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– Usted no es abogado -le dijo el inspector Ash a Wolfe en tono insultante, aunque la afirmación no tuviera nada de ofensivo en sí-. Lo que se le haya dicho o escrito carece de cualquier clase de privilegio ante mí.
Además de Wolfe y yo, las otras personas presentes eran Ash, el comisario de policía Hombert y el fiscal del distrito, Skinner, lo cual dejaba la espaciosa oficina de Hombert casi vacía, aun considerando que Wolfe valía por tres.
– Lo malo de usted, Wolfe -dijo Ash, con fríos ojos, donde se reflejaba la luz que entraba por las ventanas-, es que mi predecesor, el inspector Cramer, le ha mimado demasiado. No sabía cómo conducirse con usted; le tenía usted hipnotizado, Al estar yo al frente del caso, ya advertirá usted la diferencia. Ya me conoce usted; ya recordará usted de lo poco que adelantó en el caso Boeddiker, de Queens.
– No lo empecé siquiera. Lo dejé. Y su abominable enfoque del caso le proporcionó al fiscal pruebas tan insuficientes que no pudo hacer condenar a un asesino cuya culpa era manifiesta. Señor Ash, es usted un incompetente.
– No sé por qué…
– ¡Basta ya! -interrumpió el comisario.
– Sí, señor -dijo Ash respetuosamente-. Sólo quería… deseaba…
– Me importa un pito lo que quería usted. Estamos en una situación apuradísima, que es lo único que toe interesa. Si quiere usted interrogar a Wolfe acerca de este caso, llegue tan lejos como quiera, pero aplace los demás temas. Usted sugirió que Wolfe ocultaba algo y que era ya hora de llamarle a capítulo. Hágalo. Estoy pendiente de usted.
– Sí, señor -dijo Ash-. Yo sólo sé que en todos los casos donde ha intervenido Wolfe al olor del dinero, se las ha arreglado siempre para hacerse con algún detalle que no tiene nadie más, y que siempre se ha aferrado a él hasta que le ha convenido soltarlo.
– Dice usted bien, inspector -dijo secamente el fiscal Skinner-. Y debería usted añadir que, cuando lo suelta, el resultado suele ser desastroso para el delincuente.
– ¿Ah, sí? -preguntó Ash-. ¿Y por esta razón hemos de dejarle dar la pauta a la policía y a la oficina de usted?
– Quisiera preguntar -terció Wolfe- si se me ha arrastrado aquí para escuchar una discusión de mi carrera y personalidad.
– Se le ha arrastrado a usted aquí -dijo Ash fuera de sí- para que nos diga lo que sepa, sin ocultar nada, de estos crímenes. Usted sostiene que soy un incompetente. Yo no creo lo mismo que usted. Muy al contrario, estoy persuadido de que usted sabe algo que le proporciona una idea clara de quién mató a Cheney Boone y a la Gunther.
– ¡Claro que la tengo! Y usted también.
Hubo algún bullicio entre ellos al oír estas palabras. Yo les hice una mueca tranquilizadora para dar la impresión que no había motivo para inquietarse. Sabía que Wolfe estaba exagerando los efectos y ello podía conducir a algún resultado desagradable. Su natural romántico le conducía a veces a semejantes excesos, y el pararle, una vez se había arrancado, era difícil. Precisamente el detenerle era uno de mis cometidos.
– El señor Wolfe no quiere decir -expliqué- que tengamos al asesino abajo, metido en el coche. Falta aún una serie de detalles.
Los movimientos de Hombert y de Skinner se habían limitado a cierta agitación muscular, pero Ash se había puesto en pie y se había venido a situar a medio metro de Wolfe, desde donde se puso a contemplarlo fijamente. Permanecía con las manos en la espalda, pero hubiera sido mejor para él recordar que la postura clásica de Napoleón era tener los brazos cruzados.
– Si esto ha sido una bravata, se la tendrá usted qué tragar -dijo-. Si no lo es, le voy a sacar del cuerpo toda la verdad. Déjeme usted llevármelo -le dijo a Hombert-. Aquí en su oficina sería violento.
– ¡Qué imbécil! -murmuró Wolfe-. ¡Qué absoluto imbécil! -Y poniéndose en pie dijo-: He aceptado a regañadientes el discutir larga e inútilmente un problema difícil, pero esto es una farsa. Lléveme a casa, Archie.
– No se irá usted -dijo Ash adelantándose y cogiendo a Wolfe del brazo-. Está usted detenido, amigo. Esta vez usted…
Ya sabía yo que cuando Wolfe se veía obligado a ello podía moverse con presteza y sabiendo cuál era su punto de vista respecto de que la gente le tocase, me había preparado para que se produjese este movimiento cuando vi a Ash cogerle del brazo. Sin embargo, la velocidad y la precisión con que abofeteó a Ash me sorprendieron tanto a mí cómo al propio Ash. El mismo interesado no se percató de la bofetada hasta que la tuvo encima, con su optimista acompañamiento sonoro. Al mismo tiempo los ojos de Ash relampaguearon y se disparó su puño izquierdo; yo me levanté y me interpuse. Lo urgente del caso impedía permitirse fantasías y por ello me contenté con colocarme entre ellos dos y el puño de Ash chocó con mi hombro derecho. Con gran presencia de ánimo, ni siquiera doblé un codo y me contenté con permanecer allí a modo de barrera, pero Wolfe, que pretende odiar las riñas, me dijo entre dientes:
– Déle. Archie. Abátalo.
Mientras tanto, Hombert y Skinner, viendo que se pronunciaban contra la efusión de sangre y no interesándome ser perseguido por agredir a un inspector, me retiré. Wolfe me miró y dijo:
– Yo estoy detenido y usted no. Telefonee al señor Parker para que disponga una fian…
– Goodwin se quedará aquí -dijo Ash con una expresión de crueldad que me sorprendió-. O, para mejor decir, los dos vendrán conmigo…
– Oiga -dijo Skinner agitando las manos, como un orador que quiere apaciguar una turba-. Esto es ridículo. Todos queremos…
– ¿Estoy detenido?
– Vamos, no piense en esto. Técnicamente, supongo…
– Así, pues, lo estoy. ¡Váyanse todos al infierno! -dijo Wolfe volviéndose a sentar-. El señor Goodwin telefoneará a nuestro abogado. Si quieren ustedes sacarme de aquí, manden a llamar a alguien que me lleve. Si quieren ustedes cambiar impresiones conmigo, cancelen esas ordenes de detención y quítenme de delante al señor Ash. Me da náuseas.
– Yo me cuidaré de él -dijo Ash- Ha golpeado a un policía.
Skinner y Hombert se miraron uno a otro. Luego miraron a Wolfe, luego a mí y luego volvieron a mirarse. Skinner movió negativamente la cabeza. Hombert volvió a mirar a Wolfe y luego a Ash.
– Inspector -dijo-, me parece mejor que deje el asunto en nuestras manos. No ha estado usted al frente de este cargo lo bastante para… bueno, para asimilar la situación y, aunque he consentido en su propuesta de traer a Wolfe acá, dudo de que esté usted suficientemente… bueno, advertido de todos los aspectos. Ya le he descrito a usted el origen de las presiones más fuertes para que quitásemos al inspector Cramer la dirección de este caso, lo cual suponía relevarle de su mando, y por ello vale la pena pensar en que el cliente de Wolfe es la A.I.N. Este es un detalle que se impone a nuestra reflexión. Mejor será que vuelva usted a su despacho, estudie mejor los informes y continúe las operaciones. En total, hay en la actualidad cerca de cuatrocientos hombres ocupados en este caso. Ya es bastante trabajo para uno solo.
– Como usted quiera -dijo penosamente Ash-, Pero sí quieren, ustedes que Wolfe se salga con la suya, dejando que califique de imbécil a uno de sus subordinados y permitiendo que le atropello físicamente en su oficina…
– No me importa un pito que se salga con la suya- dijo Hombert-. Lo único que me interesa es que se resuelva este caso, y si no ocurre pronto tal cosa, bien podrá ocurrir que deje de tener subordinados. Vuelva a su trabajo y telefonéeme sí hay novedad.
– Sí, señor -dijo Ash, y al pasar por delante de Wolfe añadió dirigiéndose a éste-: Algún día le ayudaré a usted a perder algunos kilos.
Volví a mi silla. Skinner se había vuelto a sentar y Hombert miraba a la puerta que se había cerrado tras el inspector; se pasó luego los dedos por los cabellos, se instaló en su silla, detrás de la mesa y cogió un teléfono:
– ¿Balley? Coja la orden de detención de Nero Wolfe como testigo y anúlela. Ahora mismo. Sí, anúlela y mándemela.
– Y la orden de registro -apunté yo.
– Sí, también la orden de registro de su casa. Anúlela también y mándemelas ambas. Ya está usted complacido -le dijo a Wolfe-. Diga ahora, ¿qué sabe usted?
Wolfe suspiró profundamente. Una mirada superficial podía dar la impresión de que había recobrado la calma, pero mi ojo experto, al verle golpetear el brazo de la silla, se persuadió de que estaba aún lleno de agitación.
– Primero -murmuró- quisiera saber una noticia. ¿Por qué fue relevado y cayó en desgracia el señor Cramer?
– No lo ha sido.
– ¿Cómo lo llaman ustedes a esto, pues?
– Oficialmente, cambio de decoración, porque perdió la cabeza sin considerar la calidad de la gente complicada y echó sobre si una carga superior a la que puede soportar el departamento. Tanto si se quiere como si no, se impone siempre el sentido de las proporciones. No se puede tratar a ciertas personas como si fuesen pilletes de ribera.
– ¿De dónde procede la presión para tal caso?
– De todas partes. Jamás vi cosa parecida. No doy nombres. Pero de todas maneras, no fue éste el único motivo. Es que Cramer no daba una. Por vez primera desde que le conozco, estaba desconcertado. En una conferencia, que sostuvimos ayer por la mañana, no pudo ni enfocar el problema inteligentemente. Tiene la mente absorta en un solo aspecto de él y no sabe ni pensar ni hablar de otra cosa: este famoso cilindro desaparecido, que pudo estar o no en la caja de cuero que Boone le dio a la señorita Gunther antes de ser asesinado.
– ¿El señor Cramer estaba concentrado en esto?
– Sí, tenía a cincuenta hombres buscándolo y quería dedicar a ello otros cincuenta.
– Y ¿éste fue uno de los motivos de su destitución?
– Sí, de hecho la razón principal.
– ¡Vaya, entonces usted también es un imbécil! No sabía yo que el señor Cramer hubiese pensado en esto, y ello hace redoblarse la admiración y el respeto que le profeso. El encontrar ese cilindro no será quizá nuestra única esperanza, pero es la mejor que podemos acariciar. Si no aparece, hay muchas probabilidades de que no detengamos nunca al asesino.
– ¡Ahora si que dice usted la verdad, Wolfe! -gruñó Skinner-. Ya sospechaba que todo eran fuegos de artificio. Dijo usted que le tenía ya.
– No dije tal cosa.
– Dijo que sabía quién era.
– No; dije que sabía algo que me daba una clara idea de la identidad del asesino y dije que ustedes lo sabían también, ustedes saben muchas cosas que yo no conozco. No intenten dar a entender que han echado al señor Ash y me han libertado a mí para que yo nombre al criminal y proporcione la prueba. No puedo hacerlo.
Hombert y Skinner se miraron. Se produjo un instante de silencio.
– Entonces -dijo Hombert molesto-, ¿por qué dice usted que no tiene nada que decirnos, que no sabe usted qué proponer y que no puede prestarnos ayuda?
– Les ayudo a ustedes todo lo que puedo. Estoy pagando a un hombre veinte dólares diarios para que explore la posibilidad de que la señorita Gunther rompiese aquel cilindro en mil pedazos y los echase a la, basura en Washington. Esto, Suponiendo lo peor, porque dudo de que lo destruyese. Creo que esperaba valerse de él algún día.
Hombert se removió en la silla como si la idea de perseguir un insignificante cilindro, posiblemente roto, le irritase.
– Venga -dijo con impaciencia-, díganos usted qué es lo que proporciona una idea clara de quién es el asesino. Empiece.
– No es una sola cosa.
– No me importa que sean una docena. Trataré de recordarlas. ¿Qué son?
– No, señor -dijo Wolfe.
– ¿Por qué no?
– Me fundo en el estúpido trato que han dado ustedes al señor Cramer. Si mis observaciones les pareciesen interesantes, y creo que así sucedería, se las transmitirían ustedes al señor Ash y sabe Dios qué se les ocurriría hacer. Hasta por pura chamba, podría ocurrir que sus actos condujesen a esclarecer el caso, y yo no me detendré ante nada con tal de evitar este resultado. ¿Ayudar al señor Ash a conseguir un triunfo? ¡Dios lo impida! Además -dijo dirigiéndose a Hombert- les he dado a ustedes el mejor consejo que ha estado en mi mano. Busquen este cilindro. Empleen en ello cien hombres, mil, pero encuéntrenlo.
– No pasamos por alto ese maldito cilindro. Pero diga, ¿cree usted qué la señorita Gunther sabía quién mató a Boone?
– Claro que sí.
– Naturalmente, le gustó a usted el curso de los acontecimientos -intervino Skinner-. Si la señorita Gunther sabía quién era el criminal y éste era de la A.I.N., nos lo habría entregado en bandeja. Sólo cabe ahora que sea uno de los otros cuatro: Dexter, Kates o las señoras Boone.
– En absoluto -contradijo Wolfe.
– ¡Claro que sí!
– No -dijo suspirando Wolfe-. Están ustedes desdeñando el detalle principal. ¿Cuál ha sido la característica más sobresaliente de este caso durante toda la semana? Que el público, el pueblo, ha procedido a juzgar, como siempre, sin esperar siquiera a que se produjese una detención y sin disensión alguna, ha sentenciado no a una sola persona, sino a una corporación. Esto es lo notable, El tallo dice que la A.I.N. asesinó a Cheney Boone. Supongo que supiese que era el joven Erskine. ¿Le habría denunciado? No: ella estaba entregada en cuerpo y alma a los intereses de la O.R.P. Veía la ola de indignación y rencor contra la A.I.N. que iba creciendo en fuerza e intensidad. Se daba cuenta de que si esta marea se prolongaba algún tiempo, resultaría en desacreditar completamente a la A.I.N. a sus propósitos, iniciativas y objetivos. Era lo bastante inteligente para calcular que si se detenía a un individuo con buenas pruebas, fuese quien fuese, la mayor parte de este rencor contra la A.I.N. y se desviaría de ésta para recaer en él. ¿Qué haría? -prosiguió Wolfe-. Si contaba con pruebas contra el señor Erskine, o contra cualquier otra persona, las suprimiría, pero no las destruirla, porque no quería que el criminal escapase al final a su castigo. Las pondría en un lugar donde no se las pudiese descubrir, pero de donde ella las pudiese retirar y exhibirlas cuando llegase el momento, que sería cuando la A.I.N. estuviese lo bastante perjudicada. No hace falta siquiera presumir que fuese la lealtad a la O.R.P. su motivo principal. Supongan que fuese la devoción personal al señor Boone y su deseo de vengarle. La mejor venganza, la perfecta, sería emplear su muerte para causar el fracaso y la destrucción de la organización que le había odiado y había intentado aniquilarle. En mi opinión, la señorita Gunther era capaz de ello. Era una joven muy notable, pero cometió la falta de dejar enterar al asesino de que ella conocía su identidad, y lo pagó con la vida. De todas maneras, observen ustedes que también su muerte sirvió al mismo propósito. En las dos últimas jornadas, la ola de odio contra la A.I.N. ha crecido inimaginablemente. Se está introduciendo en lo hondo de los sentimientos del pueblo y dentro de poco será imposible de extraerla de allí. No, señor Skinner, la señorita Gunther, aun conociendo la identidad del asesino, no quería destrozar a mis clientes. Además, yo no tengo a ninguna persona por cliente. Mis cheques vienen de la A.I.N., la cual, por carecer de encamación, no puede cometer crimen alguno. Y hablando de cheques. Ya habrá usted visto el anuncio de la A.I.N. que ofrece cien mil dólares a quien descubra al asesino. Podría usted indicar a sus hombres que quien encuentre el cilindro perdido, podrá conseguir la recompensa.
– ¿Ah, sí? -dijo escéptico Hombert-. Es usted tan torpe como Cramer. ¿De dónde saca usted esta maldita seguridad acerca del cilindro? ¿Lo tiene usted en el bolsillo?
– No, ¡ojalá!
– ¿Por qué se siente usted tan seguro?
– Bueno, no puedo explicarlo en dos palabras.
– Disponemos de todo el tiempo que haga falta.
– ¿No se lo explicó el señor Cramer?
– Olvídese de Cramer. No tiene nada que ver en esto.
– Lo cual no le favorece a usted en nada. Pues bien, estuvo claro desde el principio que la señorita Gunther mentía al hablar de la caja de cuero. El señor Cramer lo sabía, claro. Cuatro personas declararon haberla visto salir del salón de recepción con ella, gente que en aquel momento no podía tener idea de que el contenido de la caja se relacionaba con el crimen, a menos que estuviesen complicadas en él, cosa que no se puede suponer sin insidia. Por ello no tenían razón alguna para mentir. Además la señora Boone mal podía acusar de falsedad a la señorita Gunther y se encontraba en la misma mesa que ella. De esta forma, se evidenció que la señorita Gunther mentía. ¿Lo comprenden?
– Prosiga usted -gruñó Skinner.
– Trato de hacerlo. ¿Por qué mintió en lo de la caja y pretendió que había desaparecido? Sin duda alguna, porque no quería que el contenido de ninguno de los cilindros fuese conocido de otras personas. ¿Por qué no quería? No sólo porque contuviesen informaciones confidenciales de la O.R.P., porque semejante texto podía haber sido confiado sin temor al F.B.I. Pero ella audaz y desenfadadamente eliminó los cilindros. Lo hizo porque en ello había algo que señalaba directa e inequívocamente al asesino del señor Boone…
– No, esto no es admisible -Interrumpió Hombert-. Mintió acerca de la caja antes de saberlo. Nos mintió el miércoles por la mañana, la mañana siguiente a la muerte de Boone, diciendo que había dejado la caja en el alféizar de una ventana, antes de haber tenido ocasión de escuchar lo que decían los cilindros. No podía saberlo.
– Sí, podía.
– ¿Que podía saber lo que expresaban los cilindros antes de haber tenido a mano un «Stenophone»?
– Claro, por lo menos en cuanto se refiere a uno de ellos. El señor Boone se lo diría cuando le entregó la caja el martes por la noche en la habitación donde poco después sería asesinado. La señorita Gunther mintió también acerca de este detalle, como es natural. De la manera más convincente me quiso engañar el viernes por la noche en mi oficina. La podía haber advertido de que era de una desvergonzada audacia, pero no quise molestarme en hacerlo, porque hubiera sido gastar saliva en balde. En su carácter no entraba la precaución ante el peligro, como lo demuestra el que, si no, no hubiera dejado a un hombre a quien sabía capaz de matar, acercarse tanto, a ella en el descansillo de la escalera. Era una mujer real mente extraordinaria. Sería interesante saber dónde ocultó la caja con los cilindros hasta el jueves por la tarde Hubiera sido demasiado arriesgado el esconderla en el piso del señor Kates, porque podía ser registrado por la policía en cualquier momento. Quizá la consignó en la estación Gran Central, aunque esta solución es demasiado trivial para ser suya. De una u otra forma, la llevaba consigo cuando fue a Washington el jueves por la tarde, con el señor Dexter y contando con el permiso de ustedes.
– Con el de Cramer -gruñó Hombert.
– Quiero hacer hincapié -dijo Wolfe sin hacer caso de su observación en el hecho de que nada de lo que digo son hipótesis, exceptuando algunos detalles insignificantes de tiempo y de método. En Washington, la señorita fue a su despacho, escuchó los cilindros y vio cuál era el que contenía el mensaje que le había anunciado el señor Boone. Sin duda, quería enterarse de lo que decía, pero quería también simplificar el problema. No es fácil ocultar un objeto del tamaño de aquella caja ante los ojos de un ejército de investigadores expertos. Quería reducir el bulto a un solo cilindro. Cogió los nueve cilindros eliminados y los llevó a su piso de Washington, donde los escondió al desgaire en una sombrerera de un armario. Cogió también otros diez cilindros que estaban ya usados y que tenía en el despacho, los metió en la caja de cuero, la trajo consigo al volver a Nueva York y la consiguió en la estación Gran Central.
Estas medidas eran otros tantos preparativos para su intriga, y la hubiera continuado al día siguiente, valiéndose de la policía para sus embrollos, de no haber sido por la invitación que le hice al venir a mi despacho. Decidí aguardar a que se produjesen acontecimientos. No sé porqué desdeñó mi invitación y no quiero, aventurar mi hipótesis acerca de ello. Aquella misma noche, el señor Goodwin fue a buscarla y la trajo al despacho. La señorita le había causado profunda impresión y a mí también me pareció mujer de calidad excepcional. Sin duda alguna, su opinión de nosotros fue menos halagadora. Concibió la idea de que éramos más fáciles de engañar que la policía, y al día siguiente, sábado, después de haber remitido el talón de la consigna al señor O’Neill y de haberle telefoneado, con el nombre de Dorothy Unger, me mandó un telegrama firmado por Breslow donde se insinuaba la idea de que no sería ninguna tontería vigilar los pasos del señor O’Neill. Agradecimos la estimación que hacía de nosotros. El señor Goodwin se situó en la puerta de O’Neill a primera hora del domingo, como se proponía la señorita Gunther. Cuando él salió, fue seguido y ya saben ustedes lo que ocurrió luego.
– No comprendo -dijo Skinner- por qué razón O’Neill se dejó burlar con tanta facilidad por la llamada de Dorothy Unger. ¿Tan tonto es?
– Su pregunta llega más allá de mis investigaciones -dijo Wolfe-. El señor O’Neill es un hombre testarudo y espeso, lo cual puede explicar su conducta; sabemos que sintió una irresistible tentación de enterarse de lo que decían los cilindros, tanto porque podía haber matado al señor Boone o por cualquier otra razón que falta aún aclarar. Presumiblemente la señorita Gunther sabía lo que podía esperarse de él. De todos modos, su conspiración tuvo un éxito moderado. Nos mantuvo en aquel callejón sin salida durante un día o dos, removió el asunto de los cilindros y de la caja de cuero y supuso la complicación de otra figura de la A.I.N. sin que, empero, se produjese el indeseable resultado, indeseable para ella, de que O’Neill quedase estimagtizado como criminal. Esta consecuencia quedaba pendiente para el momento que mejor conviniese a los designios de ella.
– Lo sabe usted con mucho detalle -dijo sarcástico Skinner-. ¿Por qué no la llamó a su despacho, o le telefoneó para enseñarle usted los deberes del ciudadano?
– Hubiera sido poco útil, porque había muerto.
– Entonces, ¿no lo supo usted hasta después de su asesinato?
– Claro que no, ¿Cómo lo iba a saber de esta forma? Parte de ello, si, pero no importa gran cosa. Pero cuando llegó la noticia de Washington, de que en su piso habían encontrado nueve de los cilindros dictados por Boone en la tarde de su muerte, nueve, no diez, descubrí enteramente el enredo. No quedaba otra explicación plausible. Todos los interrogantes vinieron a resultar inocuos e inútiles, excepto el de «¿Dónde está el décimo cilindro»?
– Siempre que empieza usted a hablar -dijo Hombert- acaba saliendo a colación ese maldito cilindro.
– Trate usted de empezar a hablar con sentido común dejando a untado el cilindro -dijo Wolfe.
– Y ¿si lo echó al río? -preguntó Skinner.
– No hizo tal. Ya le he explicado por qué no. Porque se proponía valerse de él, cuando llegase la ocasión, para hacer castigar al asesino.
– Y ¿si estuviera usted cometiendo su primera y única equivocación y ella efectivamente lo hubiera echado al río?
– Draguen los ríos. Todos los ríos que estuvieron a su alcance.
– No diga tonterías. Conteste a mi pregunta.
– En tal caso nos habrían tomado el pelo y jamás detendríamos al asesino -dijo Wolfe encogiéndose de hombros.
– ¿Quiere usted decir, pues, que en calidad de investigador perito aconseja usted abandonar todas las sendas de pesquisa exceptuando la búsqueda de ese cilindro? -preguntó Skinner.
– No lo creo así -dijo meditativo Wolfe-. Y menos contando como cuentan ustedes, con un millar o más de hombres bajo sus órdenes. Claro está que no me encuentro informado de lo que se ha hecho y lo que se ha dejado de hacer, pero sé cómo debería conducirse el caso y me pregunto si no se habrán pasado por alto detalles de bulto, conociendo como conozco al señor Cramer. Por ejemplo, en cuanto al pedazo de tubería de hierro, supongo que se habrá hecho todo lo posible por averiguar de dónde procedía. La cuestión de las llegadas a mi casa en la noche del lunes ha sido, como es natural, analizada con el mayor detenimiento. Se ha consultado a los moradores de todas las casas de mi manzana y a los de la acera de enfrente, con la débil esperanza, improbable en aquella quieta vecindad, de que alguien viese u oyese algo. La cuestión de quién tuvo ocasión de estar a solas con el muerto en la noche del banquete del Waldorf debe de haber tenido ocupada a una docena de agentes durante una semana, si es que no siguen atareados con ella. Las investigaciones tocantes a las relaciones tanto ostensibles como clandestinas, la verificación de la coartada del señor Dexter… En fin, éstos y tantos más detalles tienen que haber sido considerados experta y detenidamente un millar de veces. Y ¿en qué situación se encuentran ustedes? -preguntó Wolfe-. Perdidos en una ciénaga de trivialidades y desconciertos hasta el punto de acudir a remedios tan, frívolos como sustituir al señor Cramer por un bufón como el señor Ash o elaborar una orden para mi detención. Durante un largo espacio de tiempo me he familiarizado con los métodos y hazañas de la policía de Nueva York, pero jamás supuse que llegase el día en que el inspector jefe de la Brigada de Homicidios creyese resolver un caso encerrándome en una celda, atacando mi persona, esposándome y amenazándome.
– Esto es una pequeña exageración. Este lugar no es una celda y no creo…
– Se proponía hacerlo -aseguró melancólicamente Wolfe-. Y lo habría hecho con toda naturalidad. Me han pedido ustedes consejo. Yo, en su caso, continuaría todas las investigaciones comenzadas ya e iniciaría otras que puedan ofrecer resultados, porque diga lo que diga el cilindro, si es que lo llegan a encontrar, les hará falta a ustedes toda clase de informaciones y aseveraciones complementarias. Les sugiero que intenten lo siguiente: ¿Conocían ustedes a la señorita Gunther? ¿Sí? Bien. Siéntense, cierren los ojos e imagínense que son ustedes la señorita Gunther y que están sentados en la tarde del jueves en su oficina de la O.R.P. de Washington. Tienen en la mano el cilindro y el problema estriba en qué hacer con él. Quieren ustedes preservarlo de cualquier daño, quieren ustedes tenerlo fácilmente al alcance para cuando lo necesiten apresuradamente y estar seguros de que por mucho que la gente lo busque no lo encontrará. No se puede ocultarlo en la oficina. Hay que pensar en algo más eficaz, algo más depurado. La persona que es capaz de preparar la treta de los nueve cilindros será también capaz de inventar algo notable en este otro sentido. ¿Quizá ante un asesinato, ante un caso de extrema gravedad y de la máxima importancia? ¿Se podrá confiar en persona alguna hasta este extremo? Están ustedes dispuestos a marcharse, a ir a su piso primeramente y luego a tomar el avión de Nueva York algunos días. ¿Llevan ustedes el cilindro consigo o lo dejan en Washington? De ser así, ¿dónde? ¿Dónde? Este es el problema, caballeros. Resuélvanlo de la misma manera que lo resolvió la señorita Gunther y habrán terminado sus quebraderos de cabeza. Estoy gastando mil dólares diarios para tratar de saber cómo lo resolvió ella. -Al decir esto. Wolfe doblaba la cantidad, que además no salía de su bolsillo, pero por lo menos algo había de cierto en ello-. Vamos, Archie -me dijo-, quiero ir a casa.
No querían dejarle partir, ni aun entonces, lo cual era la mejor demostración del lamentable estado en que se encontraban. Wolfe les tranquilizó generosamente con unas pocas frases más, construidas académicamente con la correspondiente dotación de sujetos, predicados y oraciones subordinadas, ninguna de las cuales significaba un ardite, y luego salió de la habitación llevándome en retaguardia. Observé que aplazó la salida hasta después que hubo entrado un empleado que dejó unos papeles en la mesa de Hombert, lo cual ocurrió en el momento en que Wolfe le aconsejaba a él y a Skinner que se figurasen que eran la señorita Gunther.
Al regresar a casa, se sentó en el asiento posterior del coche, en gracia a su teoría de que cuando el coche chocaba con algún objeto tenaz, las probabilidades de salir con bien, aun siendo pocas, eran mayores estando en el asiento posterior que en el delantero. Mientras nos habíamos dirigido a la jefatura de policía, le había trazado, a petición suya, un esquema de mi sesión con Nina Boone y ahora, al volver a casa, estaba completando las lagunas de éste. No pude decir si contenía bocado alimenticio alguno, porque le daba la espalda y no podía ver su cara por el espejo retrovisor y además porque las emociones que suscitaba en él el ir en un vehículo eran tan intensas que no le dejaban lugar para reaccionar por minucia alguna.
Cuando llegamos a casa y Fritz nos abrió la puerta y yo recogí el sombrero y el gabán de Wolfe, me pareció que estaba casi de buen humor. -Había frustrado una tentativa de violencia contra él, estaba en casa y eran las seis, hora de tomar la cerveza. Pero Fritz destruyó en el acto su bienestar anunciándole que en el despacho le esperaba una visita. Wolfe le dirigió un gruñido y preguntó ferozmente:
– ¿Quién es?
– La viuda del señor Cheney Boone.
– ¡Cielo santo, aquella histérica!
Opinión esta absolutamente injusta, porque la señora Boone había estado en casa sólo dos veces, de la manera más tranquila y yo no había advertido en ella la menor muestra de histerismo.