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Como aquélla reunión era un Consejo de estrategas, se abstuvieron muy bien de enviar a buscar en el acto a Kates. Primero tenían que decidir qué estrategia adoptarían, si rodearle y sorprenderle, o hacerle resbalar suavemente hacia la confesión. Lo que en realidad tenían que decidir es quién se encargaría del trabajo, y el método dependía primordialmente de ello. La cuestión estribaba, como siempre cuando se cuenta con una pieza de convicción de semejante categoría, en ver qué empleo puede dársele para abrumar al acusado y provocar su contestón. Apenas habían empezado a discutirlo cuando Travis intervino:
– Con tantas autoridades reunidas y encontrándome yo sin carácter oficial aquí, dudo de hacer una proposición…
– ¿De qué se trata? -preguntó secamente el fiscal del distrito.
– Querría señalar como persona más apropiada al señor Wolfe. Le he visto actuar y reconozco sin ambages que es muy superior a mí en tales menesteres.
– Conforme -dijo Cramer al punto.
Los otros dos se miraron uno a otro. Como ni les satisfacía el objeto que estaban mirando ni la indicación de Travis, se quedaron callados ambos.
– De acuerdo -dijo Cramer-; vamos a proceder. ¿Dónde quiere usted el gabán y la corbata, Wolfe? ¿A la vista?
Wolfe entreabrió los ojos.
– ¿Cómo se llama este caballero?
– Philips. Señor Wolfe, el señor Philips.
– Mucho gusto, señor Philips. Déle el gabán al señor Goodwin. Archie, póngale entre los almohadones del diván. Déme la corbata, haga el favor.
Philips me entregó el gabán sin vacilar, pero en este punto se detuvo.
– Señor Cramer -dijo-, esta prueba es muy importante… si estas partículas se desprenden frotándolas…
– Déselo -dijo Cramer.
Philips se resistía a ello, pero obedeció, con la repugnancia de la madre que tiene que entregar a un hijo recién nacido.
– Gracias, señor Philips -dijo Wolfe-. Bien, señor Cramer; háganle pasar.
Cramer salió llevando consigo a Philips. Al cabo de un momento volvió sin Philips y con Alger Kates. Todos pusimos la mirada en Kates cuando cruzó el despacho y fue a sentarse en la silla indicada por Cramer, que era la que estaba delante de Wolfe. Ello no produjo en él el menor desconcierto. Me miró, como lo había hecho en mi alcoba, dándome la impresión de que en cualquier instante iba a romper a llorar, pero no advertí indicio alguno de que lo hubiera hecho antes. Después de haberse sentado, yo no le veía más que el perfil.
– Apenas nos hemos hablado usted y yo, señor Kates, ¿verdad? -comenzó Wolfe.
Kates se humedeció los labios con la lengua y empezó a decir…
– Para mí ha sido lo bastante… -Y como su delgada voz iba a romperse en un gallo, se detuvo un segundo y repitió-: Para mí ha habido ya bastante.
– Pero, mi querido señor Kates -dijo Wolfe con amable reproche-, no creo que hayamos cruzado una sola palabra…
– ¿No? -dijo Kates sin intimidarse.
– No, señor. Y lo malo del caso es que yo no pueda asegurar con sinceridad que su actitud no me es simpática. Si yo me viera en su situación, Inocente o no que yo fuera, me producirla exactamente igual. No me gusta que la gente me abrume a preguntas y de hecho he de decir que no puedo tolerarlo. Debo decir, a propósito, que en este momento me encuentro revestido de una personalidad oficial, porque estos caballeros han delegado en m su autoridad para hablar con usted. Como sin duda usted no ignora, ello no significa que esté usted obligado a sufrir el interrogatorio. Si intentase usted salir de esta casa antes de que se le autorice para ello, sería usted detenido contó testigo material que es usted y qué sé yo dónde le llevarían. Pero a usted no puede obligársele a tomar parte en una conversación contra su voluntad. ¿Qué le parece a usted? ¿Podemos hablar?
– Le escucho -dijo Kates.
– Ya lo sé. Y ¿por qué?
– Jorque si no lo hiciera, se deduciría que yo estoy atemorizado y de esto se deduciría a su vez que soy culpable y trato de esconder algo.
– Perfecto. Veo que nos entendemos -dijo Wolfe en un tono que parecía indicar que acababa de recibir una merced especial.
Con un movimiento natural sacó la bufanda que había tenido en la mano oculta debajo del borde de la mesa y la puso sobre el papel secante de la carpeta. Luego inclinó la cabeza hacia Kates como si pensase por dónde empezar. Desde donde yo estaba sentado, al ver solamente el perfil de Kates, no podía asegurar si miró siquiera a la bufanda. Desde luego, ni palideció ni dio muestras de temblor o de encogimiento de las manos.
– En las dos ocasiones -dijo Wolfe- en que el señor Goodwin fue al piso de la Calle 55 a ver a la señorita Gunther, estaba usted allí. ¿Era usted amigo íntimo de ella?
– Amigo intimo, no. Durante los últimos seis meses, dado que yo realizaba un trabajo de investigación confidencial bajo las órdenes directas de Boone, la he visto con frecuencia por motivos relacionados con mi tarea.
– A pesar de ello, la señorita Gunther vivía en el piso de usted.
Kates miró a Cramer y respondió:
– Me han preguntado ustedes esto una docena de veces.
– ¡Así es el mundo, amigo! -dijo Cramer-. Esta será la decimotercera.
– La actual escasez de viviendas -respondió Kates mirando a Wolfe- hace difícil, y a veces imposible, encontrar habitación en un hotel. La señorita Gunther podía haberse valido de su posición y de sus relaciones para acomodarse en un hotel, pero ello va contra las normas de la O.R.P. y por lo mismo a ella no le gustaba. Yo disponía de una cama en el piso de un amigo y mi mujer estaba fuera. Le ofrecí usar de mi piso a la señorita Gunther cuando veníamos en avión desde Washington y aceptó mi oferta.
– ¿No había vivido antes en él?
– No.
– Usted la había visto con frecuencia durante estos seis meses. ¿Que pensaba usted de ella?
– La tenía en muy buena opinión.
– ¿La admiraba usted?
– Sí, como colega.
– ¿Vestía bien?
– No me fijé de una manera especial… No, miento… Si creen ustedes que esta pregunta tiene importancia y quieren ustedes contestaciones completas y veraces, les diré que» considerando el aspecto impresionante y su voluptuosa figura, opinaba que vestía muy bien para su posición.
No pude por menos de pensar que si Phoebe hubiese estado presente le habría dicho que hablaba como un personaje de novela antigua.
– Luego -indicó Wolfe- se fijaba usted en su vestir. En tal caso, ¿cuándo fue la última vez que la vio usted llevar esta bufanda?
Kates se inclinó hacia delante para mirarla.
– No recuerdo haberla visto con ella nunca. Nunca.
– Es raro -dijo Wolfe frunciendo el ceño-. La pregunta es importante, señor Kates. ¿Está usted seguro de lo que dice?
– Déjemela mirar -repitió Kates volviendo a inclinarse y echando una mano hacia ella.
– No -dijo Wolfe adelantando la suya-. Esta pieza será exhibida en el proceso y por ello no debe ser manejada a la buena de Dios.
Mi jefe extendió un brazo para mirar más cerca a Kates. Este fijó sus ojos en los de Wolfe por un momento y luego se echó hacia atrás y movió negativamente la cabeza.
– No la he visto nunca -manifestó-, ni usada por la señorita Gunther ni por ninguna otra persona.
– Es decepcionante -dijo Wolfe-. De todas maneras, las posibilidades no se agotan aquí. Podría usted haberla visto antes y no identificarla ahora, porque anteriormente hubiera usted visto con poca luz; digamos, por ejemplo, en el descansillo de mi escalera por la noche. Y le sugiero que considere usted esta idea, porque prendidas en esta bufanda hay diversas partículas diminutas procedentes del pedazo de tubo que demuestran que esta prenda fue empleada como protección al agarrar el tubo; y se lo digo también porque la bufanda ha sido encontrada en el bolsillo de su gabán.
– ¿El gabán de quién?
– El de usted. Tráigalo, Archie.
Fui a buscarlo y me puse al lado de Kates sosteniendo el abrigo por el cuello y de forma que colgase en toda su longitud. Wolfe preguntó:
– ¿Este es su gabán, no es así?
Kates se sentó y miró. Luego se puso en pie de un salto, se volvió de espaldas a Wolfe y gritó con todas sus fuerzas.
– ¡Señor Dexter, señor Dexter! ¡Venga usted en seguida!
– Cállese -dijo Cramer cogiéndole del brazo-. ¡Basta de gritos! ¿Para qué quiere usted a Dexter?
– Háganle venir. Si quieren que deje de gritar, tráiganle acá -dijo Kates con voz temblorosa-. Ya le dije a él que ocurriría algo así. Le aconsejé a Phoebe que no entrase en tratos con Nero Wolfe. Le dije que no viniese esta noche…
– ¿Cuándo le dijo usted que no viniese esta noche? -saltó Cramer.
Kates no contestó. Se dio cuenta de que le tenían cogido del brazo, miró a la mano con que Cramer le prendía y dijo:
– Suélteme, suélteme le digo.
Cramer lo hizo así. Cramer se dirigió a una silla que había al otro lado del despacho y se sentó apoyando el mentón en la mano. Su actitud quería indicar que rompía las relaciones con nosotros.
– Por sí le interesa -le dije yo a Cramer- le diré que yo estaba en este despacho cuando Rowcliffe le interrogó. Kates dijo que se encontraba en el piso de su amigo, en la calle 11, donde reside, y la señorita Gunther le telefoneó para decir que la acababan de informar de que tenía que personarse aquí y quería saber si a él se lo habían dicho también. Él dijo que sí, pero que no vendría y trató de convencerla de que no viniese tampoco. Cuando la señorita Gunther dijo que obedecería, él dijo que lo haría también. Ya sé que está usted ocupado, pero si no lee usted los informes que le dan, se pegará muchos patinazos. Y si quiere usted que le dé mi opinión gratis, le diré que ésta no es la bufanda de la señorita Gunther, porque no es del estilo de su indumentaria. Ella jamás se hubiera puesto esta prenda. Y además tampoco pertenece a Kates. Mírele: traje gris, gabán gris, sombrero gris. No le he visto nunca de otro color que de gris, y sí él quisiese continuar hablándonos podría usted preguntárselo.
Cramer corrió a la puerta que comunicaba con la habitación de la fachada, la abrió bruscamente y gritó:
– ¡Stebbins, venga acá!
Purley vino en seguida y Cramer le dijo:
– Llévese a Kates al comedor. Traiga a los demás acá uno por uno, y a medida que terminemos con ellos, sáquelos al comedor.
Purley se fue con Kates, quien no demostraba ningún desplacer por salir del despacho. Al instante entró un agente con la señora Boone. No le dijeron que se sentase. Cramer se enfrentó con ella en medio de la habitación, sacó la bufanda, le dijo que la mirase bien, pero que no la tocase y luego le preguntó si la había visto antes. Dijo que no, y aquí acabó la cosa. La sacaron del despacho y entró Frank Thomas Erskine, con quien se repitió el juego. Recogimos otras cuatro negativas y entonces le tocó el turno a Winterhoff.
Con él, Cramer no tuvo necesidad de terminar la pregunta.
– ¿De dónde han sacado esto? -preguntó Winterhoff yendo a coger la bufanda-, ¡si es mi bufanda!
– ¡Oh! -exclamó Cramer dirigiéndose hacia él-, Esto es lo que queríamos averiguar. ¿La llevaba usted esta noche o la tenía en el bolsillo?
– Ni una cosa ni la otra. No la tenía. Esta es la bufanda que me robaron la semana pasada.
– ¿Cuándo de la semana pasada y dónde?
– Aquí mismo. Cuando estuve aquí el viernes por la noche.
– ¿Aquí, en casa de Wolfe?
– Sí.
– ¿La trajo usted acá?
– Sí.
– Cuando descubrió usted que había desaparecido, ¿quién le ayudó a buscarla? ¿A quién se quejó usted de su pérdida?
– No hice tal cosa… Pero ¿por qué? ¿Quién la tenía? ¿Dónde la han encontrado ustedes?
– Se lo explicaré al punto. Ahora soy yo quien pregunta: ¿A quién se quejó usted de su desaparición?
– A nadie. No me di cuenta de su falta hasta que llegué a casa.
– ¿No hizo usted mención de ello a nadie?
– Aquí no. No sabía que me la hubiesen quitado. Debo de habérselo dicho a mi mujer. Claro, así fue, ahora me acuerdo. Pero…
– ¿Telefoneó usted al día siguiente para preguntar por ella?
– No. ¿Por qué tenía que hacerlo? Tengo dos docenas de ellas. E insisto en que…
– Conforme, insista en lo que quiera -dijo Cramer calmoso, pero ásperamente-. Puesto que esta es su bufanda y que se le ha interrogado acerca de ella, es justo informarle de que existen buenas pruebas de que con ella fue envuelta la tubería con la que mataron a la señorita Gunther. ¿Tiene algún comentario que hacer?
Winterhoff tenía la cara húmeda de sudor, pero también la había tenido antes en mi habitación cuando le examinaban las manos. Es interesante hacer constar que el sudor no menoscababa su distinción, pero sí redundaba en demérito de ésta el que balbuceara, como ahora lo hacía. Cuando logró articular palabra, dijo:
– ¿Qué pruebas son éstas?
– Partículas de la tubería que hemos encontrado en esta prenda. Muchas. Forman una mancha.
– ¿Dónde la han encontrado?
– En el bolsillo de un gabán.
– ¿De quién?
Cramer movió negativamente la cabeza.
– No hay motivo para revelárselo. Celebraría que no divulgase usted este interrogatorio, pero claro, lo hará usted igual. -Y volviéndose hacia el policía dijo-: Llévele al comedor y dígale a Stebbins que no traiga a nadie más.
Winterhoff quería decir aún algo, pero le sacaron afuera. Cuando la puerta se cerró tras él, Cramer se sentó, se puso las palmas de las manos en las rodillas, inspiró aire y lo expulsó ruidosamente.