174264.fb2 Los Amores De Goodwin - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 30

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Capítulo XXX

Wolfe acogió a la señora Boone con una frase inhospitalaria:

– Señora, dispongo de diez minutos.

– Como es natural, se preguntará usted qué me trae aquí -dijo ella.

– Naturalmente.

– Quiero decir el por qué de mi visita, dado caso que usted figura en la acera de enfrente. Se trata de que he telefoneado a mi primo esta mañana y me ha hablado de usted.

– Yo no estoy en el otro lado de la calle ni en lado alguno. Me he comprometido a detener a un asesino. ¿Conozco a su primo?

– Es el general Carpenter. Este es mi apellido de soltera. Es primo hermano mío. De no haber estado en el hospital de resultas de una operación, habría intervenido para ayudarme cuando mi marido fue asesinado. Me dijo que no creyese nada de lo que usted me dijese, pero que hiciese todo lo que me aconsejase usted hacer. Dijo también que tiene usted unas normas de conducta personales cuando trabaja en un caso de asesinato, y que el único que de veras puede estar seguro de usted es el criminal. Ya que conoce usted a mi primo, se podrá figurar el sentido de sus palabras. Yo ya estoy acostumbrada a sus cosas.

– ¿Y…? -adelantó Wolfe.

– He venido a recibir consejo de usted. O más bien, a decidirme acerca de si deseo recibir consejo de usted. Tengo necesidad de que me lo dé alguien y no sé ¿Tengo que explicarle por qué razón prefiero no acudir a uno del F.B.I. o de la policía?

– No está usted obligada, señora, a explicarme nada. Ha hablado usted ya tres o cuatro minutos.

– Ya lo sé. Mi primo me advirtió que sería usted de una aspereza inverosímil. Por ello me parece abordar el asunto directamente y decirle que me considero responsable de la muerte de Phoebe Gunther.

– Esta es una idea molesta. ¿De dónde la ha sacado?

– He aquí lo que quiero explicarle aunque no he acabado de decidirme a ello. Anoche creí volverme loca; no sé qué hacer, porque siempre me apoyaba en mi marido para tomar las decisiones graves. No quiero hablar de ello con el F.B.I. o la policía, porque es posible que yo haya cometido alguna modalidad de crimen; no lo sé Pero me parece una tontería explicárselo a usted cuando reparo en los sentimientos que profesaba mi marido respecto de la A.I.N., a cuyo sueldo trabaja usted ahora. Me parece que tendría que acudir a un abogado, y conozco una porción de ellos, pero no parece haber ninguno a quien pudiera confiarme. Siempre llevan ellos el peso de la conversación y una no entiende lo que dicen.

Estas palabras parecieron suavizar un poco a Wolfe. Empezó a prestar un poco más de atención y se tomó la molestia de repetir que no estaba a favor de ningún lado.

– En lo que a mí respecta, este no es ningún pleito privado, como puede serlo para otros. ¿Qué crimen cometió usted?

– No sé si lo fue…

– ¿Qué hizo usted?

– No hice nada; esto es lo terrible. Lo que ocurrió fue que la señorita Gunther me informó de sus actos y yo la prometí que no se lo diría a nadie y no lo cumplí, y ahora tengo la sensación,, -Se detuvo un momento y luego prosiguió-: No miento, no, tengo la sensación… Estoy segura de…

– ¿De qué?

– Estoy segura de que si hubiera informado a la policía de lo que ella me dijo, no la habrían matado. Pero no lo hice, porque ella expresó que lo que estaba realizando era en favor de la O.R.P., y daño de la A.I.N. y que esto es lo que mi marido hubiera deseado por encima de todo. Y llevaba razón. Aun estoy pensando si debo decirlo a usted o no. A pesar de lo que usted diga, subsiste el partido de mi esposo y el contrario, bajó cuyas órdenes trabaja usted. Después de haber hablado con mi primo, decidí venir y ver qué aspecto me presentaba usted.

– ¿Y qué aspecto presentó?

– No lo sé; de veras que no lo sé.

Wolfe frunció el ceño, suspiró y luego se volvió hacia mí.

– Archie…

– Sí, señor.

– Coja su cuaderno de notas. Hay que despachar esta carta esta noche misma para que la entreguen por la mañana. A la A.I.N., a la atención del señor Frank Thomas Erskine. Muy señores míos: El curso de los acontecimientos me obliga a informarles de que me será imposible continuar actuando por cuenta de ustedes en la investigación de los asesinatos del señor Cheney Boone y de la señorita Phoebe Gunther. Por ello, les adjunto un cheque por el valor de treinta mil dólares, devolviendo el anticipo que me hicieron ustedes y terminando así mi asociación con ustedes en este asunto. Su afmo., s. s.»

– ¿Extiendo el cheque? -pregunté después de hacer el último rasgo.

– Naturalmente. Mal podrá usted adjuntarlo si no lo extiende. Espero, señora Boone -dijo dirigiéndose a ella -que este gesto tendrá algún efecto sobre sus resistencias. Aun aceptando el punto de vista de usted de que yo me encontraba en la acera de enfrente, ya ve usted que ya no estoy en ella. ¿Qué le dijo la señorita Gunther que hacía?

– ¿Treinta mil dólares? -dijo ella mirándole atónita.

– Sí, una cantidad importante.

– Pero ¿esto era lo que le pagaba la A.I.N.? ¿Sólo treinta mil? Yo me figuraba que era veinte veces más. Disponen de cientos de millones, de billones…

– Era sólo el anticipo. De todos modos, ahora soy neutral. ¿Qué le decía la señorita Gunther?

– Pero, pero… Ahora no cobrará usted nada -repitió asombrada la señora Boone-. Mi primo me dijo que durante la guerra trabajó usted con mucho afán para el Gobierno sin cobrar nada, pero que a los particulares les cobra unas facturas indignantes. Debo informar a usted a usted, por si no lo sabe, que está en mi mano pagarle la factura más indignante que pueda usted imaginar. Podría… -vaciló un instante y continuó-: Podría darle cien mil dólares.

– No quiero dinero -dijo exasperado Wolfe-. Si no puedo tener un cliente en este caso sin que se me acuse de -estar tomando parte en una sanguinaria «vendetta», ¿Quiere usted decir de una vez qué le contó la Gunther?

La señora Boone me miró y yo tuve la molesta sensación de que trataba de encontrarme algún parecido con su difunto marido. Como él estaba muerto y la mujer se sentía desprovista de su respaldo para las decisiones importantes, yo creí que podría venir bien hacerle un gesto de aliento, y lo hice. No sé si ello fue lo que rompió el dique o no, pero para algo debió de servir, porque ella empezó a hablar.

– La señorita sabía quién mató a mi marido. Mi marido le dijo algo cuando le entregó la caja de cuero y ella obtuvo la noticia a través de estas palabras; y además le dictó algo en uno de los cilindros. Así, pues, el cilindro era una prueba y ella lo conservaba. Lo tenía guardado y se proponía darlo a la policía, pero esperaba a que las murmuraciones y los rumores y la indignación pública contra la A.I.N. la hubiesen producido todo el daño posible. Me lo dijo, porque yo fui a visitarla y le enteré de que me daba cuenta de que no decía verdad en lo de la caja de cuero. Yo sabía que la tenía consigo en la mesa del banquete y no quería mantenerme en silencio más tiempo acerca de ello. La señorita me informó de sus actos para que no diese cuenta a la policía del asunto de la caja.

– ¿Cuándo ocurrió esto? ¿Quería?

La señora Boone reflexiona un momento, se ahondó la arruga de su frente y luego movió la cabeza con vacilación.

– Las fechas las tengo, todas mezcladas…

– Claro está, señora Boone. Usted estuvo aquí con loa demás por vez primera la noche del viernes, cuando se disponía a hablar de ello y cambió de opinión. ¿Fue antes o después?

– Después, al día siguiente.

– Luego, fue el sábado. Otra cosa que la ayudará a usted a situarse; el sábado por la mañana recibió usted un sobre por correo que contenía su retrato de bodas y el permiso de conducción. ¿Lo recuerda? ¿Fue el mismo día?

– Sí, ciertamente. Porque aludí a ello, y ella me dijo que había escrito una carta al hombre que mató a mi marido. Ella sabía que mi marido había llevado siempre el retrato en la cartera desaparecida. Lo había llevado durante más de veinte años, durante veintitrés…

La voz de la viuda se extinguió. Renunció a seguir hablando y tragó saliva. Si perdía el gobierno de sí misma y empezaba a llorar ya gritar no se podía profetizar lo que haría Wolfe. Hasta quizá trataría de mostrarse humano, lo cual nos producirla a todos una violencia terrible. Por ello le dijo:

– Vaya, señora Boone, descanse. Cuando esté usted repuesta díganos para qué le escribió una carta al asesino. ¿Para decirle que le mandase a usted el retrato de bodas?

– Sí -dijo ella con un hilo de voz.

– Claro está -intervino Wolfe para ayudarla.

– Me dijo que ya se daba cuenta de que yo quería tener aquel retrato y le escribió para decirle que sabía quién era y que debía mandármelo.

– ¿Qué más le decía?

– No lo sé. Sólo me informó de esto.

– Pero le dijo a usted quién era.

– No, no me lo dijo; dijo que no quería explicármelo porque no podía creer que yo supiese ocultarlo. Dijo que no tenía que preocuparme por su castigo, que no había duda alguna de éste y que además era peligroso para mí el saberlo. Aquí es donde creo ahora que me equivoqué y por ello digo que soy responsable de su muerte. Si era peligroso para mí, Igual lo tenía que ser para ella, sobre todo después de haberle escrito aquella carta. Debía haberle dicho a la señorita Gunther que informase a la policía, y de no haber querido, haber roto yo mi promesa y dar parte yo misma. De esta forma no la hubiesen matado. Además dijo ella que estaba vulnerando una ley, ocultando informados y sustrayendo una prueba, y por ello tengo también sobre mi conciencia el haberla ayudado a delinquir.

– No hace falta que se preocupe ya de esto. Quiero decir, de este delito -dijo Wolfe-. Se aclarará todo en cuanto me diga usted, y yo se lo diga a la policía, dónde puso el cilindro la señorita Gunther.

– No puedo. No lo sé, no me lo dijo.

Wolfe abrió los ojos por completo.

– No, señor. Este es otro motivo por el que le he venido a ver. Dijo que no tenía que preocuparme por el castigo del asesino de mi marido. Pero si esta es la única prueba…

Wolfe volvió a cerrar los ojos. Se produjo un largo silencio. La señora Boone me miró, quizá aún con idea de encontrar un parecido, pero la expresión de su cara no parecía indicarlo así.

– Ya, ve usted, pues, por qué necesito consejo -dijo finalmente.

Yo, en lugar de Wolfe, me habría mostrado agradecido a la corroboración de las hipótesis que había formulado, pero él, por lo visto, estaba demasiado abatido por el fracaso de sus esperanzas de encontrar el cilindro.

– Lamento, señora -dijo sin que en su voz se observase matiz alguno de lamentación-, que no pueda serle de ningún auxilio. No puedo hacer nada. Todo lo que puedo darle es lo que usted dice que ha venido a buscar: consejo. El señor Goodwin la llevará a usted a su hotel. Al llegar telefonee inmediatamente a la policía y dígales que tiene usted noticias para ellos. Cuando vayan a verla, dígales todo lo que me ha dicho usted y conteste a tudas las preguntas que pueda. No tiene usted que temer que la consideren delincuente. Convengo con usted en que si hubiera usted violado la promesa que le hizo a la señorita Gunther, a estas horas probablemente no estaría muerta, pero ella fue quien le requirió a usted la promesa; por lo tanto, la responsabilidad es de ella. Además, estoy seguro de que puede soportarla. Sorprende ver la pesada carga de responsabilidades que pueden llevar los muertos. Quítese estas ideas de la imaginación, si puede. Buenas tardes, señora.

Así, pues, llevé a casa a una Boone, aunque no a Nina. La señora no pareció tener demasiado interés en hablar, lo cual simplificó las cosas. La deposité sana y salva en la puerta del Waldorf y volví calle abajo.

Cuando entré en la oficina vi que Wolfe estaba bebiendo cerveza. Metí la cabeza sólo para decirle:

– Estaré en el piso de arriba. Me gusta siempre lavarme las manos después de haber estado con cierta especie de policías. Me refiero al inspector Ash…

– Pase. Mejor será que despachemos lo de la carta y el cheque.

– ¿Cuál, el de la A.I.N.?

– Sí.

– ¡Dios mío! ¿No querrá usted decir que va a mandar de veras esta carta?

– Claro que sí. ¿No le dije a esa mujer que lo haría? ¿No estaba previsto así sobre la base de que me explicase cosas?

Me senté y le eché una mirada penetrante.

– Proceder así no sólo es excéntrico, sino insensato ¿De dónde sacará usted el dinero para pagarnos? ¿Y de dónde le ha venido este escrúpulo súbito? De todas maneras, la señora ha dejado de decirle lo único que quería usted saber. -Y finalmente en un tono respetuoso y trascendental, dije-. Lamento informarle, señor, de que el talonario de cheques se ha perdido.

– Extienda el cheque y escriba la carta -dijo y señalando a un montón de sobres que había en su mesa, añadió-: Luego podrá usted examinar estos informes de la oficina del señor Bascom. Acaba de traerlos un mensajero.

– Pero si no tenemos clientes… ¿telefonearé a Bascom para que se los vuelva a llevar?

– No, por cierto.

Fui al arca a buscar el talonario. Mientras rellenaba los blancos, afirmé:

– Las estadísticas demuestran que el cuarenta y dos por ciento de los genios se vuelven locos tarde o temprano.

No hizo ningún comentario; se bebió la cerveza en silencio. Pensé que el contenido de los sobres de Bascom debía de ser de interés, supuesto que ahora lo seguía pagando con su propio dinero. Golpeé furiosamente las teclas de la máquina. Cuando le puse delante el cheque y la carta para que los firmase, dije melancólicamente:

– Perdone usted que aluda a ello. Pero no nos habría venido mal el cheque de cien mil dólares de la señora Boone. Esta cantidad parece adecuada a la velocidad que llevan nuestros gastos y ella dijo que podía dárnosla.

– Mejor será que lleve usted esta carta a la estafeta -dijo, mientras secaba la firma-. Sospecho que a veces falla la recogida nocturna de ese buzón.

Así, pues, me correspondía sacar el coche de nuevo No me separaba más que un paseo de diez minutos de la estafeta de la calle 9, pero no tenía ganas de andar. Me gusta hacerlo sólo cuando veo claro lo próximo futuro. Al regresar, metí el coche en el garaje, pensando que la noche estarla vacía de acontecimientos Wolfe seguía sentado en la oficina y su exterior era perfectamente normal. Me miró, luego echó una ojeada al reloj y volvió a mirarme.

– Siéntese un momento, Archie. Ya tendrá usted tiempo bastante para lavarse las manos antes de la cena. El doctor Vollmer vendrá a vernos dentro de un rato y necesita usted algunas instrucciones. Estaré enfermo.

Por lo menos volvía a tener el talento lo bastante despierto para mandar a buscar a un médico.