, Erskine padre. Actitud de tensión y de determinación.
La sexta, Alger Kates. Afligido y propenso a llorar. Ojos hundidos.
La séptima, la señora Boone. Esforzada en mantenerse firme, pero moral y físicamente derrumbada.
La octava, Salomón Dexter. Bolsas grandes debajo de los ojos. Despreocupado; muy resuelto.
La novena, Breslow: labios apretados con ira y ojos de cerdo rabioso. Fue el único que me miró a mí en vez de hacerlo a su mano, mientras la tenía sometida a la luz y a las lentes.
La décima, Ed Erskine: sarcástico, escéptico y libre de la jaqueca.
Los especialistas, durante el examen, no se habían entregado a ninguna exclamación de complacencia ni de sorpresa, y yo tampoco tuve ocasión de hacerlo en mi investigación particular. Sus únicas palabras habían sido para dirigirse a los examinandos, diciéndoles que se estuviesen quietos e indicándoles la posición adecuada y había intercambiado breves comentarlos en voz baja. Cuando el último, Ed Erskine, fue llevado fuera de la alcoba, les pregunté:
– ¿Había jabón?
– Le daremos cuenta sólo al inspector -dijo uno de ellos con bastante rudeza.
– Debe de ser magnífico -respondí yo- esto de estar en posesión de los secretos de la policía. ¿Por qué se figuran que Cramer me ha dejado subir y estar sentado aquí? ¿Para que no me enterase de nada?
– No cabe duda -respondió el otro- de que el inspector le enterará de nuestros hallazgos. Baja y dile lo que hemos encontrado, Philips.
Yo empezaba a sentirme inquieto, y por ello, dejando mí alcoba a su suerte, bajé con Philips. Me causó singular impresión el ver a toda aquella gente extraña andorrear por la casa como si fuese suya. Calculé el efecto que ello le produciría a Wolfe. Philips corrió hacia el comedor, pero Cramer no estaba allí y yo le guié al despacho. Wolfe estaba sentado ante su mesa acompañado del comisario, del fiscal del distrito y de los agentes del F.B.I. Todos estaban mirando a Cramer que les hablaba. Se interrumpió al ver llegar a Philips.
– ¿Qué?
– El examen microscópico de las manos ha resultado negativo, inspector -dijo él.
– Dígale a Stebbins que coja los guantes y los pañuelos de todo el mundo y que se los dé a usted, incluyendo los bolsos denlas señoras. Dígale que lo recoja todo. También el contenido de los bolsillos de los gabanes. No, mejor es que le manden los gabanes y los sombreros y que sea usted quien examine su contenido. Por el amor de Dios, no mezcle nada.
– Sí, señor -asintió Philips dando la vuelta y marchándose.
Como no creí que sacase nada en claro de contemplar los rostros, los pañuelos y los guantes, me dirigí al comisario de policía y le dije:
– Si no le molesta, le diré que ésta es mi silla.
Me miró sorprendido, abrió la boca, la volvió a cerrar y se trasladó a otra silla. Me senté donde me correspondía. Cramer estaba diciendo:
– Pueden ustedes hacerlo si creen que les va a salir bien, pero ya conocen ustedes las leyes. Nuestra jurisdicción se extiende a la residencia del muerto, supuesto que ésta sea el lugar del crimen, pero nada más. Podemos…
– La ley no dice esto -dijo el fiscal.
– Querrá usted decir que no lo dice categóricamente, pero es una costumbre aceptada y vale en los Tribunales, lo cual la convierte en Ley para mí. Querían ustedes mi opinión y aquí la tienen. No quiero hacerme responsable de la ocupación continuada del piso donde residía la señorita Gunther, y menos aun por parte de mis hombres, de los que no puedo prescindir. El arrendatario del piso es Kates. En él han estado trabajando tres buenos investigadores durante hora y inedia, y no han encontrado nada.
No tengo inconveniente en que se queden allí toda la noche; o por lo menos hasta que soltemos a Kates, pero es usted -dijo mirando al comisario de policía- o usted -Añadió dirigiéndose al fiscal del distrito- quien ha de dar la orden de que continúe la ocupación del piso y de que Kates se quede en la calle.
– Yo me pronunciaría en contra de esto -dijo Travis, del F.B.I.
– Tenga usted presente -respondió secamente el fiscal- que éste es un asunto local.
A partir de este punto continuaron en su debate. Yo empecé a darme golpecitos en la pierna izquierda con el pie derecho y viceversa. Wolfe estaba arrellanado en su silla con los ojos cerrados y me satisfizo observar que su opinión acerca de la alta estrategia que estábamos desarrollando era la misma que la mía. ¡El comisario de policía, el fiscal del distrito y el F.B.I., sin mencionar al jefe de la brigada de homicidios, ocupados en discutir dónde dormiría Alger Kates! Estaba pensando en meter baza en la conversación para acabarla de enmarañar, cuando sonó el teléfono.
Era una llamada de Washington para Travis y acudió a mi mesa para ponerse al aparato. Los demás dejaron de hablar y se pusieron a mirarle. El no hacía otra cosa que escuchar. Cuando hubo terminado, colgó el teléfono y se volvió para anunciar:
– La noticia tiene alguna relación con lo que venimos hablando. Nuestros hombres y los de la policía de Washington han terminado el registro del piso de la señorita Gunther en la capital. En una sombrerera puesta en un armario de pared han encontrado nueve cilindros de «Stenophone»…
– ¡Maldición! -saltó Wolfe-. ¿Nueve?
Todos se quedaron mirándole.
– Nueve -dijo secamente Travis, evidentemente molesto porque Wolfe le robase la escena-. Nueve cilindros de «Stenophone». Los de la policía estaban acompañados de un funcionario de la O.R.P. y ahora se encuentran en esta oficina pasándolos y copiándolos. -Y mirando fríamente a Wolfe, preguntó-: ¿Qué tiene de malo el que haya nueve?
– Para usted, por lo visto, nada. Para mí es igual que sean nueve o ninguno. Necesito diez.
– ¡Qué lástima! Perdone usted. La próxima vez les diré que encuentren diez. -Y después de hacer polvo a Wolfe, se volvió a los demás y les dijo-: Volverán a llamar en cuanto encuentren alguna información útil para nosotros.
– Entonces no llamarán nunca -declaró Wolfe y volvió a cerrar los ojos y a inhibirse de la conversación.
No cabía dudar de que se encontraba de mal humor y los motivos eran evidentes. Habría bastado ya para ello la intolerable insolencia de cometer un asesinato en su puerta. Pero además su casa estaba llena de arriba abajo de huéspedes no invitados y él se sentía absolutamente impotente contra ellos. Aquella situación no podía ser más opuesta a su sistema, a sus ideas y a su personalidad. Dándome cuenta de que se encontraba de mal talante y de que le convenía continuar allí para informarse poco o mucho de lo que ocurriera, supuesto que tenía cierto interés en el desenlace, fui a la cocina a buscar cerveza para él.
En la cocina estaba Fritz con una docena de policías que tomaban café. Les dije:
– No es frecuente que los miembros de las clases menos dotadas tengan ocasión de tomar café preparado por Fritz Brenner.
– ¡Vaya, ya está aquí el caballero Goodwin! -gritó uno-. Vamos a reír… ¡Una, dos y tres!
Mientras estallaban las carcajadas, dispuse seis botellas y otros tantos vasos en una bandeja y salí seguido de Fritz. Fritz cerró la puerta de la cocina, me cogió de la manga y dijo:
– Archie, es terrible. Quiero decir que esto debe de ser terrible para usted. El señor Wolfe me dijo esta mañana, cuando le subí el desayuno, que se había enamorado usted apasionadamente de la señorita Gunther y que ella le traía cogido de la nariz. Era una señorita muy hermosa, muy hermosa. Es terrible eso que ha sucedido.
– ¡Váyase al demonio! -respondí. Di un paso hacia delante, y luego añadí-: Le ocupará a usted una semana el limpiar la casa.
En el despacho estaban todos en la misma disposición que cuando lea dejé. Serví la cerveza, dejando tres botellas para Wolfe, y volví a la cocina y cogí para mí un emparedado y Un vaso de leche y regresé con ellos a mi mesa. El consejo de estrategas continuaba su curso y Wolfe seguía en su actitud distante a pesar de la cerveza. El bocadillo me abrió el apetito y volví a coger dos más de la cocina.
Las deliberaciones del Consejo se veían entorpecidas por continuas interrupciones, tanto telefónicas como personales. Una de las llamadas fue desde Washington para Travis, y cuando hubo terminado de escucharla su cara no mostraba la menor expresión triunfal. Después de haber escuchado los nueve cilindros, no aparecía en ellos ningún punto de apoyo para nosotros. Era evidente que Boone los había dictado en Washington el martes por la tarde, pero no lo era tanto que pudiesen prestarnos ayuda alguna para descubrir al asesino. La O.R.P. de Washington trataba de retener la copia de los cilindros, pero el F.B.I. le prometió a Travis que le mandaría un ejemplar, y él convino en dejársela examinar a Cramer.
– De esta manera -exclamó Travis, agresivo- queda demostrado que la señorita Gunther nos mentía a este respecto. Los retuvo en su poder durante todo este tiempo.
– ¡Nueve! -gruñó Wolfe-. ¡Bah!
Esta fue su única aportación al debate de los cilindros.
Eran las tres y cinco de la, madrugada del martes cuando el especialista Philips entró en la oficina con unos objetos en la mano. En la derecha traía un gabán y en la izquierda, una bufanda de seda. Su cara demostraba palmariamente que había descubierto algo, porque en definitiva también un nombre de ciencia es capaz de tener sentimientos. Nos miró a Wolfe y a mí y preguntó:
– ¿Quiere usted que le dé el informe aquí, inspector?
– Diga, ¿qué pasa? -dijo impaciente Cramer.
– Esta bufanda estaba en el bolsillo de la derecha del gabán. Estaba doblada de la misma manera que lo está ahora. Al desdoblar uno de los pliegues quedan abiertos unos sesenta centímetros cuadrados de su superficie. En esta superficie hay quince o veinte partículas de una materia que en nuestra opinión procede de aquella pieza de tubo. Tal es nuestra opinión… Las pruebas de laboratorio…
– Cierto -dijo Cramer con los ojos brillantes-. Pueden ustedes seguir experimentando hasta el desayuno. Han traído ustedes un microscopio y ya saben ustedes lo que quiero. ¿Hay bastante para proceder?
– Sí, señor… Nos aseguramos antes…
– ¿De quién es ese gabán?
– La etiqueta dice Alger Kates.
– Sí -confirmé-, es el abrigo de Kates.