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– Buenas noches -dijo el tipo que había en la puerta-. Querría ver al señor Wolfe.
Era la primera vez que le veía. Era hombre de unos cincuenta años, de mediana corpulencia, labios delgados y derechos y esta especie de ojos a quienes no repugna la violencia. En el primer instante imaginé que sería uno de los detectives do la agencia Bascom. Luego vi que su traje descartaba esta teoría. Era de estilo pacífico y conservador y de esmerado corte. Le dije:
– Veré si está. ¿A quién anuncio?
– John Smith.
– Y, ¿qué quiere usted de él, señor Jones?
– Es un asunto particular y urgente.
– ¿Puede usted ser más concreto?
– Con él, sí.
– Bien, siéntese y lea una revista.
Le cerré la puerta en la cara de manera estrepitosa y le dije a Wolfe:
– El señor John Smith, nombre que debe de haber extraído de un libro, tiene aspecto de banquero dispuesto a prestarle a usted un céntimo sobra la garantía de una jarra de diamantes. Le he dejado en la escalera, pero no se preocupe por su posible agravio, pues carece de sentimientos. No me pregunte usted lo que quiere, porque tardarla horas en explicárselo.
– ¿Qué opinión tiene usted? -gruñó Wolfe.
– Ninguna. No se ha dejado saber en qué punto nos encontramos. El impulso natural ha sido echarle escaleras abajo. En obsequio de él, diré que no tiene aspecto de chico de recados.
– Hágale pasar. Así lo hice. A pesar de su aspecto desagradable, le hice sentar en el sillón de cuero rojo, porque así nos daba la cara a los dos. Se sentó muy derecho, con los dedos entrecruzados sobre las rodillas y le dijo a Wolfe:
– He dado el nombre de John Smith, porque el mío no hace al caso. Soy simplemente un chico de recados.
Después de haber empezado por contradecirme, continuó:
– El asunto es confidencial y tengo que hablar con usted privadamente.
– El señor Goodwin es mi secretario particular -dijo Wolfe- y sus oídos son los míos. Diga.
– No -dijo Smith en un tono que zanjaba la -cuestión-. Tengo que estar a solas con usted.
– ¡Bah! -respondió Wolfe señalando a un cuadro que representaba el monumento a Washington y que está colocado en la pared de la izquierda a cinco metros de él-. ¿Ve usted este cuadro? En realidad es una ventanilla en el muro. Si mando salir al señor Goodwin de la habitación, se irá a otra que hay a la vuelta del vestíbulo, abrirá la hoja y nos observará y escuchará la conversación. Lo malo es que tendrá que estar de pie. Para el caso, Igual podría seguir aquí sentado.
– Entonces usted y yo podemos salir al vestíbulo -dijo Smith sin parpadear.
– No haremos tal cosa. Archie, el señor Smith quiere el abrigo y el sombrero -dijo Wolfe.
Me puse en pie. Cuando estaba a medio cruzar la habitación, Smith volvió a sentarse. Yo retomé a mi base y le imité.
– Usted dirá -inició Wolfe.
– Nosotros contamos con alguien para culparle de los asesinatos de Boone y Gunther -comentó Smith en lo que, por lo visto, era su tono normal.
– ¿Nosotros? ¿Alguien?
Smith desenlazó los dedos, levantó una mano para rascarse la nariz, la volvió a bajar y cruzó los dedos de nuevo.
– No cabe duda de que la muerte constituye siempre una tragedia. Produce pesares, sufrimientos y adversidades. Esto es inevitable. Pero en el presente caso, las muertes de esas -dos personas han inferido también una ofensa a muchos miles de personas inocentes y han creado una situación que equivale a una ruda injusticia. Como usted sabe, cómo sabemos todos, existen elementos en este país que aspiran a minar los propios fundamentos de esta sociedad. La muerte actúa en servicio suyo y les ha servido a la perfección. Desde el punto de vista del bien común, estos dos sucesos eran irrelevantes, pero en cambio, los…
– Perdone usted -dijo Wolfe-. Yo también he sido orador. De la manera como usted se expresa, parece que quiera referirse a la reacción nacional contra la A.I.N., ¿verdad?
– Sí, quiero poner de relieve el contraste entre lo trivial de tales hechos y el enorme daño…
– Por favor, este punto lo ha expuesto usted ya. ¿Quiere pasar al siguiente? Mas, ante lodo, dígame: ¿Representa usted a la A.I.N.?
– No, yo represento de hecho aquellos hombres gloriosos que fundaron nuestra nación, represento los intereses más legítimos y fundamentales del pueblo norteamericano, yo¡…
– Conforme. Pasemos al siguiente punto.
Smith volvió a desenlazar los dedos. Esta vez fue la cara lo que le pedía ser rascada. Cuando hubo terminado, prosiguió.
– La situación presente es intolerable. El poner fin a ella es una cosa que no tiene precio. El hombre que lo consiguiera podría ser llamado benemérito del país; se habría ganado la gratitud de sus conciudadanos y, sobre todo, de aquellos que están padeciendo ahora una persecución injusta.
– En otras palabras -dijo Wolfe-, que se debería darle algún dinero.
– No, que se le daría algún dinero.
– Es lástima que yo me encuentre comprometido ya, porque me gusta que se me paguen los servicios.
– No habrá conflicto. Los objetivos son los mismos.
– Me gusta su manera de plantear las cosas, señor Smith -dijo Wolfe, frunciendo el entrecejo-. En una sola palabra lo ha dicho usted todo, exceptuando algunos detalles. ¿Quién es usted y de dónde viene?
– Esta pregunta es estúpida; y usted no lo es. Claro está que podrá usted averiguar quién soy, si se toma el tiempo y la molestia necesarios. Pero hay siete respetables, respetabilísimas, personas, caballeros y damas, con los cuales tengo que jugar al bridge esta noche, después de una cena. Lo cual ocupará toda la velada, a partir de las siete.
– Sin duda, y además serán ustedes ocho contra dos.
Smith volvió a desenlazar los dedos, pero esta vez no para rascarse. Llevó la mano a un bolsillo del gabán y extrajo un paquete pulcramente envuelto en papel blanco y atado. Era de un tamaño suficiente para mantener tenso el bolsillo y tuvo que emplear ambas manos para sacarlo.
– Como dijo usted, quedaban ciertos detalles pendientes -dijo-. La cantidad de que estamos hablando asciende a trescientos mil dólares. Aquí está el primer tercio de ella.
Eché una mirada al paquete y dictaminé que no podía estar todo aquel dinero en billetes de a cien, sino que los habría de quinientos y de mil.
Wolfe levantó una ceja y observó:
– ¿No es usted quizá demasiado audaz, señor Smith? El señor Goodwin, como le he dicho, es mi secretario particular. ¿Qué ocurriría si le cogiera el dinero, lo cerrara en la caja de caudales y le pusiera a usted en la puerta?
Por vez primera, Smith cambió de cata, pero la arruguita que se formó en su frente no obedecía a temor alguno.
– Quizá será usted un estúpido, al fin y al cabo, pero conocemos su biografía y su personalidad. No existe el menor indicio de que sea usted un bandolero. Se le está proporcionando ocasión de realizar un servicio…
– No, basta -dijo Wolfe-. Ya hemos hablado de esto.
– Conforme. Si me pregunta usted por qué se le abona cantidad tan exorbitante le diré las razones: Primero, porque todo el mundo sabe que usted cobra unas facturas astronómicas por cualquier cosa que haga; segundo, desde él punto de vista de la gente que le paga, la animadversión rápidamente creciente del público les está costando, o los costaré, centenares de millones. Trescientos mil dólares al lado de esto son una bagatela. Tercero, usted tendrá que hacer gastos que quizá serán cuantiosos. Cuarto, estamos advertidos de las dificultades del asunto y puedo manifestarle con franqueza que no sabemos de nadie más que usted que pueda resolverlas.
– Entonces, he comprendido quizá mal la frase con que empezó usted a hablar. ¿No ha dicho usted que contaba con alguien en cuanto a los asesinatos de Boone y Gunther?
– Sí -dijo Smith mirándole con la misma fijeza con que Wolfe tenía los ojos puestos en él.
– ¿Quién es?
– La palabra «contamos» es un tanto inexacta. Mejor sería decir que tenemos una persona que indicar.
– ¿Quién?
– O Salomón Dexter o Alger Kates. Preferiríamos a Dexter, pero con Kates nos basta. Estamos en situación de contribuir a algunos aspectos de las pruebas. Después que haya usted establecido sus decisiones, cambiaré impresiones con usted acerca de ello, los otros doscientos mil dólares, a propósito, no dependen necesariamente de que el culpable sea condenado. Usted no puede garantizarlo. El segundo tercio se le entregaría el día de la detención y el último en el día en que comience el proceso. El efecto de la detención y del proceso serán suficientes, aunque no totalmente satisfactorios.
– ¿No querría usted pagar más dinero por Dexter que por Kates? Debería usted hacerlo: Dexter es el director en funciones de la O.R.P. Para usted tendría que ser más valioso.
– No. Hemos calculado una cantidad amplia, y aun exorbitante, para excluir cualquier regateo. Es una suma «record» -dijo Smith dando unos golpecitos en el paquete.
– ¡Cielo santo, no! -dijo Wolfe con suave indignación. Como si acabasen de insinuarle que su cultura era insuficiente-. Podría detallarle ocho, diez, doce ejemplos. El rey Alyattes de Lidia recibió en cierta ocasión el peso en oro de diez panteras. Richelieu le pagó a Effiat cien mil libras de una vez, que son un equivalente mínimo de dos millones de dólares de hoy. No, señor Smith, no se lisonjee usted con la idea de estar batiendo un «record». En Tazón de lo que pide usted de mí, es usted un explotador.
– Considere usted que este dinero está en metálico. La equivalencia, si estuviera en cheque, tendría que ser para usted de unos dos millones.
– Ciertamente -convino Wolfe-, Ya se me había ocurrido esta ventaja, y no quiero pretender que sea usted avaro. Pero existe una objeción insuperable.
– ¿De qué se trata?
– De las victimas que requiere usted. Primeramente, son demasiado destacadas, pero no es éste aún el obstáculo principal. Es el motivo. Un asesinato requiere contar con un buen motivo y un doble asesinato exige un motivo realmente colosal. No sé si podría descubrirse tal justificación en el señor Dexter o en el señor Kates. Usted ha afirmado generosamente que no soy estúpido, pero lo sería si me comprometiese a hacer detener y procesar a esos señores, y no digamos condenar. No, señor. Sin embargo, encontrará usted a alguien que, por lo menos, querrá intentarlo. ¿Qué le parece el señor Bascom, de la agencia de detectives Bascom? Es una buena persona.
– Ya le he dicho a usted que le ayudaremos a encontrar pruebas.
– No. La ausencia de un motivo justificado hará imposible la acción, por muchas pruebas que haya, que siempre serán circunstanciales. Además, habida cuenta del probable origen de las pruebas que usted podrá proporcionar y del hecho de que irán dirigidas contra uno de la O.R.P. serán sospechosas de todas maneras. Ya lo comprende usted.
– No necesariamente.
– Sí, inevitablemente.
– No -dijo Smith con la misma cara de antes, pero decidido a mostrar una de sus cartas-. Le daré un ejemplo. Si el taxista que trajo acá a Dexter testificase que le vio esconder un pedazo de tubo debajo del abrigo, con una bufanda arrollada en él, esta prueba no sería sospechosa.
– Quizá no -concedió Wolfe-. ¿Dispone usted del taxista?
– No, le daba a usted un ejemplo. ¿Cómo podemos buscar al taxista y a otra persona, antes de haber llegado a un acuerdo?
– No se puede, naturalmente. ¿Tiene usted otros ejemplos más?
Smith movió la cabeza negativamente. En esto se parecía a Wolfe. Se comprendía que para él el gastar determinada energía cuando le bastaba con la mitad, era un disparate.
– Ya le he dicho que cambiaríamos impresiones acerca de las pruebas después que se hubiese decidido usted a actuar y usted no podrá decidirse a ello antes de haber aceptado el ofrecimiento. ¿Debo entender que lo admite usted?
– No lo entienda así. No lo acepto en las condiciones que me ofrece usted. Rehúso.
Smith hizo frente a la negativa como un caballero. No dijo nada. Después de unos largos instantes de silencio, tragó saliva, lo cual fue su primer indicio de debilidad. Por lo visto se disponía a exhibir otra carta. Cuando, después de otro periodo de silencio, volvió a tragar saliva, no hubo ya duda de que iba a hacerlo.
– Existe otra posibilidad -dijo- que no podrá ser blanco de las objeciones que me ha hecho usted: Don O’Neill.
– ¡Hum!… -observó Wolfe.
– Llegó también en taxi. Sus razones son claras y de hecho están divulgadas ya; porque han sido conocidas y admitidas maliciosa e injustamente por todo el país. No serviría, a nuestro propósito tan satisfactoriamente como Dexter o Kates, pero transferiría el sentir público de una institución o grupo a una persona; y ello cambiaría completamente el cuadro.
– ¡Hum!…
– Además, las pruebas no serian sospechosas procediendo de donde procederían.
– ¡Hum!…
– Y el ámbito de las pruebas podría experimentar una notable ampliación. Por ejemplo, sería posible añadir el testimonio de una persona o varias que vieron, en este vestíbulo, a O’Neill meter la bufanda en el bolsillo del gabán de Kates. Creo que Goodwin, su secretario particular, estaba presente…
– No -dijo Wolfe secamente.
– El señor Wolfe no quiere decir que yo no estuviese presente -le dije a Smith con un gesto amigable-, sino que yo me he pronunciado ya acerca de este pormenor demasiado concretamente. Tendría usted que haber venido antes, y entonces hubiera celebrado discutir las condiciones con usted. Cuando O’Neill trató de sobornarme, era domingo y yo no acepto sobornos en domingo.
– ¿Qué es lo que quería O’Neill que hiciese usted?- me dijo Smith mirándome con ojos penetrantes.
Moví negativa y enérgicamente la cabeza.
– No sería justo decírselo. ¿Le gustaría a usted que yo le dijese a él lo que usted quiere de mí?
– Aunque Goodwin no quiera dar testimonio -insistió dirigiéndose a Wolfe- quedan aceptables probabilidades.
– No será por parte del señor Breslow -declaró Wolfe-. Sería un testigo terrible. El señor Winterhoff no lo haría mal. El señor Erskine padre sería admirable. El joven Erskine… no lo sé, lo dudo. La señorita Harding sería el mejor de todos. ¿Podría usted conseguirlo de ella?
– Vuelve usted a ir demasiado aprisa.
– En absoluto. ¿Aprisa? Estos detalles son de la máxima importancia.
– Ya lo sé. Después de haberlos conseguido. ¿Acepta usted mi sugestión sobre O’Neill?
– En fin… -dijo Wolfe arrellanándose en la silla, abriendo ligeramente los ojos y cruzando las manos sobre el vientre-. Le diré, señor Smith… La mejor manera de plantear este asunto sería, en mi opinión, un mensaje del señor Erskine. Dígale al señor Erskine…
– Yo no represento a Erskine. No he mencionado nombre alguno.
– ¿No? Me parecía haberle oído aludir a los señores O’Neill, Dexter y Kates. De todas maneras, la dificultad está en que la policía o el F.B.I. pueden encontrar en cualquier momento ese décimo cilindro, y con toda probabilidad en tal momento quedaremos como unos cocheros.
– No, si nos…
– Permítame, señor. Ya ha hablado usted antes; déjeme hablar a mí ahora. En cuanto a la hipótesis de que provenga usted del señor Erskine, le encargo transmitirle mi gratitud por haber calculado tan generosamente la suma que yo puedo requerir. Dígale también que le estoy reconocido por su esfuerzo al pagarme de una manera que me ahorraría satisfacer impuestos por este ingreso, pero que esta forma de trapicheo no me complace. Es cuestión de gustos, y el mío no cuadra con ella. Dígale que estoy completamente advertido de la importancia que tiene cada minuto que pasa; Ya sé que la muerte, de la señorita Gunther ha agravado la hostilidad general hasta convertirla en un estallido de furia sin precedentes. He leído los periódicos y he oído la radio… Ya sé cómo están las cosas. Y sobre todo dígale lo siguiente: Si continúa la contusión reinante en este caso, yo me veré impotente, pero a pesar de ello le pasaré igualmente la cuenta y la cobraré. Archie, el señor Smith se va.
En efecto, éste se había puesto en pie, pero no se disponía aún a marcharse. Al contrario, dijo precisamente en el mismo tono que había empleado en la puerta para decirme que deseaba ver al señor Wolfe:
– Quisiera saber si puedo confiar en que este asunto sea considerado confidencial. Quiero solamente saber a qué atenerme.
– Es usted un simple -dijo Wolfe-. ¿Qué diferencia habrá entre que yo diga sí o no? Ni siquiera sé cómo se llama usted. ¿Acaso no estaré libre de hacer lo que me parezca?
– No creo… -empezó a decir Smith, pero dejó sin terminar la frase, porque ésta probablemente hubiera denunciado algún indicio de emoción, que no era oportuna en aquellas circunstancias. Por ello permaneció silencioso hasta el momento de salir a la puerta y ni aun me dijo buenas noches.
Cuando volví al despacho, Wolfe había llamado pidiendo cerveza. Lo advertí en que Fritz entró casi inmediatamente con la bandeja. Le puse a raya y le dije:
– El señor Wolfe ha cambiado de parecer. Llévesela. Ya son más de las diez. Ha dormido sólo dos horas anoche y ahora se va a la cama. Usted también, y yo también.
Wolfe no dijo nada ni hizo gesto alguno, por lo cual Fritz se fue con la bandeja.
– Esto me recuerda -dije yo- aquel viejo cuadro que representa a unos tipos que van en un trineo y echan al niño a los lobos que les vienen persiguiendo. Esta comparación no se puede aplicar estrictamente a Dexter o a Kates, pero si a O’Neill. ¡Vaya espíritu de cuerpo! Y eso que era presidente del comité de la cena. ¿Qué le parece a usted?
– Están aterrados -dijo Wolfe poniéndose en pie y tirándose de la chaqueta. Cuando llegó junto a la puerta, se volvió y añadió-: Están desesperados. Y yo también, por cierto.