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Nina Boone compareció a la una y catorce minutos, lo cual era equitativo y por ello no dio pie a comentario alguno ni por una parte ni por la otra. Salí a su encuentro cuando la vi salir del hotel, la dirigí hacia donde estaba yo aparcado y abrí la puerta del coche. Ella entró. Me volví para observar y, efectivamente, vi a un sujeto que miraba a derecha e izquierda. No era conocido mío ni sabía su nombre, pero le había visto antes. Me dirigí a él y le dije:
– Soy Archie Goodwin, el auxiliar de Nero Wolfe. Si es que va usted siguiendo a la señorita, habrá observado que ha entrado en mi coche. No puedo decirle a usted que suba, porque tenemos que hacer juntos, pero le brindo las siguientes ideas: Puedo esperar a que usted coja un taxi, y apuesto a que le despisto en menos de diez minutos, o puedo sobornarle para que pierda usted la pista aquí mismo. Le ofrezco dos gratificaciones. Quince centavos ahora y otros quince cuando vea una copia de su informe.
– Ya estoy enterado de que sólo hay dos maneras de tratar con usted -respondió-. Matarle, que es demasiado escandaloso, y la otra… Bueno, déme los quince centavos.
– Conforme -dije sacando las tres monedas y dándoselas-. Es a cargo de la A.I.N. Vamos a «Ribeiro», el restaurante brasileño de la Calle 52.
Dicho esto me metí en el coche, puse el motor en marcha y salimos.
Una mesa en un rincón de «Ribeiro» es buen lugar para la charla. La comida no es excesiva para quien está acostumbrado a las minutas de Fritz Brenner; no hay música y se puede mover el tenedor en todas direcciones sin correr el riesgo de herir a nadie más que al compañero de mesa.
– No creo -dijo Nina después que hubimos encargado los platos- que me haya reconocido nadie. Sea lo que fuere, lo cierto es que nadie mira. Me parece que toda la gente modesta debe figurarse que es maravilloso ser célebre y que la gente le mire a una y que te señalen en los restaurantes y los locales. Yo misma lo pensé en otro tiempo. Ahora no puedo sufrirlo. Me entran ganas de empezar a dar chillidos. Claro está que no tendría esta sensación si mi retrato hubiese salido en los periódicos por ser estrella de cine o por haber realizado algún acto notable…
Advertíase en la joven el deseo de expansionarse. «Bien, dejémosla que hable», pensé yo.
– A pesar de todo -le dije-, habrá sido usted bastante contemplada antes de que ocurriese todo esto. Es usted una persona digna de ser admirada.
– No sé cómo lo puede usted decir… Tengo un aspecto ahora…
– Es mal momento para juzgar -dije-. Tiene usted los ojos congestionados, pero queda aún bastante terreno por considerar: Los pómulos forman una curva muy bonita y las sienes y la frente son de notable belleza. El cabello, como es natural, ha resistido intacto a la crisis. Cuando va usted por la calle, estoy seguro de que uno de cada tres hombres que la vean de espalda, se apresurarán a rebasarla para querer echarle una ojeada de frente.
– ¿Y los otros dos?
– ¿Quiere usted más aún? Uno entre tres es una proporción tremenda. Y de mí sé decir que su cabello me atrae tanto que sería capaz de iniciar un trote para dejarla atrás y poderla mirar.
– La próxima vez me sentaré de espaldas a usted -dijo ella apartando la mano de la mesa para dejar sitio al camarero-. Tengo ganas de preguntarle, y tiene usted que responderme a ello, quién le dijo que me interrogase sobre el paradero de Ed Erskine.
– Todavía no. Tengo la regla absoluta de dedicar el primer cuarto de hora que paso con una chica a comentar su, aspecto. Siempre existe la posibilidad de que le diga algo que le sea agradable y ello favorece la conversación posterior. Además, sería de mal gusto el empezar a trabajar mientras estamos comiendo. Tengo la misión de sonsacarle a usted todo lo que lleva dentro, pero no quiero empezar a hacerlo hasta el café y en aquel momento, si hay suerte, la habré colocado a usted en una disposición de ánimo tal que se prestará hasta a enseñarme la documentación.
– Me gustará mucho verlos será interesante verle a usted actuar. Pero le he prometido a mi tía que volveré al hotel a las dos y media… ¡Ah, a propósito! Le he asegurado que vendría usted conmigo. ¿Querrá usted venir?
– ¿A ver a la señora Boone? -dije alzando las cejas.
– Sí.
– ¿Quiere verme?
– Sí. Quizá sólo por un cuarto de hora para que comente usted su aspecto. No me lo ha dicho.
– Con las chicas que pasan de los cincuenta años, me bastan cinco minutos.
– Ella no pasa de los cincuenta años. Tiene cuarenta y tres.
– Siguen bastando los cinco minutos. Pero si sólo dispone usted de tiempo hasta las dos y media, me temo que lo mejor será empezar antes de que su resistencia haya flaqueado. ¿Se siente usted a gusto? ¿Ha experimentado usted alguna inclinación a ablandarse, a ceder, a apoyar la cabeza en mi hombro?
– Ni mucho menos. La única inclinación qué he sentido ha sido la de tirarle de los cabellos.
– Entonces será difícil; que se franquee usted. De todas maneras, ya lo iremos viendo en el curso de la cena. No ha terminado usted él combinado.
Se lo bebió. Trajeron luego el primer plato y empezó a comer con apetito.
– Me gusta -dijo-. Empiece usted a sonsacarme.
– Mi técnica es bastante singular. Naturalmente, partiré de la base de que desea usted que se descubra y se castigue al asesino. De no ser así…
– ¡Claro que lo deseo!
– Entonces, considere usted que intentamos una gestión directa y vamos a ver lo que resulta de ella. ¿Conocía usted personalmente a alguno de esos pájaros de la A.I.N.?
– No.
– ¿A ninguno de los seis?
– No.
– Y. ¿qué me dice de la gente de la A.I.N.? Había quinientos en aquella cena. ¿Conocía usted a alguien?
– La pregunta parece tonta, pero le diré que sí… Quizá a algunos… o más bien a sus hijos e hijas. Me gradué en el colegio de Smith hace un año y allí conocí a una porción de gente. Pero por mucho que rebusquemos en aquella noche, no aparecerá ninguna orientación.
– No cree usted, pues, que sirva de nada que lo intente.
– No. De todas maneras, tampoco tenemos tiempo.
– Bueno, ya lo veremos en otra ocasión. ¿Qué me dice de su tía?
– Pregúnteselo, a ella. Quizá por esta razón es por la que ella quiere verle. Si se investigan todas las historias personales, creo que quedará firmemente establecido que la tía estaba profunda y exclusivamente dedicada a mi tío y a todo cuanto representaba y hacía éste.
– No me comprende usted -dije-. Mire usted, para aclarar las cosas le pondré un ejemplo: Supongamos que Boone se enterase en Washington aquel martes por la tarde de cualquier cosa que hubiera hecho Winterhoff, de algo que le determinase a tomar una medida que afectase a los negocios de Winterhoff; supongamos que se lo dijese a su esposa cuando la vio en la habitación del hotel, y que la señora Boone resultase conocer a Winterhoff y que más tarde en el salón de recepción, hablando con él después de tomar dos combinados, le diese un barrunto de lo que se estaba preparando. A esto me refiero cuando le hablo de una nueva orientación. Podría inventar millares de ejemplos, así como he inventado uno, pero lo que hace falta es encontrar uno que haya sucedido en realidad. Por ello la pregunto a usted por el círculo de amistades de su tía. ¿Tiene algo de malévolo?
– No, pero mejor será que se lo diga a ella. De lo único que puedo hablarle yo es de mí misma.
– Ciertamente. Es usted prudente y noble: 10 en conducta.
– Pero, ¿qué quiere usted que le diga? ¿Quiere usted que le informé de que vi a mi tía cuchicheando en un rincón con Winterhoff o con cualquiera de esos micos? Pues no la vi. Y aunque…
– Si la hubiera usted visto, ¿me lo diría?
– No, a pesar de que considero a mi tía más pesada que una verruga.
– ¿No le es a usted simpática?
– No, no me lo es; la considero una antigualla grotesca. Este sentimiento impregna el conjunto de mi pasado, pero es estrictamente íntimo.
No llegará usted a aceptar la sugestión de Breslow de que la señora Boone mato a su marido por celos de Phoebe Gunther, y remató la obra más tarde en casa de Wolfe.
– No. ¿Es que lo cree nadie?
– No sé decirle. Yo no. Pero no parece aventurado afirmar que la señora Boone estaba celosa de Phoebe Gunther.
– ¡Claro que sí! En la O.R.P. trabajan varios millares de chicas y de mujeres y ella estaba celosa de todas.
– Claro. Pero Phoebe Gunther no era una de tantas. ¿No conviene usted conmigo en que era un caso especial?
– Sin duda -dijo Nina dirigiéndome una mirada rápida que no supe interpretar-. Era extremadamente especial.
– ¿No esperaba un niño?
– ¡Dios santo! No, y mi tía tenía tanto motivo para estar celosa de ella como de cualquier otra persona. La opinión peyorativa que tenía de mi tío era una estupidez.
– ¿Conocía usted a fondo a la señorita Gunther?
– Bastante. No íntimamente.
– ¿Le era a usted simpática?
– Sí, creo que sí. Desde luego la admiraba y la envidiaba. Me hubiera gustado desempeñar su trabajo, pero no caía en la tontería de creer ser capaz de ello. Soy demasiado joven para ello, pero esto no es más que una de las razones de mi incapacidad, porque ella no era mucho mayor que yo. Realizó trabajo de calle durante un año y consiguió la mejor puntuación de la casa, la llevaron a la oficina central y a poco estaba ya enterada de todo. Si hubiera tenido diez años más y hubiera sido varón, la habrían hecho director… cuando mi tío muriese.
– ¿Qué edad tenía?
– Veintisiete años.
– ¿La conocía usted antes de que empezase a trabajar para la O.R.P.?
– No, pero la conocí el primer día que entró, porque mi tío la encargó cuidar de mí.
– ¿Lo hacía?
– En cierto sentido, sí, en la medida del tiempo de que disponía. Era una mujer muy importante y muy ocupada. Tenía verdadera fiebre por la O.R.P.
– ¿Cuáles son los síntomas de esta fiebre?
– Varían según los caracteres y temperamentos. En su forma más elemental se presentan como una creencia firme que cualquier cosa que haga la O.R.P. está bien hecha. Luego caben diversas complicaciones, desde un implacable odio a la A.I.N. hasta un impulso mesiánico a educar a la juventud en nuestros ideales.
– ¿Se ha visto usted asaltada por esta fiebre?
– Desde luego, pero no la poseo en su grado agudo. En mi caso se trata más bien de un sentimiento personal, debido a mi gran adhesión al tío. No tuve padre -dijo tras cierta vacilación- y quería mucho al tío Cheney No es que sepa muchas cosas de cómo era, pero le quería.
– Y, ¿qué complicaciones se presentaban en la fiebre de la señorita Gunther?
– Todas. Era luchadora por temperamento. No sé hasta qué punto nuestros enemigos, como los jefes de la A.I.N., estaban enterados de las intimidades de la A.I.N., pero si tenían algún talento debían estar al corriente de la personalidad de Phoebe, porque era más peligrosa para ellos que mi tío. Se lo he oído decir a éste. Cualquiera convulsión política le hubiera apartado de su cargo, pero mientras hubiera seguido Phoebe en la casa, no se habría notado diferencia.
– Esta observación es muy útil. Proporciona los mismos motivos para el asesinato de él que para el de ella. Si usted la considera una nueva orientación…
– Yo no la considero nada. Usted me lo ha preguntado. ¿No es así?
Tomamos el postre; después, mientras esperábamos el café, continuamos hablando de Phoebe Gunther, sin que surgiesen revelaciones de ningún género. Insinué el detalle del décimo cilindro desaparecido y Nina se indignó de la sospecha de que Phoebe pudiese haber sostenido relaciones clandestinas con algún miembro de la A.I.N. y hubiese escondido el cilindro porque pudiese denunciar la personalidad de éste. Insinué también la posibilidad de que el cilindro complicase a Salomón Dexter o a Alger Kates. ¿Qué le parecía la idea?
Con la cucharilla en la mano, movió negativamente la cabeza. Dijo que era una estupidez el suponer que Dexter hubiera hecho nada para perjudicar a Boone y con él a la O.R.P.
– Además -añadió- estaba en Washington. No é a Nueva York hasta última hora de aquella noche, cuando le llamaron. En cuanto, a Kates… ¡Por favor, mírele! ¡Si es una máquina de calcular!
– Tiene una mirada siniestra.
– ¿Alger Kates, siniestro?
– Por lo menos, misterioso. En casa de Wolfe, aquella noche Erskine le acusó de haber matado al tío de usted porque quería casarse con usted y su tío se oponía, y Kates dejó en pie que deseaba casarse con usted, de la misma manera que otros doscientos galanes de la O.R.P. Más tarde, aquella misma noche, me enteré de que está casado ya y que su mujer se encuentra ahora en Florida. Una máquina de calcular que haya contraído matrimonio no tiene por qué desear a ninguna muchacha guapa.
– ¡Bah, querría ser simplemente galante o cortés!
– una máquina de calcular no es galante. Otra cosa, ¿de dónde sale el dinero para mandar a su mujer a Florida, tal como están las cosas y tenerla allí hasta fines de marzo?
– Verdaderamente -dijo Nina-, por alta que sea la cuenta que le pase Wolfe a la A.I.N., está usted haciendo todo lo posible por justificarla. Tiene usted ganas de aclarar todos los puntos y no le importan los medios con tal de conseguirlo. Quizá la señora Kates ganó alguna cantidad en una lotería. Tendría usted que comprobarlo.
– Cuando la veo a usted tan indignada, siento tentaciones de rehusar tocar el dinero de la A.I.N. Algún día podré decirle cuan equivocada está usted al suponer que queremos achacar la culpa a uno de sus héroes, como Dexter o Kates. -Miré el reloj y exclamé-: Le queda a usted el tiempo justo de terminar el cigarrillo y el café.
Vino el camarero y me avisó:
– Le llaman al teléfono. La cabina de en medio. Sentí el impulso de mandar decir que había salido, porque sospeché que sería aquel tipo a quien había sobornado con tres perras chicas y que querría saber cuánto tiempo nos quedaríamos aún en el restaurante, pero lo pensé mejor y me excusé ante la chica, porque caí en la cuenta de que había también otra persona que sabía mi paradero. Resultó ser la otra persona.
– Aquí Goodwin…
– Archie, venga usted en seguida.
– ¿Para qué?
– Sin dilación.
– Oiga, íbamos a ver a la señora Boone. He conseguido que me reciba. Le diré que…
– Le digo a usted que venga en seguida.
Era inútil argüir; se expresaba como si tuviera seis tigres agazápalos ante él, prestos a saltar. Volví a la mesa y le dije a Nina, que nos habían estropeado la tarde.