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El doctor Vollmer era esperado a las diez. A las diez menos cinco dispusimos la tramoya en el dormitorio de Wolfe. Yo me senté en la propia silla de Wolfe, al lado de la pantalla, con una revista. Él se acostó. Wolfe, cuando estaba acostado, constituía siempre un espectáculo notable, a pesar de estar yo acostumbrado a presenciarlo. El doctor, una vez le hubo franqueado la entrada Fritz, conocedor como era de la casa, subió a solas al primer piso y entró en la alcoba. Llevaba su estuche en la mano. Se dirigió a la cabecera del enfermo con la mano extendida y un cariñoso saludo, en los labios. Wolfe torció el cuello para mirarle la mano, gruñó con escepticismo y murmuró:
– No, gracias. ¿Qué límite me presenta usted? Yo no quiero limites.
– Tendría que haberle explicado… -empecé yo a decir presuroso.
– ¿Es que se presta usted a pagar dos dólares por una libra de mantequilla? -tronó Wolfe interrumpiéndome-. ¿Cincuenta centavos por unos cordones de zapatos? ¿Un dólar por una botella de cerveza? ¿Veinte dólares por una orquídea? Ande, maldita sea, ande, contésteme..
Vollmer se sentó en el canto de una silla, depositó el estuche en el suelo, miró parpadeando varias veces a Wolfe y luego a mí.
– Usted me acusa de haberle traído engañado -prosiguió Wolfe-. Me acusa usted de pedirle dinero. Total, porque le he solicitado cinco dólares que le pagaré cuando haya estallado la próxima guerra, pero ¡Déjeme usted que le advierta! ¡Usted me seguirá! Reconozco que yo estoy destruido, que han acabado conmigo y que me siguen persiguiendo.
Vollmer me miró significativamente y preguntó:
– ¿Quién le ha encargado de recitar este papel?
Esforzándome en no reír, moví la cabeza amargamente y dije:
– Hace varias horas que está así; desde que le traje a casa.
– ¡Ah! ¿Ha estado fuera?
– Sí, señor, desde las tres y cuarto hasta las seis. Detenido.
– Bueno -dijo Vollmer volviéndose hacia el enfermo -tío primero que hay que hacer es traer unas enfermeras. ¿Dónde está el teléfono? O esto o llevarle a una clínica.
– ¿Enfermeras? -preguntó despectivamente Wolfe- ¡Bah! ¿No es usted médico acaso? ¿No sabe usted diagnosticar una depresión nerviosa?
– Sí.
– ¿Y no es lo qué tengo?
– No parece ser… muy típica.
– Observación deficiente -dijo Wolfe-. O quizá es una laguna en sus conocimientos. Es una manía persecutoria característica.
– ¿Quién le persigue?
– Me parece que ya vuelve -dijo Wolfe cerrando los ojos-. Explíqueselo, Archie.
– Mire, usted, doctor -dije-. La situación es grave Como usted sabe, el señor Wolfe estaba investigando los asesinatos de Boone y Gunther por cuenta de la A.I.N. Los jefes no se mostraron satisfechos de la actuación del inspector Cramer y lo han reemplazado por un gorila que se llama Ash.
– Ya lo sé. Viene en el periódico de la noche.
– Bien, en el de mañana verá usted que Nero Wolfe ha devuelto el anticipo de la A.I.N. y ha roto las relaciones con ella. Cuando reciba ésta la carta, se abrirán las puertas del infierno contra nosotros. No sabemos lo que hará la A.I.N. y no nos importa. O mejor dicho, no le importa al señor Wolfe. Pero si sabemos muy bien lo que hará la policía. Primero, al no estar vinculado Wolfe con la A.I.N. desaparecerá en ellos toda razón para la blandura; segundo, sabiendo que Wolfe no ha tenido nunca a ningún asesino por cliente y sabiendo también lo difícil que es hacerle soltar el dinero, deducirán que alguno de los de la A.I.N. es el criminal y que Wolfe lo sabe. A las diez de la mañana o antes tendremos en la puerta el coche celular y la orden de traslado. Es lástima desilusionarles, pero todo lo que puedo hacer es recibirles con otro papel, firmado por un médico de prestigio que certifique que en el actual estado de Wolfe será peligroso sacarle de la cama o permitir que nadie converse con él. Este es el estado de los asuntos. Hace cinco años, cuando Wolfe le hizo un pequeño favor, en ocasión de aquel pícaro que quise enmarañarle a usted acusándole de incompetencia, le dijo usted a Wolfe que cuando quisiera algo no tenía más que pedir. Le advertí a usted que quizá se arrepentiría de ello. Amigo mío, ha llegado el momento d» pedírselo.
Vollmer se frotaba el mentón. No se exteriorizaba en él resistencia alguna; sólo estaba pensativo. Miró a Wolfe en silencio y volviéndose hacia mí, dijo:
– Tengo, naturalmente, una comezón tremenda de hacer preguntas, pero supongo que no me las contestarán.
– Por lo menos, yo no, porque no sé qué decirle. Puede usted intentarlo con el paciente.
– ¿Durante cuánto tiempo debe actuar el certificado?
– No tengo idea.
– Si tan malo está que tenga que prohibir que le visiten, me veré en el caso de visitarle dos veces al día, por lo menos. Y para completar el cuadro, tendría que hacer enfermeras.
– No -respondí-, reconozco que tendría que haberlas, pero él se pondría malísimo. En cuanto a usted, venga cuanto quiera, porque además me aburriré mucho seguramente. Y este certificado redáctelo de la manera más rotunda que pueda. Diga que le producirá la muerte el que cualquiera cuyo apellido empiece por «A» le mire.
– Ya lo concebiré en términos eficaces. Lo traeré dentro de diez minutos o cosa así.